Una lectura de la estética de Schopenhauer

Alfredo Esteve Martín
Profesor en la Universidad Católica de Valencia

Imagen: Mikel Kasaliz

Introducción

No es Arthur Schopenhauer (1788-1860), importante representante del Romanticismo moderno alemán, un filósofo demasiado conocido. Si su vida académica ya estuvo eclipsada en su día por la figura de Hegel, creo que no me equivoco al afirmar que su reconocimiento en la actualidad goza de la misma suerte (situación —por otra parte— a la que se le está dando un giro gracias al trabajo de sus cada vez más numerosos estudiosos). Su pensamiento se encuentra en un momento clave de la historia de la filosofía, tránsito entre una Ilustración que ya estaba languideciendo, y una filosofía contemporánea cuyas líneas aún estaban pendientes de dibujarse. No es casualidad que en él encontremos relevantes intuiciones que aparecerán desarrolladas por los más importantes autores de finales del siglo XIX y comienzos del XX (como Nietzsche, Bergson o Husserl, entre otros). Quizá esa falta de reconocimiento sea ganada a pulso, sobre todo por su difícil personalidad, reflejada no sólo en sus duras críticas (o en sus excesivas cortesías), sino también en cierta falta de sistematicidad y rigor. Pero ello no nos debe despistar de lo importante y sugerente de su pensamiento, que no es poco.

A mi juicio, hay que destacar dos claves para aproximarnos a este autor: su carácter romántico y un planteamiento metafísico de corte oriental. El primero de ellos le dota de una dimensión pasional que, si bien genera una filosofía viva y con fuerza, también le conduce con facilidad hacia ciertos excesos. Aunque no hay que confundir ese carácter romántico con una especie de predisposición a arrobamientos sentimentales; el pensador romántico piensa, y piensa mucho, y piensa bien, sólo que en su pensar considera aspectos del mundo y de la vida no reducibles a lo abstracto y especulativo. Lo que nos lleva a la segunda clave, como es que ese mismo componente afectivo propicia un novedoso planteamiento metafísico en el que se intentan poner de manifiesto elementos o aspectos que hasta entonces habían quedado al margen: frente a una razón ilustrada en la que destacaba su aspecto estrictamente ‘racional’, Schopenhauer la amplía poniendo de manifiesto usos no tan ‘racionalistas’. Este punto es fundamental para el asunto que nos ocupa, ya que será gracias a esos otros usos de la razón que abrirá caminos novedosos al fundamento metafísico del mundo, un primer peldaño de lo cual será lo estético.

Quizá sea oportuno, pues, comenzar haciendo una pincelada general de su planteamiento filosófico, como digo con una componente metafísica importante, para descubrir el papel de lo estético. A la hora de comprender a un autor es importante el difícil ejercicio de situarse en su horizonte, tratar de hacerse con su mentalidad, esforzarse por salir del marco propio en que uno está situado para compartir, en la medida de lo posible, el de su protagonista. En el caso que nos ocupa creo que es una tarea fundamental. Vamos a tratar de emprender ese viaje.

La metafísica schopenhaueriana

En el pensamiento de Schopenhauer se pueden destacar dos problemas fundamentales: el de la vida humana y el del fundamento del mundo, los cuales no serán sino las dos caras de una misma moneda. Por un lado, trata de conocer cuáles son los resortes que nos mueven en la vida, por qué hacemos lo que hacemos, a qué responden nuestras acciones, cuáles son los hilos ocultos que guían nuestros pasos; ¿puede ser todo reducido a un discernimiento meramente racional, o entran en nuestra existencia otros factores que influyen en nuestras decisiones? La sensibilidad y agudeza que muestra al profundizar en este asunto es sorprendente. Esta preocupación por el fondo de la acción humana es extendida también hacia lo externo, hacia la naturaleza, hacia qué sea aquello que propicia que todo esté en marcha, en constante evolución, bullendo vitalmente por todas partes. ¿Cuál es el fundamento del mundo, que hace que sea como es, y que esté en continua transformación?

La respuesta a esta segunda cuestión ―qué sea la esencia de todo, qué sea lo ‘en sí’ del mundo― es lo que define como voluntad: el fundamento metafísico del mundo es la voluntad. Es un término desafortunado por su ambigüedad, el cual no se debe antropomorfizar. No hay que identificar la voluntad como fundamento metafísico del mundo, con la voluntad humana; así lo explica él: «no habrá que dar a esta proposición la significación absurda de que, por manifestarse la voluntad en el hombre bajo aquella forma [la de la voluntad humana], se mueva también la piedra en virtud de motivos conscientes»1. Su preocupación pasa por dar explicación a esa fuerza o energía que hay en el seno de la naturaleza y que provoca su despliegue y su desarrollo; un dinamismo que está en el seno no sólo de lo animado sino también de lo inanimado, y que no deja de ser un tanto enigmático.

Pero el caso es que este fundamento del mundo, por su propio carácter, no nos es accesible igual que lo es cualquier elemento de la naturaleza, no nos lo podemos representar igual que nos representamos las cosas, no nos podemos relacionar con él igual que nos relacionamos con ellas. No puede ser más apropiado el título de su obra más importante: El mundo como voluntad y representación (1819), en el que se exponen estas dos dimensiones del mundo: el mundo como voluntad, y el mundo como representación. El mundo como voluntad, ya lo hemos visto, tiene que ver con el fundamento de todo lo que existe; el mundo como representación viene a ser el mundo tal y como nos es presente en nuestra vida cotidiana, tal y como lo percibimos y nos relacionamos con él, y que es el resultado de la objetivación de la voluntad. La voluntad es eterna, inamovible, y se objetiva en la naturaleza, en las cosas que nos rodean por doquier, así como en nosotros mismos. Se trata de un único y mismo mundo, el cual puede ser considerado bien como voluntad, bien como representación. En general va a estar presente en él este desdoblamiento (heredado de Kant) entre la consideración fenoménica y nouménica de las cosas: es decir, la que podemos percibir, por un lado, y la que se corresponde con su esencia, por el otro. El mundo como representación sería la dimensión fenoménica, y el mundo como voluntad la nouménica, la esencial, la metafísica.

El mundo como representación es el mundo objetivado, el mundo en que vivimos. Lo que vemos no es la esencia del mundo, sino su objetivación fenoménica. El modo habitual de estar en el mundo y de relacionarnos con él es mediante nuestra facultad de conocer (en sentido amplio), amparada por lo que nuestro autor denomina el principio de razón: nuestro modo de conocer responde a las categorías de espacio, tiempo y causalidad, que lo rigen a él, así como a las cosas objetivadas. Un principio de razón que actúa en dos planos: el de la intuición y el de la abstracción; el primero determina la experiencia empírica, y el segundo el pensamiento. Toda posible noticia que podamos obtener del mundo como representación, en su opinión está sometido a ese principio.

Pues bien, el problema que se plantea Schopenhauer es el mismo que en su día ya se hiciera Kant (entre otros), a saber: la posibilidad de poder conocer lo nouménico de las cosas, sus esencias, problema que Kant no resolvió. Aquí se establece un dilema interesante, en tanto que lo esencial, por su propio carácter, ya no es algo fenoménico, ya no nos lo podemos representar mediante el principio de razón, como el resto de cosas. Pero, entonces, si el principio de razón es aquel que se corresponde con nuestra facultad de conocer y mediante el cual podemos alcanzar cualquier tipo de conocimiento, ¿cómo hacer para conocer aquello que es esencial, aquello que es ‘en sí’ y que por su propia naturaleza no puede ser conocido como el resto de cosas? Si la esencia se pudiera conocer tal y como conocemos el resto de cosas, no sería una esencia, sino una cosa más. ¿Podemos conocer la esencia de alguna manera? ¿Hay alguna posibilidad de conocer trascendentalmente el mundo?

Schopenhauer estima que no mediante el conocimiento según el principio de razón. Pero lejos de quedarse ahí, estima que hay otro modo de conocer, un conocimiento intuitivo gracias al cual podemos acceder a nuestra propia esencia en primera instancia, para poder dar el salto a la esencia del resto de la naturaleza en segunda. Frente al conocimiento según el principio de razón Schopenhauer propone lo que denomina el conocimiento puro, un conocimiento que comienza a darse cuando dejamos atrás las categorías propias del principio de razón. El ser humano, gracias al conocimiento puro, puede conocer al mundo no como representación, sino como voluntad; es decir, puede tener noticia de la voluntad no objetivada. Si Kant consideraba imposible conocer al noúmeno, Schopenhauer lo considera posible, ahora bien, no según nuestra facultad de conocer habitual, sino mediante el conocimiento puro. Es preciso trascender el conocimiento racional, el conocimiento teorético, para poder aprehender el ámbito de las esencias.

El asunto pasa por averiguar cómo se alcanza este conocimiento puro, en qué consiste exactamente. Ciertamente este mundo esencial nos está presente, nos rodea por todas partes, pero el caso es que no estamos habituados a él, estamos ciegos por la inmadurez de nuestros ‘ojos espirituales’, tanto como para ni siquiera sospechar de su existencia, apenas entrevista en lo profundo de nuestro ser. Y es ahí hacia donde apunta el conocimiento puro, hacia lo profundo de nuestro ser, adonde no se puede llegar mediante nuestra facultad de conocimiento al uso, sino hacia un conocimiento experiencial de nuestra intimidad, de nuestro corazón.

Schopenhauer es aquí muy sutil, pues entiende que, para acceder a nuestra hondura, no cabe hacerlo del mismo modo como nos relacionamos con las cosas. Hay que cambiar la clave: una cosa es nuestra autoconciencia y otra es la conciencia de otras cosas, que es la habitual2. No se trata de conocer nuestra intimidad igual que conocemos ‘otras cosas’, conocimiento que, como sabemos, está sometido al principio de razón. De lo que se trata es de conocer más allá del principio de razón, trascendiéndolo para dejar atrás lo objetivo, lo conceptual; se trata de alcanzar aquello que queda en nuestra intimidad cuando hemos dejado atrás todo lo que podemos identificar según el principio de razón. Porque no se trata de ‘pensar’ nuestra intimidad, sino de ‘experienciarla’; se trata de, trascendiendo lo especulativo, volver la cabeza a la vida. La facultad de conocer siempre se queda en lo externo, aunque seamos nosotros mismos su objeto de conocimiento, y por muy a fondo que nos queramos conocer. No se trata de eso: el acceso experiencial a nuestra intimidad no puede ser fruto de la reflexión, aún menos de la abstracción, sino que su accesibilidad se nos debe imponer de modo inmediato, tal y como acontece en el acceso a nuestra esencia por parte del conocimiento puro, puente que nos abre a la esencia del mundo, a la voluntad.

El arte como vehículo trascendental

Conforme uno comienza a evadirse de las cadenas del conocimiento sujeto al principio de razón, se introduce en la esfera del conocimiento puro, salvando la frontera que separa ambos mundos, transitando del mundo como representación al mundo como voluntad. Conforme uno se va introduciendo en esta intuición contemplativa, ya no conoce objetos ni elabora pensamientos, sino que reposa y se absorbe en la contemplación que se le ofrece. La noticia que recibimos desde la hondura de nuestro ser ya no se debe a una estructuración lógica y conceptual, sino que es algo que sucede sólo cuando uno da con este otro modo de relacionarse consigo mismo, cuando uno ha vivido lo que Schopenhauer denomina la metamorfosis trascendental. Se trata de mirar, de mirarnos, no con ojos duros sino con ojos blandos, con ojos no inquisitorios sino con ojos que se dejan decir, que permiten que les llegue el ser de las cosas, nuestro ser. La metamorfosis trascendental tiene que ver con el reblandecimiento de una mirada endurecida, con el despertar de un estar en el mundo alienado. Es así como se tiene acceso a nuestra esencia, a la voluntad, al fundamento de todo, a Dios.

Pues bien, en esa metamorfosis el arte se erige en un inestimable compañero de viaje. Para Schopenhauer, la dimensión estética del arte ocurre en un nivel que subyace al del principio de razón; la belleza no se reduce a la percepción de los objetos, de los paisajes, de los sonidos, tal y como acostumbramos a percibirlos, independientemente de que estén presentados más bellamente. No, no es eso: para Schopenhauer lo estético, si bien no se da sin las figuras y las formas representadas, no se puede reducir a ellas, o cuanto menos no se puede reducir a la percepción que de ellas se hace desde el principio de razón, sino que hay que ser capaces de aprehender la obra de arte con una mirada de segundo nivel, con unos ojos reblandecidos por la ternura que emerge de un corazón despierto.

Es aquí donde se encuentra el meollo del arte, que él define como ‘la contemplación de las cosas independientemente al principio de razón’, situándolo frente a lo que es nuestro conocimiento dependiente de dicho principio, como es el cotidiano. La experiencia estética es antesala o inicio de la metamorfosis trascendental, de nuestro salto al conocimiento puro. Si la experiencia estética nos permite percibir al objeto artístico no como un objeto artístico, sino como un objeto artístico, ese aprendizaje experiencial se puede muy bien extrapolar a nuestra relación con las cosas, y a la consideración de nuestra propia vida. Se nos abre así la posibilidad de relacionarnos con el mundo esencialmente, de nuestra propia esencia a la esencia de las cosas, interesándonos por las cosas en sí mismas, no desde el apego de nuestros propios intereses y deseos.

Todo ello nos sitúa ante la vida según una clave diversa, gracias a la cual incluso se puede ejercer nuestra facultad de conocer según el principio de razón de manera más adecuada, más completa, más comprensiva. El desapego no es frialdad, ni indiferencia, sino capacidad para trascender nuestros prejuicios e inquietudes (no necesariamente de carácter negativo) que enturbian y distorsionan nuestra comprensión de las cosas y nuestro estar en el mundo. Se conoce el mundo como verdadero, pero no como resultado de un juicio o de una afirmación, sino como resultado de una experiencia, de una presencia que sólo se hace actual en ausencia de todo aquello que constituye nuestra necesidad. Es un conocimiento que no es concepto o palabra, que no es ‘representación’, sino encuentro que está ocurriendo; es posibilidad de lo moral, ámbito de la compasión.

En el fondo, éste es el papel que ha de cumplir el arte: el arte no es un fin en sí mismo, sino que se debe al mundo como voluntad, es llave que nos abre la puerta de nuestro ser esencial, donde también habita la voluntad, en tanto que nos fundamenta. Como dice Florenski, las obras de arte son testigos visibles de lo invisible, objetos capaces de romper las cadenas de lo efímero, para elevarnos a lo eterno. El arte nos enseña a ejercer una razón no conceptual, sino intuitiva, cuyo contacto con la realidad ya no está mediado por palabras y conceptos. Es una experiencia graciosa, una dádiva divina que nos abre a lo trascendental, cuyo resultado no se consigue por nuestro esfuerzo, sino que es recibida por un alma de pobre, por un corazón de mendigo (como explica Zambrano).

La fruición adviene en esta aprehensión de segundo nivel, cuando somos capaces de aprehender de modo inmediato el mundo como voluntad que subyace y fundamenta al mundo como representación. El conocimiento puro nos resitúa, nos ayuda a llevar una existencia descubierta gracias a nuestra metamorfosis trascendental, donde el hombre se encuentra consigo mismo y, encontrándose consigo mismo, se encuentra con todo. Para Schopenhauer ésta es, en el fondo, la única decisión: decir sí o no a la metamorfosis trascendental. Una posibilidad no destinada a unos pocos, sino antropológicamente universal. Es en esos momentos de conocimiento puro cuando nos experienciamos esencialmente y, de modo concomitante, experienciamos el mundo como voluntad, experienciamos a Dios en tanto que realidad-fundamento del mundo; un encuentro no primariamente pensado, sino vivido, experienciado. La fruición no es identificable con ningún sentimiento al uso, por muy excelso y elevado que sea, sino que, del mismo modo que el conocer debe trascender el principio de razón, análogamente ha de ocurrir con nuestra afectividad; la fruición tiene que ver con cómo la voluntad, la realidad entera, resuena en nuestro interior.

Conclusión

Hoy en día parece que está desestimada la estética schopenhaueriana porque hablaba de un mundo trascendente, de corte platónico, que se vislumbraba en el horizonte de la experiencia estética. Puede que hoy en día no sea adecuado hablar de esa cosmovisión platónica, pero ello no nos debe llevar a desdeñar lo positivo que nos enseña de esa experiencia que, de alguna manera, nos saca de lo cotidiano hacia una relación con las cosas (obras de arte) que muy bien puede ser extrapolada a la realidad entera, y a nosotros mismos, así como a la realidad divina, que él denomina voluntad. Lo estético en Schopenhauer ―a mi modo de ver― nos despierta, propicia que alcemos la vista hacia un horizonte que trasciende las cosas en su objetividad, las ideas en su conceptualización, los deseos en su concreción… hacia una noticia de la realidad en la que lo objetivo se difumina, se disuelve, para llevarnos hacia… ¿dónde? Ése es el misterio de lo estético, y que a algunos autores contemporáneos conduce hacia lo que denominan metafísica intramundana (Zubiri, Hartmann).

Vemos cómo, con Schopenhauer, la contemplación adquiere una importancia estética y metafísica fundamental. Gracias al conocimiento puro, a la intuición contemplativa, cuya antesala es la experiencia estética, podemos trascender lo fenoménico hasta el olvido de uno mismo, para librarnos de las agitaciones de una vida ajena a lo esencial, salvando así las barreras de lo individual para comenzar a transitar el camino hacia la belleza de las ideas eternas, donde habita lo divino.

A Dios se le experiencia antes que se le piensa; nuestra mente nos lleva a evadirnos del aquí y el ahora cuando no está arraigada a la realidad de las cosas. Los sentidos nos ayudan a despertar del sueño hipnótico al que nos somete una conciencia egocéntrica y omnipresente, abriéndonos la puerta para recuperar de nuevo la caricia de una realidad olvidada. Una realidad que debe ser también pensada, imaginada, recordada y proyectada, pero que es primariamente sentida. Sin ese arraigo en la realidad física de las cosas, se vive desde una voluntad dirigida por un pensamiento abstracto, pero no cordial ni compasivo; es en el descenso a nuestra hondura cuando entramos en comunión con toda la realidad. Sin la experiencia de esa comunión, habrá una fractura radical entre nuestras vidas y nuestra conciencia, una comunión que no es conseguida ‘desde fuera’ sino que brota ‘desde dentro’, que crece, sin saber muy bien cómo, desde lo más íntimo de nuestro corazón. Sanar esa fractura radical, como decía Schopenhauer, es la única tarea importante. Quizá la salvación que nos ofrece la belleza, como dijo el gran Dostoyevski, pase por ahí.

Bibliografía:

1 Schopenhauer, A.; El mundo como voluntad y representación (2 vols.), Ed. Orbis, Barcelona 1985, §19.

2 Schopenhauer, A.; Los dos problemas fundamentales de la ética, Ed. Siglo XXI, Madrid 2002.