Jesús Rivera Navarro
Catedrático en la Universidad de Salamanca

Fotografía: Javier Mina
INTRODUCCIÓN
La universidad pública, en general y en cualquier país, contribuye a incrementar la riqueza colectiva y a corregir las desigualdades sociales. Esta institución, como todas las que tienen relación con los servicios públicos, está siendo sometida también a cambios y transformaciones importantes, cuando no presiones, para que su organización se asemeje a la de la universidad privada (Brunner, 2005). Estos cambios tienen correspondencia con la metamorfosis de las principales estructuras sociales y económicas (lo educativo se incluiría en dichas estructuras) (Sennet, 2006).
La universidad española ha tenido una evolución peculiar en los últimos 50 años. En los últimos tres lustros del régimen franquista, la universidad se convirtió en un caldo de cultivo de oposición a la dictadura; esta institución posibilitó el crecimiento y consolidación de partidos políticos, opuestos al régimen militar, que, a la postre, se convirtieron en el sostén del modelo democrático y parlamentario posterior (López Aguilar, 1989); además, es importante tener en cuenta que, ya en las postrimerías del franquismo, la universidad tenía un carácter social inclusivo, es decir, la tendencia era facilitar que la mayor parte de los ciudadanos pudieran acceder a los estudios superiores, con lo que se empezó a producir un proceso de homogeneidad social general en España, que culminaría en los años ochenta (Fernández Enguita, 1992).
Sin embargo, una vez establecida y refrendada la constitución, en 1978, y puesto en marcha el sistema democrático, la universidad española no siguió siendo esa punta de lanza de la vanguardia política y social. Primaron los intereses individuales y grupales frente a los colectivos; se arraigaron grupos de intereses con líderes al frente, que establecieron prácticas clientelares y basadas en procesos de vasallaje (más propios de un sistema feudal que de una economía competitiva y de libre mercado) (De Miguel, 2003). La selección de los profesores no se basaba en concursos limpios y competitivos, sino que el candidato seleccionado previamente por el profesor catedrático (el mayor rango que existe en la universidad española) era el que, normalmente, obtenía la plaza. Dicho candidato, en la mayor parte de los casos, había tenido que trabajar para el catedrático durante los años que él hubiera considerado y como él hubiera dispuesto, para finalmente obtener como premio una plaza de profesor y tener, como complemento añadido, una deuda eterna con dicho “mentor” (Dolado, 2010).
A nivel académico, la estructura, básicamente, se ha basado en las dinámicas “perversas”, sucintamente descritas, hasta hoy en día (ha habido cierta evolución, que explicaremos más adelante, pero en lo sustancial el modelo sigue rigiéndose por las pautas referidas) y a nivel administrativo, la universidad se ha caracterizado por una enorme carga burocrática, poco ágil y dinámica, con un personal amparado por la Ley General de la Administración Pública, con escasa flexibilidad y, en muchas ocasiones, poco preparado y cualificado para atender las necesidades de una sociedad global (Pérez Díaz, 2005) (por ejemplo, en muchas universidades públicas de provincia en España, los alumnos extranjeros que quieren cursar un máster se encuentran que, en ocasiones, el personal administrativo no les contesta el correo electrónico ya que no saben escribir en inglés; otro caso ilustrativo es lo que sucede, repetidamente, durante el mes de agosto –el curso empieza, normalmente, a mediados de septiembre-, en el cual las instituciones universitarias cierran y no atienden las demandas de los alumnos, muchos de ellos extranjeros acuciados por la entrega de documentos para la renovación de su estancia en España). Los nuevos requerimientos de los sistemas de Educación Superior, y las nuevas trayectorias personales y formativas de los alumnos, exigen una formación y cualificación específica que no poseen muchas de las personas que componen el personal administrativo que trabaja en la universidad española (Pérez Díaz, 2010).
Es mi propósito en este trabajo explicar, de forma breve y amena, el funcionamiento de la universidad española, el contexto histórico y social en el que ha crecido dicha institución (así como su situación en relación a las universidades de su entorno), los déficits académicos que existen, su relación con la gestión académica y administrativa y las dinámicas actuales de contratación y promoción de profesores/as. Finalmente, me gustaría esbozar una propuesta de cambio, en el que se logre armonizar el buen éxito académico, la meritocracia, la ausencia de corruptelas y corrupción y una labor de gestión universitaria eficaz y al servicio de las metas docentes e investigadoras.
UNA BREVE SEMBLANZA EVOLUTIVA DE LA UNIVERSIDAD ESPAÑOLA
La universidad española no difiere, en el momento de su fundación, de las restantes, tan sólo hay ciertos matices que la podrían diferenciar del resto, como fue su carácter secular (o la mezcla de su carácter secular y eclesiástico), la consideración de la institución como una corporación de maestros y alumnos y la incorporación algo más tardía de la mujer a la universidad que en otros países, como Francia, Suiza o el Reino Unido (Giner de los Ríos, 1990). De todas las universidades españoles, sobresalieron fundamentalmente Salamanca, en la Edad Media, y Alcalá de Henares en el Renacimiento. La universidad de Salamanca se fundó oficialmente en 1218, y es de las primeras universidades europeas más antiguas, aunque por detrás de París, Oxford, Bolonia o Cambridge (Fuente, 1975). A pesar de ser uno de los países europeos con universidades más antiguas, debido a la influencia de la iglesia en las instituciones y su desconfianza respecto a la ciencia y a las instituciones académicas seculares, la universidad española no se desarrolló al ritmo de otras entidades europeas mencionadas recientemente. Ni siquiera, el influjo de monarquías, como la francesa, portuguesa o austriaca, que, en el siglo XVIII, representaban ideas que venían reflejadas en la Enciclopedia (Morales, 1972), hicieron que en España se revitalizarán las estructuras universitarias. No fue, hasta bien entrado el siglo XIX, cuando empieza a haber una mínima transformación en la universidad española, con la intervención de intelectuales, como Martínez de la Rosa o Donoso Cortés, que formaron parte de partidos progresistas o crepúsculos progresistas de partidos conservadores, y que trataron de reformar nuestra enseñanza con pautas similares a las que se estaban implementando en Francia (Michavila & Calvo, 1998), sin embargo, esta tímida reforma se paró en seco con la ley de 1857 (García García, 1994), que apuesta por la sumisión, no sólo de la universidad y de la enseñanza en general, sino de la sociedad entera y el Estado a la dirección de la iglesia (Giner de los Ríos, 1990).Esta situación se plasmaba en la obligación de los profesores a realizar adhesiones “oficiales” a la religión del Estado y/o a la dinastía monárquica que gobernaba entonces y que tenía como una de las consecuencias más notables que no existiera la libertad de cátedra. Esta situación cambia ligeramente entre los años 1868-1874 (el llamado periodo de la revolución), con los llamados decretos del 68, a través de los cuáles se propugna la neutralidad política y religiosa de la universidad, además de otras reformas, como la libertad de asistencia de los alumnos a las cátedras oficiales (García García, 1994), reglamentando y normativizando la oposición para la obtención de cátedras1 y permitiendo elecciones para la elección de los rectores.
Sin embargo, esta incipiente reforma no logra consolidarse debido a la restauración de 1875 y los gobiernos posteriores, ya en el siglo XX, en el gobierno de la II República, se hizo un intento por recuperar los preceptos básicos que se intentaron instaurar entre 1868 y 1874, a través de entidades como la Institución Libre de Enseñanza (Jiménez-Landi, 1996), pero fue en vano por las dificultades para conducir los asuntos públicos de los diferentes gobiernos de la República. La universidad española, durante el franquismo, sufrió diversas etapas, de esta forma, desde 1940 hasta 1959 se produjo una dura represión, en la que se “purgó” a la universidad de los “enemigos del Régimen”, o de todo aquel que fuera sospechoso de oposición a la dictadura militar, de esta forma, entre los profesores universitarios que se exiliaron al acabar la contienda civil, y los que fueron desalojados de sus cargos en los veinte primeros años de gobierno militar, la universidad española se vio claramente afectada por una disminución de personal docente e investigador brillante y de reconocido prestigio. A partir de 1960, con el advenimiento de los llamados ministros del Opus Dei y con el tratado que realizó el gobierno español con Eisenhower (Juliá, 2007), se produjo en España una apertura económica, y en cierta medida política, que contribuyó a que la universidad española empezará a cobrar cierta pujanza intelectual. A medida que fue transcurriendo la década de los años sesenta, la universidad española empezó a ser caldo de cultivo de la oposición al régimen franquista, al mismo tiempo que, poco a poco, se fue democratizando el acceso a esta institución (a principios de los años setenta, ya no sólo accedían a la Universidad los hijos de las élites sino también las clases medias pujantes, incluso los hijos de la clase obrera). A pesar de que las estructuras arcaicas se mantenían en la universidad (poder omnímodo de los catedráticos, grupos de poder que decidían quien debía entrar y quien no en la profesión docente, dinámicas pedagógicas basadas en las clases magistrales totalmente contrarias a las enseñanzas de la pedagogía más avanzada, etc.) (Pérez Díaz, 2010), parecía que esa oposición al régimen franquista podría dar lugar a cierta renovación también en las estructuras internas y en las estrategias políticas y pedagógicas.
La llegada de la democracia en 1978 (con la Constitución Española como documento simbólico que representaba el nuevo régimen) (Constitución española de 1978, 2005) y su consolidación en los siguientes cuarenta y dos años no significaron cambios sustanciales en la organización universitaria (seriamos injustos sino dijéramos que en los últimos 17 años, desde el año 2003, no ha habido ligeros cambios con el proceso de acreditaciones2 obligatorios para poder llegar a impartir docencia en la universidad española, pero estos cambios no han significado el suficiente revulsivo como para que se produjera una transformación sustancial en este ámbito).
La estructura universitaria, que hemos analizado históricamente, ha producido un entramado de intereses particulares y grupales (dirigidos por ciertos catedráticos), que luchan por mantener ciertos privilegios y prebendas del sistema, sin estimular la competitividad y la eficiencia que nos lleve a estar en los estándares científicos mundiales (excepto honrosas excepciones). De esta forma, el prestigioso Academic Ranking of World Universities (ARWU)3 de Shangai, en el 2020, solo incluye la universidad de Barcelona entre las doscientas primeras del mundo. No sólo la estructura y la dinámica descrita de la universidad española tienen la “culpa” de esta situación, también el “background” cultural de la sociedad española contribuye a este panorama desolador, de esta forma, es sorprendente observar el visible interés y emoción que muestran los ciudadanos españoles frente los éxitos deportivos de ciertas personas y equipos de fútbol o baloncesto, y la indiferencia ante la ausencia de universidades españolas de excelencia en el ámbito internacional.
Por tanto, la evolución de la universidad española nos indica que ésta se sitúa en una situación de desventaja respecto a sus homólogas de diferentes partes del mundo, debido a factores históricos, políticos y sociales. A continuación, vamos a tratar de indagar en los déficits académicos actuales de la universidad española y su relación con la gestión académica y administrativa
DÉFICITS ACADÉMICOS ACTUALES
Las carencias de la universidad española han empezado a ser visibles relativamente hace poco tiempo, no ha sido hasta hace aproximadamente veinte años cuando es frecuente leer artículos de prensa diaria que analizan las fallas estructurales del sistema universitario español y se pueden leer artículos científicos y libros que versan sobre estos temas, procurando ofrecer soluciones y propuestas alternativas. Este “repentino” abordaje del problema universitario ha venido propiciado, en parte, por el éxito obtenido en países punteros en ciencia, como Estados Unidos, Inglaterra y Alemania, de científicos y profesores españoles y por el fracaso que han tenido dichos científicos cuando han tratado de retornar a España a seguir implementando las líneas de investigación que trabajaban, con anterioridad, en los países mencionados (obviamente, no todos los científicos han fracasado en su empresa de retorno, pero nos estamos refiriendo a una tendencia muy acendrada). Tampoco hay que descartar la existencia de los indicadores objetivos (de los que antes hemos hablado) para despertar la decisión de escribir y pensar, de forma crítica, sobre la universidad española.
El primer indicador, que podríamos utilizar, basándonos en la estructura que utilizan en el Informe de “Propuestas para la Reforma y Mejora de la Calidad y Eficiencia del Sistema Universitario Español”, preparado por una serie de expertos para el antiguo ministro de Educación, Cultura y Deporte (José Ignacio Wert Ortega), es la calidad de la formación que proporciona la universidad española (Informe de Comité de Expertos, 2013), a pesar de la dificultad para realizar comparaciones internacionales. El instrumento más sencillo para medir esta dimensión pudiera ser el porcentaje de estudiantes universitarios que alcanzan un puesto de trabajo acorde con su título: de los veintiocho países de la Unión Europea, España es el país de Europa con menor tasa de empleo adecuada al nivel de estudios para titulados con educación universitaria, el 53% (sólo igualado con Turquía), siendo la media en la Unión Europea del 66% (López Gómez & López Lara, 2012). Muchos lectores pudieran pensar que esta elevada tasa española de “subempleo” pudo deberse a la crisis económica que existía en la época del informe citado, pero no parece responder a la realidad, la crisis puede modificar la relación entre el número de desempleados y subempleados, pero no parece cambiar la proporción de personas que tienen empleos adecuados a su formación (López Gómez & López Lara, 2012), de esta forma desde 1996 hasta 2017 la proporción de titulados universitarios que tiene un trabajo adecuado a sus estudios sólo ha oscilado entre el 46% y el 48% 4 años después de acabar la carrera (Ramos, 2017). Pareciera que, más allá, de la crisis económica, la universidad española no prepara adecuadamente a sus estudiantes para encontrar un trabajo adecuado a su formación.
El segundo indicador pudiera ser el número de universidades públicas y privadas y su adecuación con la oferta diferenciada de titulaciones. En esta segunda dimensión, las universidades parecen poseer una estructura demasiada homogénea y ofrecen una gran mayoría de estudios comunes, muchos de ellos repetidos muchas veces y, con frecuencia, dentro de reducidas áreas geográficas o en la misma ciudad. Casi todos los títulos que pueden obtenerse en las universidades más pequeñas los ofrecen también las grandes, sólo desde el punto de vista de la investigación son más apreciables las fortalezas de las distintas universidades en áreas específicas (Buela, Bermúdez, Sierra, Quevedo, Guillén, & Castro, 2013; Pérez García, & Serrano Martínez, 2012). Según los expertos del informe mencionado anteriormente, sería deseable una mayor diferenciación y especialización de las universidades españolas (Informe de Comité de Expertos, 2013: 10) (concentración de algunas universidades en la labor formativa y otras en labores investigadoras). A pesar de que en muchas universidades españolas, hay departamentos con brillantes resultados en la investigación, éstos normalmente han sido resultado del tesón y esfuerzo personal de sus miembros y no del aprovechamiento de una estructura universitaria que haya facilitado su aparición y su posterior desarrollo.
Un tercer indicador lo podríamos encontrar en el tipo de selección que se haga del profesorado, inevitablemente una buena selección contribuirá decisivamente a la calidad de la universidad y al servicio que se ha de prestar a la sociedad (Álvarez García, 2014; Hernández, Delgado-Gal &v Pericay, 2013). En la universidad española, la selección del profesorado ha estado, hasta hace aproximadamente veinte años, basada en la endogamia, el clientelismo y en las relaciones de vasallaje. Normalmente, los catedráticos y profesores titulares de universidad, con capacidad de influencia, decidían qué profesor entraba y cuál no en la universidad española en función de criterios que no necesariamente tenían que ver con el curiculum, con la excelencia y con el bagaje académico de dicho profesor, sino con el grado de servilismo que mostrará tal persona. Como se puede deducir, criterios que ni siquiera tienen que ver con una sociedad moderna, sino feudal y medieval. En los últimos tiempos, se ha venido reclamando instancias y organismos externos que actúen de árbitros en la selección del personal, de hecho, la existencia de la ANECA (Agencia Nacional de Evaluación de la Calidad y Acreditación) y su papel en el arbitraje de “certificados de calidad” a los diferentes niveles de profesorado en la universidad española ha facilitado una tímida apertura en la selección de personal docente e investigador en la universidad española. Esta apertura ha sido muy tímida, porque en los procesos de contratación de profesorado de cada universidad, en una gran parte de los casos, se sigue apostando por el candidato de “la casa” y sesgando los baremos para beneficiar a tal candidato (Álvarez García, 2014).
Un cuarto indicador, relacionado con el anterior, tiene que ver con los llamados “profesores asociados”, que es una figura que se empezó a regular a través de la Ley orgánica 6/2001 de 21 de diciembre (artículo 53) y que tenía como objetivo incorporar profesionales de sectores concretos a la enseñanza para que en las aulas se tuviera un mayor anclaje a la realidad (así por ejemplo, en la carrera de Derecho, la asignatura de Derecho Penal podría darla un abogado especialista en esa materia y que ejerciera en el ámbito privado o público de manera remunerada); sin embargo, la figura del profesor asociado se ha pervertido y se ha convertido en la entrada “por la puerta de atrás” de muchos/as profesores/as universitarios/as. De hecho, en algunas universidades, en los últimos años, se han establecido “promociones” de profesor/a asociado/a a profesor/a ayudante doctor, un proceso que, en teoría, nunca debería de existir puesto que los profesores asociados no deberían promocionar. Los llamados “profesores asociados puros” (aquellos/as profesionales que tienen un trabajo fuera de la universidad y dan algunas clases en la universidad, no más de 180 horas al año) conviven con los “falsos asociados”, que son personas con una trayectoria académica, que por diferentes circunstancias, no han podido acceder a una plaza de profesor ayudante doctor (la verdadera puerta de entrada a la carrera académica de un profesor) y se adapta a una contratación precaria hasta que llegue su oportunidad. El actual Ministro de Universidades, Manuel Castells, se ha planteado en un borrador de proyecto de ley, reformar, entre otras cosas, la figura de profesor asociado.
Un quinto indicador estaría relacionado con la selección del alumnado, que debería estar basado en el mérito y en un sistema de becas adecuado que no permita excluir a nadie por escasez de recursos (Canosa, 2005). Por otra parte, y asociado también a los alumnos, la falta de movilidad de los estudiantes universitarios españoles es notoria frente a otros países de Europa; a pesar de la existencia de programas como Erasmus (movilidad de estudiantes europeos para hacer un año de carrera en otro país) o Séneca –sustituida por el programa SICUE – (lo mismo pero dentro de España), los alumnos no participan en demasía de estos programas, contribuyendo a su aislamiento y falta de internacionalización (Dolado, 2010).
Un sexto indicador tendría que ver con el sistema y los órganos de gobierno de las universidades, así como el procedimiento de selección de los cargos unipersonales (rector, decanos, etc.). El sistema de elecciones, basado en supuestas elecciones libres basadas en las cuotas (el voto de los catedráticos vale más que el de los profesores titulares, éste, a su vez, vale más que el de los profesores contratados doctores, y así sucesivamente; los alumnos tienen también un peso específico en esta elecciones, aproximadamente un 25%) provoca que se luchen por intereses inmediatos y no por la excelencia académica (que se supone debería ser la guía de la universidad española) (Pérez Díaz, 2010).
Un séptimo indicador sería la financiación, que, por el momento, está basada en criterios basados en la docencia, cuando realmente debería estar vinculada a consideraciones asociadas a la investigación, al menos debería ser un factor que pesará mucho más de lo que lo hace (es cierto que se han tomado medidas recientes para fortalecer esta dimensión con la exigencia de contar con tramos de investigación4 para la creación de programas de Máster y de doctorado pero esto se antoja una media insuficiente) (Egea, Mula & Tobarra, 2001); de hecho, las cifras que se manejan en la universidad española, respecto a la investigación no son alentadoras, de esta forma casi el 40% de los profesores titulares de Universidad no tienen ningún sexenio reconocido y aproximadamente la mitad se les reconocen todos los sexenios posibles (Informe de Comité de Expertos, 2013: 14).
Los indicadores referidos tienen también que ver con la forma de gestión académica y administrativa que se lleva a cabo en la universidad española. La falta de adecuación entre el tipo de estudios y la clase de empleo, la homogeneidad de la universidad española, la selección no meritocrática de los profesores, el gran número de profesores “falsos asociados”, la falta de movilidad de los alumnos, el sistema endogámico (reflejado en las elecciones, la financiación y su poca vinculación con la investigación) está totalmente asociado a una gestión administrativa basada en métodos caducos, lejos de una realidad que debería adecuarse a alumnos/as que vienen de todas las partes del mundo, a un personal administrativo que, principalmente en ciudades de provincias, también ha sido contratado conforme a criterios basados en el clientelismo y en las redes de amistad y familiares, a una falta de profesionalidad notoria en el personal administrativo (amparados por sindicatos e intereses forjados entre estas entidades de trabajadores y los órganos de gobierno universitarios), a una duplicidad de funciones entre diversos organismos universitarios (como ejemplo tenemos las fichas de las asignaturas –dónde se resume el contenido de la misma, la forma de evaluación y la principal bibliografía- que los profesores deben hacer para que estén a la vista de los alumnos antes y durante el curso académico correspondiente- que son solicitadas varias veces y en varios formatos y por diversas instancias universitarias a los departamentos), a una carga excesiva de funciones administrativas por parte de los profesores universitarios (reflejada, por ejemplo, en la participación de Comisiones de todo tipo).
Por un lado, la gestión académica universitaria responde a un sistema basado en la siguiente estructura: Rector, Vicerrectorados, Facultades o Centros universitarios y Departamentos. El Rector (junto a su equipo de gobierno, es decir los Vicerrectores) son elegidos mediante un sistema electoral, por cuotas, que hemos comentado anteriormente y su gestión responde, fundamentalmente, a los intereses de quien les ha votado; el Comité de expertos, que redactó el informe para el ministro Wert, recomendaba que el Rector pudiera ser un gestor tanto español como extranjero, que tuviera un perfil académico y que su elección no estuviese basada en los equilibrios de intereses de las diferentes disciplinas universitarias sino en su capacidad probada de gestión en otras instancias o entidades, de esa manera, se intentaría evitar la subordinación de la gestión universitaria a intereses colectivos o particulares. En mi modesta opinión, es una propuesta a discutir (en el Reino Unido ese es el modelo que siguen), sin embargo, esta estrategia también tiene sus peligros y puede supeditar la universidad a intereses meramente productivos o de mercado, desterrando o marginando a disciplinas “clásicas” como la filosofía o algunas filologías, además, el hecho de que el gestor no conozca en profundidad la universidad donde trabaje puede dar lugar a que se tomen decisiones erróneas. Probablemente, una solución mixta que promueva un equipo conformado por un gestor foráneo, que sería el Rector, y un equipo conformado por profesores de la universidad, elegidos de una forma democrática, y sin cuotas, sea el procedimiento más eficaz.
Las Facultades o Centros Universitarios son las instancias que se encargan de gestionar las diversas titulaciones, por ejemplo, en la universidad de Salamanca, en la Facultad de Ciencias Sociales están incluidas la titulación de Sociología, Trabajo Social, Comunicación Audiovisual y Relaciones Laborales, al frente de cada Facultad están los Decanos y los Vicedecanos, que se encargan básicamente de la gestión de las titulaciones (matriculación, movilidad de estudiantes, guías académicas de los títulos, diseño del calendario escolar, gestión de infraestructuras) y también son designados mediante elecciones “democráticas” por los diferentes componentes de la plantilla docente (en este caso, los intereses no son tan notorios, aunque su capacidad de decisión está limitada por su pertenencia a una de las titulaciones que él mismo coordina). Finalmente, en el último escalafón de la estructura universitaria española están los Departamentos que representan a las diversas áreas de conocimiento, por ejemplo, el Departamento de Sociología y Comunicación en la Universidad de Salamanca representa a todos los profesores universitarios que imparten asignaturas de Sociología o Comunicación en las diversas titulaciones de la dicha Universidad, por ejemplo, los profesores de sociología imparten docencia en más de quince titulaciones; los Departamentos se encargan fundamentalmente de la asignación de la docencia, es decir, deciden qué profesor dará cada asignatura, y de la petición y selección de profesores; la dirección de Departamento también está sujeta a elecciones democráticas en las que participan todos los miembros del Departamento; en esta ocasión, igual que ocurre en la Facultad, no existen sistemas de cuotas, todos los votos valen igual.
Por otro lado, la gestión administrativa universitaria (encarnado en el llamado Personal de Administración y Servicio –PAS-) se encarga de coordinar, fundamentalmente, todas las labores que tienen que ver con la matriculación de alumnos, pago de salarios de profesores y diferentes actividades académicas. Como hemos indicado, anteriormente, el PAS debería ser reciclado y adaptarse a las nuevas formas de gestión universitaria, teniendo como referencia el modelo estadounidense y anglosajón, en el cual, el personal administrativo se estructura en varios niveles; sintéticamente, podríamos distinguir entre los que están más cerca de los cargos de gestión académica y los que están más próximos a los profesores-investigadores, estos no suelen ser funcionarios, lo elige, normalmente, el equivalente a Catedrático en España y está totalmente adaptado a las necesidades de una universidad global. Este perfil heterogéneo y diverso de personal administrativo facilita enormemente la labor docente e investigadora de los profesores y permite la dedicación en labores puramente académicas (Canosa, 2005).
LA GESTIÓN UNIVERSITARIA EN EL SIGLO XXI
A partir de finales de los años ochenta, en la conclusión del siglo XX, se empieza a mover en el ámbito europeo un deseo de coordinación entre las diferentes universidades de la Unión Europea que propicie una colaboración efectiva que se plasme en proyectos conjuntos docentes e investigadores, de esta forma, comienzan a editarse una serie de documentos que tratan de legislar y ordenar dicha cooperación. Destacamos la carta magna de Bolonia, en 1988, que dice, literalmente: “las universidades consideran el intercambio mutuo de información y documentación y el aprendizaje común a través de proyectos conjuntos, como esencial para el progreso estable del conocimiento” (Vega Gil, 2010); es importante, también, la convención de Lisboa, en 1997, cuyo logro principal fue el establecimiento de mecanismos eficaces para el reconocimiento de titulaciones (redes ENIC-NARIC) (Liria & Serrano, 2009); otro documento ilustrativo de la nueva gestión universitaria europea es la declaración de la Sorbona, en 1998, que expresa literalmente lo siguiente “ abordamos un periodo de grandes cambios en la educación, en las condiciones de trabajo, un periodo de diversificación…debemos a nuestros estudiantes y a nuestra sociedad en su conjunto un sistema de enseñanza superior que les ofrezca las mejores oportunidades” (Liria & Serrano, 2009). En el 2001, desde la universidad de Salamanca, después de una reunión, en la cual se perfilaron las bases de lo que acabó siendo el convenio de Bolonia, se emitió un comunicado que decía “las instituciones europeas de enseñanza superior aceptan el reto…para realizarlo necesitan libertad de gestión, un marco regulador de apoyo y una adecuada financiación o estarán en desventaja para la cooperación y la competencia internacional. La calidad, como piedra fundamental del proceso, requiere acompasamiento de la enseñanza y la investigación junto con el gobierno y la administración universitaria” (Vega Gil, 2010). Por último, con el ánimo de ilustrar el camino recorrido hacia la actual gestión universitaria, hacemos referencia a una resolución del 2002 en el Parlamento Europeo en la cual se expresa lo siguiente: “se recomienda que se flexibilice el estatuto de los funcionarios, el profesorado y de los investigadores para favorecer la incorporación de profesionales y expertos”; “es preciso crear redes y servicios públicos comunes a escala europea para favorecer el acceso a la información, y deberán ser gestionados de forma conjunta”; “los Estados y las regiones con competencia en la educación superior deben velar por que las universidades públicas dispongan de la financiación necesaria, en justa correspondencia las universidades deben mantener una gestión transparente”.
Los documentos mencionados son un buen ejemplo de cuáles han sido las principales líneas de actuación en la conformación de la nueva Universidad Europea del siglo XXI, que se resume sustancialmente en la aplicación de políticas conjuntas que procuren una movilidad absoluta entre alumnos, en primer término, y profesores, en segundo, entre las diferentes universidades europeas. El apoyo, en relación a la gestión, de este sistema europeo universitario (por llamarlo de alguna forma, y de manera totalmente informal) se ha basado en el programa Sócrates –redes temáticas en el ámbito de la gestión universitaria-, Tempus –proyectos de gestión universitaria- y el programa Alfa, que trata de promocionar acciones de gestión universitarias transparentes (Estrategia Universidad 2015, 2011). En definitiva, la gestión universitaria europea va encaminada a la facilitación de la convergencia en los programas docentes y de investigación en Europa. Dicha gestión debe basarse, como enunciaba algunos de los documentos citados con anterioridad, en la libertad de movimientos de alumnos y profesores, en la flexibilidad de contratación de profesores y personal administrativo, y en la adaptación a los nuevos mercados educativos y pedagógicos (Buela et al, 2013). El modelo europeo se ha convertido en una referencia mundial, de esta forma, los rectores de las políticas educativas de otras regiones, como Latinoamérica, están pergeñando un sistema similar dónde se permita la libre movilidad de profesores y alumnos (de Wit, Jaramillo & Gacel-Ávila, 2005).
En España, se instauró el sistema de Grados (que sustituye a las antiguas licenciaturas) –a partir del año 2008- que seguía las líneas del convenio de Bolonia (Mateos & Montanero, 2008); este actual sistema que se basa en cuatro años elementales de Grado (antigua licenciatura) y uno o dos de Máster, se fundamenta en clases mucho más reducidas (en cuanto a número de alumnos/as en cada aula), una participación mayor del estudiante en las aulas, una dinámica del profesor más centrada en su rol de coordinador y guía -y no tanto de portador absoluto del conocimiento- y de una gestión que posibilite esta nueva forma de impartir la docencia. Esta gestión, en relación a esta nueva forma de impartir docencia, debería tener en cuenta la mayor movilidad de los alumnos en Europa, pero también en el resto del mundo (hay convenios que posibilitan la llegada de estudiantes asiáticos o latinoamericanos –por ejemplo, becas Erasmus Mundu-, becas Fundación Carolina, Fundación ICO, etc) (Sánchez, 2011); desde una perspectiva de la gestión académica, esto quiere decir que los profesores que se encarguen de estos programas y los administrativos que les den soporte deben saber otros idiomas, al menos inglés, y deben tener en cuenta que el correo electrónico será la base de su comunicación. Aunque esta aseveración parezca una obviedad, en la universidad española, por razones antes argumentadas, hay dificultades para encontrar las personas idóneas que puedan gestionar este tipo de intercambios.
El convenio de Bolonia (Liria & Serrano, 2009) no sólo implica cambios en la docencia, y en el volumen de intercambios entre alumnos de diferentes países, sino también el incremento de intercambios entre los profesores de diferentes países (mayor número de estancias, posibilidades de ejercer la profesión en las universidades de otros países, mayor cooperación a nivel de proyectos de investigación, etc.) y, en general, una mayor internacionalización de actividades docentes e investigadoras de todo tipo. Este cambio incipiente en la universidad española no ha venido acompañado, a nivel mayoritario, de una transformación en la gestión; sigue presente, aunque cada vez menos afortunadamente, el modelo antiguo, en el cual el plantel docente e investigador, que forma parte de las redes internacionales, son una minoría, y el número de estudiantes que vienen a realizar estancias en España es mucho menor que países como Reino Unido, Alemania o Francia (Olivella, 2016). Podemos considerar que, actualmente, la universidad española, a nivel de gestión, están en un proceso de cambio y transformación, pero con muchas resistencias a la culminación de dicha transición. Quizás este proceso no pueda deslindarse de la problemática de la Administración Pública española en general y hace alusión a una necesidad de reforma estructural del Servicio Público, y que ningún gobierno, desde el período democrático en España, se ha atrevido a afrontar (y no me refiero a la privatización de Servicios Públicos sino a hacer mucho más eficaces y operativos estos). A continuación, describiremos cuáles son los cambios que, en mi modesta opinión, deben ser puestos en marcha para que la universidad española esté a la altura de sus homólogas europeas, americanas, asiáticas o incluso latinoamericanas (que están progresando enormemente en los últimos años).
PROPUESTAS DE CAMBIO EN LA UNIVERSIDAD ESPAÑOLA
Creemos que la universidad española debe de proceder ya al cambio que se le lleva demandando, desde hace tiempo, desde instituciones internacionales e investigadores de prestigio. Este cambio puede ayudar también a la transformación socio-económica de España y a una potenciación de su “I+D” (necesaria para dicha transformación). Si no se produce dicho cambio, corremos el riesgo de convertirnos en un país marginal en cuanto a investigación y formación (de alguna forma, ya lo somos). Para esta metamorfosis, propongo una serie de medidas, que no pretenden ser únicas ni integrales, pero sí ser indicadores de algunas de las reformas que se debieran emprender (somos conscientes de que se quedan algunas medidas sin ser abordadas como la relación de la universidad y el ámbito empresarial).
- Control de la figura de “profesor asociado”, vinculándolo de forma estricta con la vertiente profesional de dicha figura y estudiando y evaluando, en cada caso, la necesidad de su contratación; consecuentemente, eliminación progresiva (en un tiempo razonable) de los llamados “profesores falsos asociados”.
- Establecimiento paulatino de la figura del “tenure track”, que consiste básicamente en una selección muy rigurosa para la entrada en la universidad de los profesores y luego un proceso de promoción interna con evaluaciones continuas y sistemáticas a estos profesores seleccionados. La figura del “tenure track” podría ser equivalente al actual profesor ayudante doctor, pero eliminando la endogamia, los intereses espurios y las dinámicas acendradas durante décadas (por estos motivos, comparar el sistema de “tenure track” con el actual sistema de contratación de profesores ayudantes doctores realmente sería casi una sátira o un esperpento). Para ello, sería ideal contar con profesionales externos (de otras universidades) en las comisiones de evaluación que garantizarán una elección verdaderamente meritocrática (sería deseable también establecer límites para que los investigadores en formación de la propia universidad no pudieran ejercer en ella durante un tiempo -en muchas universidades americanas un investigador formado en una universidad determinada no puede ser contratado por ella hasta 5 años después de haber finalizado sus estudios de doctorado- con el afán de no establecer vinculaciones “perversas”). Este sistema de contratación convertiría casi en un trámite el paso de profesor ayudante doctor a contratado doctor, de éste a profesor titular y, como culminación del proceso, a profesor catedrático. Se podría establecer unos parámetros y que estos sirvieran para promoción interna y no para los concursos-oposición actuales, que nacen casi pervertidos.
- Eliminación de los “rituales” existentes en la universidad española, que no ayudan en nada al prestigio y valoración de la universidad por la ciudadanía española. Animaría a prohibir explícitamente la invitación a comidas a los miembros de los tribunales de tesis doctorales por parte del doctorando/a. Se podría sustituir por una invitación general al público asistente, incluido el tribunal. Por supuesto, también prohibiría la invitación a los miembros de los tribunales o comisiones de plazas por parte del “candidato/a ganador”; hasta que se consolidara la figura del “tenure track”, los concursos-oposición deberían de ser rigurosamente alejados de todo indicio de chantaje o corruptela; una vez acabado el proceso del concurso-oposición, debería ser el departamento, al que pertenece la plaza a concurso, el que invite a comer a los miembros del tribunal, nunca el propio candidato (en el caso, no muy frecuente pero existente, en el que se presente más de un/a candidato/a a la plaza en concurso, todavía el efecto es más negativo, porque pareciera que el ganador/a está “agradeciendo” al tribunal el haber obtenido la plaza).
- El personal docente e investigador no debería realizar labores administrativas que no le corresponden, no por una cuestión de estatus (como se cree popularmente) sino por una cuestión de eficacia. Por ejemplo, si un profesor se dedica a gestionar convenios con empresas e instituciones para que los alumnos de una carrera determinada hagan prácticas profesionales (obligatorias ya en muchísimos Grados de un número considerable de universidades), se reducirá enormemente su tiempo dedicado a la docencia y a la investigación, con lo cual esto redundará en peores indicadores en ambas áreas5 y, a la postre, acabará perjudicando a la institución para la que trabaja dicho profesor.
- Es fundamental aplicar una reforma organizativa que trate de paliar la duplicidad de funciones entre las diferentes unidades universitarias. El profesor universitario no debería rellenar formularios parecidos o similares para diversas instancias académicas dentro de la universidad para la que trabaja (como si fueran unidades desconectadas que no tienen nada que ver y no están dentro de una sola institución); debería de haber una centralización adecuada de la información y una comunicación idónea entre las diferentes instancias universitarias. La organización burocrática del siglo XX, que tan bien definía Max Weber (1996) no resulta adecuada para la universidad del siglo XXI.
- El personal administrativo que trabaje en la universidad debería ser un profesional que conozca el entorno universitario y las características e idiosincrasia de las instituciones de Educación Superior del siglo XXI; debe tener nociones básicas sobre la investigación de alto nivel, las publicaciones a nivel nacional e internacional, otros idiomas (al menos, el inglés), contabilidad académica y el ámbito educativo en general. Es decir, el personal administrativo que trabaje en la universidad debería estar cualificado para desenvolverse en esta área, para ello es preciso que se facilite la flexibilidad contractual (y no nos estamos refiriendo a estimular la precariedad, todo lo contrario) y la posibilidad de aplicar la movilidad universitaria, también en el personal administrativo (que sea posible contar con profesionales de otros países que posibiliten sinergias y referencias que ayuden a esta transformación).
- La gestión universitaria debería de estar sometida a la rendición de cuentas (accountability) que es tan común en las instituciones públicas de Estados Unidos, con el afán de conocer en que se emplea el dinero y dónde va cada partida. Por ejemplo, en España, la existencia de “sátrapas” académicos no ha beneficiado la imposición de medidas que propicien la rendición de cuentas. Creemos que los gobiernos universitarios no sometidos a los intereses individuales y/o colectivos de las diferentes disciplinas contribuiría, en gran medida, a esta rendición de cuentas y a nueva forma de gestión.
Por lo tanto, y a modo de conclusión, quisiéramos decir que los cambios sugeridos no se pueden deslindar de la reforma institucional que precisa, a nivel general, dicho organismo. No ha sido el propósito de este trabajo reflexionar sobre las formas organizativas existentes y posibles en las universidades (Marginson & Rhoades, 2002), tampoco ha sido el objetivo describir o analizar los diferentes modelos universitarios existentes en el mundo (en un extremo encontraríamos el modelo americano y en el otro el modelo europeo) (Clark, 1983), sino elaborar una reflexión sobre los problemas concretos, específicos –y sin querer resultar prosaico- y domésticos de la universidad española. Por tanto, creemos fundamental el establecimiento de criterios meritocráticos (sin trampa) en la selección del profesorado, la eliminación de rituales que la ciudadanía no alcanza a comprender por no corresponderse con procesos administrativos “limpios y transparentes”, la profesionalización de las labores administrativas universitarias, la descarga, en la medida de lo posible, de tareas administrativas en docentes e investigadores y la aplicación de la rendición de cuentas a la gestión universitaria (en todos los ámbitos, también en los proyectos de investigación).
Bibliografía, notas y fuentes:
1 La cátedra en España representa la máxima categoría académica que se puede obtener. El profesor catedrático tradicionalmente es el profesor que toma las decisiones académicas dentro de su área de conocimiento y el que dirige “en la sombra” al resto de la plantilla académica. En las fechas a las que nos estamos refiriendo no existía la diversidad contractual que existe actualmente en la Universidad.
2 La acreditación es un sistema que está vigente en la Universidad española desde el año 2003. Se trata de un sistema que divide al profesorado en cuatro niveles: profesor ayudante doctor, profesor contratado doctor, profesor titular de Universidad y profesor catedrático de Universidad. Para adquirir cada acreditación los candidatos deben poner a disposición de una comisión (elegida de forma concienzuda y objetiva) su curriculum para que sea evaluado y se considere si dicho profesor puede acreditarse o no. Sin la acreditación correspondiente, el profesor no puede subir de nivel, es decir la acreditación es condición “sin equanum” para que el profesor pueda opositar en el nivel que se acredita.
3 Este ranking es elaborado anualmente por el Center for World Class Universities de la Universidad Jiao Tong de Shangai, utilizando los siguientes indicadores objetivos: premios Nobel recibidos, número de investigadores muy citados; número de artículos en las revistas Nature y Science; número de artículos en el Science Citation Index y en el Social Science Citation Index y resultados per capita relativo al tamaño de la institución.
4 Los tramos de investigación o sexenios son las acreditaciones que se dan cada seis años por haber certificado la publicación (depende de las áreas) de al menos tres artículos en J Store y dos publicaciones menores (capítulos de libros, etc.). Para solicitar los sexenios, se debe haber trabajado en instituciones docentes y/o investigadoras públicas o privadas durante el período que se solicite dicho sexenio o tramo.
5 Debemos recordar que, hoy en día, existen indicadores “objetivos” que clasifican la calidad de los títulos universitarios (tanto de Grado como de Posgrado) y el nivel de los docentes e investigadores (basándose por ejemplo en el factor de impacto de las publicaciones, en el número de citas que se ha referenciado un libro, en la dirección de proyectos de investigación competitivos, etc.)Álvarez García, FJ. (2014). Debatiendo: la selección del profesorado en la universidad española. Eunomía: Revista en cultura de la legalidad, 5, 139-158.
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