O, ¿Qué demonios son todos esos seres mitológicos que aparecen en los mapas antiguos?
Gorka Sánchez
Ingeniero de diseño industrial

Fotografía: María Herreros Ferrer
“Siempre, me ha interesado, esa jerga que emplean los rastas, hablan, de batallas, que no puedes encontrar en los mapas”. Se trata de un extracto de “La línea del Frente” de Kortatu. A mí, personalmente, siempre me han fascinado los dibujos de esas criaturas mitológicas y abisales, habitualmente presentes en los mapas medievales y del renacimiento. ¿Cómo llegaron a parar estos, a día de hoy, muy divertidos grabados en los mapas y, cómo podemos interpretarlos? He aquí unas cuantas elucubraciones a este respecto; un viaje de arqueología marítima “amateur”, parcialmente potenciado por el visionado de estimulantes programas como “Monstruos de Río” (con el gran Jeremy Wade) o “Expedition Unknown”, disponibles en DMAX, durante las mañanas de ocioso sideral propias de un mes de agosto en paro. Parafraseando al gran Homer Simpson, “¡Cómo me gusta la televisión de verdad!”.
Una extraña vieja embarcación, anterior a los tiempos del Pequod, de velas raídas y casco oscuro curtido por los tifones de Formosa, acaba de llegar a Puerto Banús. Aquí es cuando dejo de copiar a Herman Melville, es lo más sensato que puedo hacer. La tripulación desciende del navío al son de la tonada marinera “Antes en las guerras solían regresar”. A falta de verduras y fruta fresca, todos tienen “Eskorbuto”. El desfile de los resucitados del Titanic se dirige hacia el antro más cercano con el firme objetivo de: a) Buscar compañía o b) De Beber, ahogar sus penas en alcohol. Entre trago y trago, chapurrearán sobre lo chiflado que está el Capitán Steve Sizzou, queriendo pescar arponando con su taser el Cthulhu que habita en las costas de BambolaBragamance, en el fin de la noche africana. El científico de abordo trae pruebas, un tentáculo de Architeuthis hallado en el interior de un cachalote pigmeo que ha caído en sus redes. También presenta signos de la sangrienta y fatal contienda, dentelladas circulares en su piel.
La percepción que la gente tenía de los océanos ha cambiado con el tiempo. Aun así, las profundidades abisales siguen revelándonos maravillas bioluminiscentes o ejemplares de especies que creíamos extintas. El imaginario medieval estaba “ligeramente más condicionado” por el desconocimiento los límites terrestres de lo que estamos nosotros ahora; siendo el descubrimiento de América uno de los eventos clave para el desarrollo de la navegación y la cartografía. El caldo de cultivo era perfecto para que proliferaran ácidas leyendas como la anterior. Marineros, artistas, literatos, exploradores, científicos y las gentes más diversas participaban en este pulso entre el miedo a lo desconocido y la razón, alimentando el imaginario colectivo. (Steven Spielberg hizo que mi primo temiera la bañera durante años, y a mí, esas fauces con tres hileras de dientes se me aparecen cada vez que nado a la Isla de Santa Clara).
Para Plinio el Viejo, cada animal terrestre debía tener su equivalente en los océanos. Los cartógrafos, a la hora de decorar los mapas, solían recurrir a libros científicos para indicar a los navegantes qué animales se irán a encontrar en las recién conquistadas tierras heladas del norte o en el archipiélago de las islas Andamán. Por sorprendente que pueda parecernos ahora, los perros y cerdos de agua, leones marinos, langostas, pulpos y ciempiés gigantes habían sido asimilados dentro del repertorio de las enciclopedias de consulta. Era menester acercarse a la biblioteca privada en la abadía más cercana para realizar la susodicha consulta.
A partir del siglo XVII, la ornamentación, reclamo que puede captar la atención de estudiantes poco aplicados de cartografía, o ricos invitados a quienes queramos mostrar nuestras recién adquiridas parcelas en el globo, se volverá más pragmática. Los seres mitológicos darán paso a motivos como los navíos de última generación, navegando a toda vela por las más rápidas autopistas marítimas en busca de recursos naturales a nuestra entera disposición, esperando ansiosamente a que sean explotados. La razón o el afán expansionista, con un ligero toque de exceso de confianza, acabaran con las advertencias anteriores.
¡Qué Novedad! ¿No os parece que la versión imperante en el relato podría tacharse de eurocéntrica? Se me van a acabar los monstruos para el Siglo de la razón. Vengo necesitado de un giro hacia lo Oriental, culturas tres veces milenarias y supersticiones que aún permanezcan vivas. Resulta que el primer mapamundi Chino al estilo europeo es del año 1602. Fue el jesuita Matteo Ricci quien lo elaboró para la entonces reinante Dinastía Ming. Esta obra sirvió como catalizador para el mayor intercambio cultural entre Europa y China hasta el momento. Al ritmo de los ciclos de apertura y cierre propios de esta y las colindantes civilizaciones, fluirá el comercio. Es canje bidireccional de fe y razón, sinología o el Japonismo que más adelante fascinaría a Van Gogh. Dejamos atrás la antuerpiense imprenta Plantin-Moretus, la producción en masa los mapas de Ricci u Ortelius, para preguntar a los del trono de crisantemo si ellos han visto algo parecido. “Goodbye Zentropa!” ufólogos, “I want to believe”.
Parada de avituallamiento: Antwerpen es una de las ciudades europeas que más me gustan. Cuando trabajaba en Eindhoven, Países Bajos, aprovechaba para escaparme y visitar esta magnífica ciudad durante los fines de semana. En una ocasión, descubrí una tienda de cómics llamada Mekanik Strip y me hice con un ejemplar del manga Kitaro, de Shigeru Mizuki. He escuchado que “les bandes dessinées” franco-belgas siempre han pegado muy fuerte. Desde las aventuras de Tintín, historietas revisadas a más no poder durante mis tardes de infancia en la biblioteca de la parte vieja Donostiarra, o los mundos de “Jodo-Moebius”, que tantas películas de ciencia ficción han inspirado, es de lo poco que conozco. Pero, ¿Acaso no son razones de suficiente peso para una pequeña compra memorable de aquellas tardes? Por eso me llevé algo japonés.
Kitaro es un “Yokai”, que literalmente significa “Cambiador de forma” (“Shape Shifter”). Cuentan las leyendas que en el archipiélago japonés viven unos ocho millones de dioses. Para esta tradición animista y politeísta, no sólo los humanos albergan un espíritu, sino que las plantas, los animales, el terreno o los objetos inanimados también pueden hacerlo. Los yokai pertenecen a este vasto continuum de deidades. De apariencia humanoide o zoomorfa, son las caras detrás de un fenómeno climatológico, como una heladora tormenta invernal (Véase Kwaidan, de Masaki Kobayashi), supersticiones personificadas u objetos encantados. Su naturaleza no se ciñe estrictamente al binomio del bien y del mal; pueden ser traviesos, benevolentes en estado de gracia o indiferentes a la historia del hombre, pero siempre impredecibles, más allá del control humano y, por ello han de respetarse. Un yokai es un yokai, olvidémonos de una equivalencia judeocristiana como fantasma, demonio o duende.
En Kitaro, Mizuki-san construye un mosaico que aúna las disociadas leyendas de este folclore bajo el marco temporal que comprende el Japón de la posguerra hasta el día de hoy. Sekien Toriyama, pionero en el estudio pictórico de estos seres sobrenaturales o escritores como Kunio Yanagita y Lafcadio Hearn, le sirven como pilares para llevar a cabo esta tarea de actualización del contexto. La violencia y el sinsentido de una guerra que vivió en sus propias carnes están presentes en sus historias, además de un mensaje pacifista y en pos de la buena voluntad para la consecución del dao, el camino. El espíritu rebelde en contra de la lógica de rango propia de las cadenas de mandos militares o los delirios de la piedad filial llevada al extremo. La conciencia ecológica frente la mano del hombre responsable detrás de los desastres naturales o los devastadores efectos de la radiación. Este último tema guarda cierta similiud con las “kaiju extravaganzas” lideradas por “Gojira”, género en el que bestias colosales, naturaleza autónoma, guerrean sobre las ruinas de Tokio, bajo sus sombras las élites en disputa, aún piensan que hay algo que ganar.
Sería demasiado fácil que hubiera encontrado la pieza que falta para resolver este rompecabezas, un antiquísimo mapa de las islas del sol naciente, previo al efecto “Mateo Ricci”, lleno de monstruos marinos, como el siluro Namazu, que, ante los descuidos de su guardián, es capaz de causar violentos terremotos, tsunamis o accidentes nucleares. La popularidad de los “yokai” ha trascendido los mares limítrofes con el archipiélago. Los mapas, según se miren, pueden hacer emerger las disputas del mundo globalizado, pero en el arte que hay en ellos, en los aparentemente diversos estilos, también está la prueba de la unidad del mundo.
El ejemplo para el nuevo patrón de búsqueda establecido a partir de esta última conclusión lo he hallado en un magnífico libro de historia titulado “El mundo Chino”. Imaginad que nos encontramos frente al “Gran Buda de Leshan”, en Sichuan.
“En las regiones comprendidas entre la India e Irán, las influencias helenísticas habían permanecido lo suficientemente vivas para marcar fuertemente el arte budista, que, simbólico en sus orígenes, acabó convirtiéndose en figurativo. Este arte con una mezcla de influencias indias, griegas e iranias se difundió desde las cuencas del Indo y del Ganges hasta los oasis de Asia Central, y de ahí alcanzó China del norte, Corea y Japón. El lejano recuerdo de la estatuaria griega que conservan en sus pliegues, sus poses y sus caras algunas estatuas budistas de China y Japón constituye una de las pruebas más hermosas de la unidad de nuestro mundo”.
(Jaques Gernet – “El mundo Chino”).
FIN.

Imagen: Gorka Sánchez
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