Entrevista a Remedios Zafra

Escritora

Remedios Zafra es escritora y ensayista española. Científica Titular en el Instituto de Filosofía del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC). Ha sido profesora de arte, estudios de género y cultura digital en la Universidad de Sevilla, profesora tutora de antropología social en la Universidad Nacional de Educación a Distancia y profesora invitada en postgrados y seminarios sobre cultura, arte y tecnología. Orienta su trabajo reflexivo y de investigación al estudio crítico de la cultura contemporánea, el feminismo, la creación y las políticas de la identidad en las redes.

Oihana Iglesias— Querida Remedios.

Remedios Zafra— Querida Oihana.

O. I. Por el poder que me confiere la intimidad de nuestra correspondencia por correo electrónico, voy a tutearte. ¿Qué tal estás? ¿Cómo se te avecina el invierno?

R. Z.Soy de ese tipo de personas que se toma en serio esa pregunta y corres el riesgo de que te conteste. Se puede traer la intimidad a esta habitación punto doc. Es fácil olvidar el destino último de una entrevista si tu interlocutora ha pasado por el salón de café del correo electrónico, como es nuestro caso. Las personas que se conocen con cuerpo adjunto suelen ir tan rápido que si preguntan ¿cómo estás?, suelen intercambiar frases hechas: “Bien. ¿Y tú qué tal? A ver si nos vemos” y después se olvidan. Quienes como nosotras solemos coincidir en mensajes y entre pantallas podemos adaptar escribirnos o leernos a tiempos más pausados. Fíjate, yo ahora te contesto en un largo trayecto de tren.

Sobre el “estar” y el invierno. No sabría decirte. Creo que estoy bien, aunque en la noria que están siendo estos meses para mí, vivo y trabajo, juntos o por separado, esperando momentos de intensidad que a veces llegan frente algún escrito o junto a una ventana. El invierno llegó empujándonos a las casas, y a mí me encanta la vida de interior.

O. I. Desde que disponemos de teléfonos móviles o dispositivos portátiles, cada vez más smart, ya no sólo la “habitación”, también el “habitar” está conectado. El desarrollo de las tecnologías de la información y la comunicación (TICs), desde los 2000, posibilita al consumidor producir su propio contenido. Hoy, las redes sociales están llenas de influencers, tiktokers, youtubers y twitchers. Sin embargo, la rentabilidad de la producción es proporcional a su consumo. Artistas, científicos, periodistas, políticos, investigadores y creadores en general, cual nómadas digitales, necesitan una actividad inagotable en las plataformas para ser: ser-vistos, ser-valorados y ser-remunerados, para seguir siendo.

En tu último libro, “Frágiles” (2021), se denuncia una especie de violencia sistémica y sistemática, imperceptible,silenciosa, que se genera en la exigencia de la autoexplotación y la demanda de la sobreexposición, constitutivas de las vidas-trabajo conectadas. Una violencia silenciosa que dificulta el hacer creativo, algo que vivirás en tus propias carnes y pixeles. Háblanos de la acumulación de sábanas y de «Laqueestápeor». ¿Se trata de una violencia que afecta por igual a todo sujeto, sin importar condiciones de género, de raza, de clase, de generación o de capacidades? Por ejemplo, ¿afecta la sobreexposición por igual a hombres y mujeres? ¿Tienen las mismas condiciones de representación?

R. Z.— Ser en el mundo parece equipararse desde hace años a “estar en internet”. Para la mayoría de las profesiones creativas y culturales la red permite una visibilidad que no es gratuita, hay que recolectar ojos como nuevas monedas, lograr ese capital simbólico que permite una forma de pago, canjeable quizá por trabajos futuros remunerados, o por más visibilidad, el encadenamiento al que lleva la visibilidad entusiasta nunca está claro. Incluso para quienes tenemos otros trabajos como profesores o investigadores que se desarrollan en mayor medida en la habituación conectada, pero sin foco público, precisamos dar a conocer investigaciones, producción intelectual, proyectos que pasan a formar parte del infinito bazar online, de caducidad extrema. La autoexplotación por la que me preguntas, forma parte de las actuales dinámicas de trabajo en una cultura-red. Lo es en tanto las tareas que hacemos (casi todas mediadas por tecnología) son en gran medida aceptadas libremente en el intercambio constante de información, que implica invitar a otros investigadores o creadores que a su vez te invitan, andar siempre ocupados ideando nuevos proyectos… Esto en principio tiene una lectura positiva, pero se vuelve opresivo cuando, siendo tareas livianas, en su exceso, se hacen acaparadoras del tiempo. Siendo sábanas ligeras que en su exceso se convierten en losa. Hay en esa conversión de los trabajadores en agentes mantenedores de la autoexplotación propia y de los otros, un pliegue perverso. En estos días escribía para un texto algo que es parte de esta respuesta: que “gran parte de estas tareas no nacen de la necesidad de obedecer, sino que tienen que ver con algo más difícil de soportar, eso que Simone Weil llamaba «la presión del agrado»”. Sumamos pequeñas pero numerosas y concatenadas colaboraciones a nuestros días. Allí donde los trabajadores conectados viven cada vez más de una reputación y visibilidad social, colocando al sujeto en el riesgo de saturación derivada de lo que parece ser su propia aceptación, que se percibe como elegida, aunque el sujeto la sienta obligatoria”.

Pero me preguntas si afecta por igual a las personas. Y te diría que me parece que esta presión es claramente mayor en pobres y mujeres. Lo es porque en ambos casos se trata de trabajadores que acaban de romper las expectativas que sobre ellos tenían sus contextos y familias (que de un pobre nazca un pobre, que las mujeres sigan haciendo lo que se espera de ellas)… El prurito que para unos y otros supone haber podido estudiar y estar trabajando (incluso cuando lo que llamamos trabajo en una secuencia de colaboraciones temporales) es llevado con una mayor responsabilidad, y en cierta forma opera como una mochila más pesada a las espaldas. En tanto no se quiere defraudar a un contexto que mira con esa expectativa de haber roto linajes de pobreza en un caso, y de subordinación a tareas domésticas y de cuidados en otro. La autoexplotación es, en cierta manera, una práctica familiar para las mujeres si entendemos que el patriarcado se ha caracterizado por convertirlas en agentes mantenedoras de su propia subordinación (aislándolas en los espacios domésticos, incentivando la enemistad entre ellas, y diluyendo sus trabajos como prácticas no consideradas empleo…), cabría sospechar de una clara analogía entre patriarcado y capitalismo en la responsabilidad que ambos tienen a la hora de invisibilizar y propiciar estructuras previamente sesgadas, que orientan a hacer sentir “responsables” de una explotación “orientada” y empujada, ahora en beneficio de la hiperproductividad.

De otro lado, la sobreexposición por la que me preguntas, como parte de la autoexplotación, no afecta de la misma manera a hombres y a mujeres. Los hombres siguen sobreexpuestos en el discurso y las mujeres lo están más en las imágenes. Cabría en todo caso preguntarse por las zonas de sombra de esa sobreexposición, ¿dónde están los tiempos fuera del escaparate para unos y para otras? Porque diría que siguen siendo las mujeres las que de distintas maneras asumen esa saturación de tareas contemporáneas con las que, asimétricamente, tenían y siguen teniendo de cuidados y atención a los demás.

O. I.— Ante la contingencia, la precariedad y ansiedad que genera la sociedad neoliberal digitalizada, y con el modelo feminista como ejemplo, se nos propone la esperanza activa de la redención tecnológica a través de la alianza: Las redes del cuidado para el cuidado de las redes y viceversa. ¿Qué es la intimidad política? ¿Cómo puede ayudarnos la vulnerabilidad autonarrada y compartida? ¿Cómo pasar de la mera viralización efímera a la concienciación colectiva?

R. Z.— Creo que el feminismo es uno de los mejores ejemplos y acompañantes para quienes luchamos contra la perpetuación de formas de desigualdad y opresión en los trabajos. Al menos a mí me lo parece porque la alianza política que sigue a toda autoconciencia, primero individual, después colectiva, es, junto a la imaginación, resorte de crítica y transformación.

No es baladí que el capitalismo aliente el individualismo bajo consignas que le recuerdan que “si uno quiere uno puede”. Esa afirmación pasa por alto que para querer y poder necesitamos un “suelo social” que el capitalismo está desmantelando. Es por tanto una provocación que solo sirve para alentar el “sálvese el que pueda”, “buscar el bien propio” y contribuir a la desarticulación colectiva. Además, una de las bazas del tecnocapitalismo para favorecer un sistema precario y ansioso se sostiene en hacer que los antes compañeros se vuelvan competidores ante los pocos trabajos que siendo además temporales, les convierten en candidatos y rivales permanentes.

Ser capaces de compartir los miedos, inseguridades, la intimidad que estas formas de vida y trabajo nos generan es algo necesario para la autoconciencia. Y es aquí donde nace la analogía con el feminismo. Porque en él hemos visto cómo esas conversaciones que el patriarcado ha denostado como “chisme” o “cosas de mujeres”, llevan tiempo liberándose e hilando lazos de igualdad y solidaridad entre mujeres. Compartir lo íntimo importa, especialmente cuando lo íntimo es opresivo y ha sido educado como “algo de lo que no se habla”. La revolución que en el pasado siglo supuso que las mujeres compartieran sus preocupaciones, miedos e intimidades entre iguales y creando contagio con otras lo hicieran público y compartido, fue la manera de hacer que aquello “íntimo y opresivo” se hiciera “político”. Lo hemos visto también favorecido en Internet, en hermanamientos feministas que hablan de un tipo de articulación colectiva necesaria para la transformación y mejora social.

O. I.— Sin embargo, en los medios digitales también se concentra mucho ruido. En los nichos de las redes sociales se ejerce, se comparte o se tolera, mucha violencia explícita. Nuevas formas de violencia como el ciberbullying, la ciberviolencia de género y la ciberestafa, por ejemplo. O los contenidos multimedia de accidentes, atentados y maltratos de todo tipo que incrementan, más que otra cosa, la audiencia, los likes y la reproducción masiva. O los circos de odio que se generan en Twitter. El carácter virtual descorporeizado de las redes, cual anillo de Giges, es caldo de cultivo para desatender las normas morales y la reflexión ético-política. ¿Qué opinión te merece? ¿Favorecen la digitalización y las pantallas, el “marco de fantasía”, al detrimento de la empatía?

R. Z.— El pensamiento es lento, la emoción es rápida. La justicia también es lenta, requiere tiempo, no se puede ser justo ignorando. Un juicio ético como un pensamiento crítico no puede derivarse de un golpe de vista y las redes no favorecen estos tiempos necesarios para tomar distancia, para ver las cosas desde otras perspectivas, y por supuesto, no favorece algo en riesgo: empatizar, ponerte en el lugar del otro.

Me parece llamativo como en las redes coinciden, diría que de manera homeostática, de un lado, la proliferación de la impostura, la primacía del parecer bajo el mohín, la pose y la sonrisa forzada propia de las redes construidas sobre la apariencia estetizada. Y de otro, los espacios para excretar la saturación de pose, espacios de desahogo y anonimato para el estallido visceral y la náusea proclives al bulo y al contagio de lo morboso o lo que crea alarma, que ha sido en los últimos años clave para el manejo de la posverdad y la instrumentalización dañina de grupos que se valen de la frustración y se apropian de la voz del pueblo, donde encontramos racistas, machistas, homófobos, personas que temen lo nuevo o temen perder privilegios, quienes alimentan y azuzan obsesivamente la idea de complot, y en todo caso cosifican a la ciudadanía en lugar de empoderarla.

O. I.— Me gustaría saber cual es el status que le confieres a los dispositivos y medios digitales, en particular, o a la tecnología, en general. En la literatura filosófica, algunos hablan de herramienta o condición instrumental (salvando nuestra autonomía individual); otros de órgano o condición orgánica (señalando nuestra dependencia social); incluso se ha propuesto la “hipótesis del tercer entorno” para hablar dela dimensión del tecnoentorno, donde habitamos las tecnopersonas (siervos de los datos generados). No se trata de simple logomaquia: cada una de estas conceptualizaciones tiene sus implicaciones ontológicas y epistemológicas.

R. Z.— Considero que las tres visiones a las que apuntas describen facetas y ámbitos de las tecnologías que nos permiten considerarlas como instrumentos, órganos y entornos, pero en sí mismas todas estas consideraciones son formulaciones teóricas que enfatizan determinados aspectos sin integrarlos. Englobaría los tres y añadiría otros, pues creo que los dispositivos a los que nos referimos están teniendo un carácter ya estructural en nuestras vidas. Es algo que no he teorizado con profundidad y que animo a otros (también a ti) a reflexionar, para intentar definir un contexto en transformación que desde hace tiempo viene dejando muestras de cómo está atravesando y cambiando lo que entendemos como humanos.

O. I.El año pasado dirigiste un curso en el Reina Sofia titulado “Habitar los márgenes. Intersecciones del arte, ciencia y tecnología” (2021) en el que se tuvo la oportunidad de reflexionar sobre el arte digital, los nodos interdisciplinares, la cultura tecnocientífica, la ciencia ficción… La pregunta inmediata que le sigue al título es: ¿Qué posibilidades nos puede aportar habitar los límites disciplinares y cruzar las fronteras epistemológicas? ¿De qué manera, crees, pueden contribuir los artistas y las representaciones artísticas en los Estudios de Ciencia y Tecnología? Citas mucho a Duchamp. Una piensa que habitar las dificultades de [la] época no es otra cosa que señalar, provocar, e incluso remediar, mediante la imaginación y la creación, las violencias sistemáticas de la sociedad contemporánea (y venidera). ¿Estás de acuerdo?

R. Z.— Me parece una respuesta que compartiría. Ese habitar las dificultades es una llamada a problematizar lo sincrónico, lo que está aconteciendo y nos permite de muchas maneras formar parte activa del mundo. Para mí esta idea es subversiva respecto a la forma, a menudo encorsetada, casi siempre disciplinar, en la que nos seguimos formando. En mis estudios, pero especialmente en mi formación, he ido observando cómo se sucedían las historias del pasado contadas por quienes han podido contar esas historias (habitualmente quienes ganan las guerras y conflictos de los que hablan), pero rara vez accedíamos desde el conocimiento a la complejidad del ahora. Era como si todo estuviera precedido de una mirada histórica que permitía tomar distancia y por tanto no enfangarse en la actualidad. Yo creo que ese enfangarse es compatible con el tomar distancia y que los retos de la filosofía y el pensamiento contemporáneo (a mi modo de ver muy cercanos a los del arte contemporáneo) obligan a pensar la época desde el privilegiado lugar de la creación y el pensamiento crítico.

Ese implicarse necesita herramientas testadas en la filosofía, pero también en el arte. Pueden ser más evidentes las filosóficas empleadas en los contextos intelectuales y académicos como base del discurso y la argumentación, pero no cabe desestimar el poder de la imaginación para los ejercicios de pensamiento que no se resignan a la crítica, sino que de manera innovadora buscan tantear y experimentar futuros, anticiparlos. El arte y la ciencia ficción llevan tiempo haciéndolo. Pero también me parece importante la capacidad del arte para abordar “lo difícilmente narrable”, es decir todo aquello que formando parte de nosotros mismos nos cuesta verbalizar, o está cargado de contradicciones. A mí esa potencia del arte me gusta, y diría más, me interesa.

O. I.— Por último, dada la estrategia feminista (y pedagógica) de tratar problemas teórico-prácticos robustos a través de la cotidianidad, ahí donde se aúna lo personal y lo político, quería preguntarte: ¿Qué es lo que más consumes en la dimensión tecnológica del ocio? ¿Haces uso de alguna app o red social? ¿Qué esperanzas y miedos aportó el advenimiento de Internet en tu vida?

R. Z.— Mi trayectoria por las redes y aplicaciones ha tenido siempre un inicio de lo que Cortázar llamaría “el oso de los caños”, ese que se cuela por las casas para observar. La dimensión antropológica, y más concretamente etnográfica, fue la que en un primer momento me animó a estar en redes como Twitter o Facebook, a pesar de que son (y siguen siendo) objeto de crítica en mi trabajo. Me parece que la infiltración de esa mirada reflexiva allí donde se desea un cambio o donde se sospecha es imprescindible. En mi caso, estas redes han formado parte de varios trabajos autoetnográficos y me han ayudado a ver desde dentro.

Con Whatsapp, sin embargo, tengo una relación más incómoda, pues me parece un medio muy intrusivo. Me negué a usarlo hasta que mi hermana, que sufría un cáncer agresivo de tiroides, no pudo hablar y sólo podíamos comunicarnos por esta vía. De ahí pasó a ser un vínculo con mis sobrinos y con mi madre. El Whatsapp me ayudó a comprobar que la tristeza que intuía en mi madre cuando solo hablábamos por teléfono no era tal, y que ella, aunque tenía voz triste, hacía un gran esfuerzo por sonreír. Lo descubrí en nuestras primeras videollamadas vía Whatsapp. Lo vinculo, por tanto, con un entorno familiar y restringido, aunque me llegan algunos otros mensajes que me cuesta contestar.

El resto de apps de mi cotidianidad están en su mayoría orientadas a comunicarme mejor, ampliar imagen y amplificar sonidos. Para personas con problemas sensoriales, la tecnología puede contribuir a reajustar con ella nuestro cuerpo. En mi caso, además, siento que “me iguala” en todo aquello que en la presencialidad me genera gran inseguridad (no escuchar bien, no identificar los rostros…). Sería un sueño para mí poder incorporarla cibernéticamente, como parte de ojos y oídos, más allá de los audífonos y las lentes de ahora. Supongo que podremos hacerlo muy pronto.

O. I.— Supongo que sí. Muchísimas gracias, Remedios, por tu colaboración. Por abrirte en las respuestas. Es una maravilla leerte.

R. Z.— Muchísimas gracias a ti. Es estimulante encontrar preguntas y reflexiones de quien demuestra un haberse detenido, porque animan también a detenerse. Espero que estés bien y poder devolverte este deseo en forma de pregunta empática (¿cómo estas?) en un próximo mensaje desde la intimidad epistolar de nuestras habitaciones conectadas.