El fármaco del amor

Oihana Iglesias
Filósofa

Imagen IA: Ioritz Hontecillas

Desde la antigüedad nos llega el término griego φάρμακον –phármakon– que significa indistintamente remedio y veneno, cura y tóxico, medicamento y droga. Esta indeterminación, entre la virtud y el vicio, ha fascinado a pensadores de toda índole. El concepto ha llegado a edificar todo un contexto clínico de investigación, producción y distribución –legal o ilegal– de sustancias bioquímicas, así como a enraizar sistemas teóricos y críticas complejas, desde la historia, la cultura, la epistemología y otros derroteros derridianos. Es importante recordar esta herencia en el caso que nos ocupa, ahora que se trata, todavía, de un experimento mental. El presente artículo abre un espacio para el fármaco del amor, que goza de un auge académico importante, como si la filosofía tuviera prisa por materializar la ambivalencia socrática entre el amor y la locura.

Imagínese ustedes una píldora capaz de ralentizar el dolor de un corazón partido; una píldora capaz de avivar la llama de un matrimonio marchito; una píldora capaz de proporcionar placer en un cuerpo con severo marco depresivo; una píldora capaz de erradicar insalubridades de origen erótico; imagínense ustedes una píldora capaz de hacer enamorar. No tan lejos de narrativas de ciencia ficción, investigaciones y discusiones emergentes en biotecnología proponen este futuro especulativo, esta escena hipotética, este mundo posible, que altera la forma en la que valoramos el amor (Nyholm, Danaher y Earp, 2022). En lo que sigue, introducimos el fármaco del amor atendiendo a su contexto de aplicación; acto seguido, identificamos la promesa de este nicho de investigación; después, clasificamos tres de las objeciones más importantes en la literatura científica; y así, evaluando esperanzas y temores, terminamos con una reivindicación romántica.

1. Bioquímica y biotecnología del enamoramiento: el caso de la MDMA

Es una irresponsabilidad epistémica reducir el amor a fenómenos como la aceleración de los latidos del corazón, el aumento de temperatura corporal, sensaciones en el estómago, un específico intercambio de feromonas o el festín hormonal de ciertos circuitos cerebrales. Y una irresponsabilidad política, como veremos. Sin embargo, ignorar esta dimensión neurofisiológica es una ingenuidad que los enamorados –y los filósofos– no se pueden permitir. Junto a toda una contribución analítica que distingue definiciones, razones y normativas del amor; como junto a toda una cantidad ingente de literatura en torno a su fenomenología, por poner unos ejemplos; ahondar en la dimensión prereflexiva del cuerpo y las emociones es también imprescindible para comprender cómo se piensa y se hace el amor. A este respecto, Helen Fisher (1998) o Young y Alexander (2014) son referencias importantes en la investigación neurobiológica, evolutiva y antropológica sobre el enamoramiento y el emparejamiento. La idea base es que los órdenes evolutivos, genéticos y neuronales afectan la sexualidad, el género y la personalidad, así como afectan los mismos deseos y la habilidad de resistirlos, es decir, la misma gestión emocional y reflexiva del cuerpo, del amante. Para contextualizar nuestro objeto de estudio, no es necesario entrar en las distintas complejidades de esta línea de investigación. Nos basta con la hipótesis que nos propone Fisher: en base a la actividad bioquímica de las neuronas, existen tres circuitos cerebrales principales, denominados “impulso sexual”, “atracción” y “apego”, con intermitencias, coincidencias y funciones diferentes en la experiencia humana del amor. El impulso sexual, «caracterizado por el deseo de gratificación sexual»; La atracción, también “favoritismo” o “elección de pareja”, «caracterizada por atención centrada en una pareja preferida, mayor energía, motivación y comportamientos de cortejo orientados a objetivos»[1]; y el apego, «caracterizado por el mantenimiento de la proximidad, gestos afiliativos y expresiones de calma cuando se está en contacto social con una pareja de apareamiento y ansiedad por separación cuando se están separados (así como comportamientos parentales como defensa del territorio, construcción de nidos, alimentación mutua, aseo y otras tareas de los padres)» (cit. en Aron, Fisher y Strong, 2006, p. 599). Todos aquellos fenómenos psicológicos y sociales, como la excitación sexual, el sentirse atractiva/o, el flirteo, la ilusión, la obsesión, el sentimiento de conexión, la confianza, etc., todos aquellos que constituyen nuestra vivencia del amor, dependen de los niveles o secreciones de neurohormonas y neurotransmisores que dominan dichos circuitos. La dopamina, la serotonina y la norepinefrina, por ejemplo, son protagónicas en la atracción, sus procesos bioquímicos dan lugar al enamoramiento. Así lo confirma una voluminosa recopilación de datos a través de imágenes de resonancia magnética, que demuestra que el área cerebral que contiene estos receptores es notablemente más activa, por ejemplo, cuando los sujetos del experimento miran fotografías de sus parejas románticas, que cuando estos ven fotografías de personas atractivas al azar (vid. Herissone-kelly, 2022). Esta caracterización del amor centrada en el cerebro, a pesar de tener sus limitaciones, abre ciertas posibilidades distintivas. En tono jocoso, pero señalando el quid de nuestra cuestión, Fisher bromea, por un lado, con la estrategia eficiente de una primera cita en un parque de atracciones, cuyas estimulaciones podrían llevar a tu acompañante a enamorarse; es decir, con la hipótesis de que el amor se puede inducir. Por otro lado, la autora bromea con el hecho de que el enamorado tiene las mismas alteraciones bioquímicas y los mismos patrones de comportamiento que el drogadicto; es decir, con la hipótesis de que el amor y ciertas sustancias adictivas comprometen procesos semejantes en relación a la dopamina y el sistema de recompensa del cerebro (TED, 2008). Es precisamente entre estas dos bromas donde el fármaco del amor considera la posibilidad de programar al amante.

El fármaco del amor tiene una fuerte influencia, si no su origen, en la novela de ciencia ficción Escape from Spiderhead (2010), de George Saunders. Un relato corto que explora y explota un futuro en el que la farmacología testea sus nuevos productos en criminales convictos. Entre otros, un fármaco que hace sentir que estás enamorado de la persona con quien estés en el momento en el que lo consumes, que te hace sentir irremediablemente identificado, afectiva y sexualmente, con ella. A pesar de que en el contexto farmacológico actual está lejos semejante producción y distribución, la escena es lo suficientemente fértil como para prestarle atención. Si, en términos clínicos, el fármaco es una sustancia bioquímica, natural o sintética, que afecta las funciones centrales del sistema nervioso, en tanto que es capaz de modificar el metabolismo de sus células, el fármaco del amor es una escena que retrata la posibilidad de administrar o bloquear ciertas hormonas que modifican directamente los circuitos cerebrales del amor; píldoras hipotéticas, sean «pro-amor» o «anti-amor», que manipulan la secreción de la dopamina, oxitocina, vasopresina, adrenalina, etc., hasta el punto de manipular las (de)formaciones de los vínculos (Earp, Sandberg y Savulescu, 2015). La posibilidad seria de inducir directamente el amor por medio de una sustancia adictiva, sin necesidad de ir a un parque de atracciones.

La aplicación más fiel a esta escena, por ahora, es la intervención terapéutica de la droga MDMA en sesiones en pareja. A la MDMA o 3,4-metilendioxi-metanfetamina (C₁₁H₁₅NO₂) también se le llama ecstasy, euphoria, venus o love pill, entre otros apodos. Se trata de un fármaco sintético que actúa como estimulante, alucinógeno y entactógeno; esto es, que produce un efecto energizante, distorsiona la percepción sensorial y temporal, y hace que las experiencias sensoriales y la conciencia de uno mismo se disfruten más profundamente (National Institute on Drug Abuse [NIDA], 2023). La especificidad de su carácter psicodélico, sin embargo, reside en aquello de “entactógeno”, que alude a alteraciones de la dimensión sentimental más que la perceptiva. La MDMA se considera el caso por excelencia del fármaco del amor precisamente porque aumenta la actividad de la dopamina, la serotonina y la norepinefrina. Sus efectos directos y profundos actúan principalmente sobre las emociones. Antonio Escohotado, que recoge también nociones fenomenológicas en su Historia general de la drogas (2017 [1998]), lo refleja de la siguiente manera:

«Si los demás fármacos visionarios pueden considerarse potenciadores inespecíficos de experiencia espiritual, la MDMA tiene como rasgo potencial la empatía, entendiendo ese término en sentido etimológico: capacidad para establecer contacto con el pathos o sentimiento. No produce visiones propiamente dichas, y deja el mundo como está; pero a cambio de no cruzar las puertas de la percepción permite transponer o desempolvar la puerta del corazón» (Escohotado, 2017, p. 1300)

La MDMA provoca catarsis emocional y disposición al amor. Son recurrentes las expresiones de efusividad y exteriorización de gestos de afecto, como con el alcohol, por ejemplo, pero a diferencia de él, la MDMA no es un deshinibidor que promueve temeridad y desafío, sino benevolencia; «sus manifestaciones son de tipo esencialmente sereno y tumultuoso, concentradas en la intensa emoción que embarga entonces a los sujetos» (Ibid., p. 1301). Curiosamente, a pesar de la infundada reputación de afrodisíaco, las alteraciones en la conducta sexual no tienen una relevancia y consecuencia central. Es decir, esta experiencia no se debe a la potencia orgásmica específica o el estímulo específico que se reciba o conceda, sino al nivel del desnudamiento emocional que induce el fármaco: «La libido tiende a desgenitalizarse, fluyendo hacia caricias e incluso a formas de contacto progresivamente telepáticas, compartiendo silencio y quietud una fusión sentimental» (Ibid., p. 1302). Incluso cuando se experimenta es melancolía, añoranza, odio o cualquier ánimo emparentado con la tristeza estos sentimientos afloran en formas tan abiertas a introspección que producen el alivio de la sinceridad. La MDMA se caracteriza por la confianza libre de suspicacias, miedos, celos, secretos, desconfianzas y barreras a desnudar, ante otro, deseos y aspiraciones. Hasta ahora, no se conoce aún ningún caso de “mal viaje”, en sentido psicológico. La MDMA parece tener el increíble poder de provocar experiencias «tan satisfactorias (…) que la simple voluptuosidad puede deslizarse hacia estado de enamoramiento, produciendo lo que irónicamente se llama síndrome de matrimonio instantáneo» (Ibid., p. 1022).

A pesar de que los principales usos de la MDMA son festivos y recreativos, y al margen de la ley, el fármaco del amor propone recuperar su nitidez farmacológica. La investigación en torno a sus efectos, el sistema nervioso y a un posible uso médico se dejó de lado dadas las connotaciones morales y las guerras políticas contra la droga. Antes de su prohibición internacional, varios autores en psiquiatría defendieron su prestigio terapéutico y mantuvieron que la sustancia ayuda al paciente a «ponerse en relación con sentimientos habitualmente no disponibles», a «curar el miedo», o a incrementar la propia estima; defendieron que su consumo puede funcionar como «modo de explorar sentimientos sin alterar percepciones», sugiriendo que facilita una «comunicación más directa entre personas reunidas por algún vínculo» (Adler & Abramson, 1985, p. 46). Su intervención en las sesiones de terapia de pareja procura así mayor confianza y empatía para conversar y desnudarse, lo que no sólo facilita una rápida identificación de los problemas sino que también sitúa a los pacientes en disposición a las soluciones. De hecho, Escohotado apunta a que fenómenos como «frigidez, impotencia debida a razones psicológicas, incomprensión entre miembros de una familia, síndromes de aislamiento, rigidez caracterológicas, desmotivación genérica y fenómenos análogos parecen experimentar mejoras especulares cuando son abordados con MDMA» (Escohotado, 2017, p. 1303). A hombros de esta línea de investigación, uno de los defensores actuales del fármaco del amor es Brian Earp, filósofo y experto en ciencia cognitiva y bioética, quién insiste en las ventajas que podrían suponer los avances en investigación y aplicación de la MDMA. En este sentido, el fármaco del amor propone romper con los límites de la medicina, que está sujeta a sus principios básicos de cura y cuidado, y abrirla también hacia la gestión del placer y el deseo. Esto es, crear un contexto terapéutico y farmacológico para el (des)amor[2]. Abrir el campo de acción de las mismas disciplinas para ayudar y asegurar a los pacientes su salud amorosa. ¿Y si el fármaco del amor pudiera ofrecer una alternativa para las personas que no pueden amar suficiente o adecuadamente, que aman a personas incorrectas, o que aman demasiado?

2. La promesa escénica: conocimiento, control y capacidad sobre el amor

Si bien es cierto que el amor es en sí mismo una fuente de felicidad, este puede ser también causa primera de dolor y frustración. Y si bien es cierto que las alegrías y las tristezas son parte del amor, hay quién tiene muy pocas alegrías y demasiadas tristezas. Esta asimetría se debe a la lotería natural y cultural que procura desigualdad no únicamente en términos de distribución genética, es decir, que unos sean más atractivos, deseables, amables, que otros (Sandberg y Savulescu, 2008), sino también, por ejemplo, por el hecho de que entornos sociales e imaginarios distintos favorecen posibilidades distintas para desear y amar. Podemos imaginar a alguien que no es lo suficientemente deseable como para encontrar pareja a lo largo de toda su vida. Alguien que, a raíz del paso del tiempo y la rutina, ya no desea lo suficiente a su pareja, con quien la ha construído. Alguien que no deja de ser infiel. Alguien que quiere explorar sus orientaciones afectivo-sexuales pero convive con un contexto familiar y social excesivamente hostil, y por tanto intenta, sin éxito, reprimirlos. Alguien que sufre un trauma sexual y un cuadro severo de ansiedad, lo que no le permite expresar sus sentimientos. Alguien que no puede, por muy tóxica y maltratante que sea su relación, superar su dependencia y abandonarla. Alguien que no tiene la movilidad asumida para desear. Alguien que muere por amor. Los ejemplos trágicos y cómicos abundan.

La escena del fármaco del amor se escribe con el presunto objetivo general de aminorar las desgracias en/de/por las relaciones románticas. Se persigue el hedonismo y la satisfacción vital del apetito emocional y sexual del amante (Sandberg y Savulescu, 2008; Nyholm, Danaher y Earp, 2022). Comprender la desigualdad y procurar cierto poder por vía biotecnológica, cierta autonomía, tanto sobre la vieja máquina evolutiva como sobre el cuerpo situado. Ciertos experimentos científicos avanzan en esta dirección, como, por ejemplo, la intervención con aerosol nasal de oxitocina, neurotransmisor principal del circuito apego. Se ha demostrado que su consumo incrementa o refuerza la fidelidad, ya que los sujetos del experimento se mantienen a una distancia significativamente menor de sus parejas y a una distancia significativamente mayor de otras personas atractivas (vid. Herissone-kelly, 2022). ¿Y si los avances farmacológicos en el caso de la MDMA, el aerosol nasal y otros se dirigen a producir fármacos más sofisticados? ¿Y si el fármaco del amor pudiese alterar directamente los niveles neurohormonales de una persona y aliviar sus dolores y provocar, reprimir o modular ciertos deseos? ¿Y si ofreciera el poder de redistribuir la deseabilidad? ¿Y si descubrieran intervenciones biotecnológicas inimaginablemente eficientes para gestionar adecuadamente las propias emociones? ¿Y si el fármaco del amor procurase nuevas preguntas y nuevos tipos de experimentos? ¿Y si abriese nuevas posibilidades, nuevos modos, aún desconocidos, de amar?

«¿Qué si el amor es practicar un arte (…) que requiere esfuerzo consciente y disciplina, así como conocimiento y por lo tanto comprensión? ¿Qué si conocer cómo funciona el amor, [e incluso activamente alterar] la química entre nosotros, pudiera ayudarnos a ser mejores en el amor?» (Nyholm, Danaher y Earp, 2022, p.12)

Esta retórica del embellecer el amor es suficientemente estimulante para el optimismo. Alegando el peligro de asumir el amor simplemente como algo que nos pasa, estos autores citan a Erich Fromm y su famosa tesis del “amor como arte”, para reclamar la responsabilidad científica en la construcción del amor. He aquí la gran promesa de esta tecnología: más y mejor conocimiento sobre los procesos bioquímicos, más y mejor control sobre el propio cuerpo y, así, más y mejores habilidades para amar. En este sentido, el fármaco del amor pretende procurar una mayor autonomía sexoafectiva en el consumidor, así como todo un aparato clínico de producción y distribución para mejorar las interacciones románticas.

La promesa está revolucionando el panorama normativo del amor. Para empezar, el fármaco se plantea como una herramienta más, un instrumento entre otros, a usar si se quiere optimizar la gestión romántica (Earp, Sandberg y Savulescu, 2015). Lo que no debería resultar descabellado, ni problemático, cuando advertimos que el baile, el masaje o la ingesta de toda una botella de vino son estrategias materiales y sociales que forman parte de los imaginarios y las vicisitudes del romance. Es decir, que el uso festivo, terapéutico o sacramental de diferentes técnicas que alteran el cuerpo de los amantes resulta comúnmente humano. Ahora bien, la manipulación bioquímica directa y eficiente que plantea el fármaco del amor dibuja, en realidad, un escenario bien distinto a la de manipular la luz, con velas, hacia un nivel erótico. Lo distintivo de esta herramienta es que no es sólo una herramienta, pues resulta evidente que el fármaco del amor no sólo permite entender cómo ama el amante, sino que tiene la esperanza de poder determinar qué, cómo, cuándo y por qué ama el amante. Conocer, controlar y capacitar el amor, lo que constituye una ruptura para con la concepción del amor. La promesa que modula esta tecnología plantea cuestiones y preguntas nuevas hasta revolucionar la tradicional «paradoja del amor», una tensión entre el amor y la autonomía problematizada a lo largo de la historia de la filosofía con resultados dispares y excluyentes, ya sea desde Kant, Stendhal, Fromm, Ortega y Gasset, Mill o de Beauvoir (Helm, 2021). El fármaco del amor amenaza el único factor paradigmático que las teorías comparten: la involuntariedad primaria del romance. El fármaco del amor ofrece una fuente directa de autonomía en las vidas sexuales y afectivas de las personas: una sería capaz de decidir y ejercer lo que quiere o no quiere sentir, para hacer lo que quiere o no quiere hacer. Incluso más, y este es el síntoma de los ulteriores problemas, los autores llegan a afirmar una obligación moral de consumir el fármaco del amor, en casos ciertamente vulnerables como la presencia de personas dependientes (Ibid.), lo que ya propone ciertos valores ontológicos, bioéticos y socioeconómicos, esto es, cierta gestión concreta y sistémica de la autonomía sexoafectiva.

3. Objeciones principales: categoría, norma y contexto del fármaco

Este optimismo no está exento de miedos que actúan en resistencia a su desarrollo tecnológico. En la literatura científica encontramos tres objeciones principales que se ratifican desde diferentes preocupaciones: (a) la objeción ontológica, preocupada por la esencia del amor; (b) la objeción bioética, preocupada por las consecuencias de las intervenciones farmacológicas; y (c) la objeción socioeconómica, preocupada por la política de producción y distribución. Esta humilde clasificación pone en tela de juicio la inocencia y la eficiencia de la gran promesa del fármaco del amor[3]. A través de la crítica, las objeciones nos ayudan a comprender mejor el alcance axiológico de este escenario.

(a) Objeción ontológica: Punk y el amante inauténtico

A pesar de toda una amalgama de propuestas filosóficas partícipes del banquete platónico, capturar la esencia del amor es una tarea irresuelta. La objeción ontológica señala precisamente esta brecha epistemológica. El problema hace referencia a la reducción, instrumentalización e individualización en el que incurre la categoría de amor de este fármaco. Para empezar, la escena enfatiza exclusivamente la manipulación de ciertos fenómenos bioquímicos, tomando como criterio los picos en los circuitos cerebrales que afectarían a la psicología del amante, mientras que, a pesar de que se trate de factores constitutivos, no se trata de fenómenos necesarios ni suficientes para el amor[4] (Okwenna, 2022). La idea es que el amor está más allá de estos procesos prerreflexivos, que es algo más complejo y no algo que podamos apagar y encender. En la literatura del fármaco del amor, esta reducción además se instrumentaliza hacia otros bienes como la felicidad, la salud, el orden, la belleza, lo que se denomina como «el error categorial» y alude a que el amor es un fin básico y último, un bien humano central en sí mismo, mientras que esta tecnología considera el amor como el medio para otros bienes (Nyholm, 2015; Spreeuwenberg y Schaubroeck, 2020; Okwenna, 2022). Adicionalmente, y lo que refuerza por otra vía esta objeción, Herissone-Kelly (2022) reclama la aceptación de que el exámen neurológico, como la imágenes de resonancia magnética, y la administración exógena de ciertos químicos, como aerosol nasal, sí pueden capturar o controlar ciertos trappings, los signos neuronales, pero no el impulso sexual, la atracción ni el apego en sí mismos, ni sus placeres. Es decir, el fármaco del amor no sólo reduce e instrumentaliza el amor, sino también conforma una aplicación tan individualizada que ni siquiera es eficiente: no captura ni controla el amor. La preocupación que esconde esta objeción es la de los amantes inauténticos o habilidades inauténticas de amar. Como bajo la influencia hipnótica del duende Puck y su propia voluntad, en la obra shakesperiana de El sueño de una noche de verano, lo que realzaría o realizaría el fármaco del amor no satisface la narrativa del amor romántico o verdadero. El fármaco del amor es una manera artificial de hacer que las personas sean más accesibles, más confiadas o más empáticas de lo que en realidad son; resulta obvio que si uno usa esta biotecnología, es precisamente porque falta inspiración externa o disposición interna para amar a otra persona. Este «simulacro imperfecto» es la advertencia (Nyholm, 2015). ¿En qué sentido, entonces, podría este fármaco “mejorar” las habilidades para amar?

(b) Objeción bioética: La Viagra y el amante disfuncional

La línea de discusión bioética apunta a una amenaza mayor: la precipitación desde los límites de lo auténtico y lo inauténtico a los límites de lo funcional y lo disfuncional. Recordemos la famosa guillotina de Hume, el clásico problema entre el ser y el deber ser, un problema en metaética sobre la posibilidad de deducir oraciones normativas, lo que debe ser el caso, a partir de oraciones descriptivas, lo que es el caso. Una cosa es dar una definición descriptiva del amor –el amor es el resultado de x procesos bioquímicos–, y otra distinta es dar una definición prescriptiva del amor – el amor debe ser el resultado de x procesos bioquímicos–. La objeción se enfoca en las consecuencias prácticas de este razonamiento falaz. Cuando se dirige a lo salubre, lo ordenado, lo bello, el fármaco del amor es susceptible de producir normativas específicas y exclusiones potenciales. Pongamos el caso del sildenafilo (C22H30N6O4S), más conocido por su marca Viagra. Cuando hablamos de que una persona es incapaz de libido o impulso sexual, por ejemplo, y especulamos un fármaco que corrija esa falta, ¿acaso se asume y se prescribe que no hay amor si no hay determinado sexo, es decir, que se ama inadecuadamente si no hay determinado sexo? (Spreeuwenberg y Schaubroeck, 2020). La viagra masculina entra en vigor en 1983 y su distribución normaliza como “disfunción eréctil” lo que comúnmente se llamaba impotencia, un aspecto más de la experiencia humana. Ahora bien, no se trata únicamente de una sustitución nominal y arbitraria, sino de toda una construcción concreta de significados que refuerza la idea heteronormativa de lo que es el hombre, el buen amante masculino, erecto, reducido a los procesos bioquímicos de sus sitema nervioso, cuyo sexo no es satisfactorio si no involucra la penetración; excluyendo así subjetividades y prácticas alternativas al estereotipo heterosexual (Marino, 2019, p.172). De hecho, las prácticas clínicas en vigor se limitan a la noble tarea de curar y cuidar desordenes sexuales parafílicos como, curiosamente, la adicción sexual masculina, deseo sexual hypoactivo femenino, la pedofilia y la discordancia marital (Grupta, 2012). La preocupación de esta objeción es la de los amantes disfuncionales o patologización del amor. El fármaco del amor evalúa conductas afectivas y sexuales como “saludables” y “no saludables”, “funcionales” o “disfuncionales”, lo que despierta una sospecha foucaultiana. Un saber limitado a los datos neurofisiológicos y a la sofisticación tecnológica podría reforzar ciertas relaciones de poder en favor de estigmatización de deseos no-normativos –como puede ser desde el fetichismo, los trans, el BDSM, lo kink, la promiscuidad y hasta la asexualidad– y por tanto, de sobrepatologizar la diversidad sexual (Ibid.). La advertencia radica en el odio, disforias, presiones y represiones que podría provocar la patologización de ciertos amantes. ¿Qué tipo de “(bio)control” sobre el cuerpo podría ofrecer el fármaco del amor? 

(c) Objeción socioeconómica: Big Data y el amante alienado

La tercera objeción hace referencia al sistema socioeconómico que modula el poder y alcance del fármaco del amor a partir de o para sus categorías normativas. La crítica considera el “futuro tecnológico del amor” como un proyecto de neoliberalización de las relaciones susceptible de explotar a los usuarios en beneficio de ciertos productores y promotores. Para empezar, si adoptamos una vision de conjunto es importante reconocer el sistema que aúna la industria de la Viagra con las industrias de las aplicaciones de citas o las industrias de la pornografía y los juguetes sexuales; no es casualidad que junto al fármaco del amor, el «futuro tecnológico del amor» se edifica también desde «las tecnologías de las relaciones cuantificadas» y las «inteligencias artificiales de compañia o robots sexuales» (Nyholm, Danaher y Earp, 2022). Como artefacto manufacturado, es plausible que el fármaco del amor se diseñe de una manera no transparente y engañosa para explotar a los usuarios más vulnerables. En el contexto de hipervigilancia e hiperproducción del Big Data, el discurso optimista que promete un buen servicio a la comunidad podría ser un perfecta excusa para la colección y evaluación de datos en masa –¿es esto equiparable al conocimiento?–. La preocupación, esta vez, es la de los amantes alienados o explotación del amor. Por un lado, la comprensión micro y macro de la información que puede ofrecer el fármaco del amor podría mercantilizar sus resultados, rentabilizarse, desde otras industrias como, por ejemplo y en el mejor de los casos, la de la publicidad. Por otro lado, dicha comprensión podría facilitar la manipulación implícita y explícita del cuerpo del amante hacia una normativa específica. Lo que silencia la promesa del fármaco del amor es su as bajo la manga, su precio a pagar: la adicción. No sólo se trata del fácil y directo manejo del deseo y del placer, que puede ser extremadamente adictivo, sino de la compleja naturaleza amor-droga que se compromete desde la biotecnología. En un proyecto de neoliberalización, cuanto mayor sea la demanda de los adictos, mayores serán las ventas y las ganancias de la empresa farmacéutica (Sandberg y Savulescu, 2008; Marino, 2019), por tanto, el sistema se asegurará la adicción y la necesidad para la continuación del consumo del fármaco del amor; lo que es, al menos, un paternalismo irrespetuoso y, en el peor de los casos, una manipulación, coerción o violación. Desde una mirada marxista, la producción de pacientes amorosos sería explotada sistemáticamente, y los amantes estarían a merced de los propietarios y de sus ganancias, esta vez, para satisfacer algunas de las necesidades emocionales más profundas. Todo a costa de la ignorancia y la voluntad del usuario, se advierte. ¿Qué clase de “conocimiento” podría ofrecer el fármaco y a disposición de quién? 

¿Hacia dónde vamos?

 Lejos de todo optimismo, es fácil imaginar un escenario en el que los seres humanos ya no son capaces de amar por sí mismos y la única alternativa es el consumo del fármaco del amor, cuyo sistema axiológico propaga amores no genuinos, condena a los excluídos y explota a los incluídos. Un escenario en el que el amor desaparece bajo su reproducción masiva, barata y devaluada. Un escenario de placebo amoroso, lejos de la promesa de autonomía sexoafectiva. Bien entendido, estas objeciones, cuyos resultados son algo más complejos que lo retratado aquí, son nichos de discusión en los que las esperanzas y los temores del fármaco del amor se someten a escrutinio y oposición. Sin embargo, y de acuerdo con Nyholm, Danaher y Earp (2022), las críticas no constituyen una justificación para el pesimismo, para dejar de lado tal sugerente promesa, ni ningún argumento sólido en favor de la prohibición o censura de esta tecnología. Más bien en favor de una actitud crítica y precavida. Lo interesante de las objeciones son las preguntas que se plantean –¿En qué sentido podría “mejorar” las habilidades para amar? ¿Qué tipo de “control” sobre el cuerpo? ¿Qué clase de “conocimiento” y a disposición de quién está?–, preguntas que sirven de guía para la discusión abierta y el desarrollo tecnológico responsable del fármaco del amor.

4. Hacia una política psicodélica: Comenzar por “abrir las píldoras”

El fármaco del amor es, todavía, un experimento mental. Una oposición de esperanzas y temores. Hasta ahora, hemos señalado sus dos premisas bioquímicas –la posibilidad de inducir el amor y la semejanza con ciertas sustancias adictivas– y el caso de aplicación de la MDMA, para identificar el corazón de este nicho de investigación: más conocimiento, más control y mejores habilidades para amar. Es decir, más autonomía sexoafectiva para el paciente, más poder sobre el amor. Las objeciones principales de la literatura científica, sin embargo, vienen a poner en cuestión este optimismo: (a) la objeción ontológica pone en duda la cualificación “mejores” de esas habilidades aludiendo a la reducción, instrumentalización y individuación de la inducción vía manipulación bioquímica; (b) la objeción bioética pone en valor el peligro del aumento de tal “biocontrol” aludiendo a la normativa que deriva de los amantes “sanos” y amantes “enfermos”; y (c) la objeción socioeconómica deja en evidencia la distribución antidemocrática del dicho “conocimiento” y su extracción. Sin embargo, la comprensión de este escenario requiere de una actitud mucho más compleja que abrazar a ciegas su admisión o prohibición. Incluso más, una actitud más compleja que el «optimismo precavido» que proponen sus defensores (Nyholm, Danaher y Earp, 2022, p. 10): de nada sirve ahondar exhaustivamente en las objeciones del fármaco del amor, si se termina afirmando que estas deben dirigirse a la “sociedad”, como ese conjunto abstracto y lejano que debe cambiar, más que a la tecnología en sí misma (Danaher, Nyholm y Earp, 2018, p. 17). Esta precaución es bastante limitante. Lo que nos enseña un análisis crítico es la complejidad categórica, normativa y contextual de la promesa del fármaco del amor, lo que incluye concepciones y diseños, redes sociales, culturales, actitudes, rituales, instituciones, financiaciones y un largo etc. de actores cuyos valores y compromisos modelan lo que es saludable, ordenado, bello. Las críticas descienden en cascada desde un marco individual a un marco relacional, donde la sociedad se desvela como parte del fármaco. En este sentido, una discusión abierta debe buscar más bien el baile de esperanzas y temores, y no su oposición: si admitimos que el fármaco no tiene una frontera muy clara entre perjuicio y beneficio, virtud y vicio, que no sea, sin embargo, para determinar qué fármacos son buenos y cuales son malos, anticipando líneas de desarrollo admitidas y prohibidas (Earp, Sandberg y Savulescu, 2015), ni para concluir que hablar de fármacos buenos y malos es como hablar de amaneceres culpables y amaneceres inocentes (Escohotado, 2017). El baile de esperanzas y temores requiere la comprensión de la música y la sincronía de una compleja constelación sociotécnica orbitando alrededor de una posible pastilla. Requiere una comprensión relacional del amor y la autonomía (vid. Lopez-Cantero, 2020). Requiere de una sensibilidad que reconozca urgentemente las construcciones, valores y funciones políticas que están ligadas a la producción, distribución y consumo del fármaco del amor. Requiere una coreografía de las comunidades filosóficas, científicas, artísticas y sociales que co-construyen el ritmo, y por tanto, y esto es lo crucial, existe un margen para la intervención colectiva.

A pesar de que proponer una metodología adecuada para esta apertura e intervención exceda el objetivo de este artículo, me gustaría terminar con una última imagen: el primer paso hacia una política psicodélica. El fármaco del amor es sin duda una oportunidad única para recoger el reto que Paul Preciado propone en su Dysphoria Mundi (2022): «abrir las píldoras» (p.522). Las luchas y resistencias políticas que aparecieron durante la crisis del VIH, podrían ser un modelo ejemplar de agenciamiento crítico en el fármaco del amor. El filósofo explica que la investigación de la primera pastilla para tratar el VIH, la AZT (C10H13N5O4) seguía un protocolo farmacéutico que exigía crear un grupo de control con placebo de doble ciego. Es decir, los ensayos de control aleatorios tenían dos grupos: durante seis meses, uno de ellos, sin saberlo, recibiría pastillas de AZT, mientras que otro, sin saberlo, tomaría pastillas de azúcar. Los pacientes del ensayo y los distintos colectivos políticos,

«pusieron en cuestión la dimensión ética del uso de placebos en un contexto donde los enfermos estaban condenados a muerte. Frente a la supuesta moralidad de los ensayos de doble ciego, los enfermos se apropiaron del proceso de investigación y decidieron abrir las píldoras que les habían sido recetadas en la diversas pruebas para verificar por sí mismo si se trataba de placero o de la molécula activa. Aquellos que encontraban píldoras con moléculas activas reducían sus dosis a la mitad para poder compartirlas con los que habían recibido el placebo»  (Preciado, 2021, p. 524)

Abrir las píldoras es crear comunidad. Crear más y mejores esperanzas y más y mejores temores. Abrir las píldoras significa participar en las direcciones éticas y performativas de la investigación. Abrir las píldoras es preguntarse por la representación del “amante” y el “paciente” en la sociedad. Abrir las píldoras significa intervenir en los procedimientos científico-técnicos y su complicidad con el mercado, es evitar que el fármaco del amor se reifique. Abrir las píldoras significa denunciar la falta de información y de un contradiscurso antagónico al de las instituciones gubernamentales, médicas y farmacológicas. Abrir las píldoras significa ser críticos con los ensayos clínicos, pero también con la producción y distribución del conocimiento mediático o los discursos caritativos. Abrir las píldoras significa habilitar espacios donde las prácticas artísticas y literarias puedan articular las prácticas seguras y de riesgo, el duelo o el placer. Abrir las píldoras supone atreverse a descodificar e intervenir en las tecnologías que nos constituyen. Se trata de rechazar la doble posición neoliberal del individuo-consumidor para reconocer la posición del simbionte relacional. Se trata de participar en la multiplicidad de prácticas disidentes –experimentación, reparación y cuidado–, inventar una nueva epistemología. Abrir las píldoras es abrir el amor, el futuro, la tecnología. Abrir las píldoras es preguntar al adicto a la MDMA. Abrir las píldoras es convertir al loco, al enfermo, en amante, y no viceversa. Abrir las píldoras es adoptar esta sensibilidad disruptiva, extravagante, entactógena. Abrir las píldoras es organizarse, deconstruir los posibles del fármaco del amor, mirar lo que allí se contiene y compartirlo. Abrir las píldoras significa hackear la programación del amante.

Abrir el fármaco del amor es imaginar qué haría una con él. Si ha llegado usted hasta el final de este artículo mis objetivos quedan completados. Por un lado, dar a conocer y archivar la discusión en la audiencia española, establecer diálogo. Por otro, construir, al menos con usted, un pequeño laboratorio mental dónde evaluar nuestro objeto de estudio. Ponga en valor las preguntas que se ha planteado durante esta lectura:  ¿Y si yo…? ¿Me tomaría el fármaco del amor? ¿Qué es el amor? ¿Enamoramiento y qué más? ¿Cuánto sabemos de los circuitos cerebrales del amor? ¿Y de otros circuitos? ¿Qué podría ser el amor? ¿Qué quiero que sea? ¿Qué no? ¿Quiero la voluntad de amar? ¿No la tengo? ¿Quién dice el amor? ¿Para qué, en qué casos, querría conocer, controlar y capacitar el amor? ¿A costa de qué? ¿Qué preferirías, tomar el fármaco para olvidar a tu amante o para amar a tu pareja? ¿No lo hago ya con el alcohol? ¿Preferiría una pastilla, un aerosol nasal o una operación cerebral? ¿Cual es la diferencia entre el paciente con dolor de corazón y el paciente con síntomas de pedofília? ¿Acaso no es igual de importante que tanto la medicina y farmacología, en términos generales, como tu amiga doctora en química, en términos particulares, consideren, analicen y cuiden el consumo de la MDMA? ¿Qué relación tienen la MDMA, la Viagra y la AZT? ¿Acaso no hay sesgo de género en la industria farmacéutica? ¿Y sesgo capacitista? ¿Cómo se traduce? ¿Cuáles son las semejanzas y las similitudes del fármaco del amor con el consumo hormonal del movimiento Trans? ¿Si la tecnología no es neutral, dónde están sus valores? ¿Cómo me gustaría ser tratada: como loca, criminal o como enferma? ¿Y si el fármaco es a la vez biotecnológico, cuantificado y robotizado? ¿Quién está dispuesto a dejar el amor en manos de un proyecto de neoliberalización semejante? ¿Y si se impone? ¿Y si no me doy cuenta? ¿Aceptas los términos y condiciones? ¿Y si el futuro nos trae al presente? ¿Cómo sería una sociedad sin amor? ¿Y qué proyecto propondría yo? ¿Quién está dispuesto a, asumiendo todas las ambivalencias, construir un amar mejor? ¿Uno diferente? ¿Quién dijo que la ciencia y la tecnología no podrían ser aliadas? ¿Cuáles son el resto de las aliadas posibles para una robusta responsabilización del amor? ¿Terminaría yo siendo una junkie del amor?

Bibliografía, notas y fuentes:

[1]  Todas las citas de las referencias en inglés son de traducción propia.

[2] Las ideas en torno a la apertura de la medicina las compartió Brian Earp en el IDEA Research Seminar, con una ponencia titulada «The Urgent Need for Psychedelic Ethics», celebrado en el centro Inter-Disciplinaire Ethics Applied, en la Universidad de Leeds, Reino Unido, el 10 de mayo de 2023.

[3] Excluyo del artículo y la discusión los casos en los que un posible fármaco del amor se use para provocar deliberadamente un daño o coerción, es decir, los casos en los que la violación a la autonomía sexoafectiva es evidente. Un ejemplo es el caso de la sumisión química, que consiste precisamente la administración de sustancias químicas a una persona con fines delictivos, sin su consentimiento y sin su conocimiento. Ahora bien, un análisis e invetigación exhaustiva del fármaco del amor debería evaluar esta violación directa e incluir estos casos, dado que son susceptibles de adquirir mayor y mayor relevancia social y sus implicaciones y consecuencias pueden ser graves.

[4] Por poner algunos ejemplos. Por un lado, es equívoco pensar que personas con bajos niveles de dopamina, como las personas con ansiedad social, no se enamoran. Por otro, la dopamina tiene muchas funciones en el cerebro, entre las cuales se incluyen papeles importantes en el comportamiento, la cognición, la actividad motora, la motivación, la regulación de la producción de leche, el sueño, el humor  y el aprendizaje.

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