Georges Sorel y la clave de la era contemporánea

La violencia de la Modernidad

Sergio Fernández Riquelme
Profesor en la Universidad de Murcia

Imagen: Amaia García Hernández

El siglo XX culminó la violencia propia de la Modernidad. Esta centuria anunció y desplegó, material y mentalmente en muchas de sus fases, la violencia “moderna” más extrema, tanto a nivel militar (las Guerras mundiales), como a nivel político y cultural (como la ingeniería social). Una violencia brutal en revoluciones y contrarrevoluciones del “mundo moderno” donde ucronías y utopías se creían posibles (como mostró George Orwell en su novela magna 1984). Todo comenzó, quizás, con toma de la Bastilla en 1789, desde la guillotina al primer genocidio de La Vendée, iniciando un camino donde la violencia era el mito transformador desde la noción advertida por Mircea Eliade (1968) de perpetúa pretensión, ahora “moderna”, de “renovación del mundo”.

Y nadie mejor que Georges Eugène Sorel [1847-1922] para entender dicha “violencia moderna”, pero no solo por lo que escribió, sino especialmente por quién lo leyó. Posiblemente sea el autor que mejor definió dicha violencia y qué puede ser uno de los nexos de unión conceptual y práctico de los totalitarismos “modernos”. Filósofo, teórico y escritor francés, Sorel construyó su famosa tesis del sindicalismo revolucionario dentro de su amplia gama de estudios sobre el pasado y presente de las creencias de su tiempo. No creó -como Marx- una escuela ni una doctrina que prolongaran sus tesis reinterpretadas en el mundo contemporáneo; desarrolló, siempre a contracorriente, una concepción moralista del socialismo y una estrategia transformadora de “lo político” (Schmitt, 2008) que parece común, en sus herramientas revolucionarias y su ética colectiva, a los diversos movimientos político-social que quisieron transformar el mundo en el siglo XX desde la destrucción del sistema liberal-capitalista. Sorel, el hombre del mito, del mito revolucionario de la época (Gianinazzi, 2006) o contra la época del progreso técnico como señalaba Freund:

El mito es una creencia creada por el hombre, frecuentemente ligada a la cuestión de los orígenes (se trata de motivar la acción por una genealogía ejemplar), que nace de un choque psicológico. No se remite pues al pasado, como habían creído los “primitivistas”, sino a lo eterno. (…) El mito se sitúa más allá de lo verdadero y lo falso, el bien y el mal, lo justo y lo injusto. Únicamente es fecundo, o no lo es. Tiene o no un valor operativo, determina una actividad sociopscicológica o no la determina. No podría pues ser refutado, sino simplemente aprobado o reprobado” (Freund, 2014: 4-6). El mito como elemento movilizador para morir y matar, para transformar radicalmente el mundo que nos rodea. Para el mismo Freund “quedará de hecho en la historia de las ideas como el fundador en política de la noción de mito: red de significaciones y dispositivo de elucidación que nos ayuda a percibir nuestra propia historia” (Freund, 2014: 4-5).

El apóstol de la violencia” fue llamado (Kersffeld, 2004). Por ello, en busca de la clave de la misma, siguió a todos y los dejó de seguir pronto. Sorel aprendió de Tocqueville y Renan en sus primeros escritos, admiró después a Proudhon y Le Play en su acercamiento inicial a los problemas sociales, fue amigo tanto del marxista Labriola como del libertario Pareto, se entusiasmó con la obra de Marx en su conversión al socialismo pero después fue revisionista cercano a la falta de ortodoxia de Guesde y Bernstein, se apasionó con la filosofía tanto de Bergson como de Nietzsche, valoró el misticismo de Peguy y el pragmatismo de James, admirador del anarco-sindicalista de Pelloutier y del nacionalismo integral de Valois, y se asombró a la vez por grandes colectivismos inicial y supuestamente antiestatistas: la federación de Sóviets de obreros y campesinos en el primer Lenin, y el corporativismo integral del Manifiesto fascista del otrora sindicalista Mussolini.

Leyó a muchos, pero mucho más le leyeron. Citado por los organicistas sociales, analizado por marxistas heterodoxos y anarquistas en ciernes, valorado por socialistas conservadores y conservadores socializantes, y a la vez “reivindicado en su época por Lenin y Mussolini”; todo una pléyade de lectores y seguidores unidos, para Freund, por la radical posición antiburguesa de Sorel, por la sistemática “reivindicación de las cualidades aristocráticas y militares”, y por la visión integral de la violencia transformadora y por el papel del mito. Mussolini, desde el socialismo nacional, encontró en Sorel (a través de Pareto) a uno de los pensadores antiliberales que podía legitimar su proyecto desde el sindicalismo vertical, sin caer en el marxismo, desde la instituciones económicas productivas; para alcanzar la consecución de la paz social por medio del corporativismo “fraternal” de obreros y patronos ante el altar de la patria, reinterpretando su concepto de violencia revolucionaria en conexión con su violencia partidista para alcanzar tal pax y construir su sistema. Lenin, desde el socialismo internacionalista, alabó su radical oposición a todo gobierno burgués y su primera base materialista marxista (pese a interpretaciones excesivamente empíriocriticistas), así como esa noción de violencia revolucionaria creadora de una nueva moral y de un nuevo hombre ligado a la producción. Hechos que superaban sus supuestas ambigüedades (de un burgués al servicio del sindicalismo usado por conservadores y revolucionarios) y que explican su lectura común “en una época en la que se desprecia a la historia para exaltar la utopía” (Freund, 2014: 4-6).

Lo de menos era el fin, lo importante era el medio: la violencia transformadora, desde una revolución más allá de burgueses y obreros, para conseguir el poder y eliminar, en clave schmittiana, al “enemigo” de todas las maneras posibles. Por ello, su pensamiento sindical-revolucionario, a modo de socialismo moral más que de organización corporativista definida, fue singular en la integración de referentes y en sus posiciones maximalistas. Puede ser complejo y conflictivo, pero su obra es tan “pluralista” (Díaz Guerra, 1977) como el complejo y polémico tiempo histórico en que él que escribió y que pretendió transformar. Pero la obra de Sorel aparece para la Historia de las Ideas, así, como otro posible eje explicativo transversal, por sus fuentes y por sus receptores, para seguir reinterpretando historiográficamente ese mito revolucionario fundador de la contemporaneidad; especialmente como símbolo transformador, desde la violencia colectiva, en la era de entreguerras que tanto marcó el devenir del siglo XX. Un campo de juego más común de lo que pudiese parecer, culminado por el conocimiento o desconocimiento de las implicaciones de polémico y popularizado “concepto de lo político” de Carl Schmitt (Der Begriff des Politischen, 1933) en su esencia dialéctica, mortal en su extremo, entre el amigo y el enemigo (“Freund and Feind”), donde surgieron y compitieron distintas propuestas de organización colectiva antidemocrática y anticapitalista adanistas, donde sectores anarquistas, socialistas y fascistas vieron en esas masas, en esa “muchedumbre”, el medio para revolucionar Occidente.

Había que ir más allá de la ortodoxia de Marx y al papel redentor del proletariado frente a la decadente sociedad liberal-burguesa. El marxismo resultaba a juicio de Sorel, y en la práctica, otro movimiento utópico más (que conectaba Sorel con el cristianismo primitivo), sin capacidad real de transformación más allá de lo económico, de lo material, al igual que resto del doctrinas comunistas y anarquistas, a su juicio meramente ideológicas y realmente divididas (presente es sus estudios recopilados en Ensayos de crítica del marxismo, 1903). Marxismo que para Sorel cada vez más derivaba en un servil reformismo social socialdemócrata (evidenciado las falsas componendas del máximo dirigente del socialismo francés, Jean Jaures), el cual corrompía la moral proletaria; como compartía con Proudhon, los problemas sociales nunca podrían ser resueltos por esa especie de “aristocracia republicana” que pretendía integrar socialismo y democracia en la Tercera república (Sorel, 2014).

Hablaba Sorel de un socialismo más allá de las izquierdas y las derechas tradicionales, como renovación moral, e “imperativo ético”: el sindicalismo revolucionario capaz de mover tanto el bolsillo como apelar al espíritu humano. Así, desde 1898 había comenzó a diseñar su “syndicat” en el texto L’Avenir socialiste des syndicats: una corporación para movilizar y transformar material y, sobre todo, moralmente, ante las lagunas morales y culturales que observaba en esquema marxista (Essais de critique du marxisme, 1903), frente al enemigo de una economía liberal-capitalista profundamente corrupta (Introduction à l’économie moderne, 1903), y como solución a la decadencia histórica inevitable del mundo burgués (La Ruine du monde antique. Conception matérialiste de l’histoire, 1902).

Partía del socialismo de Proudhon y su ética colectiva, de la intuición humana de Henri Bergson (reivindicando las fuerzas irracionales del hombre), del historicismo pragmático de Vico (en su máxima de que “el hombre solo conoce lo que el mismo hace o construye), y del culto a la grandeza, a la voluntad de Friedrich Nietzsche. Pero había que ir un paso más allá. Frente a la corrupta democracia liberal y la corruptible socialdemocracia, solo había un camino posible: la movilización radical para tomar el poder y cambiar la sociedad y sus sistemas de producción, cambiando moralmente al hombre y a la comunidad (Enseignements sociaux de l’économie contemporaine. Dégénérescence capitaliste et dégénérescence socialiste, 1907): “el socialismo es una cuestión moral, en el sentido de que aporta al mundo, por lo menos, una manera nueva de juzgar todos los actos humanos o, de acuerdo con una conocida expresión de Nietzsche, una transmutación de todos los valores” (Sorel, 1934).

La visión heroica de la vida (desde un “antimaterialismo” que le alejaba del marxismo”) era ese espíritu del hombre que se niega a perecer y puede reaccionar frente a la opresión, como base de un socialismo sin concesiones ni compromisos frente a la corrupción y a la decadencia del sistema liberal-burgués a destruir (La Décomposition du marxisme, 1908). Así nació su obra cumbre y polémica, Réflexions sur la violence (1908), en la cual sistematizaba, a modo de ensayo, esa violencia revolucionaria y mítica, no como atentado práctico sino como movilización moral, fundada en la definitiva Huelga general que a su juicio cambiaría para siempre el mundo. Eso sí, desde un pesimismo existencial necesario, “una metafísica de las costumbres” del hombre cotidiano, como marcha hacia la liberación desde el comportamiento experimental (conociendo y comprendiendo las condiciones sociales de desigualdad y explotación) (Sorel, 1934:17-19); fundamentalmente frente al optimismo ocioso del liberalismo burgués y sus doctrinas aduladoras, que pensaban que el progreso material era ilimitado y la felicidad espontánea (Les Illusions du progres, 1908).

Tras el affaire Dreyfus, en el que tomó partido por el militar considerado traidor (La Révolution dreyfusienne, 1909), comenzó a buscar el encaje de su propuesta sindicalista-revolucionaria en ámbitos ya no internacionalistas, que creía ilusorios, sino en propuestas nacionalistas concretas como las de L´Action Française. Admiró públicamente el ideal del “nationalisme intègral” presente en la obra Enquête sur la Monarchie de Charles Maurras (que descifró en su artículo sobre sindicalismo revolucionario publicado en la revista Il Divenire sociale de Enrico Leone, aunque posteriormente fue crítico del que consideraba excesivo democratismo de Maurras) o en el texto de Charles Péguy Le mistère de la charité de Jeanne D’Arc (en otro artículo publicado en la misma L’Action française). Pese a su rechazo a la institución monárquica (real o simbólica) Sorel admiraba la tesis corporativista de los tradicionalistas y nacionalistas ante el desencanto que le producía los sindicatos obreros “aburguesados”, ligados a reivindicaciones estrictamente económicas-laborales, y sobre todo por la importancia dada en ella a las Corporaciones neotradicionalistas como ejemplo de regeneración moral del trabajador y el empresario en un nuevo sistema político que sustituyera “violenta” y totalmente el modelo demoliberal; con gran influencia, por ello, entre los nacionalistas maurrasianos y corporativistas franceses, como Georges Valois, en socialistas precomunistas como Robert Louzon, y en las corrientes italianas de Vilfredo Pareto, Benedetto Croce, Giovanni Gentile y del propio Benito Mussolini.

La Gran Guerra lo cambió todo. En este “tiempo de ilusiones perdidas” ante la lucha fratricida entre las plutocracias, apoyadas tanto por nacionalistas como por obreros, el escritor francés apostará por el internacionalismo sin fronteras para una revolución sindical de amplio espectro, frente al “apocalipsis” global que se avecinaba (Matériaux d’une théorie du proletariat, 1919). Todo valía frente al “viejo mundo”: el fascismo italiano con su discurso subversivo y proletario en clave nacionalista y corporativista (manteniendo correspondencia con el mismo Mussolini, aunque rechazando la pretensión progresiva del Fascio hacia el estatismo), y en especial las propuestas descentralizadoras y obreristas de las primeras proclamas leninistas tras la Revolución rusa, representación de esa vanguardia creadora de la “aurora de una nueva era” (proclamada en su Plaidoyer pour Lénine de 1921). Rojo y negro, rojipardo quizás. Sorel era “rouge et roir” para su “revolución de la masa popular”, ante la decadencia de la civilización occidental (Spengler dixit):

Las revoluciones se asemejan los dramas románticos: el ridículo y lo sublime se mezclan de tan manera inextricable que a menudo no sabemos cómo juzgar a los hombres que parecen ser, al mismo tiempo, bufones y héroes. Cuando las emociones apropiadas a los tiempos difíciles se han calmado, el país se avergüenza de aguantado tantas cosas cuyo absurdo no había sospechado. Se ve con espanto que no es posible separar lo que sólo merece la risa y la que debe seguir para provocar admiración. La mayoría de personas llegan a creer que el revolucionario que había llenado la nación con entusiasmo constituye el sueño de un Don Quijote que merece la piedad” (Sorel, 1909: 6-7).

Había que destruir el sistema democrático capitalista-burgués sin ninguna concesión; la degeneración del mismo, entre palabras vacías y opresión generalizada, solo podía ser superada mediante una revolución política del proletariado. Ni reforma del sistema ni pactos con el enemigo. Solo quedaba el camino de la Revolución. Para Sorel, el símbolo democrático proclamaba, desde la universalidad, la igualdad entre los ciudadanos, entre los pueblos, entre las clases, llevando a la ruina a una nación o una sociedad al destruir la libertad y la jerarquía, al sacralizar la dependencia y la mediocridad. “El reino de la mediocridad”, de la democracia en suma, solo se había superado en diversos momentos de la Historia mediante la aparición de un personaje trascendental (Napoleón, Pelloutier, Mussolini, Lenin) o de un movimiento poderoso (como su Sindicalismo revolucionario y su Huelga general), capaces de movilizar a las personas, de conmocionar a la humanidad, de dar a los hombres la oportunidad de superarse y de alcanzar lo sublime. La Huelga general revolucionaria podía ser, para Sorel, uno de esos movimientos poderosos capaces de superar la decadencia del mundo burgués, liberando a los obreros a la esclavitud del sistema democrático-capitalista y de la mediocridad en la que estaban educados, concienciándolos en sus verdaderos anhelos, y movilizándolos para acciones sublimes (desterrando el anonimato de la masa) en la inminente “guerra de liberación social”:

El mismo espíritu se halla en los grupos obreros que están apasionados por la huelga general; estos grupos miran, en efecto, a la revolución como un inmenso alzamiento que incluso se puede calificar de individualista: cada uno marchando con el mayor ardor posible, actuando por su cuenta, no preocupándose demasiado de subordinar su conducta a un gran plan de conjunto sabiamente combinado” (Sorel, 1934: 257-258).

Destruir el sistema para modelar, desde sus ruinas, uno nuevo. En la Ruine du monde antique recogía las claves históricas de la crisis de toda sociedad, a modo de ley social, desde la recopilación de las primeras civilizaciones europeas en su apogeo y en su decadencia, especialmente poniendo como ejemplo el caso de la Atenas clásica y su “racionalismo socrático destructor” (Sorel, 1933). En este texto se plasma la influencia del vitalismo de Henri Bergson en el pensamiento sorealiano: la especificidad de la filosofía (con una metodología propia) respecto a la ciencia (con límites evidentes), y la esencia propia de la conciencia humana (de la memoria a la libertad). Influencias que determinarán, en gran medida, otras dos claves del constructo soreliano: el anticientifismo y el antirracionalismo. Anticientifismo, por ejemplo, desde el cual Sorel rechazaba la “pequeña ciencia”, o aquellas construcciones imaginarias con pretensión científica, pero sin ninguna base seria. Se necesitaba una ciencia aplicada y práctica, ligada a la vida diaria de las personas y a la lucha social, a esa vida creadora de Bergson, ya que “el mundo camina pese a los teóricos” (como escribió en la Revue de métaphysique et de morale hacia 1911). Y antirracionalismo que apelaba a los más interno del ser humano (frente a Émile Durkheim): esas realidades y valores más allá de la razón que explicaban la existencia humana, y podían evitar su mediocridad o decadencia; fuerzas irracionales que eran parte integral de nuestra vida, que son la base esencial de toda moral, del heroísmo, de lo sublime, de la gloria, de la abnegación, del espíritu de sacrificio, de la propia vida y de la propia muerte.

La revolución de Sorel ante “lo decadente” no podía limitarse a construir un socialismo estatal y sindical más, sino debía cambiar para siempre las condiciones históricas del capitalismo y sus formas productivas asociadas. En Introduction à l’économie moderne (1903) principió las bases teóricas y morales de una nueva economía concreta, aplicando en lo social la filosofía bergsoniana y combinándola con el materialismo histórico; y esbozó por primera vez el aspecto jurídico del sindicato, como nueva forma de organización político-social, superando la concepción estrictamente materialista y evolutiva del socialismo estatista. Sorel le hablaba no a una clase obrera universal ni de una economía mercantilista global y abstracta; su concepción del trabajador y del devenir del proletariado vuelve, por ello, a los orígenes, al gremio y al trabajo manual, a la comunidad y a la naturaleza. Así, su economía social se fundaba no solo por el progreso material, sino por ideas irracionales profundamente humanas, por instintos de naturaleza biológica y esencia espiritual que explicaban la transformación social (más allá del darwinismo), vitales en los actos diarios de las personas, y por dimensiones religaciones y místicas que impregnaban el quehacer humano en el taller y en la familia. Es decir, una comunidad creada y elevada por “fuerzas espirituales” emergentes, creadoras y destructoras a la vez, superadora del dogmatismo filosófico hegeliano.

Y culminaba en su antidemocratismo declarado (desde La mort de Socrate al texto Pour Lénine); tanto en su primera creencia en la dictadura del proletariado (que finalmente daría lugar a una nueva burocracia que recrearía de nuevo la vieja distinción entre “señores y esclavos”) como en una especie de omnipresente libertarismo cuasi-anarquista basado en la concepción pluralista del mundo (frente al Parlamento, o “refugio de la charlatanería política, de la demagogia de los mercaderes y de la hipocresía de los intelectuales”). Sorel nunca creyó en la democracia liberal corrupta moralmente, ni en la democracia socialista (que sometía a las masas hacia la esclavitud, bajo la bandera de una ficción basada en ideales como la igualdad o el gobierno del conjunto de los ciudadanos) ni en una democracia sindical o corporativista que siempre acabaría siendo estatista como cualquier otra forma de democracia (el solidarismo de Léon Bourgeois o el cooperativismo de Charles Gide). Nunca le importó la filiación de sus referentes y colaboradores en las supuestas izquierdas o derechas, solo sus credenciales antidemocráticas (Goriely, 1962).

Nada de pactos ni de negociaciones. Al enemigo “demócrata” ni agua, venía a decir Sorel. Por ello, ni la Política social (el invento de Bismarck progresivamente asumido por los socialistas democráticos) ni la Utopía marxista eran soluciones. Sorel proponía, al contrario, como medio de destrucción de lo viejo y construcción un sistema concreto, más como espíritu de unión que como institución cerrada su sindicalismo revolucionario, “que mantiene vivo el deseo de huelga en las masas y solo prospera cuando se producen huelgas importantes, acompañadas de violencia”. El proletariado era, así, el arquetipo que crear y al que movilizar, ante la decadencia moral de una burguesía dominante de “mentalidad claudicante, cobarde y negociadora” (Sorel, 1934: 270-271).

Generalmente, los socialistas llaman a la legislación social derecho obrero; error análogo a aquél en que habrían incurrido los autores antiguos si hubiesen llamado derecho burgués al conjunto de reglas relativas a las relaciones que existían entre los señores feudales y los campesinos; la legislación social está fundada en la noción de sangre. Debería llamarse derecho obrero a las reglas que se refieren a todo el cuerpo de trabajadores, y que pueden, perfeccionándose, convertirse en el derecho futuro” (Sorel, 2004: 110-113).

La lucha de clases” era, para Sorel, el nuevo instrumento para renovar las tradiciones de siempre, para recuperar las altas convicciones morales, para exaltar la generosidad y la solidaridad; era el “estado de guerra” emergente en el que los hombres participan y que genera esos mitos movilizadores necesarios. Un “campo de batalla” contemporáneo que difunde el carácter sublime de la batalla contra el mal, contra el enemigo y que “fascina a las almas”; y que da luz a los héroes morales de este tiempo histórico, al obrero revolucionario que utiliza la violencia moral en la sublime huelga general contra la burguesía declinante y la socialdemocracia colaboradora. Así su socialismo era “una metafísica de las costumbres”, un modelo ético de conducta vital, un medio para recuperar sentido del honor; en suma, el sistema pertinente históricamente para volver a hablar de la nobleza del alma, del heroísmo y de lo sublime (Sorel, 1934: 270-273).

Pero esa violencia política y moral era, en verdad, una “acción técnica y racional” motivada y generada por los elementos pasionales e imaginativos humanos; la razón dependía de la técnica, pero ésta se fundada en el papel aglutinante de los sentimientos (Goreily, 1962: 33-36). Sobre esta concepción de síntesis entre técnica (razón) y humanidad (pasión), Sorel concretó una doctrina político-social, el sindicalismo revolucionario, que combinaba la materia por la que se luchaba (los medios de producción) y la voluntad que movilizaba (el obrerismo social). Ser hombre era comprender, y comprender era producir; por ello, el hombre verdadero y necesario para su sistema es el productor, el trabajador, y quién no produce es un simple parásito, económica e intelectualmente. Aquí radicaba su famoso “anti-intelectualismo”. Según Sorel, los valores creativos y superiores del proletariado, como protagonista del nuevo Sindicalismo, eran clave para la regeneración, y no las proclamas de una supuesta elite intelectual socialista (mesiánica o reformista) alejada del trabajo manual, de la innovación tecnológica, del verdadero mundo obrero en su realidad y su moralidad. Los intelectuales solo podían ser “empleados” al servicio de la clase obrera, como él, y con una tarea muy clara: difundir sus valores, construir su proyecto y desprestigiar a la burguesía. Una “sociedad de productores” solo podía ser edificada por los propios productores (Sorel, 1900: 67-68).

El mito movilizador y violento sorealiano, irracional y técnico a la vez, será expuesto inicialmente en su obra El porvenir de los sindicatos obreros (1898). Compartía la pretensión de Fernand Pelloutier de convertir a la poderosa Confederation General du Travail (C.G.T.) en un sindicato autónomo del Estado y profundamente combativo, trasunto de una “sociedad de productores” como sistema social organicista donde el proletariado y el taller sería el protagonista de un mundo que “es a la vez su pan, su laboratorio, su clase de filosofía y su mundo” (Sorel, 1900: 43-45). Esta clase social que adquiriría la conciencia colectiva y comenzaría su triunfante revolución, combinando la propaganda ideológica de autoconciencia y la organización particular con sus propias instituciones, moral y derecho. Todo ello en una organización sindical independiente, fuera de los partidos políticos serviles de la burguesía, de partidos que solo pretendían conquistar el poder y no liberar al hombre que trabaja, creada por y para los obreros como sociedad alternativa capaz de iniciar y desarrollar la gran transformación para el reemplazo de la sociedad burguesa como forma de organización dominante y general:

la lucha de clases es el alfa y el Omega del socialismo, quien es un concepto sociológico para uso de los sabios sin el aspecto ideológico de una guerra social proseguido por el proletariado contra el conjunto de los jefes de la industria; el sindicato es el instrumento de la guerra social” (Sorel, 1934: 90-98).

Esta era la gran motivación de una colectividad obrera, que determinaba la capacidad y calidad de la acción desde la intensidad de las creencias. Dichas creencias eran el verdadero motor del que nacía el entusiasmo colectivo, que aspiraba a lo sublime, que rechazaba el miedo, que generaba esa voluntad de superarse, y que destrozaba la seguridad de los valores imperantes de la decadente sociedad burguesa (la que no busca alcanzar lo sublime ni superarse). Sorel reivindica aquellas “virtudes quiriteas” en un momento histórico marcado por el triunfo de la técnica, el ocaso de lo sagrado y el dominio de una burguesía corrupta ajena a las antiguas aristocracias vinculadas al pueblo. “Lo sublime está muerto en la burguesía” proclamaba Sorel (1900).

Y las creencias motivadoras tendrían un marco organizativo: los sindicatos obreros asumirían la gestión política directa, quitándosela a las administraciones estatales, regionales y municipales, y asumiendo sus competencias (en “federaciones de obreros” de base local). Gestionarían los recursos económicos de manera colectiva, bajo criterios de igualdad y responsabilidad (en “cooperativas de producción y consumo”), y ejercerían las funciones de asistencia, protección y formación de las familias y los jóvenes, imponiendo un modelo de educación sobre normas y principios propios genuinamente revolucionarios; todo ello transformando desde la posesión efectiva de los medios de producción (colectivizados sindicalmente) hasta el mismo derecho de familia (reconociendo la “unión libre” en la que el mismo vivía).

El fin para Sorel era la liberación obrera de su “esencial moral”. El mito revolucionario liberador atendía a una clase “conmovida por la miseria generada por las contradicciones del capitalismo”, y opuesta el “sentimentalismo del reparto” (centrada en la utopía comunista) o a la mera política aburguesada (reformismo que acababa en la misma coacción estatal)- Ahora el sindicalismo revolucionario de Sorel se centraba en los derechos concretos de los trabajadores; había que hacerlos conscientes de su capacidad creadora, convertirlos en auténticos combatientes para la lucha social en soldados listos para la transformación. Sorel no buscaba, por ello, un mero sistema nuevo de reparto, ni un igualdad total y utópica, ni una democracia adaptada para los obreros, ni un socialismo presto a copiar las formas y medios plutocráticos. Frente al régimen burgués donde los principios políticos eran corrompidos por el éxito económico y el intercambio de bienes, que lo justificaban todo, Sorel alzaba las ideas morales, los valores humanos y los oficios creadores para una causa suprema que, al estilo supuestamente maquiveliano, justificaba los fines más poderosos o terribles (Sorel, 1934: 226-227).

El tiempo de las revoluciones políticas ha terminado” proclamaba Sorel. En un primer paso, su proletariado se negaba “a dejar constituir nuevas jerarquías”; un movimiento revolucionario del siglo XX “no sabe nada de los derechos del hombre, de la justicia absoluta, de las constituciones políticas y de los parlamentos; no niega pura y simplemente el gobierno de la burguesía capitalista, sino también toda jerarquía más o menos análoga a la burguesía” (Sorel, 2004: 30-35). En un segundo paso, pretendía edificar el colectivismo socialismo por etapas, aboliendo progresivamente el capitalismo sobre el principio de la lucha de clases. No buscaba la ambición personal (un puesto de diputado o un sueldo a cargo del patrono) y era ajeno a toda participación electoral o acción parlamentaria (a la organización del proletariado en el terreno político y económico) que impida su desarrollo gradual e inevitable (frente a las consideraciones de Kautsky). Y, en un tercer paso, el sindicalismo de Sorel “marcha, en efecto, al azar de las circunstancias, sin cuidarse de someterse a una dogmática y dirigiendo más de una vez sus fuerzas por caminos que condenan los sabios” y sin atender la teoría del intelectual aburguesado deudor de axiomas filosóficos o dogmas religiosos (Sorel, 2004):

«La huelga general no ha nacido de reflexiones profundas sobre la filosofía de la historia; ha surgido de la práctica. Las huelgas no serían más que incidentes económicos de una importancia social mínima, si los revolucionarios no interviniesen para cambiar su carácter y convertirlas en episodios de la lucha social. Toda huelga, por local que sea, es una escaramuza en la gran batalla que se llama la huelga general. Las asociaciones de ideas son aquí tan simples que basta indicárselas a los obreros en huelga para hacer de ellos socialistas. Mantener la idea de guerra, hoy que tantos esfuerzos se hacen para oponer al socialismo la paz social, parece más necesario que nunca” (Sorel, 2004: 45-48).

Guerra abierta contra el poder; así de sencillo u claro era para Sorel. El sindicalismo revolucionario era la única competencia a la “ceguera y locura del capitalismo”, al aprender del marxismo sobre la potencialidad de la lucha de clases, pero superar sus abstracciones teóricas (científicas y filosóficas) al desligarse de la mera reacción al sistema de producción del que también participaba como reacción. Y se organizaría en la práctica sobre la base local, comprendiendo las realidades nacionales, impulsando la instrucción de los obreros, asumiendo la capacidad creadora del hombre, imitando la fórmula revolucionaria del primer capitalismo para vencerle, y sobre todo, movilizando a las clases populares mediante el mito de la batalla social: eran los soldados de “una guerra social emprendida por el proletariado contra todos los jefes de industria”, siendo “el sindicato el instrumento de la guerra social” (Sorel, 2004: 67-48).

Y toda guerra conlleva su notable dosis de violencia. Para alcanzar esa “nueva sociedad” se necesitaba de un medio adecuado. Y en Reflexiones sobre la violencia (1906), su obra más célebre, Sorel encontró la clave para la formación de un sindicalismo obrero fuerte, consciente y preparado para enfrentarse con la sociedad burguesa, y para destruirla. Pero para la destrucción final de las jerarquías e instituciones del pasado, había que acabar primero con el racionalismo ilustrado (Descartes) y el irracionalismo espiritual (religioso o ideológico). Siguiendo al citado Bergson o a Gustav Le Bon, Sorel comprendió la existencia de elementos irracionales que determinaban la voluntad del individuo y que actuaban en su movilización: psicológicos e intuitivos, morales y espirituales. Y dicha voluntad, como tomó de Friedrich Nietzsche, fundaba esa idea de rebelión capaz de negar los valores reinantes y afirmar otros nuevos, rebeldes y propios, construidos desde el mito revolucionario.

Los mitos no son descripciones de cosas, sino expresiones de voluntad, un conjunto de imágenes capaces de evocar en bloque y a través de la intuición, sin ningún análisis reflexivo” (Sorel, 1934: 22-33).

La violencia sería, por tanto, el ingrediente inevitable: el natural impulso de lucha fundaba el mítico valor del heroísmo y éste el moderno sindicalismo de combate. Exaltación de la violencia, de esa energía creadora al servicio del proletariado en sus intereses concretos y de la civilización en su dimensión global; pero “violencia” concebida como arma revolucionaria de la Comunidad (proletaria, sindicalista) frente a la “fuerza” del Estado, el instrumento de la minoría rectora (liberal-burguesa o incluso socialista) para imponer la organización de un determinado orden social para dominar a la mayoría (La rivoluzione d’oggi, 1909). Era, para Sorel, el motor de la historia y el medio de la revolución. “¿Cómo se podía movilizar a las masas para conseguir la derrota total del capitalismo?” se preguntaba Sorel. Y se respondía con el mito violento y redentor, con la fuerza suficiente para movilizar al trabajador, y mucho más eficaz que los débiles eslóganes de los intelectuales y las utopías de los burócratas (construcciones que se convertían rápidamente en simples procesos reformistas). Instrumento mitológico que presentaba, para Sorel, una fuerza revolucionaria incontestable, al constituir esa “realidad total” que escapaba a la estructura lógica jerarquizada: la capacidad para superar el marco estatal y para movilizar a la población obrera, poniendo como ejemplo la “Huelga revolucionaria” final donde las masas exaltadas destruirían la opresión de un Estado en manos de los intereses de la burguesía y de sus lacayos, los pretendidos intelectuales socialistas (Sorel, 1934: 25-27).

Pero su violencia revolucionaria, como aprendieron los totalitarios de derechas e izquierdas, no era el mero “resentimiento jacobino del Reinado del Terror”. Violencia para destruir y para construir mostraba Sorel. El burócrata y el utopista usaban la fuerza para imponer la coacción del poder de su Estado soñado, siempre jerárquico y opresor, al pueblo; los verdaderos revolucionarios utilizaban la violencia como única herramienta para romper la sumisión de las clases desfavorecidas, como “potencia indomable con la que el pueblo se sacude el yugo impuesto” para arrebatar a la minoría su poder histórico. La violencia revolucionaria no era ni venganza ni ajuste de cuentas (eso era propio de las revoluciones burguesas previas, con sus orgias de sangre frente a nobles y reyes). Esta era su “apología de la violencia”: el uso de la violencia proletaria en pro de la “justicia colectiva e histórica”, a través de “lahHuelga revolucionaria” como medio mitológico de cohesión y liberación y como práctica del cambio social, hacia una comunidad sin estructuras de poder jerárquicas y con relaciones armónicas:

la fuerza tiene como objeto imponer la organización de determinado orden social en el cual gobierna una minoría, mientras que la violencia tiende a la destrucción de ese orden. La burguesía ha empleado la fuerza desde el comienzo de los tiempos modernos, mientras que el proletariado reacciona ahora contra ella y contra el Estado mediante la violencia” (Sorel, 1934: 200-210).

Pero dicha violencia era mera reacción o mera satisfacción. Era parta de un plan, en este caso, transformador para Sorel y todos los que le leyeron: a) la violencia es parte consustancial de las sociedades modernas e industrializadas, ligada a la lucha de clases hasta la aparición de los utopismos y reformismos en el socialismo que la desactivan por la lucha por el poder; b) el socialismo democrático y parlamentario es un mero colaborador servil de la burguesía, por lo que se demostraba imprescindible un nuevo sindicalismo autónomo que reivindicara y utilizara la violencia revolucionaria auténtica; c) el marxismo reformista mostraba prejuicios contra la violencia proletaria por motivos oportunistas que se demostraba en su aprecio al papel represivo del Estado y al militarismo de los plutocracias nacionales (y que ejemplificaba en la figura de Jean Jaurès); d) La huelga proletaria era el gran mito del proletariado, superior cuantitativa y cualitativamente a la utopía redentora del marxismo ortodoxo (que perfeccionaba) o del tacticismo del socialismo parlamentario (al que refutaba) como instrumento para alcanzar la liberación del proletario; e) Frente a la fuerza represiva del Estado se alzaba la violencia regeneradora del proletariado, por medio de la Huelga general y frente a los partidos políticos, desde el heroísmo del mito de movilización y destrucción hacia la dictadura del proletariado; f) La moral de la violencia proletaria (rememorando a Proudhon) rechazaba la conciliación con la burguesía, el arbitraje partidista o el control estatal de los sindicatos, legitimando el Sindicalismo revolucionario en Francia en contraste las potencias capitalistas de Inglaterra y Alemania; g) Y finalmente, se alcanzaría un nueva moral de los productores, reflejo de la síntesis entre la organización sindical y la transformación revolucionaria, a través del espíritu de la Huelga general como “la nueva guerra por la libertad” y del Sindicalismo revolucionario como el gran “educador en la sociedad contemporánea” (Sorel, 1934: 230-231)

Se creaba y se movilizaba un “estado de guerra” permanente y moderno, más allá de viejas guerras dinásticas y antiguas represiones localizadas. Un “campo de batalla” total y contemporáneo que difundía el carácter sublime de la lucha contra el enemigo y que “fascina a las almas”; y que daba luz a los héroes morales de este tiempo histórico: “el obrero revolucionario” que utilizaba la violencia moral en la sublime huelga general contra la burguesía declinante y la socialdemocracia colaboradora (Sorel, 1934: 270-273).

Sorel hablaba de la violencia al servicio de un mito, en este caso de un “mito revolucionario” donde la lucha de clases y la huelga general serían los instrumentos para la regeneración de la economía, de la sociedad, del hombre, creando ese héroe revolucionario y obrero consciente y movilizado, como en la leyenda homérica o en la empresa napoleónica. Pero su huelga no era simplemente política, sino fundamentalmente moral. Sorel no propugnaba un Estado sindical ni una democracia sindical como fin a alcanzar; no pretendía reformar el sistema ni crear otro régimen estatal. El fin de la Huelga general era social, desde la reeducación moral del hombre a través de una transformación radical de la sociedad; no había que conquistar el poder político o el Estado, sino trazar una nueva vía para el futuro reuniendo las fuerzas populares para generar esa situación de “catástrofe total” o desorden general que provoque la caída del decadente poder burgués-capitalista y sus medios democráticos que ha conllevado, progresivamente “la disolución de las costumbres, la pereza, la falta de voluntad y la mediocridad” (Sorel, 1934: 33-38). Y dicho caos se alcanzaría mediante la violencia revolucionaria; un instrumento ético que otorgaba al socialismo una profunda moralidad y una fidelidad clara, superando la negociación reformista (el compromiso) y negando el mero nihilismo (el terrorismo), como expresión de una voluntad consciente de los proletarios que convierten sus ideas en actos, que colaboran en la transformación ética, ya que “a la violencia le debe el socialismo los elevados valores morales mediante los cuales aporta la salvación al mundo moderno” (Sorel, 2014: 229-231). Obreros convertidos en militares comprometidos, en soldados audaces, en héroes colectivos; los protagonistas de la epopeya revolucionaria, de un sueño, de un futuro donde la lucha de clases es el sentimiento bello y heroico por antonomasia, y que aunque no produce ventajas materiales rápidas e inmediatas, salvaba al mundo de la barbarie. ”Saludamos a los revolucionarios, como los griegos saludaron a los héroes espartanos que defendieron las Termópilas y contribuyeron de este modo a mantener la luz en el mundo antiguo”, proclamaba Sorel (1934: 29-30).

El mito revolucionario no era una utopía; era el gran símbolo, el objetivo final construido dentro del ser humano y no el objetivo final proyectado en la secuencia histórica. Y tampoco era un mito intelectual más; no era como el catolicismo primitivo o la reforma protestante, la Revolución Francesa o el Risorgimento italiano. Era la superación de los errores de las viejas fantasías utópicas, de los mitos creados intelectualmente y que se veían siempre superados por los métodos racionales de análisis. Y este mito soreliano y violento se encarnaba, por ello, en la Huelga revolucionaria proletaria: una campaña organizada y sostenida de ataque de los obreros organizados socialistamente para derrocar los bastiones del gobierno capitalista-burgués desde el ejemplo moral, la voluntad de cambio y la conciencia colectiva.

Sorel ya tenía su gran símbolo para la batalla contemporánea: contra todo y contra todos, desde un fin supremo innegociable y con un mito insuperable. Por ello, se oponía radicalmente, a la huelga política de los socialistas democráticos o la restringida huelga económica de los socialistas aburguesados. Llegaba la movilización total (en su caso la “huelga revolucionaria”) para cambiarlo todo y cambiarlo para siempre, y cuya violencia masiva destruiría las instituciones y costumbres burguesas (moralmente corruptas) y, en el sentido antes citado de Spengler (1966), frenaría la decadencia de un Occidente ahora en manos del trabajador victorioso y heroico (moralmente sano):

La idea de la huelga general, engendrada por la práctica de las huelgas violentas, comporta la concepción de un desastre irremediable. Es algo aterrador, que se presentará más aterrador cuando la violencia haya ocupado un espacio mucho más grande en el espíritu de los proletarios. Pero, al emprender una obra tan seria, temeraria y sublime, los socialistas se elevan por encima de nuestra frívola sociedad y se hacen dignos de indicar al mundo los nuevos derroteros (…). El sindicalismo revolucionario correspondería bastante bien a los ejércitos napoleónicos, cuyos soldados realizaron tantas proezas, sabiendo todos que permanecerían pobres. ¿Qué ha quedado del Imperio? Nada más que la epopeya del Gran Ejército. Y lo que ha de quedar del actual movimiento socialista, será la epopeya de las huelgas” (Sorel, 1934: 229).

A finales del siglo XVII, los jacobinos abrieron la Caja de Pandora, y Sorel, entre otros (soviéticos, y colectivistas variados, nacionalsocialistas y fascistas diversos), la llenaron de esos mitos violentos para “modernizar”, a sangre y fuego, la edad contemporánea.

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