Caos y desconcierto en la arquitectura actual

Óscar Sangalli
Estudiante de arquitectura

Imagen: El Lissitzky

Resulta difícil relacionar arquitectura y caos sin que a uno le venga a la cabeza la crisis de 2008: los estragos provocados por una debacle económica que, especialmente en España, limitó profundamente la construcción son todavía notables. Agravada por una tendencia conservadora posiblemente no ajena al cambio climático, esta precariedad laboral da hoy forma a nuestras ciudades, restringiendo el rol de la arquitectura y condenándola a permanecer en el papel. No parece ningún disparate comparar la sobreproducción de material gráfico que inunda las redes con la famosa arquitectura de papel soviética, referente en los años 20 y 30. Esta situación a priori inofensiva es el origen del caótico estado en que se encuentra la arquitectura en cuanto a forma de arte.

No han sido pocos los períodos en los que la relevancia de los planos se ha destacado por encima de la de los edificios construidos. Probablemente el caso más evidente sea el de los arquitectos soviéticos mencionado previamente. Marcados por una falta de recursos económicos mayor que la motivada por la crisis de 2008, constructivistas como Ivan Leonidov y El Lissitzky elaboraron una abundante y sorprendente producción arquitectónica cuyo uso de ciertos avances tecnológicos superaba claramente las posibilidades de la Rusia postrevolucionaria: rascacielos horizontales y artefactos esféricos sujetados por cables estaban destinados a quedarse pegados al papel. Tampoco el Futurismo Italiano liderado por Antonio Sant’Elia y surgido alrededor del comienzo de la Primera Guerra Mundial consiguió materializar su utopía particular e implementar tecnologías aún no desarrolladas. Pero esta situación no es exclusiva el siglo XX. ‘Ed io anche son Pittore’ (y yo también soy pintor), citó Etienne-Louis Boullée a Correggio para empezar su Essai sur l’art publicado en 1794. Tal vez debería haber utilizado soltanto (solamente) en lugar de anche; ¿no es acaso cuestionable considerar como arquitecto a quien deliberadamente produce proyectos irrealizables en los que las personas se convierten en ornamentales referencias de una escala colosal? Ninguna de sus obras parece tener otro objetivo que el egocéntrico perfeccionamiento de su propio estilo. En cualquier caso, tanto Boullée como los constructivistas soviéticos y los futuristas italianos tuvieron un extraordinario impacto en sus respectivas épocas, determinando el carácter simbolista y el estilo clasicista de la arquitectura del siglo XIX en el caso del francés, o estableciendo la estética tecnológica como referente moderno por parte de la escuela italiana y la rusa.

Sin embargo, la indudable influencia de estos dos casos que siguen siendo profusamente estudiados resulta ridícula cuando se compara con los efectos de la arquitectura de papel actual. Amplificadas por la inmediata y sencilla difusión a través de las redes, las secciones y perspectivas renderizadas de proyectos no edificados están
determinando más que nunca el rumbo de la arquitectura construida: sutiles colores, controladas atmósferas y depuradas fachadas, características de un mundo ideal, han dejado de limitar su existencia al formato digital para convertirse en la realidad construida habitual. Pero ¿qué tiene de malo que la arquitectura construida se inspire en ilustraciones deliberadamente simplificadas? Basta con hacer referencia a uno de los casos históricos mencionados previamente para percatarse: tal como ocurre en los dibujos de Boullée, el ser humano se ha convertido en un elemento puramente decorativo ceñido a dar escala a las nuevas obras construidas. Desafortunadamente, esta solo es una expresión cotidiana de la crisis que está alienando la arquitectura, del desconcierto que vive hoy su naturaleza artística.

Más allá de los inconvenientes de uso provocados por el predominio del aspecto gráfico de la arquitectura, es evidente que existe actualmente una radical desconexión entre forma y contenido. La carencia de referencias empíricas en el desarrollo de la arquitectura está provocando un distanciamiento del arquitecto con respecto a las propiedades y características de la materia prima. Marcadamente sutil, este desconocimiento está tornando la perfecta armonía entre materia y concepto —aquella que permite una evolución conjunta y sincronizada de ambas partes: la que se da cuando la materia condiciona el concepto tanto como este determina la primera— en un caótico estado en el que las ideas tienden a imponerse sin éxito sobre la materia. Pese a no ser tan visible o impráctico como el problema mencionado anteriormente, la infructuosa relación resulta más inquietante: la que es posiblemente la característica más esencial del arte, la síntesis entre forma y contenido, se diluye en un caos silencioso y profundo, impidiendo a cualquier persona hallar en la obra arquitectónica el reflejo de su propia lucha interna entre espíritu y materia.

Parece difícil determinar una respuesta concreta al problema. ¿Debemos construir más, en contra del criterio conservador de una sociedad alarmada por el cambio climático? ¿Será acaso más eficaz limitar la publicación de material gráfico en las redes? Ninguna de las dos soluciones resulta creíble. Hay, no obstante, una opción más sencilla: cabe la posibilidad de que la educación asuma, consciente de esta realidad problemática, la necesidad de cambio, reivindicando el contacto y diálogo constantes entre las propiedades físicas y la realidad conceptual; evitando, en definitiva, la supremacía alienadora de esta arquitectura de píxeles, de esta última encarnación de la arquitectura de papel.