Beethoven y el piano

Miguel Ituarte
Pianista y profesor en Musikene

Pintura: Juan Gabriel Vich

La tosca aguja de mi tocadiscos de maletín parecía condenar a Rudolf Serkin a repetir eternamente los dos acordes finales de la Appassionata, un último relieve muy marcado sobre un surco interior de aquel LP bien cargado que también contenía las sonatas Claro de luna y Patética. Muy atormentada, oscura, sesgada e impresionante era aquella frecuente trilogía de aventuras pianísticas -y míticos títulos- sobre el vinilo (no solo en manos de Serkin; la recuerdo también por Claudio Arrau, Werner Haas y Eduardo del Pueyo, entre otros). Por entonces recibí, junto a mil partituras más, un libro bien gordito que contenía las 32 sonatas para piano de Beethoven en la rancia edición Peters de Köhler. Después supe que la “Sonatina” que había estudiado arduamente durante mi segundo curso era una de las tres sonatas que un Beethoven de doce años dedicó al Príncipe Elector de Colonia; y que, no llevando estas obras pipiolas un número de opus (para nosotros son WoO 471), pocas ediciones las incluían y muchos virtuosos las ignoraban.

Aquel tocho de las sonatas que hacía crujir el atrilito de mi piano vertical me acompañó durante el final de mi infancia… hasta que, con algunas nociones sobre las modernas ediciones Urtext -más fieles a las fuentes originales-lo sustituí por estas. Sin duda, mucho más me había sorprendido el contraste entre el Bach editado por Czerny y el “limpio” que las diferencias entre ediciones de Beethoven. No obstante, algunas podían ser notables, como las indicaciones de pedal en el recitativo del primer movimiento de la Sonata Opus 31 nº 2 (conocida como Tempestad) que originalmente son bien largas. Sobre todo, fui sabiendo que Beethoven mostraba un avance en la precisión de su notación musical respecto a sus predecesores y esperaba las mayores atenciones en este sentido. Poderosas razones de ello fueron su intensa contemplación del sonido, su empleo del mismo con gran definición y carácter y una audacia artística que le llevó a ensanchar muchos moldes musicales de su tiempo. Contrastes súbitos de intensidad, acentos insistentes o diferencias sutiles de toque y articulación no suelen ser una “ocurrencia” suya sino verdaderos elementos compositivos. Beethoven era el artesano más tenaz cuando partía de una mínima figura sonora o rítmica (o un timbre, como el de los timbales, cuya entidad reafirmó en muy diversos contextos y para siempre). Antes he mencionado el empleo pianístico del pedal: Beethoven no es en absoluto el único que experimenta en su época con resonancias turbias (el pedal derecho que conocemos fue inicialmente una palanquita accionada con la rodilla): Carl Philipp Emanuel Bach y Clementi, entre otros, contaban con este ingrediente ya algo impresionista. Siempre podemos discrepar sobre el Adagio de la primera Sonata quasi una fantasia del Opus 27 (imaginado por Ludwig Rellstab como una barca navegando al claro de luna…) con su indicación tutto questo pezzo…senza sordino (es decir, sin apagadores, pero ¿continuamente o guardando la “limpieza” de las armonías?)

Me he permitido tal ensaladilla de recuerdos para expresar la curiosidad y entusiasmo con que descubrí este conjunto de obras, habiendo conocido anteriormente -como pueda hacerlo un niño- las nueve sinfonías. A lo largo de las sonatas apreciaba una evolución comparable, no del todo rectilínea (así como la octava Sinfonía “refresca” la serie con una cierta ligereza, las sonatas primera y tercera del Opus 31 rebosan de humor). Ya la Opus 7, relativamente temprana, impresiona por su concentración y silencios en el Largo con gran espressione; y es, además, una de las obras -cerca de un tercio del total- que se cierran con suavidad, y no siempre en un tempo muy rápido. Junto a las generosas imágenes orquestales que ofrece el piano beethoveniano, con igual frecuencia nos recuerda su origen camerístico, un doble hábitat que debe ser bien comprendido (también para muchos otros compositores). Al igual que las sinfonías, cada una de las sonatas plantea estructura e ideas muy individuales, aunque ciertos géneros y caracteres aparezcan en varias ocasiones. El enlace ininterrumpido de algunos movimientos (como muchos descubrimos estremecidos entre los dos últimos de la quinta Sinfonía) apunta hacia una narrativa musical bien presente durante el Romanticismo, pero que ya había introducido C. P. E. Bach en sus fantasías. Beethoven evoluciona a cada paso, pero sin desprenderse a priori de lo heredado (Haydn, Mozart, Salieri… y Neefe, su principal maestro en Bonn). Tuve que rendirme, en aquel mi primer acercamiento a las sonatas, cuando llegué a la Opus 101: apenas sabía cómo descifrar aquello que parecía conjugar un lenguaje muy avanzado y una densa retórica con alguna idea del pasado (¡una imponente fuga!)

Varios años después tuve una nueva ocasión beethoveniana cuando, para dos pruebas, debía preparar sendas obras de variaciones: las Opus 34 y las “Do menor” WoO 80 (que extrañamente quedaron sin un digno número de Opus). Las primeras, no muy famosas, tienen el encanto de sus diversas tonalidades y evocaciones; y las segundas -mucho más unificadas, a modo de chacona- exigen, como es frecuente en el Beethoven “heroico”, esa difícil combinación de agilidad de dedos y muñeca con buenos apoyos sobre el teclado entre otras destrezas: ciertamente no se trata de “técnica” en singular. Tal como me había ocurrido antes y me ocurriría después, en momentos de cansancio con estas obras iba royendo las demás del mismo libro: tanto me intrigaban las osadas Variaciones veinteañeras sobre el Venni amore de Righinicomo las visionarias y cubistas sobre un vals de Diabelli, penúltima obra pianística de Beethoven. Confieso haber vuelto a considerar hace poco un aspecto muy básico del género “tema y variaciones”: aunque las buenas obras suelen propiciarlo, es necesaria una sensibilidad bien despierta y una abundancia de colores para que tal desfile de trajes y caricaturas sea convincente hasta la última página. Aún era frecuente en tiempos de Beethoven que cada variación quedara “cerrada” o al menos articulada respecto a la siguiente y… quizá es oportuno recordar aquí que la presentación de tales obras en su “obligada” integridad fue una práctica gradual y no consolidada realmente hasta el siglo XX. Nuestro respeto por un compositor y su obra ¿no rozará más de una vez la pedantería? Beethoven tocó, en una ocasión ante su rival Sterkel, las Variaciones Venni amore añadiendo unas cuantas a las que dejó escritas. Por el contrario, Arturo Benedetti Michelangeli solía “comerse” alguna de las Brahms-Paganini… En otro género, yo he agradecido poder tocar ininterrumpidamente las tres Sonatas del Opus 31 de Beethoven (¡habiendo aceptado los asistentes mantener amablemente el silencio!): aparte de que todos sus movimientos acaban suavemente salvo el último de la tercera, encontré un misterioso paso disonante del final de cada una al comienzo de la siguiente. Sin ser esto en absoluto necesario, la complicidad del público es capital en este repertorio: vuelvo a mencionar los silencios en tantas frases o momentos importantes (el Largo de la Sonata Opus 7, el primer movimiento de la Appassionata…) por ser elementos del discurso tan esenciales como cualquier sonido.

Una crítica que recibí hace muchos años en relación con las Variaciones Goldberg aumentó mi interés por la cuestión de las repeticiones en música del Barroco, Clasicismo y Romanticismo. Siempre presentes en las danzas, se mantuvieron con normalidad en movimientos de sonata que habían surgido en buena parte de sus formas. C. P. E. Bach ofreció todo un arte asociado a ello en sus Sonatas con repeticiones variadas. Pero el desarrollo progresivo de la forma y un creciente talante teatral o narrativo podían resistirse a la división en dos partes repetidas, todavía adoptada frecuentemente por Mozart y Haydn. Beethoven será uno de sus grandes cuestionadores y decidirá seriamente sobre ello en cada ocasión. En su Sonata en Do menor para violín y piano da paso con toda fluidez al desarrollo central sin repetir la exposición; igualmente hará en el primer movimiento de la Appassionata, en un punto muy alejado tonalmente del comienzo. Tenía previsto sin repetición el primer movimiento de la Sinfonía Heróica pero, habiendo comprobado su densidad tras el primer ensayo, se la añadió. Enel primer movimiento de la Sonata Waldstein podemos agradecer que tachara finalmente la repetición de todo el desarrollo y reexposición: además de la gran energía requerida, hemos pasado por momentos de expansión casi improvisatoria… pero algo comparable nos pedirá repetir en el tercer movimiento de la vecina Appassionata: un nudo de gran tensión, toda una inflamación y posterior disolución, y el retorno al discurso inicial -¡parece un mal sueño!- que, ya atravesada la barra de repetición, culminará en una furiosa czarda. Es evidente que cada creación beethoveniana tiene ingredientes y necesidades muy individuales. Aún añadiré la posible incomodidad cuando cierta repetición incluye un giro humorístico (como el paso a la reexposición en el Allegro de la Sonata Opus 10 nº 2), haciéndose una broma por segunda vez; o la gentileza de la indicación Si repete la seconda parte al suo piacere en el movimiento final de su último Cuarteto de cuerda (Opus 135), que bien podríamos imaginar en varias ocasiones anteriores.

La última variación -dulce y sumamente estilizada- de las Diabelli pertenece a algo que constituye un medio de sensibilidad particular en Beethoven: el expresivo “Tempo di Menuetto”. Los rasgos de la antigua danza son en él dilatados y recargados con efusividad, o algo velados con un pincel legato, al servicio de amplias frases. Haydn y Mozart ya habían abierto este territorio que cabría comparar al de la polonesa “sentimental” cultivada por un Wilhelm Friedemann Bach o al posterior de la mazurka en Chopin. Bien presente en la increíble Canzona di ringraziamento del Cuarteto Opus 132, inicia también la Sonata para piano Opus 110… pero anteriormente fue el marco del Andante con moto en la quinta Sinfonía y del Andante favori original de la Waldstein. Conocemos dos ensayos de movimiento intermedio para la Sonata Opus 10 nº 1: uno fue un Allegretto a modo de minueto serio, y el otro un Presto a modo de Scherzo2. Por cierto: me pregunto cómo no fue Beethoven el primer autor de unos formidables scherzos independientes sino Chopin (quien recibió más ideas beethovenianas que las que quizá quería admitir). La atractiva dicotomía minueto-scherzo como “danza en tres por cuatro” accedería más de una vez al flirteo con el vals. Beethoven lo había acogido encantado, casi desde sus orígenes en las “Deutsche Tänze” y los “Ländler”, y nadie en Viena le quitó ya ojo -bien fueran músicos, parejas, madres o censores- desde 1800. El infantil Rondó en Do mayor (WoO 48), publicado chapuceramente, discurre como vals y, con habilidad de yoyó, ofrece una de las primeras sutilezas rítmicas del autor: tras un motivo secundario, la nota repetida del tema se vuelve anacrusa por una sola vez, introduciendo así el símbolo de “la llamada del Destino” (según el rimbombante Anton Schindler).

Comenzaba evocando dos tremendos acordes de la Appassionata. Mencionaré por último dos notitas que el Maestro añadió al final de un ligero despliegue en el Moderato de la Opus 110 (casualmente, en el compás 110). Ausentes en alguna edición, producen un pequeño incremento de vibración en el registro agudo: preciosísimo detalle de un sordo.

Bibliografía, notas y fuentes:

1Las indicaciones WoO (Werk ohne Opuszahl, obra sin número de opus) corresponden al catálogo de tales composiciones beethovenianas elaborado por los musicólogos Kinsky y Halm a mediados del siglo XX.

2Ambas piezas fueron publicadas póstumamente. Son las WoO 53 y 52, respectivamente.

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