Carta de batalla por Mario Vargas Llosa

Ángel García Ronda
Escritor

Imagen: Alfaguara Editores

Supe en 1958 que un muy joven escritor peruano —tan sólo tres años mayor que yo— había sido premiado en el concurso de cuentos «Leopoldo Alas», con un libro titulado «Los jefes», que no leí hasta veintitantos años más tarde. Pero en ese período sí leí las copiosas novelas en que el autor iba atrapándonos durante esos decenios, con incansable trabajo y con una inspiración —se decía antes así— que daba frutos de una calidad muy poco común.

Los lectores aficionados a la literatura hispana, nos convertimos en partidarios de que continuase siendo dueño de esa fecundidad, que nutría las peripecias de sus personajes y la rica gramática de sus narraciones, exactas en expresión y sabrosas en el lenguaje. Y esas son virtudes que he conservado decenio tras decenio, mientras pasaba junto a sus cientos de personajes, trasunto de los que habitan nuestra realidad histórica, en lo actual y en las generaciones inmediatamente anteriores.

Vargas Llosa es un novelista de la realidad: la individual y la social; sus personajes habitan nuestros siglos más inmediatos y transitan la geografía iberoamericana —en sus primeras novelas en exclusividad— y luego van expendiéndose al ámbito europeo; tales son Roger Basement y su vida,
y la relación entre Flora Tristan y Paul Gauguin. Quizá, atraído el autor por las realidades en que la pasión juega un papel importante, moviendo fuerzas que son, a su vez, motor de lo colectivo.

La imbricación de este último ámbito con el de lo individual, coloca a este autor en el centro de los grandes novelistas de los doscientos años últimos; y también se puede decir que hereda del siglo XIX la mirada atenta a los movimientos materiales de los sucesos, el detallismo en la descripción de los escenarios, el análisis psicológico de los protagonistas, el apunte definitorio de los secundarios y la plasmación en página del exacto desarrollo de la escena, tanto en lo objetivo como en lo subjetivo. Y toma de la gran novelística del XX, la definición de clase de los personajes y lo que ella caracteriza sus propios impulsos individuales, que impregnan el desarrollo de sus argumentos, siempre complejos.

Fuera de esos visibles y potentes trazos que delinean su narrativa, es evidente su fuerza como puro narrador, que arrastra paisajes y personajes a su destino, que aparece inevitable pero lógico, como objeto y sujeto del mundo que es, y que el propio escritor contempla y traduce, para que se nos haga presente en su verdad a través de la verdad de sus protagonistas.

No hay que olvidar su faceta de ensayista, recomendable para cualquiera que desee enterarse de los temas que é1 trata, con la misma potencia de su labor narrativa, tal vez porque su entusiasmo es palpable al analizar a los narradores tratados —amores literarios suyos— en esa línea de los grandes novelistas de la realidad.

La misma garra ha puesto en sus ensayos socio1ógicos, la misma pasión intelectual, porque todo lo que atañe al pensamiento encuentra en su pluma la acogida de quien está concernido por los problemas de la humanidad de su época, y que sean susceptibles de ser tratados mediante la forma del ensayo literario. La calidad de su expresión convierte a sus escritos en piezas siempre dignas de lectura, motivos de reflexión e impulsos para la controversia. Ni sus tomas ni la expresión escrita de ellos son nunca motivo de indiferencia.

Todo lo dicho hasta aquí son consideraciones objetivas sobre el autor, apreciaciones discutibles en grado mayor o menor. Lo que va a continuación, supone lo vivido por mía con respecto a é1, y que, ante mí mismo, y sin querer discutir con nadie, ha supuesto un punto importante en mi conocimiento y paladeo de la literatura contemporánea en lengua española.

Me ayudó en tres aspectos, que conforman el edificio conjunto de la obra de cualquier novelista vocacional: temática, lenguaje y técnica narrativa. Y no fue magra ayuda su juventud, que tan poco distaba de la mía y que redobló el acicate. Mis lecturas de é1 han sido frecuentes, más o menos al ritmo de su producción. Partiendo del año 1966 —en que leí «La ciudad y los perros», cuando é1 ya había publicado «La casa verde»— me he encontrado con é1 en la lectura de diecinueve novelas, un relato largo «Los cachorros», y cuatro amplios ensayos sobre Flaubert, García Márquez, Pérez Galdós y el «Tirant lo sing Blanc». Eso sin contar otros libros relacionados con asuntos pertinentes a lo intelectual, al arte, a la literatura y sobre el mundo actual y sus diversos desastres.

Así que M.V.L1. es un amigo de esos que están lejos, pero al que se puede consultar en temas comunes a ambos; y aseguro que contesta con gran claridad y sin que se sienta molesto.

Durante esta larga época de mi amistad con é1, sólo lo he visto una vez, y hablamos media hora. Fue en 2004, cuando é1 presidió el jurado del Festival de Cine de San Sebastián. Resultó un interlocutor grato, amable y con cierto humor ante un par de pequeñas anécdotas, más allá de la cortesía con un colega lejanísimo en todos los sentidos, salvo el de ser un amplio y atento lector.

Que sea por muchos años.