Isabel Díaz
Profesora en Musikene

Pintura: Juan Gabriel Vich
¿Cómo se las arreglaban para trabajar, antes de la era del confort, aquellos a los que llamamos genios? Tuvieron vidas bien duras, con enfermedades constantes, dificultades económicas, inseguridades políticas y quiebras afectivas. Pensemos, sin salir de Viena, en Mozart, Beethoven, Schubert o incluso Mahler. Si abrimos sus catálogos, decimos: compuso tantas sinfonías, tantos cuartetos, tantas óperas. Elaboramos tablas con fechas de estrenos y ediciones, y creemos saber algo de su trabajo. Sin embargo, al viajar con la imaginación hacia sus horas y días, brotan en nosotros legítimas preguntas: ¿cuándo componían? ¿tenían una pauta, una rutina, o se dejaban arrebatar en momentos de inspiración? ¿cómo les afectaron las crisis que tuvieron? A lo largo de este breve artículo dedicado a Beethoven, intentaremos responder a estas cuestiones apoyándonos en los testimonios de quienes le conocieron, aquellos que pudieron acercarse al “ático” del artista y sorprenderle en medio de su creación1.
A Beethoven le gustaba componer en el campo, donde pasaba todos los veranos. Alquilaba casas en pueblos cercanos a Viena como Mödling, Heiligenstadt, Döbling, Helenental o Baden. En cuanto se encontraba fuera de la ciudad, empezaban a ocurrírsele ideas, que escribía en una libreta que siempre llevaba consigo, y esta actividad le absorbía por completo. Una vez, según cuenta Ignaz von Seyfried, que conoció a Beethoven en su juventud, se abstrajo tanto durante el viaje, que se perdió y, cuando llegó a la posada donde debía hacer un alto, se encontró sus enseres tirados en la plaza del pueblo. El carretero que le había hecho el transporte, cansado de esperarle, había dejado todo allí y se había marchado a su casa2.
La costumbre de anotar las ideas musicales que se le ocurrían en una pequeña libreta está documentada una y otra vez en los testimonios de sus contemporáneos. Beethoven sabía que la imaginación podía asaltarle en cualquier momento y no quería perder ni una sola de esas fugaces ideas, o, dicho de otro modo, su mente estaba siempre preparada para pensar en música. Además de la libreta, cuando estaba en su sala de trabajo, junto al piano, rellenaba grandes hojas con toda suerte de bocetos musicales. Llegó a utilizar las contraventanas de madera de una de las casas que alquiló, para escribir sobre ellas las ideas musicales que iba creando como si de una pizarra se tratara3. Esta dedicación continua al trabajo creativo estaba asociada en Beethoven a una característica que él llamaba el raptus. Cuando estaba concentrado en una composición, se enfurecía si era interrumpido, o abandonaba a un alumno que esperaba la clase, o dejaba de atender a un interlocutor si por casualidad unos acordes en el piano le sugerían alguna nueva idea. Su capacidad de inmersión en el trabajo intelectual de componer era tal, que incluso olvidaba cualquier obra que hubiera compuesto recientemente4.
Otra de las observaciones constantes de aquellos que le conocieron es el desorden que reinaba en sus habitaciones, lo mismo en Viena que en las residencias veraniegas. En una sala espaciosa amueblada tan solo con un piano, una mesa y sillas y el retrato de su abuelo, se podían ver libros y partituras por todas partes, cartas abiertas, ropa por el suelo, restos de comida o de vajilla, botellas, papeles con esbozos de ideas musicales, e incluso una bañera. Está claro que, aunque a Beethoven le gustaran el orden y la armonía, como él mismo proclamaba, no le gustaba “ordenar”. ¿Puede uno imaginárselo dedicando a la clasificación de papeles las horas que empleaba en desarrollar sus composiciones? Seguramente él sabía dónde había colocado cada cosa, o al menos así lo pensaba, y con frecuencia se quejaba de que los criados se lo cambiaban todo de sitio5.
En los recuerdos que conservamos de Beethoven, se suele ligar el desorden del hogar, especialmente del lugar de trabajo, al desorden de la apariencia personal. Con frecuencia se compara el alboroto de partituras esparcidas con el estado de su pelo, por ejemplo. Pero no siempre. Cuando quería, Beethoven podía vestirse elegantemente. Y, en cualquier caso, no se habla nunca de suciedad, sino de poco cuidado en el peinarse, o en el vestirse. Por supuesto, no usó nunca peluca, podía aparecer en la puerta en mangas de camisa, y a veces incluso recibía a sus amistades en bata. Sin embargo, lo que algunos consideraron en aquel momento como un descuido en el arreglo de su aspecto, ¿no sería visto hoy día como una actitud de naturalidad y desprecio por las apariencias? El artista que no pierde un segundo de dedicación a su oficio en acicalarse para las visitas, pero que aun así las recibe y las agasaja, ¿no posee una conciencia de igualdad entre las personas, de atender a lo esencial del arte, que no hace diferencias entre rangos, una actitud de modernidad en definitiva?
Una muestra de que el orden era una cualidad que sí poseía es la rutina de trabajo. Todos los testimonios coinciden en lo mismo: que Beethoven era, a su modo, muy metódico en lo relativo a su profesión, y que trabajaba mucho, especialmente en verano, mientras que en invierno se dedicaba sobre todo a desarrollar y orquestar lo que había escrito durante los meses estivales. Las anotaciones en la libreta y en otros papeles debían absorberle bastante tiempo, pero siempre reservaba las mañanas, desde el amanecer al mediodía, al trabajo mecánico de escribir. Así pues, es como si hubiera dado la vuelta al día: en los paseos vespertinos, muy largos y sin tener en cuenta el tiempo, ni siquiera el atmosférico, surgía la inventio y quizás al mismo tiempo la dispositio; desde las primeras horas del día y hasta la pausa del almuerzo, la elocutio, la escritura de las ideas en un discurso que pudiera comunicarse. Componer era por lo tanto un trabajo que se dividía en fases que se distinguían muy bien en la mente de Beethoven: “Hago muchos cambios, desecho y vuelvo a intentarlo otra vez hasta que estoy satisfecho. Es entonces cuando empieza en mi cabeza el desarrollo en toda su extensión, longitud, altura y profundidad (…) Surge, crece y oigo y veo la imagen completa tomar forma y sostenerse ante mí como si estuviese hecha de una sola pieza, de forma que lo único que queda ya es escribirla”6. De este modo, primero era la imaginación, la generación de ideas, después o quizás al mismo tiempo, el ensamblaje de estas ideas en un discurso, y finalmente la escritura definitiva. “Jamás escribe una sola nota – relató en 1824 un ocasional visitante inglés – hasta que se ha formado el diseño de toda la pieza en su cabeza”7.
Cuando observamos la producción musical de un compositor, solemos ordenar las obras por la fecha de creación, a veces de estreno. Esto nos da una visión inexacta del proceso creativo, pues a menudo pueden pasar años entre el germen de una obra y su terminación. En el caso de Beethoven, esto es totalmente cierto. Según el testimonio de Carl Czerny, “pulía sus composiciones antes de publicarlas” durante mucho tiempo, e incluso “utilizaba en sus obras nuevas motivos que se le habían ocurrido muchos años antes”8. Es muy conocido el caso de la 9ª Sinfonía, estrenada en 1824, cuyo último movimiento estaba de algún modo ya en la mente de Beethoven desde que leyó en su juventud el famoso poema de Schiller. Incluso cuando estaba por fin componiendo la obra, en 1822, al mismo tiempo estaba planeando la 10ª sinfonía y un oratorio, e incluso fantaseó con poner música al Fausto de Goethe9. Semejante atasco de proyectos no debe hacer pensar que Beethoven atacara su composición a la ligera. Hablando con un joven compositor al que acababa de dar algunos consejos, aseguró que en su caso dejaba que sus pensamientos le acompañaran mucho tiempo, “a veces incluso muchísimo tiempo, antes de ponerlos sobre el papel” (…)10.
Se decía de él que no le interesaba la música de los demás11. De hecho, no fue un gran coleccionista de partituras ajenas. Hacia el final de su vida, según el testimonio de Schindler12, en su biblioteca solo tenía lo esencial de Bach para el teclado (El clave bien temperado, invenciones y sinfonías), algunas sonatas y el Don Giovanni de Mozart, las sonatas de Clementi, y los estudios de Cramer; nada de Haydn ni de Cherubini, por ejemplo. Tampoco se preocupaba por coleccionar las partituras de sus propias obras, ya que no poseía más que una pequeña cantidad de ellas. Sin embargo, Beethoven reaccionaba con entusiasmo y admiración genuinas tras acceder a leer las composiciones nuevas de algún músico joven, como le ocurrió con las canciones de Schubert que Shindler le trajo para animarle en sus últimos meses. En otra ocasión, también poco antes de morir, al recibir como regalo de un admirador las obras completas de Haendel, repasó desde el lecho cada volumen al tiempo que exclamaba “¡De él puedo aprender todavía algo!”13. ¿Se puede afirmar entonces que no estaba interesado en la música ajena? Quizás sería más acertado pensar que quien tenía tanta música que decir, quien creaba continuamente con su imaginación la música que deseaba escuchar, no necesitaba nada más. Por otro lado, probablemente no le importaba la competencia, porque no se sentía competidor. Él se sabía nuevo, original, y no tenía con quién compararse. Seguramente fue muy a su pesar cuando en una ocasión se lamentó diciendo: “Apenas conozco a gente que entienda mis ideas”14.
Recojamos las pinceladas para componer el retrato. Beethoven pasaba los meses de invierno en Viena, y allí terminaba de escribir las obras que había imaginado y planificado durante el verano, la parte del año auténticamente creativa para él. Alojado en casas que alquilaba en pueblos de los alrededores de Viena, en los largos paseos vespertinos anotaba fragmentos de música en libretas, que luego transcribía por las mañanas. Mientras pensaba en música podía llegar a concentrarse tan intensamente que se olvidaba de todo, incluso de su acompañante. No perdía ni una idea, sino que todas ellas eran conservadas y utilizadas en el momento preciso, a veces muchos años después de haber sido generadas. Mantenía la disciplina horaria de trabajo en medio de un gran desorden físico, que alcanzaba al cuidado de su propia persona. No le preocupaba la opinión que los demás tuvieran sobre él, del mismo modo que tampoco encontraba fuera de sí mismo quien le entendiera. ¿Es este un retrato ajustado a la realidad? Lo es, pero está incompleto.
Debemos sumar ahora la sordera progresiva que sufrió Beethoven desde su juventud. Imaginemos que, a los rasgos mencionados, añadimos la imposibilidad de oír. En los paseos, no escuchar los pájaros, el viento o sus propios pasos sobre la tierra; durante los viajes, no oír las preguntas del cochero ni participar en las conversaciones con los otros viajeros; en casa, no percibir los comentarios de los criados, ni las respuestas de sus amigos, obligados a gritar en su oído o a escribirlo todo, sin poder mantener una conversación aguda y vivaz acorde al temperamento del compositor; en los conciertos, no percibir la continuidad de la música, su música; en el lugar de trabajo, apenas escuchar su teclado, y percibir incompleto el sonido de su propia voz. En ocasiones, se le podía escuchar tarareando melodías irreconocibles. En 1819, por ejemplo, Anton Schindler acudió una tarde a visitar a Beethoven en Mödling, y se lo encontró en medio de la composición de la Missa Solemnis. A través de la puerta, que estaba cerrada con llave, escuchó a Beethoven “aullando, cantando y zapateando” las partes de la fuga del Credo15.
En definitiva, la sordera fue, de todas las enfermedades que sufrió Beethoven, la más terrible. Truncó su carrera como virtuoso del piano, pues dejó muy pronto de tocar en público, e incluso fue declinando, cada vez más, las invitaciones a improvisar sobre el teclado, algo que le entusiasmaba hacer y en lo que era un maestro consumado. En 1802, en el momento en el que se hizo consciente de que la sordera acabaría siendo total e irreversible, estuvo a punto de quitarse la vida. Contemplando la composición como único camino posible ante él, la carencia del sentido del oído debería haberle impedido avanzar. Sin embargo, no fue así. Es asombroso cómo buscó y encontró el modo de reorientarse y luchar veinticinco años más. Todo lo que hemos observado a lo largo de estas páginas, desde su método de trabajo y sus rutinas, hasta las peculiaridades del carácter, solo se entienden si pensamos en la fuerza que necesitó para enfrentarse a las consecuencias de su enfermedad. El retrato sicológico que hizo de él el editor F. J. Rochlitz en 1822 explica perfectamente, a mi juicio, de dónde procedía esta admirable determinación:
Lo vi como alguien que, de haber sido desterrado a una isla desierta siendo sólo un niño aún en pleno desarrollo, habría cogido todo lo vivido y aprendido, todo lo asimilado en el camino del aprendizaje, y habría meditado y reflexionado sobre todo ello hasta que los fragmentos sueltos hubieran formado un todo y sus suposiciones se hubieran convertido en convicciones que habría gritado al mundo con total seguridad y confianza. (Rochlitz, en Sonneck 2020: 161).
Bibliografía, notas y fuentes:
- El título procede de una frase de G. Rossini, pronunciada mientras relataba a Wagner cómo había conocido a Beethoven en Viena, en 1822: “(…) pensé tristemente que tal vez en ese preciso instante el prohombre estaba creando en la soledad de su ático alguna obra de profunda inspiración.” (Rossini, citado en Sonneck, 2020: 154).
1 Disponemos de un buen número de estos testimonios, publicados en diversas colecciones (Nohl 1877, Kerst 1913, Leitzmann 1914, Sonneck 1927), pero solo recientemente se ha traducido la compilación de Sonneck al español: Sonneck, O. G. (ed.). (2020). Beethoven contado a través de sus contemporáneos. Madrid: Alianza Música.
2 Seyfried, en Sonneck (2020): 63-64.
3 Anton Schindler, en Sonneck (2020): 208.
4 Schindler, en Sonneck (2020): 212.
5 Seyfried, en Sonneck (2020): 69.
6 Citado por Louis Schlösser, en Sonneck (2020): 184.
7 Edward Schulz, en Sonneck (2020): 190.
8 Carl Czerny, en Sonneck (2020): 49.
9 Friedrich Johann Rochlitz, en Sonneck (2020): 163.
10 Schlösser, en Sonneck (2020): 183.
11 Louis Spohr, en Sonneck (2020): 126.
12 Schindler, en Sonneck (2020): 213.
13 Gerhard von Breuning, en Sonneck (2020): 247.
14 Schlösser, en Sonneck (2020): 177.
15 Schindler, en Sonneck (2020): 143.