Entrevista a Marina Garcés

Filósofa

Marina Garcés es filósofa y ensayista, profesora de la Universidad Oberta de Catalunya e impulsora de un gran número de proyectos colectivos. Conversamos con ella sobre las posibilidades de un «mundo común» y sobre muchas de las claves de su pensamiento.

Juan Alberto Vich— Durante mi primer curso como estudiante de Filosofía, leí su libro Filosofía Inacabada, donde se rechazan los proyectos cerrados y se insta a plantear reflexiones autónomas y sostenibles. El descontento general del «no future», proclamado por los punkis de los 70 y vigente hoy, es un factor más (entre tantos) que concentra los intereses en el presente, sin proyectarlos y recompensando la inminencia que se contagia a todos los aspectos de la vida. Sabemos los peligros de las causas acometidas a partir de ideales de progreso, esos «medios» incondicionales para «fines» determinados y ansiados. ¿Cuáles son —en cambio— las desventajas de dicha ausencia de guías? ¿De qué manera podemos construir un futuro sin creer en él? ¿Hasta qué punto la desorientación no es una oportunidad de generar nuevas perspectivas sino un tiempo de reposo hueco?

Marina Garcés— La desorientación no es hoy una situación de búsqueda sino, más bien, una experiencia marcada por una constante confusión. La ausencia de guías, como apuntas, podría ser una posibilidad de apertura, de emancipación y de creatividad. Pero la confusión es otra cosa. Es la imposibilidad de tener puntos de referencia que puedan ser compartidos. Esto implica que tampoco pueden ser discutidos, criticados, transformados. Este estado de confusión crea un estado anímico ansioso, más que curioso, que no puede descansar en nada. Pienso que es un estado deliberadamente creado por los medios no sólo de información, sino también por los aparatos políticos y de consumo. El sujeto se ve abocado, todo el tiempo, a sostenerse a sí mismo entre y frente a los demás, defendiendo su posición sin saber muy bien cuál es. Esto acrecienta la paranoia, la hostilidad y lo que se ha venido a llamar, también, la polarización.

J. A. V.— De algún modo, y pese a todas las desazones habidas y por haber, seguimos —inevitablemente— mirando adelante… Al fin y al cabo, un «no future» es un tipo de «future». En su última publicación habla de «promesas», otra fórmula que apunta a lo venidero. En efecto, las promesas verticales (Dios, Estado, Capitalismo) han sido ampliamente derrocadas y esto ha avivado la necesidad de promesas horizontales, sólidas e igualitarias. Es fundamental que todos participen en este mundo común. ¿De qué manera? ¿Con algún planteamiento próximo a Habermas y a su «ética del discurso»?

M.G.— Mi planteamiento no parte de formalizar ni el diálogo ni la participación. Pienso que no hay condiciones formales para un mundo común, sino que debe partir de las relaciones materiales que lo componen. Las formas de vida, como diría Wittgenstein, son plurales y permiten juegos de lenguaje diversos que no siempre coinciden, incluso pueden ser disonantes entre sí. Una aproximación crítica a las estructuras de dominación a través del lenguaje implica poder desmontar sus relaciones implícitas para abrirlas a otras posibilidades de declinación.

J. A. V.— A priori, cualquiera interpretaría la tecnología como una herramienta óptima para el encuentro y la comunicación; sin embargo, la tan valorada hiperconexión oculta altos grados de soledad entre sus usuarios… Las «comunidades digitales» se sobreponen a las tradicionales y operan con distintos códigos, distanciadas en el espacio, separadas por pantallas… Las relaciones de piel con piel, los cara a cara, se limitan. El rostro de Lévinas se desdibuja y, por ende, la humanidad y la empatía. ¿Cómo se entiende «lo común» en la era digital? ¿Qué previsiones políticas han de esperarse cuando las redes evidencian un claro empobrecimiento de la solidaridad y la compasión?

M.G.— Me gustaría pensar que cuando las relaciones no estaban mediatizadas por pantallas había más solidaridad y más compasión, pero la historia lo desmiente, por desgracia. Es difícil encontrar un periodo de la historia que no haya estado atravesada por la guerra, o su posibilidad, y la dominación de unos grupos por otros, con todo lo que esto implica (sumisión de grupos e individuos y destrucción de formas de vida, tanto humanas como no humanas). Pienso que más que confiar o no en las nuevas tecnologías, debemos hacernos la pregunta ética y política de cómo educar la sensibilidad hacia la empatía y la solidaridad, hacia la justicia y la igualdad. Esto implica a la cultura y la educación en su conjunto, no solo en la escuela, así como a la acción política.

J. A. V.— ¿Qué valor tienen las universidades en esta apuesta por lo común? ¿Hacen una verdadera labor o su compromiso se reduce a ingentes artículos académicos que jamás serán leídos?

M.G.— Las universidades tienen la misóin de ser las instituciones en las que el conjunto del conocimiento disponible (pasado y en transformación) es puesto al servicio de la educación y de la mejora del conjunto de la sociedad. Por desgracia, el sistema universitario actual, a nivel global, sólo responde en una muy mínima parte a esta función. Sea de titularidad pública o privada, su valor se calcula cada vez más en función de su aportación al crecimiento económico de determinados sectores productivos en clave competitiva. La universidad-empresa está muy lejos de cumplir con la misión de la universidad. No lo digo desde una concepción idealista o purista, sino desde una defensa de la función social del conocimiento.

J. A. V.— Describió las «malas compañías» como aquellas que «acostumbran a llevarnos por buen camino» porque «sin atrevernos a andar con extraños, solo podremos seguir siendo los mismos». Desde la publicación del libro en 2022, ¿qué nuevas «malas compañías» contemporáneas ha descubierto y considera indispensables para su reflexión?

M.G.— Las malas compañías, por suerte, nunca se terminan y siempre aparecen por donde menos esperamos su influencia. Si tuviera que añadir algunas referencias a las ya presentes en mis anteriores libros, quizá señalaría la obra dramatúrgica de Wadji Mouawad, por la manera como indaga en las promesas olvidadas y traicionadas que alimentan la violencia, a Pol Guasch, poeta y novelista por su manera de narrar los afectos menos evidentes y entre las voces ya consagradas que tenía pendientes a Annie Ernaux por su manera de conjurar la vergüenza y sus efectos de dominación.

J. A. V.— ¡Qué suerte de «malas compañías» que nos obligan a cuestionarnos sobre todo, incluido lo que tenemos tan claro! «Toda convicción es una cárcel», dicen que dijo Nietzsche… ¿Cree que los dogmas —vengan de donde vengan, tradicionales o novedosos— están en aumento o detrimento?

M.G.— Pienso que están en aumento aunque no siempre lo parezca. Es evidente en la fuerza que están tomando posiciones autoritarias y reaccionarias de todo tipo pero también ocurre en otros ámbitos, a los que a lo mejor no llamaríamos dogmáticos y también lo son, como en la manera como se nos invita a aceptar acríticamente cualquier visión del mundo y cualquier instrumento que venga de la ciencia y de la tecnología. Pasó con la pandemia, está ocurriendo con la IA… ¿por qué cualquier pregunta crítica hacia determinadas propuestas tecnocientíficas es inmediatamente acusada de negacionista? En otros ámbitos también se imponen otras formas de dogmatismo, pienso sobre todo es aspectos estéticos y culturales, como los que pasan por el cuidado el cuerpo según cánones muy restrictivos o por la manera de estandarizar lenguajes, modos de hablar y de relacionarse a través de las redes. Son dogmáticas porque no admiten cuestionamientos, sino que imponen un dentro/ fuera de carácter excluyente.

J. A. V.— No sé si habré sido injusto durante nuestra charla. Mi intervención ha tomado un carácter bastante pesimista… Siempre intento valorar todos los cambios positivos que se han venido dando (y han sido muchos); pero pienso, al mismo tiempo, que esta percepción desencantada del mundo esconde una conciencia intranquila e insatisfecha que sirve de motor para la mejora. No me parece una actitud pasiva la derivada de la ausencia de límites que conduce al Apocalipsis… Al fin y al cabo, surge después «un cielo nuevo y una tierra nueva» (Apocalipsis, 21-22); presentando una novedad más radical que los cambios producidos a partir de la ausencia de límites que propician cualquier clase de innovación creadora. ¿Entiende las posturas catastrofistas o tiende a rechazarlas? ¿Considera que permiten algún tipo de avance o que se ahogan por definición?

M.G.— A mi la dualidad pesimismo / optimismo no me sirve ni me interesa. Pienso que es muy tramposa porque se orienta desde la idea de un final o tendencia única de los acontecimientos, como si la vida fuera una película que acabará bien o acabará mal. Pienso, más bien, que hay que mirar sin miedo las violencias, los problemas y los desafíos de cada contexto y de cada época, sin engañarnos en ilusiones banales del tipo “todo irá bien”, pero sin caer en la trampa del catastrofismo, que es una ideología de la resignación y de la frustración. No necesitamos ser optimistas para ser combativos y alegres.

J. A. V.— Gracias por sus respuestas, Marina, y hasta pronto.

M.G.— A ti, gracias por tu conversación!