La Revolución Francesa (I)

Álvaro Ibáñez Fagoaga
Historiador

Imagen: Amaia García Hernández

¡A las armas, ciudadanos!
La Marsellesa.

  1. Introducción.

La Revolución Francesa (1789-1799) sigue siendo uno de los periodos históricos peor comprendidos por nuestra sociedad. Iniciadora de la Edad Contemporánea en la que vivimos, la Revolución representó tanto el punto de inflexión del Antiguo Régimen, como la irrupción del capitalismo burgués como nuevo régimen socioeconómico.

El Absolutismo, con sus múltiples jurisdicciones, sus arbitrarias justicias, y sus incontables monopolios y privilegios en manos exclusivamente aristocráticas impedían el desarrollo social y económico de una clase burguesa cada vez más consciente de su importancia dentro del sistema absolutista.

Las cadenas del Antiguo Régimen debían romperse, y se rompieron.

La burguesía, fuera de toda duda, fue la clase social que emergió victoriosa de entre los escombros del Antiguo Régimen. Sin embargo, simplificar la Revolución como una mera revolución burguesa sería reducir uno de los procesos políticos más complejos de la historia hasta el absurdo.

El proceso revolucionario francés, además de una revolución burguesa, fue testigo de una movilización sin precedentes en las masas populares. Su progresiva politización trajo consigo la aparición de los sans-culottes, movimiento político de carácter urbano que se erigió como el representante de las clases humildes de París, y que tendrá una incalculable trascendencia en los eventos más representativos de la Revolución.

Así pues, Francia vivirá, en apenas 10 años, una sucesión de transiciones políticas sin precedentes en la historia. Las insurrecciones populares, las guerras internacionales, y las interminables luchas parlamentarias en la Asamblea marcarán el día a día de una vida política francesa constantemente atenazada por el miedo. El miedo hambre, al complot aristocrático y a las traiciones internas dominarán la conciencia y la subconsciencia de toda Francia, sucediéndose como consecuencia terribles episodios de Miedo-y-Terror que se expandirán, muchas veces sin control alguno, a lo largo y ancho de toda la Francia Revolucionaria.

Este artículo intentará analizar cuáles fueron estos sucesos, qué fue lo que los motivó, y, en la medida de lo posible, cuáles fueron sus consecuencias más importantes.

Finalmente, poniendo un especial énfasis en todo lo que respecta a las movilizaciones populares, añadir la siguiente reflexión de George Rudé:

Debemos remontarnos a la guerre des farines (1775) para comprender el grado de evolución y desarrollo de los movimientos populares franceses existente a finales del siglo XVIII (...) El de 1775 no es sólo el último de los grandes disturbios espontáneos en el Ancien Régime, sino que es también el más amplio y mejor documentado, permitiendo una comparación con movimientos análogos que sobrevinieron a la propia Revolución”.

Resulta pues ineludible recomendar, para quien lo desee, un artículo escrito sobre esta guerre des farines. Artículo que, como no podía ser de otra manera, se redactó para un número anterior de nuestra revista. LEER AQUÍ

  1. 1787-1789: De la Rebelión aristocrática a la Revolución jurídica.

Los patricios empezaron la Revolución; los plebeyos la acabaron.
François de Chateaubriand.

En el verano de 1788, Francia, en abierta bancarrota, convocó una fallida Asamblea de Notables para hacer contribuir a la nobleza en el pago de impuestos. La aristocracia, deseosa de recuperar su poder perdido con la consolidación del absolutismo, aprovechó entonces la patente debilidad de Luis XVI para forzar la convocatoria de los Estados Generales, máximo órgano de representación de la Monarquía Francesa. Estos Estados, en los que el clero, la nobleza y la burguesía se encontraban representados a partes iguales, serían, según cálculos de la aristocracia, el instrumento perfecto para recuperar parte del poder perdido en los últimos tres siglos.

Sin embargo, y en palabras del propio George Rudé: “la reacción nobiliaria fue demasiado lejos, y terminó otorgando un peso político que aún no tenía a la burguesía”.

El 5 de mayo de 1789, Necker, Ministro de Estado y hombre fuerte del gobierno de Luis XVI, abrió la primera sesión de unos Estados en los que, desde el primer día, la aristocracia se vio sobrepasada por la inesperada beligerancia del Tercer Estado. Para sorpresa de propios y ajenos, la burguesía, dueña y señora de todos los asientos del Tercer Estado, se negó a participar en las cuestiones financiera del reino hasta no duplicar el número de sus miembros y sustituir el tradicional voto estamental (1 voto por estado) por el “voto por cabeza”.

Pronto, corona y nobleza restablecerán su tradicional alianza ninguneado las exigencias del Tercer Estado, que como respuesta abandonará sorpresivamente los Estados Generales. A partir de ese momento, el Tercer Estado se reunirá por separado, renombrándose a sí mismo como la nueva Asamblea Nacional de los franceses.

Este suceso, impregnado de un enorme simbolismo político, puso en tela de juicio la hasta entonces incuestionable legitimidad del gobierno por derecho divino, pues ella misma se arrogó la legitimidad en exclusiva de ser el único órgano de representación legítimo de la patria francesa.

A finales de junio, el Último de los Luises, viendo como el bajo clero comenzaba a confraternizar peligrosamente con la burguesía, decidió aceptar la duplicación de los miembros del Tercer Estado dejando en el aire el espinoso asunto del voto por cabeza.

Había nacido la Asamblea Nacional.

La burguesía en palabras de Georges Lefebvre, había conseguido “una revolución jurídica sin usar la violencia”.

Sin embargo, pronto quedaron patentes sus propias limitaciones, pues la nobleza y el alto clero se dedicaron sistemáticamente a boicotear cualquier iniciativa política venida de la mano del Tercer Estado. La oposición frontal ante el proyecto constitucional y la Declaración de Derechos del Hombre y el Ciudadano, unida a los constantes rumores sobre conspiraciones y complots aristocráticos, aumentaron la desconfianza mutua, y pronto la inicial esperanza de lograr un rápido e indoloro entendimiento entre aristócratas y burgueses se mostró como una quimera imposible.

En este ambiente enrarecido, con una Asamblea reducida a la más absoluta inoperancia, Luis XVI llamó a Versalles a un contingente de mercenarios extranjeros para, bajo el pretexto de pacificar los motines del campo, acabar con las pretensiones de la burguesía en la Asamblea.

Si el Tercer Estado no accedía a someterse por voluntad propia, lo haría seguro por la fuerza de las armas.

  1. Hambre, Miedo y Revolución : De la crisis de subsistencia al fin del feudalismo.

– ¿Es una revuelta?
– No, Sire, es una Revolución.

Mientras tanto, fuera de la Asamblea, el alza en el precio de los alimentos alcanzó en el verano de 1789 cotas insostenibles para las clases populares. Gracias a las investigaciones de Labrousse y Soboul, podemos afirmar que el siglo XVIII fue, al menos hasta su último tercio, un siglo de relativo crecimiento sostenido. Sin embargo, todo cambiaría a partir de la década de 1770, en donde alza de los precios, especialmente en el de los alimentos, derivaría en un estado de conflictividad social permanente. Este periodo alcista alcanzará su punto culminante entre 1785 y 1789, donde los precios aumentarán un 66% en el trigo, un 77% en el centeno, un 67% en la carne y un inasumible 91% en la leña.

Además, la incipiente industria textil francesa, en franca recesión desde hacía varios años, recibió su golpe de gracia con la firma Tratado de Libre Comercio con Reino Unido (1786), a partir del cual el mercado francés se inundó de manufacturas británicas que hicieron colapsar la ya de por si endeble industria textil francesa.

Al hambre creciente del campo se sumó entonces un rampante paro urbano, descendiendo drásticamente el nivel de de vida de la inmensa mayoría de la población francesa.

Tal y como ocurriría en La Guerra de las Harinas, las masas populares comenzarán entonces a apropiarse de la producción agrícola estallando de manera reiterada constantes motines en el campo y las ciudades.

Entre diciembre de 1788 y enero de 1789, el alza de precios transformó los disturbios en abiertas insurrecciones: los cargueros cerealísticos fueron saqueados, las grandes propiedades atacadas, y los mercados y las panaderías intervenidas. Al norte de París, el campesinado se rebeló frente al monopolio nobiliario del disfrute de la caza, y en Lorena, laboreurs y jornaleros unieron fuerzas frente al desmantelamiento de las tierras comunales. Durante febrero y marzo, los campesinos del Delfinado, la Provenza, Picardía y el Cambresís se rebelaron también contra los privilegios, y comenzaron a negarse a pagar las tanto las cuotas feudales como los impuestos reales.

En abril, las insurrecciones alcanzarían a la capital, y el fauburg de Saint – Antoine, el más belicoso de los suburbios parisinos, estalló ante la imparable escalada de precios al grito de ¡Viva Necker y el Tercer Estado! El 5 de mayo, día de la primera reunión de los Estados Generales, el precio del pan duplicará en París su precio habitual, produciéndose de nuevo sangrientos disturbios.

Soboul afirmará con gran acierto que “la esperanza sublevó a las masas”. La reunión de los Estados Generales fue vista por el pueblo como la prueba incontestable de la llegada de tiempos esperanzadores para el pueblo (aunque la realidad es que la escasez no se revirtió los Estados Generales). Con la llegada del verano, el hambre se agravó en el campo, y los disturbios alcanzaron cotas de rebelión generalizada.

En Julio de 1789 el gasto en pan supondrá aproximadamente el 56% de los ingresos de las masas populares urbanas, suponiendo el punto culminante en el alza de los precios.

El hambre insostenible y el miedo suscitado ante la convocatoria de mercenarios extranjeros en Versalles (a tan solo 25km de París), hizo temer lo peor al pueblo de París.

El 12 de julio, Luis XVI destituirá a su ministro de Estado (Necker) bajo la acusación de esxcesiva condescendencia para con el Tercer Estado. Al saberse la noticia en la capital, ésta fue interpretada como el inicio de un complot aristocrático, y los arrabales de París confluyeron entonces hacia el Palais Royale, cuartel general de la Asamblea en la capital, exigiendo armas con las que frenar el complot.

Ante la negativa de los representantes de la Asamblea en París de armar a los manifestantes, estos decidirán actuar por su cuenta, asaltando durante la noche el Monasterio de Saint-Lazare.

Los fusiles encontrados serán entonces repartidos y las carretas de grano redistribuidas por medio de la taxation populaire.

Al día siguiente, la burguesía, aterrada ante el inminente asalto al poder de París por parte de las muchedumbres, vertebró su propia estructura militar para canalizar el creciente ímpetu de las clases populares. El Marqués de Lafayette, héroe de la guerra de independencia americana y cabeza de la minoría noble favorable a los intereses del Tercer Estado, fue el responsable de organizar la Guardia Nacional, una milicia integrada en exclusiva por “hombres de bien” encargada se someter a París al orden y los intereses de la Asamblea.

El 14 de julio, pese a los intentos de la Guardia por desarmar a las clases populares y canalizar hacia sí misma el liderazgo de la insurrección, poco podía hacerse ya ante el ímpetu (y el hambre) de las masas. En su búsqueda frenética de armas y pólvora, terminó asaltando los Inválidos, en donde 30.000 mosquetes fueron repartidos entre las multitudes sin que los representantes de la Asamblea puedan hacer nada para evitarlo.

Con decenas de miles de mosquetes repartidos, y sin pólvora para alimentarlos, comenzó a resonar con fuerza el siguiente destino: ¡A la Bastilla!

El comité burgués ubicado en el Palais Royale, quiso evitar a toda costa el asalto a la fortaleza, y enviará a toda prisa una delegación para parlamentar. Sin embargo, la imparable fuerza de los acontecimientos desbordaba ya cualquier intento de organización, y ante la tardanza en las negociaciones, la multitud decidió tomar unilateralmente la fortaleza. Launay, gobernador de la Bastilla, ordenó entonces abrir fuego sobre los asaltantes, desatándose una auténtica lluvia de plomo sobre la multitud revolucionaria. Poco después, dos destacamentos de la Guardia Nacional, con la inestimable ayuda de varios centenares de civiles armados, trasladó a la carrera 5 piezas de artillería a las puertas de la fortaleza, forzando así su rendición.

98 asaltantes y 7 defensores morirán durante el asalto, desatándose la ira incontrolable entre los asaltantes. Las masas, enfurecidas tras la masacre, acabarán con la vida del Gobernador Launay, presentándose seguidamente en el Hôtel de Ville, sede del gobierno municipal, donde darán muerte también al Preboste de los Mercaderes (máxima autoridad municipal del París durante el Antiguo Régimen).

Poco después, las cabezas de ambos, ensartadas en sendas picas, serán paseadas triunfalmente por el pueblo de París.

Al día siguiente, La Commune, nuevo órgano municipal revolucionario vertebrado a la carrera por la Asamblea, elegirá a Jean Sylvain Bailly, por entonces presidente también de la Asamblea, como nuevo alcalde de París.

La capital había caído en manos de la Revolución.

Y el Gran Miedo se apoderó súbitamente del campo.

El odio campesino al régimen feudal, tal y como afirma Rudé, no era algo reciente, sin embargo, la conciencia colectiva de los desposeídos rurales había asumido, en parte debido a la propia propaganda burguesa, que el suministro de pan estaba directamente relacionado con la pugna política que se estaba llevando a cabo por el Tercer Estado en la Asamblea. En este sentido, el supuesto Complot Aristocrático, en donde se afirmaba que los príncipes acaparaban el suministro de grano para forzar la sumisión de Necker y el Tercer Estado, contribuyó decisivamente a la agitación y politización de las masas campesinas.

El medio rural, en abierta rebeldía desde hacía meses, temió una represión generalizada como venganza de lo acontecido en París, y ante los constantes rumores al respecto de la inminente llegada de un ejército señorial, sus miedos explotaron en una incontrolable rebelión generalizada.

En palabras de Lefebvre, “el miedo engendró más miedo”, y una insurrección sin precedentes provocó el caos más absoluto en la campiña francesa”.

Bandas armadas organizadas por aldeas brotaron entonces por todas las regiones de Francia, haciéndose rápidamente con el control efectivo del medio rural. Sus blancos, cuidadosamente seleccionados, buscaron la destrucción sistemática de los registros señoriales.

Centenares de chateaux, además de una treintena de fortalezas militares, cayeron entonces presa de las llamas y el saqueo sin que ninguna autoridad pudiese hacer nada para evitarlo. La Corona, aterrada ante La Toma de la Bastilla y la expansión imparable del Gran Miedo, suspendió las actividades de las tropas acantonadas en Versalles a la espera de los acontecimientos.

Enfrentadas las violencias cara a cara, la insurrección popular venció sin paliativos a las aspiraciones golpistas del Antiguo Régimen.

Por otra parte, El Gran Miedo cogió desprevenido al Tercer Estado, que se vio forzado a tomar cartas en el asunto si quería mantener al campesinado a su favor, razón por la cual la abolición de los derechos feudales se convirtió en objetivo político de máxima prioridad en la Asamblea. Además, la burguesía, dueña del cinturón agrícola que abastecía de trigo y harina a París, observó con enorme preocupación la hostilidad mostrada por las masas urbanas y campesinas con respecto a una de las piedras angulares de su nuevo sistema: la libertad de comercio (en este caso del cereal).

En este sentido, Lefebvre sentenciará que, en todo lo concerniente al liberalismo económico, “el cisma entre la burguesía y las masas populares era radical”.

La Asamblea, contra las cuerdas, debía proponer una fórmula imaginativa para contener a las masas campesinas al tiempo que conservaba en su bando a la nobleza liberal, para lo cual designó al Duque de Aiguillon, segunda mayor fortuna del reino, como encargado de llevar a buen puerto la espinosa cuestión del feudalismo.

Ante la imparable escalada del Gran Miedo, la Asamblea optó por la más drástica de las soluciones: la justicia señorial, los privilegios, los usos, las costumbres y los monopolios feudales, así como los diezmos eclesiásticos y las exacciones señoriales serían abolidos a cambio de conservar de manera intacta su preciada propiedad de la tierra.

Luis XVI, abrumado por la sucesión de acontecimientos, no se atrevió a rechazar las exigencias de la Asamblea, y la noche del 4 de agosto de 1789 se procedió a sancionar, además de todo lo anteriormente citado, la igualdad de todos los franceses ante la ley. Los tres estamentos serían abolidos, y una nueva nación de ciudadanos política y jurídicamente iguales sería la encargada de vertebrar la política y la sociedad francesas.

La sociedad del Antiguo Régimen había caído.

  1. La Consolidación Revolucionaria: Las Jornadas de Octubre y la Declaración de Derechos del Hombre y el Ciudadano.

La insurrección es la garantía de los pueblos”
Saint Just.

París convertida ahora en principal bastión de la Revolución, reforzó las aspiraciones del Tercer Estado en la Asamblea, que a partir de entonces tuvo como objetivo prioritario la sanción por parte de Luis XVI de la Declaración de Derechos del Hombre y el Ciudadano. El rey, en una desastrosa operación de desgaste, se limitó a no tomar cartas en el asunto con la vana esperanza de que el ímpetu de la burguesía se rebajase con el tiempo.

El resultado fue justamente el contrario.

La inoperancia del rey, unida al exilio de más de 200.000 nobles en respuesta a los decretos de agosto, tuvo nefastas consecuencias para la imagen de la aristocracia dentro y fuera de la Asamblea, que con su abierta hostilidad a la Declaración siguió agitando incesantemente el fantasma del complot aristocrático.

En este contexto, una pequeña minoría de parlamentarios, entre los que destacó un joven abogado procedente de Arrás llamado Robespierre, afirmó que el contrato social era anterior al propio rey, razón por la cual Luis XVI no podía oponerse a la promulgación de la Declaración.

Apuntalado en su absurda estrategia, Luis XVI siguió avivó de nuevo los temores al complot llamando a Versalles al Regimiento de Flandes, que en su llegada a la corte fue recibido con un espléndido banquete en medio de la penuria y la escasez del pueblo. Marat y su diario “l´amie du Peuple” trasladó la información a la capital, mencionando, para oprobio de las multitudes, cómo el opulento banquete presidido por la familia real tuvo como colofón el pisoteo de la escarapela tricolor (símbolo de la Revolución y la Guardia Nacional).

Los meses fueron pasando, y el hambre siguió creciendo en paralelo al fervor revolucionario. Una vez más, se atribuyó la carestía al complot, y Marat y su “L´amie du Peuple” animó a las masas a proveerse de pólvora y cañones.

La idea de que una nueva insurrección era la única salida para el hambre del pueblo cobró de nuevo fuerza entre las masas, y el 5 de octubre de 1789, a primera hora de la mañana, grandes grupos de mujeres acudieron enfurecidas a los mercados del fauburg de Saint- Antoine ante la inasumible carestía y escasez. Allí, tras forzar a una iglesia a hace tañer las campanas, París secundó la llamada a la insurrección bajo el ruido ensordecedor de decenas de ellas. Miles de mujeres confluyeron entonces hacia el ayuntamiento al grito de pan y armas, y aprovechando su escasa vigilancia, asaltaron el edificio tomando su armamento.

Tras repartirlo apresuradamente, 6.000 mujeres armadas con palos, lanzas, espadas, pistolas y mosquetes pusieron rumbo a Versalles unidas por un mismo objetivo: conseguir pan barato para el pueblo.

Al mediodía, la noticia de la Marcha de las Mujeres sobre Versalles era ya vox populi, y la Guardia Nacional, al igual que la Comuna de París, se mostró a favor de marchar hacia Versalles pese a la oposición de Lafayette. Ante las amenazas de la Guardia Nacional de desertar en masa y acudir por su cuenta a Versalles, Lafayette se puso al frente de una segunda comitiva compuesta por 15.000 Guardias Nacionales y un número incontable de civiles armados.

Mientras tanto, tras llegar las mujeres a Versalles, una delegación del Tercer Estado invitó de manera a que un pequeño grupo de representantes de la comitiva expusiese sus reclamaciones ante la Asamblea, desembocando la invitación en una entrada masiva de manifestantes hambrientas, agotadas y embarradas por la incesante lluvia.

La Marcha sobre Versalles, al igual que el Gran Miedo, pilló a la Asamblea enfrascada en debates ajenos a las necesidades del pueblo, dejando de nuevo en evidencia la realidad paralela que se respiraba en la Asamblea.

La mayoría de los diputados fueron entonces abucheados por las multitudes, y sin otra alternativa posible, la Asamblea fue forzada a sumarse al ímpetu popular. Sumadas las exigencias de las masas y la Asamblea, una reforzada comitiva puso rumbo a Versalles dispuesta a forzar el traslado de la familia real a París, la sanción de la Declaración de Derechos y la consecución de medidas que acabases con el hambre y la carestía del pueblo.

De nuevo, la Asamblea había sabido aprovechar con clarividencia el momentum revolucionario.

A las 18.00, la primera marcha se presentó a las puertas del Palacio, y un pequeño grupo de ellas fue invitado a los aposentos reales. En ellos, tanto Luis XVI como la reina María Antonieta prometieron aceptar los Decretos de Agosto promulgados tras el Gran Miedo y la Declaración de Derechos, aunque solo un escaso número de mujeres decidió entonces partir de vuelta a la ciudad.

Entrada la noche, centenares de antorchas asomaron por la principal arteria de Versalles: La Guardia Nacional había llegado.

La confraternización entre las mujeres y los miembros de la Guardia Nacional fue entonces todo evidente, y con la entrada del alba, un pequeño grupo de manifestantes descubrió una pequeña entrada desguarecida. A partir de este momento, una atropellada carrera se desencadenó entre los salones y pasillos de palacio mientras la guardia de corps de la familia real intentaba frenar a los asaltantes formando improvisadas barricadas. Atrincherados al fondo de un largo pasillo de suelo ajedrezado, varios guardias decidieron entonces abrir fuego contra los asaltantes, que a pesar de todo lograron imponerse a los guardias y abrirse paso hasta los aposentos de la reina.

En aquel preciso momento, mercenarios suizos al servicio de Luis XVI, el Regimiento de Flandes y los Dragones de Montmorency hicieron aparición en unos jardines palaciegos atestados de manifestantes y miembros de la Guardia Nacional. La desesperada situación, que parecía estar a punto de desembocar en una batalla campal en los jardines de palacio, se calmó de manera providencial cuando un antiguo regimiento real ahora encuadrado en la Guardia Nacional entró en conversaciones con la guardia de corps de Luis XVI, momento que aprovechó Lafayette para presentarse junto al rey y la reina en el balcón de palacio.

Luis XVI aceptó entonces la imponente realidad, y frente a la impresionante multitud que se arremolinaba en los jardines, aceptó trasladarse a París y sancionar definitivamente la Declaración de Derechos del Ciudadano.

Así las cosas, al mediodía del día 6 de octubre de 1789, una multitudinaria comitiva de más de 60.000 personas puso rumbo a París en medio de un ambiente festivo. La Guardia Nacional, en vanguardia, comenzó a desfilar con panes ensartados en sus bayonetas. Tras ella, en el centro de la formación, carros repletos de trigo y harina incautados en Versalles fueron adornados con flores y escoltados por las mismas mujeres que iniciaron la marcha hacia Versalles. Finalmente, los mercenarios extranjeros desfilaron por delante de la carroza real, Lafayette y las carrozas de los diputados de la Asamblea que decidieron sumarse a la procesión.

La Guardia Nacional, escolta de honor de la comitiva, guarecía así a las verdaderas protagonistas de la insurrección: las mujeres de los arrabales de París.

La Nación, la Ley y el Rey: La Monarquía Constitucional Francesa.

¿Vamos a acabar la Revolución, o vamos a volver a iniciarla?
Antoine Barnave.

Con el traslado del rey a París, Lefebvre apunta que, los elementos ultramonárquicos de la Asamblea, con su exilio masivo, serán definitivamente derrotados. Además, La familia real, reubicada en el Palacio de las Tullerías será a partir de entonces la presa de honor de la Revolución, que quedará a partir entonces bajo la atenta mirada de la Asamblea, la Guardia Nacional y el pueblo en armas.

La primera medida que llevará a cabo la Asamblea, reubicada ahora en el antiguo picadero adyacente al Palacio de las Tullerías, será la aprobación de la famosa Declaración de Derechos del Hombre y el Ciudadano de 1789, que será redactada en estos términos:

Se afirmará en primer lugar que todos nacemos libres e iguales ante la ley (art. 1), siendo la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión los 4 derechos imprescriptibles (art. 2). Además, la ley deberá ser la expresión de la voluntad general, siendo todos los ciudadanos potencialmente elegibles para las diferentes candidaturas públicas (art. 6). En cuanto a las cuestiones jurídicas, las penas deberán imponerse conforme a la ley (art. 7), mostrándose siempre proporcionales al delito cometido (art. 8), y siendo el acusado inocente hasta que se demuestre lo contrario (art. 9). Se proclamará también la libertad de opinión y confesión (art. 10), así como la libertad de prensa e imprenta (art. 11) y el derecho a exigir una rendición de cuentas a las administraciones públicas (art. 14 y art 15). Por último, el derecho a la propiedad, inviolable y sagrado, no podrá ser privado salvo necesidad pública legalmente comprobada, y siempre bajo una indemnización previa y justa (art. 17).

Como añadido final, se establecerá que una sociedad en la que los derechos no están asegurados, ni la separación de poderes determinada, no tendrá constitución efectiva (art. 16), por lo que será necesario para preservar estos derechos a través del uso de una fuerza pública (art. 12) sostenida mediante una contribución equitativa entre los ciudadanos en función de sus facultades (art. 13).

A partir de este momento, y de manera casi providencial, el descenso en los precios de pan trajo consigo el enfriamiento revolucionario y la tan esperada paz social.

Con ella, la burguesía representada en la Asamblea gozó de dos años de relativa tranquilidad para la redacción de su tan esperado corpus legislativo. Los monárquicos constitucionales, entonces mayoría, respiraron por fin con alivio. A pesar de las increíbles conquistas, muchos de ellos se negaron a secundar los eventos de la Bastilla, y habían observado con horror la entrada masiva de los revolucionarios en la Asamblea y el Palacio de Versalles.

La Revolución había llegado demasiado lejos.

La primera medida llevada a cabo por la Asamblea, aprovechando la enorme estela revolucionaria dejada por las Jornadas de Octubre, fue abolir cualquier rastro de la antigua feudalidad administrativa. Los antiguos parlamentos locales, los tribunales nobiliarios, las jurisdicciones señoriales y las provincias históricas abolidas. La unidad nacional acabó así con la anticuada y caótica multiplicidad de las administraciones y los tribunales señoriales, reformulándose así la unidad de la Nación a partir de 83 departamentos divididos en cantones, distritos y municipios.

La segunda, mucho más espinosa, fue la promulgación de la Constitución Civil del Clero (1790). El Papado quedó excluido de la elección obispal, que a partir de ese momento se articularía a través de una designación política (1 por departamento). El clero regular fue también abolido, y se exigió al clero secular el juramento expreso a su nueva Constitución. Pío VI, quien ya se opuso a la Declaración de Derechos, expresó su más profundo rechazo a la Constitució, que por otra parte sólo fue aceptada por 2 de los 44 obispos de Francia (todos ellos pertenecían a la aristocracia).

Esta reforma eclesiástica, elemento de enorme trascendencia en el futuro, no sólo fue uno de los elementos ideológicos más importantes de la contrarrevolución, sino que, en palabras del propio Soboul, fue el más claro ejemplo de las intenciones de la Asamblea de someter definitivamente la Iglesia al Estado burgués.

Tras la Declaración de Derechos, la reforma administrativa y la reforma del clero, quedaba pues el camino allanado para proceder al arduo debate al respecto del proyecto constitucional que debería regir el destino y la política de los franceses.

Las dos facciones políticas más importantes del momento, agrupadas alrededor del Triunvirato (Barnave, Duport y los hermanos Lameth) y de Mirabeau y Lafayette, intentaron entonces llegar a un acuerdo con la aristocracia para la redacción de la Carta Magna

Frente a ellos, un pequeño grupo conformado por Dantón, Marat y Robespierre se opondrá al derecho al veto que la mayoría de la Asamblea pretendió otorgar a Luis XVI y que fue sin duda la cuestión más espinosa de todo el debate constituyente llevado a cabo entre 1790 y 1791.

Así las cosas, tanto la jefatura del estado como el poder ejecutivo recayeron (tal y como estaba organizando en el Antiguo Régimen) en la figura del rey, siendo su sucesión administrada a través de la condición hereditaria inherente a la monarquía, siendo su más importante prerrogativa la sanción real como condición indispensable para la consecución de cualquier iniciativa legislativa emanada por la Asamblea (derecho a veto).

La Asamblea Nacional, verdadero poder de la Nación, no podrá ser disuelta por la jefatura del estado, y tendrá plena autoridad legislativa (que será constituida bajo unas elecciones bienales vertebradas a través del sufragio censitario).

En cuando a la justicia y la administración, los cargos hereditarios quedarán abolidos de forma permanente, al igual que las tradicionales compras de cargos efectuadas durante el Antiguo Régimen. Una nueva administración, compuesta por 83 departamentos subdivididos en cantones, distritos y comunas, eliminará la confusa maraña de autoridades y jurisdicciones superpuestas típicas del régimen feudal y señorial, aboliéndose consecuentemente sus respectivos tribunales señoriales y eclesiásticos, que serán disueltos y sustituidos por nuevos tribunales nacionales, departamentales y municipales.

La reorganización fiscal eliminó también los diezmos y los impuestos señoriales, estableciéndose un nuevo sistema impositivo de carácter progresivo basado en una nueva batería de impuestos sobre la tierra, las personas, el patrimonio mobiliario e inmobiliario, y una serie de impuestos sobre el comercio y la industria. Los bienes de la iglesia, incluidas sus ingentes propiedades agrícolas, serán también nacionalizados y puestos a subasta (liquidez inmediata necesaria).

Así las cosas, la Monarquía Constitucional se erigió a partir de este momento como el nuevo sistema político que dirigiría la vida de los franceses. Las tres patas de la Revolución (la Declaración de Derechos, la Constitución y la Constitución Civil del Clero), apuntaladas con el exilio de los absolutistas más recalcitrantes y con el traslado de la realeza a la capital, propició la disolución de la Asamblea Nacional Constituyente, que sería sustituida tras la celebración de las primeras elecciones de la historia de Francia por una nueva Asamblea Nacional Legislativa, que sería la encargada a partir de entonces de profundizar la Revolución dentro del nuevo marco constitucional.

La Revolución Francesa, fuera ya de toda duda, había llegado para quedarse.

Conclusiones:

Resulta paradójico, en primer lugar, observar como la Rebelión Aristocrática, que en un principio preconizaba el refuerzo del poder perdido por la aristocracia, terminó desembocando en la caída del sistema feudal que esa misma nobleza había pretendido reforzar con la convocatoria de los Estados Generales.

En segundo lugar, hay que comprender que el atrevimiento mostrado por el Tercer Estado en la Asamblea no habría sido posible sin la enorme conflictividad social que Francia venía experimentando durante los últimos años Las masas populares en constante rebelión desde mediados de la década de los 80 del siglo XVIII, no sólo crearon las condiciones sociales perfectas para el estallido revolucionario, sino que, casi con total seguridad, fomentaron con su beligerancia el atrevimiento mostrado por la burguesía en los Estados.

Una vez entrados en el inicio del proceso revolucionario, se ha de remarcar que la aristocracia, al igual que el propio Luis XVI, tuvo incontables oportunidades para llegar a un acuerdo y conservar gran parte de sus privilegios si, tal y como hizo la aristocracia británica durante la Revolución Gloriosa (1688), hubiese decidido pactar con el Tercer Estado.

Sin embargo, esas nunca fueron sus intenciones.

Apuntalada en el más absoluto inmovilismo, la aristocracia y la corona jamás sopesaron otra alternativa que no fuese la de someter las aspiraciones del Tercer Estado por medio de la fuerza de las armas, lo cual quedó especialmente patente con el reiterado llamado de fuerzas mercenarias a Versalles.

En el ánimo de los hombres de leyes del Tercer Estado la revolución debía de ser pacífica, pero, si el Tercer Estado logró salir victorioso en su pugna contra la nobleza y la corona, no fue en ningún por medio del diálogo pacífico.

La insurrección popular, providencial salvadora de la neonata Asamblea, forzó poco después, con la llegada del Gran Miedo, la abolición de unos privilegios feudales que, al menos por aquel entonces, no se encontraban dentro de la agenda política de la burguesía.

Así pues, su abolición fue el precio a pagar para seguir teniendo de su lado a sus más imprescindibles aliados: las clases populares.

Sin embargo, pese a la consolidación de la Asamblea y la abolición de los privilegios feudales, el centro del poder político, aún en Versalles, siguió ubicado dentro de los límites geográficos de la aristocracia y la corona, por lo que ambas podían seguir permitiéndose mostrarse en rebeldía frente a las aspiraciones del pueblo y la Asamblea.

Todo esto cambiaría definitivamente con las Jornadas de Octubre, las cuales no sólo trasladaron el poder político a la sede del poder revolucionario, sino que además sentaron definitivamente las bases de la Revolución a través de la sanción real de la Declaración de Derechos del Hombre y el Ciudadano y la redacción de la Constitución Civil del Clero y la Constitución de 1791.

Analizados estos hechos, la evidencia histórica nos hace ver cómo la alianza entre la burguesía y el movimiento popular trajo consigo la irremediable derrota del Antiguo Régimen, incapaz de oponerse a ambas fuerzas a un mismo tiempo. La Revolución siempre avanzó cuando ambas fuerzas caminaron en paralelo. Ésta simbiosis mutualista, venida de la necesidad política del momento, no necesariamente implicó una convergencia de opiniones. A este respecto, Lefebvre apuntará que “el pueblo salvó con su intervención a la Asamblea, pero sería un error imaginar que lo hizo en comunión de ideas con la burguesía”.

El ejemplo más clarividente a este respecto se da a través del análisis del Gran Miedo. El campesinado, articulado ideológicamente a través de la economía moral de la multitud, pretendía restaurar las viejas regulaciones que regían la vida económica y social del campo, mientras que el capitalismo agrícola secundado en la Asamblea abogaba por abolir cualquier tipo de regulación que fuese en contra del laissez faire. Estas tensiones, aún en estado embrionario, supondrán en el futuro una de las mayores tensiones políticas de la Revolución, ejemplificándose así la necesaria divergencia de opiniones entre campesinos y propietarios.

Otro asunto ineludible es la incuestionable importancia de las crisis de subsistencias como elemento catalizador de las tres grandes insurrecciones populares de 1789. Estas crisis, asociadas al complot aristocrático, politizaron de manera determinante unos movimientos populares que, hasta 1789, no habían puesto nunca en cuestión al régimen político imperante. La toma de la Bastilla, al igual que el Gran Miedo y las Jornadas de Octubre, coincidió en el tiempo con los tres mayores picos en el alza de los precios de la harina de 1789, por lo que resulta ineludible remarcar cómo las tres insurrecciones fueron la consecuencia directa de la escalada insostenible de precios, además de la prueba incontestable de la progresiva politización de las masas populares.

El ímpetu de la Francia Revolucionaria caminó siempre en paralelo al hambre (y la politización) de sus clases más desfavorecidas.

Finalmente, tal y como apunta Lefebvre, no debemos olvidar tampoco que “no es el historiador el que puede decidir si el recurso a la violencia era en principio la única salida”, aunque lo cierto es que, tal y como afirmó Buchez a mitad del siglo XIX:

La Asamblea no habría conseguido nada sin la insurrección”.

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