Entrevista a Héctor Abad Faciolince

Escritor

Me cuesta recordar una persona con mayor sosiego y dulzura que la del escritor colombiano Héctor Abad Faciolince (Medellín, 1958).

La paz que transmite con su voz y sus gestos, contagia —como las hierbas de las Pampas— cada acción y obra que produce. Es autor de una quincena de publicaciones, entre las que destacan «Angosta» (2004, premio a la mejor novela extranjera en China) y «El olvido que seremos» (2006, premio Casa de América Latina de Portugal al mejor libro latinoamericano y el premio Wola-Duke en Derechos Humanos). También cuenta con los premios Simón Bolívar de Periodismo de Opinión, el Nacional de Cuento de Colombia y el Casa de América de Narrativa Innovadora con «Basura» (2000).

Conversamos con él sobre su universo literario y algunos de los debates contemporáneos que azotan a día de hoy la esfera cultural.

Juan Alberto Vich— En una entrevista para la revista Minerva, con motivo de su visita al Festival Eñe en 2014, declaró que su oficio de escritor está caracterizado —siguiendo la distinción vargasllosiana entre autores intensos y extensos— por su afán continuo de descubrimiento y sorpresa. Quienes conocemos su trabajo, somos conscientes de lo anterior. Ha publicado ensayo, novela, traducción, poesía, opinión, diario… Sin embargo, en muchos de sus trabajos destacan temas recurrentes, a saber, la muerte, la memoria y el olvido, la libertad,… recurrentes, por otra parte, en la historia del pensamiento. ¿No es —el artista— autor obsesivo por naturaleza? ¿»Intenso» irremediable?

Héctor Abad Faciolince— Tal vez lo que nos pasa a los extensos es que estamos obsesionados por el cambio y dominados por la curiosidad. Es posible que esto tenga que ver no solo con la actividad artística, sino con la psicología profunda de las personas. Isaiah Berlin dividía a los seres humanos en erizos y zorros, retomando una fábula griega. El erizo lo quiere saber todo sobre un solo tema (es la especialización llevada al extremo) y la zorra quiere saber al menos algo sobre todo (en una aspiración universalista que, aunque esté condenada al fracaso, tiene su encanto). Yo empecé las carreras de filosofía, medicina, periodismo, lenguas modernas… y todas me gustaron, pero entendí pronto que solo en la literatura podría ser –o al menos fingirme– filósofo, médico, periodista, políglota, etc. La novela es el género literario híbrido y omnívoro por antonomasia y desde Balzac se sabe que quien escribe una novela tiene que ser, por turnos, tapicero, pintor, músico, obstetra, prostituta, ladrón, cura, apóstata. Esto no excluye que haya temas recurrentes. Usted menciona la muerte y la memoria (o su pérdida, el olvido), pero hay muchas muertes y muchos tipos de memoria también. Suicidio, accidente, enfermedad, homicidio, muerte juvenil, muerte en la vejez, morirse de dicha, morir de amor. Desde el punto de vista del zorro cualquier tema, incluso los temas obsesivos, son inagotables.

J. A. V.— En varias de sus obras, se alude a la memoria como una imagen construida a partir de imprecisiones. Considera que la escritura permite conservarla, que encapsula en el texto los momentos pasados evitando el olvido. Es la misma concepción que presenta Theuth a Thamus —y recoge Platón en el Fedro—; empero, Héctor, el rey de Egipto le respondería que: «por apego a las letras, le atribuye poderes contrarios a los que tienen. Porque es olvido lo que producirán en las almas de quienes las aprendan, al descuidar la memoria, ya que, fiándose de lo escrito, llegarán al recuerdo desde fuera, a través de caracteres ajenos, no desde dentro, desde ellos mismos y por sí mismos».

La distinción aquí, reside en la memoria aludida: el testimonio personal y el histórico-social, el testimonio subjetivo y el que se pretende objetivo, respectivamente. Más aún, en cuál es el tratamiento y uso que se llega a hacer de dicha memoria… En aras de sus intereses particulares, las políticas se toman la licencia de reformular el pasado más cercano en cada legislatura.

Los sistemas educativos vigentes, por ejemplo, tienden a denostar la memoria (mediante el bombardeo incesante del medio digital y negando la necesidad de estudiar «de memoria» las materias docentes). Este hecho puede ser cómplice de la posibilidad de sustituir, sin queja, una realidad pasada por otra edulcorada o enturbiada. ¿Cómo interpreta la revisión histórica que está en boga, aquélla que corta y pega, elimina o enjuicia bajo un claro anacronismo?

H. A. F.— Creo que aquí usted menciona varios problemas distintos. En el primero se convierte en portavoz de los primeros pensadores apocalípticos que vieron en la invención de la escritura (de las letras) la muerte de la memoria. ¿Para qué saberse ya los antiguos cantos homéricos de memoria si se los podía escribir y fijar para siempre? Es verdad que, de algún modo, la escritura mata la creatividad colectiva de la mala memoria, y la adaptación al presente de narraciones del pasado. También la imprenta recibió grandes denuestos cuando fue inventada. No solo se perdía la belleza de los códices iluminados por artistas y amanuenses, que aportaban sus distracciones o sus correcciones, sino que, al haber muchos libros disponibles, el cuidado y la riqueza de la lectura de unos pocos libros escogidos para ser copiados (porque de verdad lo merecían, según el filtro del tiempo), se perdía para bien de la vulgarización. También internet (y ahí está el copy-paste al que usted alude) es ahora el blanco de los nuevos apocalípticos. Sin embargo yo creo que en cambio no tener que tener presentes los datos a toda hora, libera nuestra memoria y nuestra inteligencia para otro tipo de inteligencia y de comprensión de las cosas. La escritura significó el ocaso de los memoriosos; la imprenta el ocaso de los pocos lectores y dueños de libros que monopolizaban el conocimiento (los monasterios, unos cuantos eclesiásticos y sabios de la élite); internet, el ocaso de los eruditos. La cultura se convierte, como quería Borges, en eso que queda cuando todo se ha olvidado, y en la capacidad de combinar lo que se sabe o se intuye, con lo que se puede investigar o averiguar en la red.

Por otro lado, es cierto que mucha gente, y sobre todo algunos políticos y pensadores expertos en manipular la historia, se aprovechan de la falta de memoria de mucha gente para hacer una relectura del pasado que muchas veces no tiene nada que ver con lo que efectivamente ocurrió. Pero para combatirlos es mucho mejor, no solo que haya personas con buena memoria, sino que existan en la red documentos, testimonios, fotos, películas, artículos, que den fe de cómo ocurrieron las cosas verdaderamente. Creo que a la mentira le cuesta cada vez más salir airosa; aunque nunca antes había tenido la mentira tantos medios para replicarse y divulgarse. De algún modo seguimos en una batalla perpetua entre la oscuridad y la luz, con armas nuevas. Ahora, es cierto, hay más posibilidad de engañar incautos; pero también mejores armas para desmontar las patrañas de los manipuladores. Hay algo que dijo Machado que sigue siendo cierto: “Se miente más que se engaña”.

J. A. V.— Grupos activistas como los anteriores, se mueven por fanatismo. Hoy en día los individuos se sienten especiales, únicos,… Siendo, en realidad, muy parecidos (misma vestimenta, comportamiento, gustos,…). Éste es uno de los grandes logros del capitalismo contemporáneo. Fomentado por la sociedad de la imagen y del capricho, la necesidad natural a la pertenencia a grupos se convierte en un gregarismo atroz de consecuencias fatales. La publicidad, el populismo y la demagogia, la corrección política,… moldean la psicología y la ideología de muchos. El librepensamiento —como apuntó Kant— requiere de valentía, hay que tener valor para pensar y pronunciarse, ¿no cree? En la actualidad, el anfiteatro romano ha ocupado las redes, y cada gesto y cada palabra es juzgada y recriminada con violencia. Exponerse puede implicar la condena «a muerte» de miles de pulgares señalando hacia abajo, con sus respectivos improperios. ¿Cómo lo percibe? Parece que la etiqueta de progreso (en todos sus sentidos) de la que muchos presumen, ocultan —en realidad— el mismo o mayor grado de intolerancia que antes…

H. A. F.— Hoy es más posible que nunca tener un éxito momentáneo, los célebres 15 minutos de fama, y también mucho más fácil que te linchen de repente por un traspié ingenuo o por una injusticia. Los linchamientos que ocurren en las redes pueden llegar a ser atroces. Y esto está produciendo mucha autocensura, un exceso de cautela y una falta de espontaneidad en muchos intercambios que, por la misma naturaleza del mundo contemporáneo, casi nunca son privados. Porque todo, o casi todo, se ha vuelto público. No hay manera de pensar en voz alta, con cierta irresponsabilidad, para podernos corregir (o que nos corrijan), porque ya los inquisidores y los censores tienen afiladas sus armas para hacer pasar nuestros titubeos o nuestras dudas o nuestras hipótesis, por tesis y afirmaciones tajantes. Muchas veces a un buen pensamiento se llega por ensayo y error, así como a una buena escena o a un buen capítulo de novela se llega pensando tonterías, proponiendo bobadas. Pero si cada bobada que se nos ocurre, si nuestras ocurrencias, se vuelven públicas, entonces no hacemos más que censurarnos, vivir cohibidos. Los mismos jóvenes, por temor a parecer machistas, ya no se atreven casi a hablar francamente con ninguna mujer, a hacer un elogio o a ofrecer una mano: todo puede ser interpretado mal, como un comportamiento machista, abusivo, incorrecto en todo caso. La exposición instantánea de todo lo que pensamos o decimos está produciendo una generación de cohibidos. Cada vez es más difícil ser capaces de expresar lo que pensamos, y no porque no lo pensemos, sino por el miedo a que nos linchen. Incluso pensamientos liberadores se quedan en el silencio por miedo a que sean interpretados mal. Es cada vez más arriesgado ser hereje y no compartir o fingir que se comparte el pensamiento mayoritario. En ese sentido sí, lo que usted dice es cierto, se necesita mucha valentía para no vivir asustados y amilanados en casi todos los escenarios del mundo moderno, incluso en los privados, porque la privacidad prácticamente ha desaparecido.

J. A. V.— Su padre fue un ejemplo de valentía, un librepensador comprometido y de firme honestidad intelectual. Confiesa en El olvido que seremos (2006) que casi todo lo que ha podido escribir ha sido para él, pese a su ausencia desde hace ya más de treinta años. Pensar la reacción de otros ante sus textos le ha permitido darlos por concluidos, aunque resulten —desde su punto de vista— imperfectos al no ver materializadas las ideas como le gustaría. Quizá, que el pensamiento esté compuesto por naturalezas indecibles e inconscientes, también irracionales e incognoscibles, impida alcanzar el fin pretendido y que el lenguaje resulte ser la aproximación, más o menos certera, de aquello que ronda nuestras mentes. ¿Cómo describiría este proceso de búsqueda interior?

H. A. F.— Creo que el lenguaje, en manos de poetas verdaderos, de grandes narradores, de artistas de palabras, consigue reflejarlo casi todo. Es una herramienta magnífica. Cuando algo falta, nos quedan la música, la danza, la pintura, los gestos, los gritos, los silencios. El arte se ha inventado, entre otras cosas, para llegar a un nivel superior de comunicación entre nosotros. Mi queja, ante lo que escribo, no es queja de la herramienta, sino de mi incapacidad de llegar más lejos, como han llegado los maestros a quienes más admiro. Por mucho que me proponga imitarlos, apoyarme en ellos, superarlos, igualarlos siquiera, no lo consigo. Esa es la insatisfacción. Que siempre se podría hacer mejor, que quizá en manos de ellos mi misma materia narrativa, mis mismas sensaciones o pensamientos, habrían llegado más lejos en claridad, en amenidad, en belleza, en conmoción, en franqueza, en capacidad de transmitir verdades. Pero claro que hay que seguir buscando, adentro y afuera, en uno mismo y en las herramientas desarrolladas por otros, en la propia experiencia y en la ajena, para llegar más lejos. Eso es lo duro y también lo divertido de la vida de alguien que dedica su tiempo a hacer algo con el arte, con el arte del lenguaje, en este caso.

J. A. V.— Onetti acudió a Santa María, Rulfo a Comala,… usted, Héctor, a Angosta (lugar donde transcurre la historia de la novela que lleva el mismo título y que publicó en 2004, a partir de la que bautizó la editorial que dirige y que tan buena labor desempeña desde 2016). En relación a la creación literaria, ¿qué le ofrece el espacio ficticio con respecto al real? La historia se podía haber desarrollado en Medellín, Bogotá o alguna ciudad con características semejantes, pero decidió transportar la trama a un sitio nuevo. ¿Por qué crear un paisaje que duplique los conocidos?

H. A. F.— Angosta, la ciudad, se hizo necesaria cuando vi que ninguna de las ciudades de mi experiencia (las que usted menciona y otras donde he estado o donde he vivido: Jerusalem, México, Laredo, Berlín, Turín, París, Madrid, El Cairo, Boston) podía contener a todas las ciudades de mi memoria. Mi experiencia de un mundo “angosto” pese a lo amplio que es, requería otro microcosmos que quizá no exista, y dentro de ese microcosmos, otro, el Hotel La Comedia, y dentro del hotel, sus cuartos también estratificados por clases sociales. Angosta no fue un capricho, ni un deseo de imitar a los maestros que usted menciona, sino algo que la historia me exigió. Las ciudades que digo me inspiraron una ciudad más, inexistente, que las mezcla y las resume. Las fronteras entre Estados Unidos y México; la valla que divide Israel de los territorios palestinos; el muro de Berlín, la banlieu de París, la separación norte-sur de Bogotá, las barriadas interminables de ciudad de México, y todo metido dentro de la altitud tropical que todo lo divide en el espacio del trópico, donde para cambiar de clima no nos movemos en el tiempo sino que nos desplazamos arriba y abajo, en el espacio. Angosta, además, pretende ser un resumen del mundo contemporáneo, tan dividido en ricos y pobres, en blancos y mestizos y negros, en gente que se atrinchera en sus privilegios y hordas que quieren entrar en el espacio cerrado de esos privilegios. Más que duplicar el espacio conocido, necesitaba una ciudad que incluyera lo que he visto.

J. A. V.— Hace un año pudimos ver la novela antes mencionada, El olvido que seremos, llevada al cine por Fernando Trueba y protagonizada por Javier Cámara; dos de los mejores directores y actores de este país, respectivamente. Como espectador se ha tenido que enfrentar a una tercera narración de su recuerdo: la propia, su escrito y, por último, la película. ¿Cómo percibió la abstracción, la distancia tomada a partir de una perspectiva ajena, el salir de sí para ver desde fuera? ¿Cuánto más y diferente pudo sentir el relato —que le pertenece— al ser contado por otro? ¿Descubrió emociones que desconocía?

H. A. F.— He tenido la extraña fortuna de transformar mi experiencia, mi memoria, en libro. Luego también este libro se convirtió en documental, porque eso hicieron mi hija Daniela y Miguel Salazar en “Carta a una sombra”. Después vino la propuesta de un productor colombiano, Gonzalo Córdoba, de hacer una película de ficción con los ojos distantes, puestos en perspectiva, de un gran director español. Todo esto convierte mi experiencia, mi memoria, en algo muy deseado: una progresiva despersonalización: cada vez eso tan íntimo es menos mío y más de todo el mundo. La historia real de mi padre se vuelve poco a poco leyenda. Y eso es lo que el arte pretende: que algo real se convierta en algo superior a lo real: leyenda. Que la historia parezca una parábola en la que otros le encuentren sentido a la vida, a la bondad, al sacrificio. Lo que siento por Trueba, por Cámara, por todas las actrices de la película, por David Trueba que hizo el guion, es un agradecimiento infinito. Lo que partió de una humilde y horrible memoria ahora está en la memoria de miles y miles de personas. Lo que yo quería, postergar el olvido, se está cumpliendo con ayuda de otros a quienes no puedo no querer. Me puedo morir tranquilo.

J. A. V.— Pocos autores, Héctor, transmiten tanto cariño y educación, como lo hace usted. Mil gracias por la conversación y seguimos en contacto.

H. A. F.— Pues no me esperaba esta pregunta ni este final tan amable. Imagínese mi error, estuve a punto de no contestarle esta entrevista y desmentir con pereza y mala educación lo que acaba de decirme. Menos mal que casi siempre me sobrepongo a la pereza, y menos mal que cultivo esa virtud anticuada de intentar ser cordial y no maleducado. Me acabo de salvar de pura chiripa. Gracias.