Felipe Juaristi
Escritor

Imagen: Juan Gabriel Vich
1
“Sólo una cosa no hay. Es el olvido”. Leo en un poema de Jorge Luis Borges. Fue un lector eficaz y apasionado de los clásicos y, como aquellos, amaba la paradoja. Recuerdo que en una entrevista le preguntaron: “¿No será el olvido la mejor cara del recuerdo?”. Borges respondió: “Sí, pero si así fuese, podemos afirmar que la peor cara del olvido es el recuerdo”. Memoria y olvido se entrelazan y confunden en Borges, porque el tiempo es para él, como para otros, una abstracción. Memoria es el olvido rezagado; olvido, la memoria adelantada. Memoria y olvido son complementarios. No hay olvido sin memoria, ni memoria sin olvido. Para olvidar es preciso recordar, y para recordar, asimismo, olvidar.
El escritor, la escritora, luchan, generalmente, contra el olvido. Nada quieren olvidar, todo lo quieren recordar.
Escribo, escribimos, escriben para recordar y ser recordados.
El olvido es una tarea que nos impone la vida. Es preciso olvidar, a veces, para que el pasado no se vuelva una carga dura de llevar. Es preciso olvidar, a veces, porque el insoportable peso del pasado empuja al precipicio lo que insiste en perdurar. Recordar es también una tarea que nos asigna la vida. Sin memoria nunca sabremos qué somos. Ignoraremos, también, la cuestión fundamental: ¿qué hemos sido? Sin embargo, está arraigándose entre nosotros la costumbre de ignorar lo que hemos sido, porque dicho desconocimiento ayuda a asumir eso en lo que nos hemos convertido. Sigue siendo difícil, aún hoy, conocerse a sí mismo. Somos un instante sumidos en una eternidad indescifrable. Todo ello, enseguida, se convierte en brizna del pasado, presente que se lleva el viento.
No hay lucha entre pasado y presente, como no la hay entre memoria y olvido. Van de la mano; quien prefiere memoria a olvido, o presente a pasado, está obligándose a vivir en un mundo sin tiempo, como si fuese un fantasma, un ente puro y transparente, un ser sin heridas ni arrugas precisas.
La memoria ha de olvidar, y el olvido recordar. Es una paradoja, pero la vida es así. No se puede recordar todo, ni se puede olvidar nada. La memoria es mortal. También el olvido.
El recuerdo renueva el dolor, pero el olvido sólo puede limpiar las cicatrices. Están a la vista, como recuerdo.
2
Hay palabras que no tienen significado preciso, que se dicen casi por azar. La palabra “dolor” es una de ellas. No es lo mismo doler que dolerse de algo. Sufrir no es dolerse. El sufrimiento es la consumación del dolor, su cúspide, su cénit. El dolor es más llevadero que el sufrimiento. Tiene otra abertura, otro adagio, otro final, pocas veces alegre. De dolor a dolor hay muchos mundos, tantos como los haya de la alegría a la pena.
Escribo, escribimos, escriben para ahuyentar y apaciguar el dolor.
Lo que escribimos no salvará el mundo, ni nos redimirá, pero puede ayudar y dar un empujón con la fuerza inherente de la letra para que el mundo sea más habitable. Pero la letra no es pura grafía, tiene cuerpo y alma. Escribir, por tanto, nunca ha sido fácil, ni en euskara ni en castellano. Para escribir bien no es suficiente dominar los términos de la lengua, aunque conocer los recovecos del diccionario, hasta los últimos arcanos, saber sobre los cambios y mutaciones de cada palabra y repetirlos como un bertsolari sirvan de ayuda o consuelo. Para escribir no es suficiente que el mundo de la ficción sea más exquisito que el mundo real, que el escritor haya cultivado y recogido un rico manojo de metáforas, aunque sirva de apoyo. Para escribir es preciso, como condición primera y fundamental, poseer la libertad. Es imposible, de todas maneras, definir qué es la libertad, al menos en toda su extensión. Si intentamos atraparlo, se escapa de las manos, como un pez de lomo plateado. La libertad es un pez, o un pájaro, un pájaro que se ha convertido en pez. Ignoro las veces que aparece en los textos escritos en euskara la palabra “libertad”. No soy experto en cuestiones filológicas ni tengo aprecio a la estadística como ciencia, pero diría que son muchas. Quien escribe puede imaginarse la libertad, sin vivirla, porque el mundo de los escritores pertenece al reino de la imaginación, en cierta medida. Puede imaginarse el sufrimiento, sin que le rocen las esquirlas. Puede imaginarse a alguien, y puede imaginar su dolor, su desasosiego, su soledad, su silencio. Puede escoger. Los otros somos nosotros.
Raúl Guerra Garrido, por estar vigilado, ha vivido sin libertad. Y, sin embargo, ha escrito. El escritor o escritora que, en su fuero interno, se sienta libre escribirá como si lo fuese, de cara a los demás. La imaginación no tiene límites ni barreras. La imaginación es libre y, a la vez, esclava. Quien se sienta libre vivirá libre, con la ayuda de la imaginación. Pero hay quienes creyéndose libres han asumido el oficio de esclavos o de verdugos, a saber.
3
Raúl Guerra Garrido, como otros muchos literatos, ha sido un testigo moral, al menos para mí.
No es mi intención citar o definir aquí las diferencias sustanciales que existen entre el concepto de moral y el de ética. Guerra Garrido describe el mal y, nos muestra el dolor que dicho mal ha sembrado. Lo trae a escena, lo deja ahí a la vista, para que lo contemplemos. No hay más que leer Lectura insólita del Capital o La Carta. Puso nombre al mal, cuando carecía de él, le pintó ojos y corazón, para que mirándolo supiésemos qué era aquello que nos estaba cercando.
Escribo, escribimos, escriben, por ser y para ser testigos.
Después de haber sucedido lo que ha sucedido entre nosotros, no se puede afirmar que hayamos estado sobrados de testigos morales. Diría más; han sido pocos los escritores que, superando el miedo y la incomodidad, sobreviviendo a la incomodidad del miedo y al miedo a incomodar, han levantado su voz para mirarle al mal y maldecir su nombre. No pudiendo expresar el dolor verdadero, la literatura vasca ha inventado otro que en nada se parece a lo sucedido. Se ha organizado una representación del dolor, y el dolor, disfrazado, ha acabado escondiéndose. La literatura vasca carecerá de futuro, si no es capaz de recoger en sus textos la mirada de las víctimas y de quienes han sufrido.
Dudo, sin embargo, de que tal cosa suceda.
Quizás haya habido una crueldad excesiva y desmesurada. La historia se ha convertido en fábula, la realidad en ficción. El dolor ajeno, el de los “otros” se ha vuelto motivo de regocijo; la tragedia es una farsa. La verdad ha sustituido a la mentira; el sufrimiento se ha transformado en una lenta pesadilla alentada por el alcohol. Se confunden bien y mal; se ha retorcido el significado de la palabra “honradez”, hasta borrarlo con malas artes. A la comodidad la llaman compromiso, con la bendición de todos los santos habidos y por haber. Han deformado tanto las vidas de los “demás”, que se hacen ahora mismo irreconocibles. Lo llaman desmitificación. Los héroes, siempre los “nuestros”.
No ha sido fácil, no es fácil, proclamar a los cuatro vientos las creencias de cada cual. Ha sido siempre más cómodo ocultar las propias ideas, incluso los sentimientos, en la caja fuerte de la conciencia.
Guerra Garrido no ha huido, no se ha ocultado, aunque haya estado vigilado. Ha escrito, viviendo bajo amenaza; ha escrito, aunque haya sido despreciado e insultado; ha escrito, aunque haya sido marginado, aunque hayan intentado desposeerlo de su dignidad.
El dolor, cuando se sabe llevarlo, nos hace significativamente mejores. En la lucha entre libertad y temor, si la libertad se alza victoriosa, es cuando el trabajo del escritor vale la pena.
4
Conozco a Raúl Guerra Garrido desde hace mucho tiempo, desde 1984, creo. Nos reuníamos para hablar de literatura, en la sede que la editorial llamada Primitiva Casa Baroja tenía en la Plaza de la Constitución en Donostia. Éramos muchos los que acudíamos a dicha tertulia y la charla solía durar horas. Aunque la situación política fuera entonces confusa y no carente de violencia, nada presagiaba que iba a tomar el rumbo que más tarde tomó. Salíamos de la reunión e íbamos a comer o a beber algo. Siempre había una manifestación cerca, en las calles adyacentes de la Parte Vieja y lo que es normal en ellas, mucho grito y mayor alboroto. Sin embargo, solíamos andar tranquilos, pensando que el ser escritores nos iba a salvar de las garras del miedo. Entonces, la esperanza era un territorio frico y fructífero y, poco a poco, se fue disminuyendo y empobreciéndose.
He intervenido en muchos encuentros de escritores, fuera del País Vasco. He aprendido en todos y cada uno de ellos. He mirado con asombro y admiración a los escritores de otros lugares. Comentaban que sus problemas normalmente eran sólo técnicos: cuestiones de estilo, búsqueda del ritmo necesario, revisión de asonancias. Eran asuntos puramente formales. Y entonces me decía a mí mismo que tenía que ser bonito que, a la hora de escribir, sólo aparecieran problemas técnicos. Eso no nos ha sucedido. Además de superar los problemas técnicos, inherentes al oficio de escribir, el escritor vasco ha tenido que enfrentarse al miedo: miedo a pensar, miedo a escribir, miedo a publicar, miedo al miedo.
En el presente año, una vez pasadas las Navidades, tuve la ocasión de entrevistar a Guerra Garrido. La última pregunta fue si él alguna vez había sentido miedo. Se le cambió el color de la cara, un casi imperceptible movimiento agitó su boca, como una pequeña ola, se le humedecieron los ojos. Lo entendí. No se puede contar nuestra historia, prescindiendo del miedo.
El miedo a morir es, entre los miedos, el peor de todos, por ser el más esquivo y, a la vez, el más obsesivo. No da tregua, ni de noche ni de día. Deforma nuestro cuerpo y nuestra mente, hasta hacerlos extraños, diferentes, otros, en definitiva.
Escribo, escribimos, escriben para domesticar el miedo.
Hay miedos que nunca se abandonan. Por mucho que los aventemos, quedan pegados a la piel, como el sudor grueso y de olor penetrante. Se supera, claro, cuando el escritor aprende a convivir con dolor, cuando se acepta como es.
Sólo cuando muere calla el escritor.
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