– A Dios por el punto de fuga –
Jaime Cuenca
Profesor en Deusto

Imagen: Mikel Kasaliz
En comparación con cualquiera de las atracciones monumentales de Roma, este lugar no puede sino defraudar: apenas un corredor de dimensiones modestas que da paso a un par de habitaciones sencillas y austeras. Los turistas se remansan en la colindante iglesia de Il Gesù antes de abocarse al tráfago de la piazza Venezia, a pocos metros, pero rara vez ascienden las cuatro plantas hasta este recóndito pasillo. Puede encontrarse, si acaso, algún grupo de visitantes procedente de cualquiera de las instituciones que dirige la Compañía de Jesús por todo el mundo. Estamos en la primera casa profesa de los jesuitas, en el austero apartamento donde expiró Ignacio de Loyola el 31 de julio de 1556. Aquí vivió los últimos doce años de su vida y aquí redactó las Constituciones de la Compañía. Cuando en 1598 unas inundaciones dañaron sustancialmente la construcción original, se diseñó un complejo sistema de bóvedas que permitió preservar este apartamento de la cuarta planta. La nueva casa profesa se erigió a su alrededor, abrazándolo como una reliquia arquitectónica. Quizá por eso sorprende aún más el contraste entre las estancias y el pequeño corredor. Por la rica decoración de este último, sí, pero no solo por eso.
Una sucesión de vigas ornamentadas, sostenidas por ménsulas en voluta, estructura el techo en secciones cuadradas que contienen frescos con figuras di sotto in sù. Al fondo del pasillo, un arco sustentado por sendos grupos de cuatro columnas de mármol veteado da paso a una pequeña estancia rematada por un altar con un cuadro del santo. La presencia de dos personajes que tocan instrumentos de cuerda en el estrecho espacio entre las columnas aporta la clave para comprender la naturaleza de cuanto se ve: son ángeles. Sus alas funcionan como el golpe seco que agrieta un campo visual, por lo demás, perfectamente verosímil. Los ángeles músicos se revelan tan ilusorios como la pequeña capilla ante la que tocan y las columnas que la flanquean y las vigas y ménsulas del techo. Mirado con detenimiento, todo el pasillo se comprende como un complejo ejercicio de quadratura, una técnica de ilusionismo mural en la que su autor, Andrea Pozzo, fue un maestro indisputado. Entre 1682 y 1685 completó el programa ornamental del corredor, tan dependiente de una estricta aplicación de las leyes de la perspectiva lineal que solo puede contemplarse sin deformación desde un único punto, marcado en el suelo con una roseta de mármol blanco. Cuanto más se aleja el observador de esta posición central, más se deforma el espacio pictórico que lo envuelve: las ménsulas se revuelven sobre sí mismas, las vigas revelan la curvatura de la bóveda de cañón que las acoge, las pilastras de ambos lados muestran la desigual dimensión de sus perfiles y los ángeles, los putti, los niños escondidos adoptan proporciones grotescas.


Imágenes disponibles en: https://archive.org/details/gri_33125008639367/page/n5/mode/2up?view=theater
En toda esta dependencia de la imagen respecto de la posición del observador hay algo asombroso y profundamente lúdico que a nuestra mirada actual no acaba de parecer del todo adecuado a un lugar como este. Pozzo está decorando la antesala a uno de los espacios más significativos para la Compañía de Jesús, a la que él también pertenecía: ¿cuál es el sentido de estos juegos ópticos? ¿Por qué engañar de ese modo la mirada del visitante precisamente en este lugar? El asombro que produce la transformación del espacio circundante a cada paso, el descubrimiento lúdico de mil pequeños detalles del trampantojo, la sucesiva experiencia de engaño y desengaño visuales… ¿puede esto ser menos adecuado a la actitud de seriedad y recogimiento que se esperaría de quien fuera a visitar el lugar de la muerte de un santo? Y, sin embargo, el encargo de Pozzo era de la máxima importancia para la Compañía y no puede sino suponerse que fue estrechamente controlado por el Prepósito General. Para comprender mejor lo que tan enigmático resulta a nuestros ojos, conviene ampliar el panorama. Nos detendremos en la que es, probablemente, la obra más conocida de Andrea Pozzo: los frescos de la iglesia de San Ignacio, también en Roma, a escasos metros de Il Gesù.
Se trata, asimismo, de un lugar de enorme importancia para la Compañía de Jesús. Fue inicialmente la capilla del Collegium Romanum, la primera institución de enseñanza superior de los jesuitas, fundada por Ignacio de Loyola en 1551. Tras su canonización en 1622, se decidió convertirla en una iglesia en su honor, y Pozzo añadió los frescos a partir de 1685, una vez terminado el encargo en las estancias de Il Gesù. En este caso, sus frescos cubren la totalidad del techo de la nave, sustituyendo la bóveda de cañón real por una arquitectura ilusionística que dobla la altura aparente del templo y lo abre a una alegoría celestial: la apoteosis de San Ignacio. Aquí también un disco en el suelo de la nave marca el lugar exacto desde el que debe observarse toda la construcción en perspectiva para que funcione adecuadamente. Cuando más se aleja el visitante de ese punto de vista, más se deforma la arquitectura del techo. No hay en esto, en principio, nada extraño; cualquier imagen en perspectiva resulta dependiente de un punto de vista que funciona como correlato —fuera del plano pictórico— del punto de fuga. Sin embargo, en la segunda mitad del siglo XVII había ya modos de disimular esa necesaria dependencia allí donde su efecto resultara inconveniente. Así, por ejemplo, Giuseppe Viola Zanini en su libro Della archittetura (1629) describe un método suavizado de perspectiva que sugería aplicar a techos de grandes espacios que fueran a ser recorridos por los potenciales observadores, por ejemplo, un gran salón. Algo similar aplicaron Agostino Mitelli y Angelo Michele Colonna en sus trabajos para la corte española. Los esfuerzos de Pozzo, sin embargo, van en la dirección contraria: no busca suavizar la contingencia de la construcción perspectivística, sino subrayarla, reforzar su dependencia respecto del punto de vista del observador. En su bello tratado sobre perspectiva, publicado en dos volúmenes en 1693 y 1698, Pozzo ofrece su propia respuesta a estos métodos alternativos de perspectiva suavizada:
…porque siendo la perspectiva un mero fingimiento de lo verdadero, no se obliga el pintor a hacerla parecer verdadera desde todas partes, sino de una determinada; porque por ejemplo en una bóveda donde queráis pintar un solo cuerpo de arquitectura y figuras, si ponéis más puntos de vista, no tendréis ningún lugar desde donde pueda gozarse toda la obra, sino que se la deberá rodear por todas partes y gozarla poco a poco.1
Su postura queda clara. El programa ornamental de que se trate debe poder contemplarse en toda su corrección e integridad de una sola vez, desde un único punto. Podría pensarse que Pozzo está dispuesto, para ello, a admitir como mal menor el corolario obvio: que desde todos los demás puntos la imagen se verá incorrectamente, en grado creciente de deformidad cuanto más lejos del punto de vista adecuado. Pero creo que esto no era para Pozzo ningún mal menor; al contrario, se trataba justamente de forzar ese contraste entre corrección e incorrección del punto de vista, armonía y deformidad de la imagen. Se mueve aquí en la tradición de la anamorfosis, esto es, una aplicación tan forzada de la perspectiva que la imagen deviene incomprensible si no es vista desde la posición adecuada. Dentro de los condicionantes que impone un marco arquitectónico es este efecto al que Pozzo trata de aproximarse. El verdadero motivo de fondo puede leerse entre líneas en el prólogo al primer volumen de su tratado:
Así pues, comienza alegremente tu trabajo, oh lector, con la resolución de tirar siempre todas las líneas de tus operaciones al verdadero punto de vista [verum oculi punctum], que es la Gloria de Dios.2
Pozzo escribe “oculi punctum”, que sería literalmente ‘punto del ojo’, esto es, diríamos, punto de vista. Si bien en la época los términos técnicos del sistema de perspectiva no se hallaban necesariamente tan diferenciados como hoy en día, y era habitual que se designara así también al punto de fuga. Este parece ser el caso aquí, como da a entender la referencia a “tirar las líneas” en esa dirección. El sentido es claro y no puede resultar más descriptivo de la práctica pictórica de Andrea Pozzo. En sus frescos, todas las líneas convergen a mayor gloria de Dios (por tomar prestado el lema de la Compañía), en una imagen que explicita del modo más expresivo posible los contenidos doctrinales de la Contrarreforma católica. Hubo muchos otros artistas que lograron esto mismo con análoga destreza, pero lo singular de Pozzo es que la perspectiva no es para él un mero método de trabajo: se convierte, en sí misma y más allá —o más acá— de los contenidos, en una forma de revelación estético-religiosa. A través de ella logra hacer sentir al observador con toda viveza la experiencia misma de adoptar el punto de vista correcto, algo que no podía estar más cargado de sentido en una época tan atravesada de incertidumbre y angustia como el Barroco. Su pintura brinda al espectador el tránsito de la deformidad a la armonía, de la monstruosidad a la belleza, del caos al orden y quizá su sello más personal consista en el empeño que pone en explicitar cuáles son las condiciones que aseguran la felicidad de ese tránsito: su enfático uso del recurso de la roseta o el disco en el suelo. Solo aquel que se aviene a seguir las indicaciones del propio espacio consagrado de la iglesia y a mirar desde el lugar señalado por la autoridad puede ver correctamente. Dejando de lado la cabriola de refinamiento barroco que hace tangible la experiencia de la verdad en el más sofisticado engaño, nótese que es difícil hallar una plasmación más elocuente de la versión contrarreformista del viejo adagio extra ecclesiam nulla sallus: la vía a la certeza salvífica no pasa por una experiencia subjetiva de renacimiento interior, al modo protestante, sino por la adopción del punto de vista correcto —esto es, ortodoxo—, mediado por la Iglesia y sancionado por la tradición. Así, la contienda entre fe y herejía, contenido presente en buena parte de sus obras, deviene en Pozzo el modo mismo en que su pintura debe ser experimentada. Quien avanza en estos espacios ornamentados desde la confusión a la claridad de las formas vive en su propia mirada la experiencia de una conversión. Se entiende ahora por qué tales juegos ópticos parecían especialmente adecuados para preparar el espíritu de quien entraba en las estancias de Ignacio de Loyola. Piénsese lo que se quiera de los concretos contenidos doctrinales: esto no nos atañe. Pero debe reconocerse que ningún otro artista supo usar el potencial performativo de la imagen en perspectiva con la coherencia y productividad de Andrea Pozzo.
Bibliografía, notas y fuentes:
1 Pozzo, Andrea: Perspectiva pictorum et architectorum. Pars prima. Nota final. Roma, 1693.
2 Pozzo, Andrea: Perspectiva pictorum et architectorum. Pars prima. Prólogo al lector. Roma, 1693.
Kemp, Martin: La ciencia del arte. La óptica en el arte occidental de Brunelleschi a Seurat. Madrid, Akal, 2000.
Pfeiffer, Heinrich: San Ignacio y el arte de Andrea Pozzo. Artes de México, nº 76 “Artes y espiritualidad. Jesuitas II”, pp. 20-29.
Pozzo, Andrea: Perspectiva pictorum et architectorum. Pars prima. Roma, 1693.
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