Ni tiene barba, ni siquiera es un hombre blanco
Amparo Serrano de Haro
Profesora en la UNED

Imagen: Mikel Kasaliz
Cuando en los años ochenta del pasado siglo, el iconoclasta cantante francés Serge Gainsbourg afirmó que Dios era un fumador de habanos, reafirmaba, a su peculiar modo, esa tradición occidental de asociar la divinidad a la propia imagen, buena o mala, del artista masculino. Ya que, como dijo Serge, en su lógica irónica y pequeño burguesa, si él mismo fumaba cigarrillos, era plausible pensar en un dios fumador de puros y así creador de nubes.
Desde los tiempos antiguos en que el culto a las deidades era primero una creencia, un símbolo, una palabra, que no se podía pronunciar, constituyéndose lo sagrado sobre el misterio indecible e incomprensible del mundo, la evolución de aquello que varias religiones denominan Dios se ha representado de muy distinta manera.
Llama la atención la visión antropomórfica de la divinidad en la cultura clásica griega, todo un ideal esplendoroso de belleza física para unas conductas lejos de ser modélicas: los dioses y sus rencillas, su comportamiento violento, abusivo, lúbrico y vengativo, que estaba casi siempre demasiado cercano a la propia humanidad.
En la Edad Media, sin embargo, volvió a vencer la fuerza de lo simbólico sobre la “mímesis”, la belleza perdió su valor frente a la palabra, el color y la difícil expresividad de aquello que es inexplicable y cuya representación es, de algún modo, elusiva, a pesar de que (y precisamente por eso) se crean reglas muy estrictas y estereotipadas para hacerlo. Como es lógico, fue también en ese momento en que se produjo una reacción iconoclasta en la cultura cristiana, (presente en también en otras religiones) pero que pronto se vio superada a favor de una visión didáctica de la religión: lo que se llega a llamar la «Biblia de los pobres», es decir, la representación de historias de las Sagradas Escrituras en pinturas para analfabetos. Ya que, según dijo San Juan Damasceno: “Lo que es la Biblia para las personas instruidas, lo es el icono para los analfabetos, y lo que es la palabra para el oído, lo es el icono para la vista…” .

Ábside de San Clemente de Tahull, h. 1133. Museo Nacional de Arte de Cataluña, Barcelona.
Imagen de: https://es.wikipedia.org/wiki/%C3%81bside_de_San_Clemente_de_Tahull
Pero fue en el Renacimiento cuando la asociación entre Dios y el hombre se forja de un modo inequívoco. Esa alianza va a condicionar la representación de un Dios humano que va a durar en el mundo occidental hasta la actualidad. Aunque no es solo la existencia de un Dios con rasgos humanos la que se difunde en las numerosas representaciones que acompañan los lugares y la enseñanza sagrada. De modo solapado y junto a la visión de un Dios artista, que “crea” al hombre, la mujer y al mundo de la nada, surge también la del artista como un dios en pequeña escala, que también es capaz de crear un mundo en un lienzo en blanco o en un bloque de mármol.
Quizás sea la figura de Miguel Ángel uno de los casos en que la conflagración y la unión entre Arte y Religión sea más viva y personalizada, pero también en él se produce una lucha por la primacía de estas dos vocaciones y modos de ser, que es encarnizada y violenta De alguna forma, la Capilla Sixtina es el resultado de esa lucha simbólica entre el arte y la religión. Una guerra que ha dejado hermosas obras y artistas entronizados a dignidades anteriormente reservadas a la más alta nobleza. El artista del Renacimiento es el nuevo Jesucristo, lo que dejan claro obras como el autorretrato de Durero.

Alberto Durero, Autorretrato, 1500. Alte Pinakothec, Múnich.
Imagen de: https://es.wikipedia.org/wiki/Autorretrato_de_Durero_(Alte_Pinakothek)
El hombre ocupa el lugar central de la Humanidad siendo el centro del círculo que se integra en el cuadrado, la famosa máxima vitruviana tantas veces representada.
Como dice Griselda Pollock, resumiendo un pensamiento que ha sido ya expresado por numerosos estudiosos, el Romanticismo vino a corroborar el Renacimiento: “(fue) con la génesis del mito romántico de los siglos XVIII y XIX, cuando el artista no solo heredó el manto de los sacerdotes y se volvió revelador de verdades divinas, sino que también asumió un estatuto semidivino como heredero del Creador original” (Pollock, G (1981) p. 105).
Durante mucho tiempo, ese fue el consenso aceptado, la capacidad de creación del artista se compensaba con el sufrimiento humano que sus dones le acarreaban y, finalmente, su propia redención o “resurrección” venía de la mano de la indudable calidad de sus obras.
Sin embargo… la ruptura de la fe en Dios, a nivel generalizado y cultural, fue la primera de muchas rupturas que culminan con la pérdida de la fe en la especie humana que se produce en el siglo XX después de la Segunda Guerra Mundial. Sobre todo, frente a la incomprensible crueldad de las terribles matanzas de civiles que se produjeron en Alemania con el holocausto judío.
Esa pérdida de fe en el hombre fue, además, consolidándose por otros factores, el hombre había fallado en su misión, no solo con respecto a sus semejantes, sino también con respecto al planeta Tierra. La sociedad patriarcal y su alianza con la deriva tanto política como social del capitalismo feroz, habían creado un mundo injusto y violento, muy lejos del paraíso prometido: el papel del hombre-dios había fracasado.
Es entonces cuando el movimiento feminista de la segunda ola, en las décadas de los sesenta y setenta, se involucra en la política y la cultura. No es solo una lucha de las mujeres por acceder al poder real (el del conocimiento, el del dinero, el de la política), es también un deseo de cambiar “las cosas”, el mundo, el rol femenino y el masculino (Puleo, 2010, p. 41).
En esos años, las pintoras empiezan a representar a diosas femeninas, a veces reemplazando la famosa creación de Adán por Dios de Miguel-Ángel, por la creación de Eva por una “Diosa” (otras veces recuperando antiguos cultos matriarcales basados en la naturaleza). Esta imagen de la “Diosa y Eva” junto con la de Cristo con los apóstoles, son las dos escenas que más se representan en obras feministas. Tanto Judy Chicago, Mary Beth Edelson, Harmonia Rosales han recreado estas escenas fundacionales, pero transformando lo masculino en femenino. Jesucristo como sus apóstoles se convierten en figuras femeninas en torno a una mesa…las mujeres que antes eran las sirvientas invisibles ahora toman el lugar de los hombres. La mesa también es motivo de inspiración en Louise Bourgeois, donde tiene lugar el sacrificio del Padre.

Judy Chicago, The Dinner Party, 1979. Brooklyn Museum.
Imagen de: https://es.wikipedia.org/wiki/The_Dinner_Party
La ecología, los cuidados, el pacifismo, políticas de consenso y de empatía típicos del feminismo son opciones casa vez más valorados como solución a los enfrentamientos y la violencia anteriores.
La mujer, o lo que la mujer ha representado a lo largo de la Humanidad, como ese “otro” cercano a la naturaleza y los sentimientos. (Beauvoir.S (1949) p- 31), es ahora la esperanza de la humanidad. La forma en que se representan a sí mismas es indicativo de ese cambio de valores y debe iniciar el cambio en el modo en el que las representa la sociedad.
Esencialmente, la forma en que las mujeres artistas (en general, pero sobre todo las contemporáneas) representan el cuerpo femenino con respecto a los hombres, sería diferente: sin finalidad erótica, con una menor idealización y mayor intimidad. Los contornos se vuelven más blandos menos cortantes y más íntimos, más borrosos. En ese particular es muy significativa la obra de Jenny Saville, cuyos grandes cuerpos extensos y poco formados, como prados de carne o piel-paisaje, se ven cercenadas por las líneas cortantes que la civilización de la ropa interior femenina (una especie de primera señal de domesticación) o el dibujo correctivo de un supuesto cirujano de cara a una operación de cirugía estética, trazan sobre su físico. También es interesante el uso que Tracy Emin le ha dado, lo dibuja en continuo movimiento o transformación. Esta narrativa de fusión y confusión, de pulsiones colectivas e individualización, en la que cada individuo decide sus propios límites es a lo que aspiran las artistas mujeres. Ni el físico, ni la identidad de la mujer pueden ya definirse como un objeto erótico, un ideal fijo, un “otro” o “cajón de sastre” (en el que se vierte todo lo que la Patriarcado rechaza), sino que al igual que el hombre tiene la libertad de poseer una identidad cambiante y en perpetua transformación, como en la vida. Es en aquello que todo hombre y toda mujer son sujeto (no objeto), libres y autónomos, en lo que son como… ¿Dios?
Bibliografía, notas y fuentes:
Beauvoir, S (1949), Le Deuxième Sexe. París: Gallimard.
Focillon, H (1987). La Escultura románica. Investigaciones sobre la Historia de las formas. Madrid: Akal
Grabar, A (1998). La iconoclastia bizantina, Madrid: Akal
Guerra, M (1978): Simbología Románica. El Cristianismo y otras religiones en el Arte Románico.
Madrid: Fundación Universitaria Española. Madrid.
Harari, Y. N ( 2011), De animales a dioses. Madrid: Debate
Parker, R y Pollock, G (1981), Maestras antiguas. Mujeres arte e ideología. Madrid: Akal
Puleo, A. H. (2010). “Lo personal es político: el surgimiento del feminismo radical”, en Amorós, C. y Miguel, A. Teoría feminista: de la Ilustración a la globalización. Del feminismo liberal a la posmodernidad, vol.2. Madrid: Minerva, pp. 35-67.
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