Pamela Vaccari Jiménez
Profesora en la Universidad de Concepción

Imagen: Amaia García Hernández
El tratamiento de lo que se califica como problema de salud mental aún arrastra vestigios de una historia de procedimientos que vulneran en distintos ámbitos a las personas que utilizan estos servicios de asistencia (Amarante et al., 2018; Bruno et al., 2016; Rzhevskaya et al., 2020; Saucedo, 2021; Vargas, 2017). La vulneración, o hasta violencia, que sufren quienes son etiquetadas con un diagnóstico psiquiátrico está arraigada tanto a nivel ontológico/epistemológico – es decir, la concepción y la relación que se establece con la otredad, con la etiqueta diagnóstica- como también a nivel práctico/metodológico.
El discurso dominante en salud mental se construye en la intersección entre prácticas institucionales, tecnologías y contextos históricos/políticos. En estos ejes se han erigido jerarquías entre conocimientos, donde se consideran como válidos y expertos aquellos que provienen de las ciencias, en comparación con los que surgen desde otros saberes como, por ejemplo, de las experiencias vitales (expertos/as por experiencia) (Cea Madrid, 2018). La ciencia dominante en temas de salud mental arranca de la medicina, que a su vez se instituye en la biología. La biología se entroniza con el método científico positivista entregando un modelo de verdad única para comprender los fenómenos (Cabruja, 2005). Este método es el que se valida como el de “experto”. Los países del mundo mayoritariamente valoran la concepción científica de la salud, con predominio de la visión biológica y médica que institucionaliza una forma de concebir la salud y la enfermedad mental, respaldados por grandes conglomerados como la Organización Mundial de la Salud (OMS, 2001, 2004, 2011). Desde el sistema binario salud/enfermedad mental se significa otra dicotomía para la población: normal/anormal, creando un orden social específico en torno a estos conceptos. Así, desde la medicina y desde la OMS, lo que se entiende por salud mental, o normalidad, es alguien con estado de bienestar integral, que trabaja productivamente y se desenvuelve con habilidad en su comunidad. Es decir, es una definición que apunta a valores de racionalidad. Entonces, por enfermo mental se comprende a alguien con bajo bienestar, que disminuye su actividad o no aporta productivamente y que carece de habilidades dentro de su comunidad. Estas representaciones generan efectos directos en los tratos y en las relaciones que son clasificadas con salud o enfermedad mental. En el caso de la enfermedad mental, la etiqueta diagnóstica conlleva implícita una marca o estigma (Goffman, 1963) que se entrecruza en la identidad y prácticas sociales de las personas. Este etiquetamiento acarrea estereotipos negativos, pérdida de estatus y discriminación por parte de la comunidad (Grandón et al., 2016). Desde la mirada de Foucault (1999), las disciplinas científicas, como la medicina, conllevan saberes específicos que habilitan determinados ámbitos de acción y poder, lo que se denomina binomio saber/poder. El ejercicio y aplicación del saber/poder en la vida podría llegar a ser violento. Existen múltiples evidencias sobre la violencia del ejercicio saber/poder en torno a las enfermedades mentales, lo que reproduce el estigma, la exclusión, el aislamiento y el prejuicio. Se ha documentado, por ejemplo, como personas hospitalizadas por diagnósticos psiquiátricos son sometidas a coacción y violencia, tanto en la administración de sus medicamentos como en la aplicación de medidas de coerción física y aislamiento. También se ha observado escaso respeto de sus derechos esenciales en integridad corporal, intimidad, así como infantilización y segregación; evidenciando una falta de medidas bioéticas que incorporen psicoeducación y rehabilitación psicosocial (Mestdagh, 2014; Rzhevskaya, 2020, Saucedo, 2021). Cuando no están hospitalizadas las personas con diagnósticos psiquiátricos también dan cuenta de la disminución de sus oportunidades laborales y de sus redes sociales y comunitarias, del aumento de la vulnerabilidad social y la disminución de la autoestima (Grandón et al., 2016; Mascayano et al; 2015;Vargas, 2017).
¿Cómo llega a ocurrir que las instituciones y las disciplinas científicas en torno a la salud y enfermedad mental se atribuyen la misión de dirigir el funcionamiento de las personas? ¿Cómo es que llegan a construir el binomio saber/poder sobre los otros?
Esto se puede explicar por la relación que establecemos con las categorías recién revisadas. Desde la instalación del paradigma moderno, se acepta sin cuestionamiento una jerarquización de los saberes y los abordajes basados en estas lógicas que dejan fuera a otras comprensiones más integrales (Vaccari, 2014, Amarante et al., 2018). Esto también lo ejemplifica Foucault (1999) a través de los conceptos de poder disciplinario y biopoder. El poder disciplinario define y entiende a los sujetos a través de sus rasgos y capacidades, buscando patrones comunes de variables. Posteriormente, diseña compendios estandarizados que miden y valoran si las personas cumplen o no los requisitos establecidos. El biopoder es la forma en la que el poder disciplinario se centra en la mecánica biológica del ser humano, desplegando una serie de intervenciones y regulaciones que se conocen como la biopolítica de la población, representadas por la demografía, la economía y la estadística, organizando, así, la salud, la enfermedad, la mortalidad y/o natalidad de una población (Cabruja, 2005; Foucault, 1999). Históricamente, las disciplinas que trabajan con salud mental buscan durante el periodo del paradigma ilustrado y la consolidación de la modernidad, establecer mínimos de racionalidad y comportamientos que reflejaran lo que estadísticamente se puede ver como “normal” a partir de eso. De este modo establecieron prácticas que sobrevaloraron lo racional, asociadas a moralidades específicas vinculadas con el autocontrol, la autodirección y la producción, destacando un tipo ideal como ícono universal humano. Así, a todo lo que no encajase en este parámetro se le concibió como locura: persona sin razón o con enfermedad mental, pasando de este modo a ser objeto de interés médico y de las disciplinas “psi” (Vaccari, 2014; Sanhueza 2020).
Las políticas de bienestar iniciadas en el siglo XX después de la Segunda Guerra Mundial se desarrollan como elementos imprescindibles de la culminación de los llamados estados sociales y los sistemas públicos de asistencia médica. La gubernamentalización del Estado, como amortiguador del equilibrio social, permitió el control cada vez más complejizado de la vida y la muerte, la enfermedad, la vejez o el desempleo. Con una filosofía asistencial que se basa en la universalización de la asistencia, la atención integral o la promoción y la prevención de la salud, ésta aparece así como un bien social y como un derecho conquistado que necesita una nueva organización dentro del aparato burocrático del estado moderno. Si la salud es un bien social, colectivo, el concepto de enfermedad mental obligadamente tiene que superar la visión individual del riesgo y centrarse en un sentido positivo de conseguir la salud (Desviat, 2007; De la mata et al 2007; Sanhueza, 2020). En este contexto ideológico es donde aparece la definición de salud de la OMS y su apuesta política por la salud pública, que se organizaban en dos ideas principales: La primera proviene de los planificadores de los sistemas sanitarios que pensaban que al limitar la morbilidad con la terapéutica se podría reducir el costo anual de los servicios de salud; y la segunda, de los salubristas que creían que la aplicación de políticas de salud pública disminuiría la incidencia de enfermedades (Cea et al., 2018; De la mata et al., 2007).
Es el momento también de la crítica antipsiquiátrica y de la profunda crisis de las ciencias del arte, de la ideología, de los valores, que tienen también su representación en la rebelión de Mayo del 68. Se sacude el pensamiento de la época cuestionando las teorías y formas de organización política y sindical tradicional. Está presente también la visión de las nuevas formas de capitalismo que tienden a convertir la totalidad de la vida en objeto de dominación, convirtiendo todo en objetividad cosificada. Se institucionaliza así todo un sistema de expertos repartidos en distintas agencias del Estado, incluidos los nuevos dispositivos de salud mental, que buscaban no solo atender la enfermedad sino paliar las contradicciones de una sociedad moderna (Desviat, 2007). La ampliación del objeto de la psiquiatría, ya como salud mental, se produce con la tecnificación y la especialización, como una medicalización activa y positiva, promovida por un estado garante del derecho social de la salud (Cea et al, 2018). Así, la salud se transforma en objeto de consumo y fuente de valor social, con la paradoja de ser una especie de mercado de la salud como generador de necesidades. Estos cambios sociales que trae el nuevo orden económico, desarrollan una cultura en la que lo individual prima sobre los procesos colectivos (Cea, 2018, Sanhueza, 2020, Observatorio, 2014; Vaccari, 2014). De este modo se produce una mayor desarticulación de las redes sociales tradicionales de contención (organizativas). Se impone la necesidad de expertos que apoyen, aconsejen y curen al individuo en sus sentimientos de duda y fracaso, tanto en los ámbitos familiares, sociales y laborales, que son entendidos como responsabilidad exclusiva del individuo. Ahora bien, la salud no escapa a los procesos mercantiles, puesto que se fijan en ella todos los elementos destinados a hacer más efectivo el desempeño humano. Sin embargo, de esta manera, manteniendo la salud en base a medicamentos, se rechaza todo lo que puede ofrecerse como alternativa a este modelo de mercado sanitario. En este mercado, una de las estrategias para poder alcanzar mayores beneficios es ampliar la oferta asistencial con la creación de una nueva demanda: el malestar, la intimidad y los sentimientos se pueden rentabilizar con potenciales clientes consumidores de psicofármacos y terapias psicológicas (De la mata et al 2007; Vaccari, 2014; Sanhueza, 2020).
En esta acción, las instituciones no aparecen como autoritarias, sino como aquellas que quieren promover el bienestar en las personas señaladas como “sin razón”, pero que se basan en un conocimiento tangible y concreto de las mismas. Esto se asocia y problematiza en el marco de racionalidad económica; en políticas liberales y capitalistas, que adoptan líneas de gubernamentalidad; en estrategias donde los gobiernos aplican, desde el control externo, a la población; y hasta en el incentivo ciudadano hacia el propio autocontrol y la reproducción de narrativas en sus habitantes sobre el autocuidado en salud (Cabruja, 2005, Carrasco et al., 2014). Así, lo biológico se refleja en lo político, desde el castigo (aplicación coercitiva directa) hasta la vigilancia a distancia (auto-coerción) permitiendo que este dominio ejerza poder sobre las personas y la vida. De esta forma emerge el saber/poder sobre y desde los propios cuerpos de los individuos que, incluso, no requieren ser monitoreados para adscribir a los modelos de racionalidad y productividad. Rose (2008) problematiza que las disciplinas de salud mental, las ciencias psi, nos han enseñado cómo conducir nuestro yo en la sociedad y nos fuerzan a optar por un modelo de ser en la vida. A esto les llama tecnologías del poder, las cuales las asumimos como si fuesen parte nuestra, mediante unas técnicas éticas de autoformación del self. Estas éticas son un verdadero ensamble de prácticas específicas de autorregulación que reúnen conocimientos, personas, instrumentos, espacios y construcciones que dirigen la conducta humana a distancia. En tal sentido, el neoliberalismo no puede ejercerse sin estas tecnologías, puesto que, delegando la soberanía a la ciudadanía, se gobierna mejor en esta especie de vigilancia, como decía Foucault (1999), impulsándonos a asumir total responsabilidad por nuestra vida.
En esta línea, si bien es preciso señalar que el modelo asilar ha hecho numerosos intentos por cambiar las prácticas, metodologías y tratamientos aplicados a las personas con diagnóstico psiquiátrico (por ejemplo, introduciendo en la mayor parte de países la salud mental comunitaria, con dispositivos ambulatorios y abordajes psicosociales), no obstante no ha cambiado un ápice lo que está a nivel ontológico/epistemológico. Es decir, desde las disciplinas científicas, no hay cuestionamiento alguno que ayude a reflexionar sobre la concepción del malestar, los problemas de salud mental y la forma en cómo se categorizan y estigmatizan los diagnósticos. De este modo, si bien los modelos nuevos podrían verse como innovadores, lo único que cambian es que desarrollan tecnologías de vigilancia a distancia para personas con tratamientos ambulatorios con incentivo de técnicas de autoformación del self, buscando la autonomía de quien tiene un diagnóstico psiquiátrico, sin necesariamente romper con la dinámica del poder disciplinario y el biopoder (Carrasco et al., 2014; Rose, 2021; Vargas, 2017).
Las lógicas establecidas son difíciles de cambiar. Dentro de las lógicas del modelo capitalista, que domina en la mayor parte de los países y que se nutre de estos valores promoviendo subjetividades productivas e individualistas, a modo de biopolitica ciudadana y auto responsable, los movimientos sociales están desarticulados y, en consecuencia, cualquier error o fallo, cronificación y estigma debe ser asumida por el individuo que no se adapta, pese a todo el bienestar que supuestamente se les ofrece (Cea, 2018; Vaccari, 2014; Vargas, 2017). El desafío, entonces, para resistir a la violencia reificada hacia las personas con diagnósticos psiquiátricos radica en el cambio de paradigma ontológico y epistemológico del abordaje de las etiquetas diagnósticas, especialmente desde las disciplinas científicas: incorporar la visión psicosocial en todas las prácticas, la perspectiva de derechos humanos, la experiencia de quienes han vivido los diagnósticos y formas de aportar alternativas a la exigencia de las lógicas liberales, neoliberales y capitalistas en salud (Cea et al., 2018; Grandón, 2016; Observatorio, 2014; Rose, 2021, Sanhueza, 2020; Vargas, 2017).
Bibliografía, notas y fuentes:
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