Recuperamos un artículo ya olvidado, publicado a los 25 años de Cacereño
Ángel García Ronda
Escritor

Fotografía: Lourdes Álvarez
En aquel tiempo éramos más inocentes. Por más jóvenes. Pero también por otras cosas, entre ellas por qué los cadáveres fabricados por la cólera, el desprecio y la mano airada, aún no habían aparecido en las calles vascas, por lo menos desde la guerra civil. Después, como habéis vivido, vino lo que no merece la pena explicar, lo que algunos —demasiados— acogieron con estúpido entusiasmo del que ya se arrepintieron hace tiempo, y lo que otros protegieron con fanatismo y sucia esperanza, hasta que todos regresaron de sus respectivos sueños a la tierra ya mancillada. Y ahora se trata de recoger velas, calmar vientos, integrar lo heterogéneo y decidir que esa mano de obra y esos consumidores «también» tienen que permanecer aquí. En fin, hablo de lo que ya sabemos aunque se vista de seda.
Digo que entonces casi nadie sabía que se ejercía el racismo, ni los que se aprovechaban de él, ni incluso los que lo practicaban, porque la manifestación más clara del racismo —y quizá más perversa— es ver en una persona que es cacereño antes que cualquier otra característica. Y eso ocurría hace muchos años, en aquel tiempo.
Sucesivamente, y con tenacidad, fueron apareciendo en las calles y los días vascos, individuos y grupos que parecían desorientados y hasta temerosos. Después, quien más quien menos, fuimos conociendo algunos ejemplares de la recién venida especie. Eran socialmente tímidos, aunque muchos se interpelaban en voz alta y casi agresiva, como rústicos que eran. Luego, en sus casas, vivían con lo elemental —el hule, la incompleta vajilla de loza, las paredes como estaban cuando llegaron, el furgón renegrido pero que tiraba, los juguetitos pobres— y buscaban salarios que no les obligarán a volver al mito del terruño.
Extremadura fue despoblándose para que ésta, más verde y más rica, se enterarse de que hombres lejanos de la raya de Portugal eran capaces de ayudar a que fuese aún más rica. O más bien que hubiese más ricos en ella, que algo tocaría para todos.
Y los extremeños que por aquí estacionaron eran mayoritariamente de Cáceres, ancha tierra de jamones y desprecios clasistas, áspera tierra de obispos de pueblo, fruta sabrosa y palacetes de piedra indiscutible. Y los que venían de Cáceres superaron, en Guipúzcoa, a cualquier otro grupo geográfico de los que fueron asentándose a la sombra de la plusvalía industrial y del negocio de la construcción de viviendas, en buena parte vendidas a los mismos que las trabajaban. En esa rueda de sudores, injusticias y desdenes, pero también de oportunidades y mejoras paulatinas, fueron desenvolviéndose los «cacereños», como se empezó a llamar a todos los que procedían de más allá de Burgos.
Hasta entonces se había distinguido muy netamente entre riojanos, burgaleses y navarros, que entonces también eran éstos de otro mundo y nada tenían que ver con los vascos, —salvo algunos apellidos— pese a la asimilación que por vía étnico-política luego se ha querido hacer, y además para toda la piel de toro navarra, sin querer oír que desde Vera de Bidasoa hasta Cortes y desde Isaba a Viana caben muy diversas tribus, autonomías y aun nacionalidades —¿se dice así?— que se empeñan, bien revueltas y nada maltratadas, en ser Navarra.
Pero a partir de las oleadas que vinieron del oeste desde los años cincuenta, y gracias a la intensidad cacereña, así se les llamó a los que venían de las tierras secas del sol poniente. Con «cacereño» se quedó cualquier muchacho enjuto, desorientado, que encaraba el futuro con temor y esperanza y que procedía del otro lado del Arlanza. Los «cacereños» pasaron, desde sus llegadas en los cincuenta y los setenta a ser importantes protagonistas de la historia del trabajo en el País Vasco y, concretamente, en Guipúzcoa. El cinturón obrero de San Sebastián, la cuenca del Oria desde Lasarte y Andoain hasta Beasain, al alto Goiherri, el pasillo Pasajes-Bidasoa, se fueron poblando de los otros vascos, los que habrían de tener hijos aquí para que se les empezase a reconocer la ciudadanía, ya que no la solera.
Pero aún me detengo en los tiempos arcaicos y el insulto. En un esfuerzo de desprecio teñido de exotismo, se les empezó a llamar también «coreanos». La guerra en tan lejano lugar, otrora de existencia desconocida para la mayor parte de nuestros coterráneos, despertó apelativos de moda y referencias a las circunstancias que calentaban un rechinante periodo de guerra fría. Y se encasquetó el toponimico a la población que se vestía de pana, morada con derecho a cocina y cuyos individuos más audaces y vanguardistas se atrevían a acceder a la pista de baile de La Perla; los demás frecuentaban los Tilos de Hernani, la plaza de Rentería o los pasodobles en Pasajes Ancho. Y entre ellos, todos los que tenían las ambiciones de un europeo se juraban llegar a ser como los indígenas que encontraron aquí, incluida la camisa reluciente y la seguridad de estar en tu lugar.
¿Porque lo de «coreanos»? ¿Por ser muchos, por estar un tanto atemorizados, por su vestimenta casi uniforme de pobres, por un cierto aire tercermundista, cuando aún no se había inventado lo del Tercer Mundo, o simplemente por ser similarmente tan esforzados como los de la península asiática pero sin guerra y con tufo escasez acumulada? Algo de cierto habría, como siempre suele haberlo, en el despiadado apelativo popular que, también como casi siempre en esos casos, contenía desdén y naturalmente racismo.
Duró muchos años ese léxico especial —sobre todo lo de «cacereño»— tanto como la paulatina asimilación al nuevo mundo vasco con atisbos de mestizaje que se iba formando. Y ellos, gentes del oeste ibérico, fueron acomodándose embarcados en el buque del desarrollo económico, con el que navegaron aunque no fue en camarote de primera precisamente. Pero alcanzaron algunos puertos que tenían la característica común de un bienestar progresivo, sin gran velocidad y sin sobresaltos. Al mismo compás, su marginación fue perdiendo fuerza y el recuerdo de su etnia no autóctona se incorporó a lo aceptado por la sociedad guipuzcoana, que aparte de sus clases sociales ha tenido, en este siglo y por lo menos en el anterior, por lo que he buceado en él, una estratificación en cuya base estaba el elemento secularmente asentado y, en sucesivas capas, los diversos grupos advenedizos según el número de generaciones que aquí hubiesen permanecido como empresarios establecidos o siquiera como propietarios de fuegos. De modo que la penúltima ola ha ejercicio habitualmente distanciamiento con la última. Bien, sabemos que esos distanciamientos y los de todos los grupos, incluidos los más antiguos, ocurren cuando se trata de huéspedes pobres. Nos entendemos.
Luego, casi anteayer, el afán de poder político y las veleidades de la identidad, utilizada para lo mismo, o sea la ocupación política, o sea el dominio económico, hicieron resurgir los crudos fantasmas de la raza —a veces bajo disfraces eufemisticos, a veces sin tapujos— e inquietaron de nuevo a muchos «cacereños». Pero añadamos que son gente correosa, que se atrinchera donde haga falta: en las zanjas del llano, entre las hierbas aledañas al río o tras unas breves piedras. Un ejemplo de tenacidad, paciencia y realismo.
Nadie se ha atrevido aún con una tesis doctoral sobre la aportación económica —trabajo, ahorro, empresas— de los «cacereños» en nuestra provincia; sería aproximadamente cuantificable y, para muchos, sorprendente por su proporción. Ahí queda abierto un camino que no ha sido hollado.
Y pasemos de la historia y la sociología a lo que las contiene y también va más allá de ellas, o alcanza más profundidad, o es más revelador, o tiene más exactitud humana, o es más fiel a los significados de la realidad: la literatura, que cuando lo es logra todo eso.
Es sorprendente que nadie en el País Vasco —territorio ensimismado y altamente ombliguista— abordase el tema antes de que lo hiciera ya por 1968 Raúl Guerra Garrido, cuando era uno de los fenómenos más visibles de la sociedad vasca y ya llevaba dos decenios produciéndose. He de achacarlo a dos causas poco relacionadas una con otra: la escasa nómina de novelistas por entonces y por aquí, y la alta incomodidad del asunto para ser tratado desde cualquier ángulo. A los novelistas no podemos —no debemos— obligarles a nada, ni insinuárselo tan siquiera, pero sigue siendo sorprendente que ni antes de Cacereño ni después de 1969 en que se publicó, el tema haya merecido nuevos e incluso contrapuestos análisis. Tampoco los ha habido desde otros géneros.
Hay que reconocer que los vascos estamos un tanto embotados para lo que no sea el ejercicio de la endogamia; es bien sabido que el mundo sin nosotros no existe. Y el asunto de la inmigración nos coloca en la necesidad de salir de nosotros mismos, y de una manera peculiar: en nuestra propia tierra, haciendo protagonistas a otros, viéndonos en espejo ajeno y, por añadidura, reconociendo a esos otros el derecho a lo mismo que nosotros poseemos. De verdad que es demasiado hasta para un vasco inocente.
Por fortuna tenemos esta novela, que ya es una referencia tradicional cuando se quiera hablar —sesuda o frívolamente, rigorosa o divagatoriamente— de la inmigración al País Vasco, y en concreto a Guipúzcoa, porque de está, que ha sido el campo exploratorio y vital de R.G.G., hay características especiales en el libro. He aplicado adjetivo tradicional, y creo que los veinticinco años vivos de un libro lo merecen. Tal vez sea ese adjetivo el mejor pasaporte —dada nuestra insistencia en lo antiguo, en lo que se conserva— para la incorporación de la novela a esa biblioteca indefinida en volúmenes, y no todos de calidad, que nos «explica» el país, o sea la aceptada por los eruditos de la nación vasca. Baroja está excluido en su mayor parte, salvo aquellas páginas que tienen regusto a salitre o hierba.
Y subrayo todo esto en cuanto a Cacereño no porque sea lo más importante —que es sin duda lo literario— sino por lo difícil de la aceptación de un libro así en la mentada biblioteca. Golpear durante un cuarto de siglo el cerebro colectivo vasco hasta lograr eso, es aún más difícil que conseguir la calidad novelística.
Esto es un aniversario y una revisión literaria, aunque el primero es de bodas de plata nada menos y la segunda se puede hacer cómo se le hace a un libro ya asentado, que tal es Cacereño aquí y ahora; me parece que todo lo que he venido diciendo avala esa condición.
Leída hoy, la novela descubre características que quizá solo los años son capaces de señalar. Tiene una frescura de la que, en casi todos los casos, carecía el género social que todavía se llevaba por entonces y que había parido sus hitos un lustro antes o poco más. Es como si hiciera un corte de mangas a la literatura doctrinaria y panfletista a la que se resistían quiénes estaban fuera de consignas, y que era de maniqueismo pasado, en una línea superada por Zola ochenta años antes. Una mentira ya podrida a la que R.G.G. le dio una patada en el delantero con un realismo suelto y veraz, que hablaba de las dificultades económicas y de los sentimientos, del dinero necesario y del sufrimiento innecesario, de las luces y las sombras que conforman el vivir de tantos trabajadores, de tantos emigrantes, de tantas gentes de diversa condición.
Por cualquier página que se abra, la novela respira limpieza, en el estilo y en el enfoque. La escritura es clara como el aire, sin complicaciones, paralela en ello a los mismos personajes, que no tienen recovecos. En cuanto a la postura del narrador, a su perspectiva, a sus ojos, no solo están limpios sino que tienen una ingenuidad existencial y social propia de la mocedad y de la esperanza. Pero curiosamente, desde hoy mismo, esa ingenuidad no es un defecto, aunque baña todas las relaciones entre los personajes, desde las laborales hasta las afectivas. Y es una virtud porque procede de un tiempo determinado y está perfectamente acorde con lo que cada personaje pretende ser y pretende que sea, sobre todo, el mundo que vendrá.
Además de decirnos mucho sobre el inmediato pasado, Cacereño logra evocar una visión de lo que pudo ser nuestro presente, que es más feo y más sucio de lo que adivinamos leyendo otra vez la novela. Seguro que Pepe añora la dureza de antaño, porque era inevitablemente más joven, y especialmente porque entonces logró abrir la primera puerta y hoy sabe que se morirá cacereño y sólo cacereño. Pepe no reniega de su origen, pero quisiera ser también lo que ha escogido. Aquí no se concede la doble nacionalidad, desengáñate Pepe.
Pero el libro es ya un clásico. Incluso en Euskadi.
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