El ingeniero de Siracusa

Nora Tenés
Ingeniera mecánica e investigadora

Fotografía: Laura García

Año 287 a. C, Siracusa, la más majestuosa población de la isla de Sicilia, aún lucía orgullosa el título de ciudad independiente. Hierón II, tirano de Siracusa dotado de una incuestionable habilidad política, había sabido exprimir la creciente rivalidad entre Roma y Cartago para mantener a su majestuosa polis en un estado de relativa paz e independencia. Aliado con Roma desde mediados de la Primera Guerra Púnica, basculó entre uno y otro bando buscando por encima de todo la independencia de su amada ciudad. Fue este periodo, pacífico y poco coercitivo, el que albergó el nacimiento y la maduración de una de las mentes más brillantes que la naturaleza humana haya podido otorgar a la historia: Arquímedes de Siracusa.

Hijo del astrónomo Pheidias y relacionado con la familia de Hierón, tuvo el privilegio de poder dedicar casi enteramente su vida al estudio científico, obteniendo como resultado de su arduo trabajo un gran número de avances, inventos, excentricidades y anécdotas, tan célebres algunas como el fraude de la corona de Hierón. Episodio perenne y paradigmático de Arquímedes narrado una y otra vez dentro de nuestro sistema educativo actual. El tirano de Siracusa otorgó un lingote de oro a un orfebre con el cometido de crear una corona a modo de ofrenda a los dioses. Al devolverle el artesano el lingote en forma de corona a Hierón, éste sospechó de un posible fraude en el que el orfebre hubiera mezclado el oro con plata, y así poder quedarse para sí mismo la diferencia. Hierón comprobó que la corona era tan pesada como el lingote, pero eso no podía demostrar la ausencia fraude. El tirano, sabedor de las capacidades inventivas y resolutivas de Arquímedes, pidió a éste que calculara la pureza de la corona sin perjudicar su forma. Arquímedes ya conocía la densidad del oro, esto es, la relación entre la masa y el volumen, por lo que, si la corona era de oro puro, una masa que pesara como la corona debía tener también el mismo volumen que ésta. Sin embargo, la forma de la corona era demasiado complicada como para que el matemático pudiera aplicar de forma certera la geometría para el cálculo. Debía calcular el volumen por otros medios.

Arquímedes se encontraba en la casa de baños buscando inspiración para resolver el problema cuando al introducirse en la tina llena a rebosar y derramar el agua comprobó que el volumen de su cuerpo debía ser equivalente al volumen de agua desbordado. Eureka! Podía comparar los volúmenes del oro, la plata y la corona por medio del siguiente razonamiento sencillo.

Para la demostración empleó un lingote de oro y otro de plata, ambos con un peso idéntico a la corona. La densidad del oro aproximadamente dobla la densidad de la plata, dato que puede traducirse de la forma siguiente:

Siendo la masa del oro y la plata iguales, se puede decir que:

Lo que demuestra que, para la misma masa, el volumen del lingote de plata ha de ser aproximadamente el doble que el del de oro. Arquímedes sumergió el lingote de oro en el agua, y midió la cantidad de agua desplazada. A continuación, sumergió el de plata, y comprobó que desplazaba aproximadamente el doble de agua que el oro. Por último, sumergió la corona, y observó cómo desplazaba más volumen de agua que el oro (por lo que no podía estar hecha de oro puro), pero menos que la plata, demostrando el fraude. Midiendo la relación entre volúmenes, pudo calcular cuánto oro había robado el artesano. Con este sencillo experimento, el orfebre fue juzgado y ejecutado, y Arquímedes comenzó a sentar las bases de lo que hoy entendemos como ingeniería. El talento de Arquímedes había puesto el conocimiento científico al servicio de los problemas de la vida cotidiana.

La poderosa inventiva de Arquímedes se basaba no sólo en su rigurosa potencia demostrativa, sino también en la capacidad de aplicar sus conocimientos a lo físico y operativo de la mecánica. Tal y como narra Plutarco en su obra Vidas paralelas, a ojos de los sabios de la época, este procedimiento se consideraba una inaceptable degradación de la geometría, trasladándola de lo incorpóreo e intelectual a lo sensible y mundano. Desde el inicio de la mecánica, cuando Eudoxo y Arquitas trataron de desarrollar el arte de la maquinaria, esta rama de la física fue desdeñada por filósofos y matemáticos, expulsada de las ciencias y relegada exclusivamente a las artes militares.

No dejó pasar Hierón II la oportunidad que ofrecía el potencial mecánico de Arquímedes y pidió al ingeniero que aplicara sus ya incuestionables capacidades en el traslado a puerto de las mercancías custodiadas en un navío de enorme envergadura. Arquímedes, convencido de sus talentos, diseñó con éxito un juego de poleas que otorgaban tal ventaja mecánica que, haciendo uso de una sola mano, pudo cumplir con la demanda del tirano. Fascinado Hierón, puso al genio al encargo del diseño de máquinas de asedio, tanto para la defensa como para el ataque, ante la previsión de necesitarlas en un futuro. Y no se equivocó el tirano, pues la segunda guerra púnica no se demoraría en llegar, arrastrando con ella a su amada polis a una escalada de caos, muerte y destrucción.

Se sucedieron los años y Arquímedes desarrolló su obra al tiempo que estudiaba las murallas de Siracusa y las estrategias de un eventual ataque romano; hasta el año 214 a. C. Eran los tiempos en los que Aníbal comenzaba a luchaba ferozmente contra Roma por la hegemonía del mediterráneo. Siracusa, consciente de ser el nexo más valioso del mediterráneo occidental, debía posicionarse en esta nueva guerra. Tras la calamitosa derrota sufrida por Roma en Cannae, la polis siciliana optó por rebelarse contra su antigua valedora y tomar a los cartagineses como sus nuevos aliados. En consecuencia, un inmenso ejército de soldados y quinquerremes liderado por Marco Claudio Marcelo comenzó a aproximarse a la ciudad. Prevenidos ante la protección otorgada por los muros de la ciudad y la ventaja de un terreno elevado, los romanos llevaron consigo su propio artilugio de asedio: la sambuca. Dos quinquerremes unidos entre sí, sobre los que reposaba una viga que, con un mecanismo de poleas, se alzaba y apoyaba sobre los muros, permitiendo a los soldados acceder a las almenas.

El cinco veces cónsul Marco Marcelo no esperaba la feroz respuesta por parte de los siracusanos, pues no en vano Arquímedes había dedicado varías décadas de su trabajo a este propósito. La defensa estratificada articulada por Arquímedes supuso el infierno en la tierra para las tropas romanas. Esta estrategia, conocida hoy en día como defensa en profundidad, se basa en el reconocimiento de que ninguna línea de defensa es inexpugnable, y debe ser la superposición de diferentes líneas defensivas la que haga mella de manera progresiva en las fuerzas atacante, aprovechando sus debilidades y obstaculizando en todo momento un posible contraataque.

Sin haberse aproximado aun lo suficiente a las murallas como para disparar con sus armas de asedio, la primera línea defensiva de Arquímedes entró en acción. Dardos, flechas y pesadas rocas, expedidos con violencia, se precipitaron sobre las quinquerremes, destruyendo y sembrando el terror a su caída. Si alguna nave romana encontraba la fortuna de avanzar en medio de la vorágine hasta llegar donde las armas de largo alcance no acechaban, se daban de bruces con la segunda línea de ataque, en la que volvían a ser acosados por catapultas y jabalinas convencionales. Las tropas, desconcertadas ante tal muestra de horrores, rompían formación y, chocando entre sí, hacían del caos el dueño de las aguas que rodeaban la ciudad. Marco Marcelo, envuelto en dificultades, creyó conveniente tomar la oscuridad como aliada y aproximarse al muro en la noche. Se acercaron las naves al muro y, creyéndose a salvo una vez traspasado el rango de alcance de las armas de media distancia, desplegaron las sambucas sobre las almenas. Se alzaron sobre ellos una vez más los artilugios de Arquímedes, dejando caer peñascos y trozos de plomo sobre las sambucas, lo cual no sólo repelía los intentos de asalto a las almenas, sino que ponían en peligro los propios navíos y su tripulación.

El ingenio enfocado a la guerra de Arquímedes no se detuvo en las grúas. Estupefactos, los soldados vieron el infierno hasta entonces oculto asomar por encima del muro en forma de mano de hierro: la garra de Arquímedes. En base a los acontecimientos narrados por los historiadores Plutarco y Polibio, las tropas romanas vieron una grúa que dejaba caer sobre los navíos un garfio de hierro atado al extremo de una cadena, enganchándolos por la proa. Impulsada por un poderoso juego de mecanismos, alzaba en vertical el barco por el extremo sujeto, dejándolo caer de súbito y estrellando los navíos contra el agua. En palabras del propio Plutarco:

“Parecía, por tanto, que los Romanos repetían la guerra a los Dioses, según repentinamente habían venido sobre ellos millares de plagas”.

El ataque por tierra de Appio, a su vez, no estaba sufriendo unas circunstancias más favorables, pues las catapultas, los escorpiones y las grúas protegían también ese lado de la muralla. Según Plutarco, incluso la garra surtía efecto en tierra, alzando a los soldados y precipitándolos contra el suelo. Los artilugios de Arquímedes mermaban tanto las tropas como los ánimos de los romanos. Los ingenios de Arquímedes habían hecho a la ciudad invencible, siempre que ésta estuviera de su parte. Ante esta perspectiva, Marco Marcelo no consideró otra opción que retirarse y dejar al tiempo y al hambre el feliz término de esta batalla.

Rodearon Siracusa e impidieron cualquier apoyo por parte de Cartago. Mientras los recursos siracusanos se reducían paulatinamente, Marco Marcelo destinó sus capacidades sobrantes a llevar el triunfo romano en forma de guerra a otras ciudades. Tras un año de asedio prolongado, en un descuido de los siracusanos, los romanos consiguieron burlar la defensa y coronar una de las torres menos vigiladas. Los siracusanos, aterrados, se refugiaron dentro de las murallas de la Arcadina, pero el prolongado estado de sitio ya había minado sus ánimos. Los habitantes de Siracusa, hundidos en la desesperanza del asedio, no vieron la victoria como posibilidad y abrieron sus puertas al enemigo.

Entraron los romanos paliando sus frustraciones con el saqueo. Pese a la condición de Marco Marcelo de no asesinar hombres libres y mantener al genio siracusano con vida, poco se pudo hacer por evitar sembrar el terror y el caos en la polis siciliana. La ciudad fue saqueada y Arquímedes, traicionado por su propio pueblo, asesinado a manos de un desconocido legionario.

No fueron las tropas romanas quienes doblegaron a la irredenta Siracusa, sino el hambre y el miedo fraguados tras un largo y tedioso asedio. Un asedio en el cual el más irracional instinto de supervivencia se había adueñado del sentir y el parecer de todos los habitantes de la polis siciliana. Y ante esta perspectiva, ni siquiera la mente más brillante de su tiempo pudo lograr zafarse de sus más terribles e inhumanas consecuencias.