Entrevista a Mario Vargas Llosa

Escritor

Para todo escritor, joven o viejo, Mario Vargas Llosa es —sin lugar a duda— referencia indispensable para el buen hacer de su oficio. En mi caso, lo descubrí recién pasada la mayoría de edad, quedando fascinado por sus perros del Leoncio Prado. Este 2023 se cumplen 60 años de aquella primera novela y desde entonces no han dejado de lloverle los premios: el Biblioteca Breve y el de la Crítica Española (1963), el Rómulo Gallegos (1967), el Príncipe de Asturias de las Letras (1986), el Planeta (1993), el Cervantes (1994), el Nobel de Literatura (2010),… Es una suerte y un honor contar con tan ilustre colaboración, atendida —desde el primer momento— con una generosidad y amabilidad infinitas.

Pregunto desde el sosiego y la calma. La conversación gira pausada…

Juan Alberto Vich— Si por algo se caracterizan los «booms«, Mario, es por la concreción temporal de su estallido y por su grado de alcance. En su caso, ¿qué encendió la mecha que motivó su acercamiento a España?

Mario Vargas Llosa— Estaba yo en Londres, enseñando en el King’s College, que me dejaba bastante tiempo libre y muy contento porque descubrí que me gustaba enseñar, cuando un buen día del año 69 llegó a mi casa Carmen Balcells que era una fuerza de la naturaleza y estaba comenzando sus gestiones como agente editorial, en la que luego tendría muchos éxitos. Me exigió que renunciara de inmediato al King’s College y me fuera a Barcelona. Le pregunté si estaba loca porque yo tenía dos hijos y una mujer, a los que debía mantener y, entonces, mis derechos de autor no me permitían hacerlo. Me aseguró que ella se encargaría de que mis derechos de autor fueran los mismos, o quizás más que mi salario del King’s College, además de asegurarme que estaba perdiendo el tiempo con las clases porque yo tenía que dedicarme solo a escribir. Carmen era la persona más buena del mundo pero cuando se le metía algo en la cabeza solo cabía matarla o acceder a sus deseos. Finalmente consiguió que renunciara al King’s College y me fuera a Barcelona.

J. A. V.— Hemos aludido al Boom latinoamericano, que incluyó entre sus representantes a Gabriel García Márquez, Julio Cortázar, Carlos Fuentes,… Junto a ellos, vivió en Barcelona durante la primera mitad de los 70, cuando el franquismo daba sus últimos coletazos. Siempre recuerda con cariño aquella época… ¿Qué espíritu y ambiente cultural se respiraba en Barcelona en aquella época?

M. V. LL.— Pasé allí cinco años y no me he arrepentido nunca de haberlo hecho. Era el período inaugural del llamado «Boom» latinoamericano y su capital fue, sin duda, Barcelona, así como esta ciudad era, en esos años, la capital literaria de España porque era el lugar al que iban todos los españoles que querían sentirse ya en Europa. Es difícil explicar para mí la bella atmósfera que se respiraba en la ciudad condal. Allí se produjo el reencuentro de los escritores españoles y sudamericanos que durante los cuarenta años de franquismo se habían dado la espalda hasta llegar a desconocerse totalmente. En Barcelona se volvieron a enredar esos destinos que no debieron nunca separarse, porque los escritores estuvieron siempre a la vanguardia de la lucha contra el franquismo y nunca fueron «independentistas» como, por lo menos, los que yo conocí y traté en esos años espléndidos. Y lo era así porque existía el sentimiento de que la dictadura caería más pronto que tarde y vendrían la democracia y la libertad, y la cultura desempeñaría un papel de primer plano en esa nueva sociedad.

J. A. V.— Parece un lugar de ensueño, un espacio para la convivencia y la unión, muy distinto a lo que en la actualidad —y por desgracia— conocemos…

M. V. LL.— Ese era el clima que se respiraba en la Barcelona que yo conocí y viví. Españoles y latinoamericanos nos veíamos con mucha frecuencia, encontrábamos sin más un lenguaje común y era espléndido vivir allá donde se modernizaban las costumbres y la literatura parecía más viva que en otras partes y la mejor explicación de la vida y de los sueños de futuro. Estoy seguro de que nadie me cree ahora cuando digo que nunca conocí, en esos cinco años, a algún «independentista» catalán. Cuando me encerré con mis amigos catalanes en Monserrat, había allí comunistas, socialistas, demócratas cristianos e independientes libertarios, pero no recuerdo a ningún «independentista» porque no los había o porque estaban en franca minoría. Allí vivían ya, García Márquez, José Donoso y Jorge Edwards pero muchos otros latinoamericanos, como Julio Cortázar o Carlos Fuentes, iban allá con frecuencia y nos veíamos mucho. La dictadura había aumentado nuestra fraternidad y las discrepancias políticas entre nosotros se borraban ante las grandes coincidencias que teníamos. Yo terminé allí de escribir «Pantaleón y las visitadoras», cuya atmósfera risueña y divertida tiene sin duda mucho que ver con la alegría que sentíamos y la gran amistad que nos unía. Y escribí buena parte de “La tía Julia y el escribidor” aunque esta última novela la terminé solo en Lima. Lo que recuerdo de Barcelona en aquellos años era la atmósfera de libertad que habíamos creado entre nosotros mismos aunque en España no existiera. Llegaban de inmediato las noticias y los libros de Italia, Francia, y de Inglaterra y de EEUU y de Alemania, de manera que uno se sentía en el centro del mundo. A diferencia de lo que ocurría en Madrid, que nos parecía lejos de todo y seguía siendo, en aquellos años, una ciudad muy provinciana. Hay que decir que pocas personas contribuyeron tanto a esa atmósfera culta y libre de la Barcelona de la segunda mitad de los años 70 como Carmen Balcells y Carlos Barral que fueron, sin duda, los pioneros en prestar atención a los escritores latinoamericanos y que contribuyeron mucho a convencer a los editores barceloneses de editarnos. Luego, con la libertad verdadera, vendrían las disensiones, los agravios políticos y las diferencias que irían separando a ese grupo tan querido y compacto que formábamos. Pero siempre he extrañado Barcelona, esas magníficas lecturas y esos grandes amigos y esa bella ciudad a la que ahora desconozco y que siempre recuerdo con nostalgia.

J. A. V.— El aumento de la oferta de publicaciones y el auge de la autoedición ha convertido la venta de libros en asunto de marketing y mercado. ¿Ha reducido, este hecho, la calidad literaria? ¿Cómo ha percibido la evolución del mundo editorial en España desde la publicación de La ciudad y los perros en el 63?

M. V. LL.— Tengo la impresión de que hace 60 años, los escritores y artistas escribían con más libertad que con la que lo hacen ahora. Este es un fenómeno que afecta a todos los países libres donde los escritores, como es natural, se ven afectados porque tienen que vivir y muchas veces los derechos de autor no cubren todas las necesidades. Eso lleva a muchos autores a tener una preocupación central con los ingresos que recibirán por sus libros y, como es natural, a una preocupación mayor por el éxito de público. Sin embargo, esta preocupación puede afectar profundamente la libertad con que antes se escribía y conducirlos a escribir, por ejemplo, novelas que tengan una mayor aceptación para los lectores. Si es así, el escritor empobrece o pierde su libertad y escribe guiado por intereses que son meramente comerciales y que no obedecen a un llamado más íntimo. Hay, felizmente, muchos escritores que siguen escribiendo como antaño, sin ese género de preocupaciones sórdidas en la que la vocación a veces se delimita hasta desaparecer. Lo ideal serían escritores que, sin perder la libertad, orientan su compromiso hacia la difusión de sus libros y todo ello sin perder la originalidad. Pero se trata de casos más bien excepcionales. Ojalá hubiera muchos escritores en los que la preocupación por el éxito comercial mantuviera su talento. Simplemente, no es el caso. La mayoría de escritores rebajan o pierden su originalidad si escriben guiados únicamente por el éxito de público. Hay casos muy excepcionales como el de John le Carré que era un magnífico escritor y tenía mucho éxitos con sus lectores y por eso vale la pena ser señalado.

J. A. V.— La retrospección tiende a provocar desde añoranza a vergüenza. En 2022 se han cumplido 70 años desde que escribió La huida del Inca… Muchos autores repudian sus obras flacas; pero, fuesen unos u otros los resultados, los motores para la creación suelen ser el mismo. ¿Qué guarda de aquel primer teatro?

M. V. LL.— Escribí “La huida del Inca» cuando estaba todavía en el colegio y tenía entre 13 y 14 años. La escribí porque vi «La muerte de un viajante» de Arthur Miller por una compañía argentina que estuvo en Lima unas semanas. La obra de Miller me deslumbró. Yo tenía la idea, hasta entonces, de que el teatro era el tradicional, de escenas muy bien facturadas, y me sorprendió la facilidad con que la obra de Miller pasaba del presente al pasado y del pasado al presente, de manera tan natural y, sobre todo, la historia del personaje central que, habiendo estado convencido de que en su país la decisión y el compromiso bastaban para asegurar el futuro, se encuentra de pronto viejo, sin trabajo y entonces se suicida. Quedé convencido entonces de que el teatro era el género en que podía expresarse todo este mundo social dramático. Si en el Perú hubiera habido entonces un teatro rico y diverso, yo hubiera sido dramaturgo. Pero escribir teatro en mi país era imposible porque uno podía quedarse sin ver nunca una pieza suya en un escenario. Supongo que eso me fue empujando a la narrativa. Pero nunca olvidé esa vocación teatral adolescente.

J. A. V.— Uno con los años se da cuenta de la imposibilidad de leer todo lo que le gustaría. Cuando se refiere a este hecho, lo expresa con cierta pena. También le he escuchado decir que siempre ha tenido más historias que tiempo para escribirlas… ¿Cómo lo afronta? ¿Se resigna a aceptarlo o le revuelve dejar proyectos en el tintero?

M. V. LL.— Cuando era joven, tenía la ingenuidad de pensar que podría leerlo todo. Después, con los años, fui descubriendo que también en las lecturas uno debe ser muy selectivo. Ahora no he perdido la curiosidad y leo siempre a escritores nuevos o a mis contemporáneos. Pero sé que no es posible leerlo todo; y, además, a mí me gusta releer a los libros que me han impresionado mucho, como los de Borges o Flaubert.

J. A. V.— Considerando lo anterior, veo que, el temor de la página en blanco no ha sido —en ningún caso— impedimento suyo. Sí, en cambio, la inseguridad durante la primera redacción. Sin embargo, la revisión, la constancia y la disciplina, derrocan los fantasmas y reafirman, en su autocrítica, la valía de sus contribuciones. Es un bonito mensaje para terminar, ¿no cree? ¿Qué mensaje daría a los autores jóvenes que nos leen y pelean por sacar adelante su trabajo?

M. V. LL.— Creo que los jóvenes no necesitan consejos de los viejos. En literatura, y en arte en general, lo mejor es ir descubriendo su propio camino y la clase de escritor que uno quiere ser. Yo lo supe cuando descubrí a Flaubert, el mismo día que llegué a París. Flaubert fue para mí el mejor maestro que he tenido con su realismo cuidadoso y perfecto y, sobre todo, con la importancia que dio él siempre al narrador omnisciente e invisible, que narra desde la ausencia, dándole de este modo a la obra la impresión de ser autogenerada. Creo que Flaubert ha sido el autor que ha tenido más importancia para mí desde el punto de vista de la literatura. Siempre lo releo, algunas veces luego de años, y siempre me deslumbra su perfección y la extraordinaria composición de sus novelas. Me gustan todas, no sólo “Madame Bovary” y “La educación sentimental”, sino también sus cuentos, “Salambó” y “La tentación de San Antonio”.

J. A. V.— Muchas gracias, Mario, por atender mi llamada.

M. V. LL.— Gracias y un abrazo.