Sin mapas

José Luis Daza
Consultor, ex-Director de la Oficina de la OIT para los Países Andinos

Fotografía: María Herreros Ferrer

I.

Los pilotos se habían dirigido siempre hacia poniente, hasta avistar tierra. Tenían que seguir la línea de la costa, que luego viraba al sur, en una punta que estaba en los veintiún grados. No llevaban cartas. Otros que les habían precedido habían descrito la costa, sobre todo los ríos que llegaban a la mar, incluso les habían dado nombre, casi siempre el del santo del día.

Su referencia eran las bocas de los ríos, pero en unas costas tan bajas, casi sin relieves, de playas todas iguales en las que entraba el bosque, siempre verde, era fácil equivocarse. Se confundía un río con otro y un santo con otro.

Los barcos se quedaban cerca de la boca del rio. Bajaban los hombres en una o dos barcas. Si eran dos, una se quedaba en el agua, la otra entraba hasta la arena. Bajaba un grupo, recorría la playa, unos cientos de pasos, por la orilla, hasta el rio. Probaban el agua. Luego avanzaban hasta la línea de los árboles. Dos arcabuceros se quedaban detrás, con la mecha preparada. No se veía nada mas allá de cincuenta pasos, solo árboles, cada vez mas gruesos, cada vez mas altos. El otro lado del rio era igual, todo verde. Todo lleno de mosquitos.

Cargaban varias pipas de agua y volvían a los barcos. A la mañana siguiente seguían navegando a lo largo de la costa, hacia el norte, donde los pilotos procuraban encontrar otro río, con un poblado cerca, según les habían descrito, esperando que fuera el del santo adecuado.

Así seguían los días, costeando, entrando en ancones, señalando puntas, anotando montes, contorneando islas. Siempre algo alejados de la costa, evitando bajos y arrecifes, aguantando el sol, sufriendo tormentas. El fraile rogando por vientos de favor y no quedarse sin agua.

A veces, al aproximarse a la costa, veían grupos de indios que seguían su recorrido desde la playa. Solo observan, llevan arcos y lanzas.

II.

La comida escasea. El tocino se está acabando, la galleta tiene gusanos y casi no queda agua. Desde el barco se ve un poblado, como a un cuarto de legua de la playa, parece grande. Deciden bajar, en dos barcas, como siempre. Antes de llegar a la orilla reciben una rociada de flechas y de piedras. Vuelta al barco, no hay heridos. Hay que seguir más al norte, hasta encontrar un lugar donde abastecerse.

Días después, ya casi sin agua, se aproximan a la boca del primer río que encuentran. Hay un grupo de indios, pero no importa, la sed manda. Salen muy armados, las ballestas preparadas, las mechas encendidas. Los indios les esperan en la orilla, van desnudos, hacen señas. Bajan con cautela, se aproximan con el agua por la rodilla, preparados para luchar, pero los indios no se mueven hasta que ponen pie en la playa. Se miran, se acercan un poco, luego se miran entre ellos y dicen algo, incomprensible. Uno se aproxima más, curioso, y toca con la punta de los dedos la coraza de un soldado. No es carne y no es piedra. Los llegados del mar parecen ser hombres, como ellos, pero tienen barbas, van cubiertos de tela, cuero y un material duro que refleja los rayos del sol.

Los soldados que han bajado a tierra se mueven lentamente delante de los indios, hacen ademán de beber y se van acercando al rio. El agua es clara. Los indios les observan mientras beben y se mojan, echándose agua por la cabeza con los cascos.

Se sientan sobre la arena, la espalda al agua. Los indios vuelven a aproximarse, traen algo en las manos, parece fruta, se lo ofrecen. Antes de comer miran y preguntan, hacen señas, lo prueban. Un sabor raro, distinto de lo conocido, agradable, fresco.

Entonces, saciada la sed y sin tanta hambre, miran con mas calma y menos precaución a los indios. Todos llevan adornos y tatuajes. En las pantorrillas unas cintas trenzadas, como en los brazos. En la orejas y la nariz colgantes dorados. Brilla, puede ser oro. Uno de los soldados pone un pañuelo en el suelo, saca varios objetos de colores de un morral y los va colocando, lentamente. Los indios se aproximan, quieren tocarlo todo. El soldado pone la mano delante, no les deja y se toca el lóbulo de una oreja. El indio lo comprende, se quita el arete que lleva colgando y lo pone sobre el pañuelo. El soldado asiente, el indio tantea y escoge unas cuentas de vidrio rojo. Sonríe y se quita el arete de la otra oreja. Otros hacen lo mismo y cambian todo, colgantes por vidrios y cuentas de cerámica pintada.

La bajada a la playa ha ido bien, han rescatado un poco de oro por cosas de poco valor, vidrios, cuentas y cintas. Los indios han traído comida. No se quedan en la playa, vuelven al barco. A la mañana siguiente bajan otra vez, muchos más hombres, de los dos barcos. Piden comida por señas y se la traen. No consiguen mucha, pero suficiente para un par de días de navegación, hasta encontrar otro sitio mas propicio. Cortan una hierba muy dura, para los caballos.

Uno de los pilotos habla con el escribano, le pide que anote varios datos, el río, unas rocas oscuras, el color de la arena, la marea, una palabra que repetían los indios, que será el nombre del lugar.

III.

Siguen el recorrido de la costa. El piloto continúa describiendo al escribano lo que tiene que anotar. Unas lagunas costeras a los dieciocho grados, las leguas recorridas, la profundidad, las corrientes y los vientos. La costa, ahora, sigue a poniente.

En muchos sitios, los más a decir verdad, los indios han sido hostiles. Si no el primer día del encuentro, al segundo les han dado guerra. Cada vez que han bajado a la orilla han hecho entradas mas largas. Al principio media legua, luego cada vez más, rio arriba, hasta encontrar lugares poblados. Solo así se puede encontrar algo de comer. Maíz, chiles, frutas y unas semillas grandes, extrañas, de color marrón, que los indios machacan y disuelven en agua. También aves, más grandes que las gallinas y unos perrillos. No hay otra cosa. También encuentran una especie de vino, morado o amarillento, todavía no saben de que lo hacen, pero está bien.

IV.

La costa les lleva al norte. Pasan las bocas de varios ríos, hasta que llegan a una mas ancha que las otras. La marea está baja. Echan una sonda, los barcos no van a tocar fondo. Se adentra uno, luego el otro. A media legua hace una gran curva, con un afluente más estrecho. es buen sitio para echar el ancla y bajar.

Hacen varias entradas desde el río. Detrás del bosque hay maizales, mas lejos se ven varios poblados y unos montes. Llegan al primer poblado. Las casas son de madera, con el techo de palma. En el centro hay construcciones de piedra y una pirámide de tres niveles. Parece que no hay nadie. No se oye nada. Recorren las casas, vacías, hasta que llegan a una en la que hay dos viejas. No se mueven, solo miran. En las casas hay comida. Cuando se fueron lo dejaron todo. El capitán manda a un grupo de sus hombres que avancen por un camino, pero vuelven sin haber encontrado a nadie. El fraile sube a la pirámide por una escalinata. Hay una casa pequeña con una estatua de piedra, labrada con una cara, debe ser el demonio. Llama a unos soldados, la empujan y la echan por la escalera.

Al día siguiente se aproxima un grupo de indios, despacio, cautelosos. Hablan pero no se les entiende nada. Los soldados les hacen señas para que se aproximen. Les dan a todos cuentas de vidrio.

Poco a poco bajan de los montes los pobladores. Vuelven a sus casas. Los soldados se quedan en unos patios. Un grupo recorre los alrededores, buscando un lugar despejado, llano, que tenga cerca un arroyo.

V.

El capitán consulta con los mas allegados, deciden que ese es un buen sitio para poblar. Se eligen los regidores y se levanta acta. Un piloto, a mediodía, mira con el astrolabio y dice que están a diecinueve grados de la equinoccial. Plantan una cruz y en el suelo señalan los cuatro puntos cardinales. Desde allí echan cordeles y clavan estacas. Empiezan a hacer un trazado de paralelas y perpendiculares. Se clavan más estacas, se echan más cordeles, se marcan nueve cuadrados, tres por tres, formando un cuadrado más grande. Cada cuadra de cien varas. Serán los solares en que se edificará la ciudad. Las calles, de lado a lado, quince varas. El cuadrado del medio quedará vacío, será la plaza.

El escribano prepara la tinta, afila una pluma, saca una hoja, la fija sobre una tabla y empieza a hacer un plano. Dibuja el trazado, solares y calles. Luego marca con una cruz el lugar en que se edificará la iglesia. Sigue con el sitio del cabildo, que señala con una C. Después se dividen las manzanas, veinte varas de frente, en cada cuadra. Para la iglesia y el cabildo el doble. Ya está, se ha fundado la villa, desde la Cruz.

Empiezan a cortar árboles, los indios miran. Clavan los postes, empiezan a levantar paredes, a poner techos de palma, para protegerse del sol y de la lluvia. Después de tanto tiempo en el barco se agradece la tierra firme.

Todos los días se aproxima algún grupo de indios. Vienen también mujeres y niños. Todos quieren intercambiar algo, traen comida, telas de algodón, a veces oro. El fraile les enseña una cruz y un libro, no le entienden nada. Cada vez vienen de lugares mas lejanos, algunos ya han estado en contacto con otros hombres iguales, saben lo que quieren. Con uno de los grupos llega un hombre, con barbas, vestido como los indios. Cae de rodillas y empieza a hablar en la misma lengua que los soldados. Luego, llorando, cuenta que naufragó hace diez años y le apresaron en la playa. Desde entonces no había vuelto a ver ningún cristiano. Habla la lengua de los indios. Ahora será la lengua del capitán.

Desde que pueden entenderse con los indios todo es más fácil. Les ayudan a construir las casas, son muy rápidos haciendo los techos. Intercambian cosas más variadas y vienen unas viejas a hacer pan con el maíz, que muelen con unas piedras.

Un día llega una visita distinta. Indios que vienen de tierra adentro, de poniente, lujosamente vestidos, sus ropas con bordes decorados de rayas y cuadros, diademas en la cabeza, con plumas. Collares de piedras verdes. Colgantes de oro en las orejas y la nariz. Algunos son guerreros, con pieles de felinos en la cabeza, al cuello colmillos de animales y mandíbulas colgadas de la cintura. Vienen de la capital de un imperio, al borde de un lago, a muchos días de camino, para averiguar quienes son esos extraños seres que han llegado por el mar.

Uno de los visitantes saca una tela de su bolsa, la pone en el suelo y empieza a dibujar. Primero al capitán, luego a dos soldados y a un caballo. Traza una línea ondulada y, detrás, un barco. Luego usa colores para rellenar las figuras. Encima de cada una pone unos signos. El tlatoani quiere saber como son los hombres llegados del mar.

El capitán escribe por la noche como eran los visitantes y lo que se ha hablado con ellos. También escribe uno de los soldados, el que lleva en su mochila un libro con historias de un caballero que anda errante por tierras desconocidas llenas de peligros. Se lo lee por las noches a sus compañeros, a la luz de la hoguera.

VI.

Dos meses después el capitán propone a sus hombres ir a esa ciudad, que dijeron estar a orillas de un lago, para ver como es y hablar con el que llaman su tlatoani, que parece ser un emperador. Uno de los señores de la costa intenta persuadir al capitán para que no vaya, les matarán a todos. El camino es largo, hay que cruzar montañas y hay muchos guerreros que les van a salir al paso.

El capitán está decidido, no sabe que camino seguir y pide guías porteadores. Uno de los señores le ofrece guías y porteadores hasta la próxima ciudad. Empieza la marcha, cuatrocientos soldados y casi mil indios. La columna avanza lentamente, veinte hombres de avanzada, cuatro a caballo, luego una fila de soldados, el resto de los caballos y los porteadores.

Cruzan llanuras y suben colinas, hasta que llegan cerca de una ciudad en un alto. Una masa de guerreros les corta el camino. Les acometen por todos los lados. Forman rápido un cuadro, mientras los de a caballo abren una brecha en las filas de los atacantes. Ya ordenados, los arcabuceros disparan una andanada, dan dos pasos atrás, para recargar, y los ballesteros se ponen al frente. Los de a caballo siguen dispersando a los guerreros del frente principal, los que cerraban el camino. Combaten varis horas, por acometidas, hasta que cae la tarde. Los indios se repliegan hacia la ciudad, dejan muchos muertos. El capitán hace recuento de heridos y descansan con las armas prestas y los caballos ensillados.

Al amanecer se preparan y ordena atacar la ciudad. Colocan un bronce y hacen varios disparos. Hay poca resistencia en la subida. Antes de llegar a los muros sale un grupo de ancianos, con buena vestimenta y cintillos en la frente. Piden paz, les dejarán entrar, ofrecen comida y alojamiento. Los indios de la costa acampan fuera.

Toman posiciones en el centro de la ciudad y en las salidas. Unos soldados, en el centro de la plaza observan las construcciones. Dos pirámides, dos piedras lisas con grabados delante de las escalinatas. Un lado de la plaza está lleno de gente bajo sombrajos, con cestos, tinajas y fardos, parece un mercado. Suben cuatro soldados y el fraile a una de las pirámides, desde el piso superior se ve toda la ciudad. Hay una especie de altar delante de lo que parece un oratorio, con dos estatuas dentro y al fondo una pila de cráneos. Las estatuas, las paredes y el suelo son de color rojo oscuro, es sangre seca. Derriban las estatuas, que ruedan hasta el suelo de la plaza. Luego ponen una cruz. El fraile hace un dibujo en un pliego, copia una serpiente labrada en una de las gradas y unos signos.

El capitán y los alféreces, con la lengua y el fraile, se reúnen en un palacio con los ancianos. Los indios de este lugar no son vasallos de los de la ciudad del lago, llevan todo el tiempo que recuerdan resistiéndoles y nunca han podido dominarles. Los ancianos acuerdan con el capitán que sus guerreros les acompañen a la ciudad del lago. Serán sus aliados.

Cuando se ponen en marcha ya son seis mil indios los que van con los soldados. La fila de hombres es de casi una legua. En cada descanso los soldados levantan un hito de piedras.

El capitán toma la pluma todas las noches. Describe el camino y relata las incidencias de la jornada. Atravesaron una llanura larga y seca hasta el pié de una sierra. Detrás de la sierra había otra, más alta, con cumbres nevadas, de algunas salía humo. El paso era difícil, caían piedras, se despeñaron dos caballos, el viento era frío. Han avanzado tres leguas, ya van cuarenta desde que emprendieron la marcha. No hay pueblos en esas alturas, hay que seguir adelante.

Siguen el camino, más días, otras treinta leguas. Los de la avanzada vuelven, desde un alto han visto un lago, pero no hay sólo una ciudad, hay muchas.

Llega el grupo del capitán a la cima. Se ven dos lagos, unidos por un canal estrecho. Cuentan diez y seis ciudades. La más grande en el centro del segundo lago. Enorme, con tres calzadas que la unen a tierra, con calles, plazas y canales. Así quedará dibujada en el plano que hizo el capitán. Han llegado a la capital del imperio. Sin mapas.