José Lázaro
Profesor de la Universidad Autónoma de Madrid

Imagen: Alfaguara Editores
En el diálogo que sostuve con Vargas Llosa sobre su libro —publicado originalmente en inglés, en 1991 y traducido con su colaboración en 2020 al español— La realidad de un escritor, hablando del primer viaje juvenil que hizo a la selva amazónica del Perú señala entre sus frutos tres novelas (La Casa Verde, Pantaleón y El hablador); de la tercera dice estar muy orgulloso, aunque de todas sus obras narrativas sea la menos conocida, la menos divulgada1. «””
Por otra parte, precisamente en La realidad de un escritor, Vargas Llosa recuerda que cuando trabajaba en La Casa Verde (1966) fracasó en el intento de meterse en la cabeza de un indígena, Jum, y de reproducir directamente su forma de hablar; dice que no logró construir desde dentro a aquel personaje, un indio de una pequeña tribu amazónica: “Me fue totalmente imposible inventar una descripción convincente de un hombre que me era tan lejano desde el punto de vista cultural, que no tenía con el mundo una relación racional sino mágica”. Trató de imaginar su vida, el contenido de su mente y el lenguaje en que se expresaría, pero reconoce que solo logró “páginas artificiales, falsas, torpemente folclóricas”. Tuvo que renunciar a darle su propia voz y acabó narrando su historia “no desde su punto de vista, sino desde la perspectiva de intermediarios y testigos a quienes podía concebir mejor”.2
Se puede plantear la siguiente hipótesis: El hablador (1987) es la menos leída de las novelas que escribió Vargas Llosa porque en sus capítulos III, V y VII (precisamente aquellos en los que habla directamente el personaje que le da título, un narrador ambulante de la tribu machiguenga) su autor logra lo que no había logrado, veinte años antes, en La Casa Verde: dar voz a un personaje literario que no se expresa, como procuramos hacer nosotros, en un lenguaje en el que predomina el pensamiento lógico sobre el mágico, sino directamente en el habla primigenia en que ocurre lo contrario. Esos tres capítulos son el Finnegans Wake, de Vargas Llosa, el texto en que consiguió, dos décadas después de su primer y frustrado intento, plasmar sobre el papel la forma originaria, básica, del lenguaje humano: de ahí deriva la dificultad de su lectura y el hecho de que ese libro derrote a muchos lectores habituales de sus novelas.
Mi hipótesis se puede reforzar con un párrafo en que él mismo se refiere al fondo del asunto; se encuentra en el capítulo VI de El hablador (uno de los que están escritos en el estilo transparente que Vargas Llosa alcanzó a partir de Pantaleón) donde el autor se pregunta: “¿Por qué había sido incapaz, en el curso de todos aquellos años, de escribir mi relato sobre los habladores? La respuesta que me solía dar, cada vez que despachaba a la basura el manuscrito a medio hacer de aquella huidiza historia, era la dificultad que significaba inventar, en español y dentro de esquemas intelectuales lógicos, una forma literaria que verosímilmente sugiriese la manera de contar de un hombre primitivo, de mentalidad mágico-religiosa”.3
Exacto: para llegar a reproducir esa forma de contar hay que retroceder hasta formas muy arcaicas del lenguaje (arcaicas tanto en sentido filogenético como ontogenético), ejercicio extremadamente difícil de realizar para todo el que no sea un niño muy pequeño, un miembro de culturas preneolíticas, un parapsicólogo, un borracho o un orate.
La razón está, en mi opinión, bastante clara: lo que solemos llamar “pensamiento mágico” y “pensamiento lógico” no son dos formas de funcionamiento mental que se dan en dos tipos distintos de seres humanos sino que coexisten siempre en todos ellos. El pensamiento mágico es el primero cronológicamente (tanto para la especie como para el individuo) y sobre él se desarrolla, poco a poco, a lo largo de unos años (en los niños) o a lo largo de los siglos (en la especie) el pensamiento lógico, que va creciendo sobre el anterior y ocultándolo en la capa más profunda de la mente; ocultándolo, pero nunca suprimiéndolo. Por eso nuestra forma de pensar, imaginar, hablar o escribir es siempre una mezcla de ambos planos. El mágico predomina, como hemos dicho, en niños, salvajes, alcohólicos, supersticiosos y delirantes, pero también en la poesía rica en metáforas y metonimias, en el arte surrealista o (como muy bien vio Freud) en nuestros sueños y lapsus de cada día. El lógico predomina en los razonamientos bien construidos, en la reflexión coherente, en las demostraciones científicas. Pero, de un modo u otro, todo lenguaje humano es una mezcla de ambos, aunque cada caso concreto de pensamiento y de discurso los contenga a uno y otro en muy diferente grado.
El descubrimiento del pensamiento mágico
En las primeras décadas del siglo veinte se habló mucho de este tema, que hoy se considera intolerable: el tipo de pensamiento común a los niños, los primitivos, los borrachos, los hechiceros, los surrealistas y los enfermos mentales; una forma de habla en que la lógica tiene menos peso que la libre asociación de imágenes entre cosas que se parecen o que están en contacto físico (simples asociaciones mentales por analogía o por contigüidad).
Sin salir de la biblioteca en Cambridge, Frazer describió en La rama dorada los mecanismos mentales de numerosas tribus primitivas. Denominó a uno de ellos “magia imitativa u homeopática”, que se basaría en la ley según la cual “lo semejante produce lo semejante”; del hecho de que dos cosas sean análogas se deduciría (erróneamente) que una es la causa de la que otra es efecto y que por tanto es posible actuar sobre algo sin más que imitarlo. Es la analogía la que hace que dañando un muñeco de cera se pretenda destruir a un enemigo, o que cuidando la pata de una silla se crea estar curando la pata de una oveja.
El otro tipo de vínculo descrito por Frazer es el de contigüidad, que fundamentaría la “magia contaminante o contagiosa”. Se basa en la creencia según la cual las cosas que una vez estuvieron en contacto físico podrían seguir actuando posteriormente una sobre otra. Esto permitiría manipular un objeto material para causar efectos en la persona o animal que anteriormente había estado en contacto con él. En esta segunda creencia se basa el cazador que antes de poner la flecha en el arco introduce la punta en su boca, para asegurarse de que en ella acabará la presa contra la que va a lanzarla. O el ejemplo, recogido por Plinio, de la creencia en que “si se ha herido a un hombre y se está apenado por ello, no hay más que escupirse en la mano heridora y el paciente se sentirá instantáneamente aliviado”.
Estos dos mecanismos básicos y profundos de toda mente humana fueron redescubiertos varias veces a lo largo del siglo veinte. Freud llamó condensación (por la cual dos cosas análogas, en el fondo o en la forma, se confunden) y desplazamiento (por el cual dos cosas contiguas se intercambian) a los mecanismos básicos del inconsciente y sobre ellos construyó su técnica terapéutica: la libre asociación de ideas. Los procesos conscientes, según Freud, tienden a respetar las leyes de la lógica —los principios de identidad y de no contradicción—; gracias a ello, transmiten significados coherentes que facilitan la comunicación clara y distinta. Por el contrario, los mecanismos mentales del inconsciente no respetan las leyes lógicas, no tienen criterio de temporalidad, confunden lo anterior con lo posterior, ignoran la causalidad y no distinguen entre la realidad psíquica y la del mundo externo. El inconsciente es el reino del puro pensamiento mágico.
Pero fue Roman Jakobson el que articuló todas esas observaciones entre sí y consideró el pensamiento asociativo-mágico-religioso como un plano profundo de todo pensamiento humano: el de las asociaciones metafóricas (por analogía) y metonímicas (por contigüidad). Las primeras permiten seleccionar el léxico; entre el conjunto de términos más o menos semejantes que nos ofrece la lengua, se escoge uno (descartando automáticamente otros), para colocarlo en un determinado punto del discurso. La otra operación consiste en ir combinando los elementos del lenguaje elegidos, poniéndolos uno tras otro para formar el discurso lineal.
Todo esto quiere decir que las relaciones de asociación y contigüidad no serían una peculiaridad del llamado “pensamiento mágico”, sino que se convertirían, con Jakobson, en la base de una teoría general del lenguaje. El mecanismo de la metáfora (en que un término es sustituido por otro semejante) y el de la metonimia (en que es reemplazado por otro contiguo) ya no serían una exclusiva del poeta o del chamán, sino que estarían integrados en nuestro lenguaje cotidiano hasta el punto de pasar desapercibidos gracias a su descodificación automática; no serían un adorno retórico sino un fundamento estructural. Así, mientras un profesor explica la teoría de Jakobson, uno de sus alumnos puede estar pensando: “A ver si acaba pronto con este ladrillo y me puedo ir a tomar una copa”. Y para hacerlo no necesita parase a analizar la analogía metafórica que existe entre la pesadez del ladrillo y la de soportar discursos metalingüísticos, ni la relación de contigüidad metonímica que permite llamar copa al líquido, generalmente alcohólico, que el vidrio de la copa contiene.
Con todos estos redescubrimientos del mismo mediterráneo, no extrañará que Wittgenstein, en sus anotaciones sobre La rama dorada, escribiese: “Cuando leo a Frazer me gustaría decir continuamente: todos esos procesos, esos cambios de significado los seguimos teniendo ante nosotros, en nuestro lenguaje hablado”.
En las fases originarias del lenguaje (infantiles o primitivas) y en las regresivas (intoxicaciones, patología mental) afloraría el estrato profundo, originario. En los poemas de Góngora el pensamiento asociativo tendría más peso que el lógico, al contrario de lo que ocurre en El discurso del método. El razonamiento matemático tiende a excluir el pensamiento mágico, que es fundamental en las películas de Buñuel.
En los manuales de psicopatología escritos hace cien años se solían dedicar varias páginas a analizar el pensamiento mágico. Hoy no se suele encontrar ese tema en los manuales y tratados vigentes. Ha sido proscrito. Y lo ha sido por una razón muy concreta: porque se considera políticamente incorrecto comparar a los ahora llamados “pueblos cazadores-recolectores” con los niños, los parapsicólogos, los alcohólicos o los psicóticos. El pensamiento mágico desapareció hace ya tiempo de los libros de texto: fue una de las primeras víctimas del neopuritanismo que se ha convertido en la auténtica religión triunfante de nuestro tiempo. Ya no se puede hablar de él. Cosa que tiene cierta gracia porque demuestra una de las leyes básicas del propio pensamiento mágico: aquello que no se nombra deja de existir. Como si la realidad exterior obedeciese a nuestras elecciones terminológicas.
Cuando Nélida Piñón escribió su artículo “El hablador, novela experimental”, acertó al señalar que el protagonista, “recorre las tierras machiguengas con la finalidad de cumplir el deber moral de narrar” y ejerce ese deber “en oposición frontal a los dueños del progreso científico, a los teólogos, a los que conducidos por la verdad racional, insisten en refutar la porción sagrada y mágica de la sociedad humana”.4 Y el propio Vargas Llosa describe la naturaleza aparentemente caótica de ese discurso cuando, recogiendo un relato del lingüista Edwin Schneil, que incluye como personaje de la novela, lo presenta diciendo que hablaba “de las cosas que se le venían a la cabeza. De lo que había hecho la víspera y de los cuatro mundos del cosmos machiguenga, de sus viajes, de hierbas mágicas, de las gentes que había conocido y de los dioses, diosecillos y seres fabulosos del panteón de la tribu. De los animales que había visto y de la geografía celeste, un laberinto de ríos cuyos nombres no hay quien recuerde. A Edwin Schneil le costaba trabajo seguir, concentrado, ese torrente de palabras en que se saltaba de una cosecha de yucas a los ejércitos de demonios de Kientibakori, el espíritu del mal, y de allí a los partos, matrimonios y muertes en las familias o las iniquidades del tiempo de la sangría de árboles, como llamaban ellos a la época del caucho.5
El discurso “machiguenga” en que realiza sus relatos el hablador de la novela tiene un altísimo componente de pensamiento mágico (como lo tiene la conducta de los nativos que cometen crímenes rituales en la novela Lituma en los Andes). La dicotomía entre pensamiento mágico y lógico también es clave para el análisis del indigenismo andino que Vargas Llosa realiza, a través de Arguedas, en La utopía arcaica: “un mundo ancestral, animista, irracional y mágico que coexiste, semioculto, con el más moderno y occidentalizado”, escribe.6 Sin el pensamiento mágico-religioso no se entiende el efecto que produce El Consejero entre sus fieles, ni muchos otros episodios de sus ficciones. Quizá porque sin él no se entiende la estructura profunda del pensamiento y del lenguaje humanos.
Volvamos al capítulo inicial de La realidad de un escritor, en el que Vargas Llosa anota, como veíamos al principio: “Recuerdo que al escribir La Casa Verde quería tener como protagonista a un personaje indio, un hombre primitivo de una pequeña tribu en la región amazónica. Trabaje mucho para crear ese personaje desde dentro con el fin de mostrar al lector su subjetividad, la forma en que había asimilado ciertas experiencias con el mundo de los blancos. Pero no lo logré. Me fue totalmente imposible inventar una descripción convincente de un hombre que me era tan lejano desde el punto de vista cultural, que no tenía con el mundo una relación racional sino mágica”.
Pero lo que Vargas Llosa que no había logrado en La Casa Verde, —escribir parte de los capítulos del libro directamente en el lenguaje del pensamiento mágico— lo consiguió plenamente en El hablador, donde en lector se encuentra con párrafos como estos:
“Después, los hombres de la tierra echaron a andar, derecho hacia el sol que caía. Antes, permanecían quietos ellos también. El sol, su ojo del cielo, estaba fijo. Desvelado, siempre abierto, mirándonos, entibiaba el mundo. (…) No había daño, no había viento, no había lluvia. Las mujeres parían niños puros. Si Tasurinchi quería comer, hundía la mano en el río y sacaba coleteando, un sábalo; o, disparando la flecha sin apuntar, daba unos pasos por el monte y pronto se tropezaba con una pavita, una perdiz o un trompetero flechados. (…)
Los que se iban, volvían, metiéndose en el espíritu de los mejores. Así, nadie solía morir. (…) ¿Por qué, pues, si eran tan puros, echaron a andar los hombres de la tierra? Porque, un día, el sol empezó a caerse. Para que no se cayera más, para ayudarlo a levantarse. Es lo que dice Tasurinchi. (…) Los recién nacidos nacían andando, los ancianos morían andando. (…)
Los huacamayos venían a arrullarse en los hombros de la gente. Las crías del tigrillo mamaban de las tetas de las mujeres. (…). Cada vez que atacaban los mashcos y veía ralear a la gente, Tasurinchi señalaba el cielo: “El sol se cae”, diciendo. “Algo malo hemos hecho. Nos habremos corrompido, quedándonos tanto tiempo en un mismo lugar. Hay que respetar la costumbre. Hay que volver a ser puros. Sigamos andando”.7
Bibliografía, notas y fuentes:
1Entrevista a Mario Vargas Llosa: “Un escritor no tiene derecho a negar su pasado”, Letras Libres, 28 de marzo 2021: https://www.letraslibres.com/espana-mexico/literatura/entrevista-mario-vargas-llosa-un-escritor-no-tiene-derecho-negar-su-pasado
2 Mario Vargas Llosa: La realidad de un escritor, 1991. (Madrid, Triacastela, 2020, pg. 67-68 y 125-127).
3 Mario Vargas Llosa: El hablador, 1987. (Obras Completas, IV, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2005, p. 156)
4 Nélida Piñón: “El hablador, novela experimental”, Umbral, Revista de Educación, Cultura y Sociedad, III, 4, marzo 2003: 52-59, p. 56.
5 Mario Vargas Llosa: El hablador, 1987. (Obras Completas, IV, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2005, pp. 172-3).
6 Mario Vargas Llosa: La utopía arcaica, 1996. (Obras Completas, VI, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2005, p. 1066).
7 Mario Vargas Llosa: El hablador, 1987. (Obras Completas, IV, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2005, pp. 60-65).
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