La condena de los hijos en Kafka

Roberto Chacana
Profesor en la Universidad Austral de Chile

Imagen: Javier Rupérez

En la obra de Kafka encontramos con frecuencia historias protagonizadas por una familia. El caso más emblemático es, sin lugar a duda, el de la familia Samsa, en La metamorfosis. En la novela El castillo, por otro lado, hallamos la historia de la familia de Barnabas, cuyo devenir está estrechamente vinculado con el del agrimensor K., quien, en distintos pasajes de la novela, se relaciona con Olga, Amalia y Barnabas, los tres hermanos de dicha familia. El elemento en común de ambas historias es que los hijos se hallan abocados, prácticamente de forma exclusiva, a asegurar el sustento de su grupo. Gregor Samsa, por ejemplo, trabaja como viajante de comercio, una pesada labor que resulta vital para sus padres y para su joven hermana, pues ninguno de ellos tiene un trabajo remunerado. Olga, Amalia y Barnabas, por su parte, buscan de forma diaria y desesperada algún medio que les permita no seguir hundiéndose en la pobreza junto a sus padres.

            Una misión de esas características determina que los hijos se vean obligados a renunciar a su emancipación, pues los padres, que suelen ser viejos y estar enfermos, dependen absolutamente de ellos para sobrevivir (eso, al menos, es lo que dan a entender). Tal renuncia no es fácil de llevar a cabo, y hay ocasiones en las cuales algún hijo intenta dar pasos en la dirección de la emancipación personal. Ese es el caso de Georg Bendemann, el joven protagonista de La condena, una muy breve novela publicada por primera vez en 1913, y que, según leemos en sus diarios, Kafka escribió en septiembre del año anterior, en una sola noche: “Esta historia, La condena, la he escrito de un tirón durante la noche del 22 al 23, entre las diez de la noche y las seis de la mañana. Casi no podía sacar de debajo del escritorio mis piernas, que se me habían quedado dormidas de estar tanto tiempo sentados” (Kafka, 2000: 359). La condena ilustra muy bien el carácter irreconciliable que adquieren las expectativas de los padres y las de los hijos kafkianos, siendo estos últimos quienes resultan más perjudicados de tal oposición.

La condena comienza con la descripción de lo sucedido una primaveral mañana de domingo, cuando Georg, un joven comerciante que vive junto a su padre, termina de escribir una carta. La carta está dirigida a un amigo de infancia que, desde hace varios años, vive en San Petersburgo. En la carta Georg le habla de su compromiso matrimonial con una joven llamada Frieda Brandenfeld. Desde hace un tiempo Georg se ha visto favorecido por una serie de circunstancias felices, en especial porque el negocio familiar ha experimentado un gran crecimiento. Georg, a partir de la muerte de la madre, ha pasado a encabezar dicho negocio, desplazando al padre a un segundo plano. Y es al padre, precisamente, a quien Georg decide comunicarle la noticia de su matrimonio, para lo cual sale de su habitación y se dirige a la de su padre.

Georg –hasta antes de la conversación con el padre– parece haber satisfecho plenamente las dos aspiraciones que suelen resultar tan conflictivas para los hijos kafkianos: permanecer estrechamente vinculado a los padres y comenzar a cimentar las bases de su futura emancipación. Para alcanzar ambos objetivos Georg ha seguido un camino muy distinto al de su amigo de San Petersburgo, ya que primero ha buscado la prosperidad económica en el seno de su familia, para luego trazar proyectos orientados a alcanzar la emancipación. Muy probablemente, un itinerario tan auspicioso como ese ha acabado convirtiéndose en otro motivo de felicidad para Georg.

Así, tras terminar de escribir la carta, Georg acude hasta la habitación del padre para comunicarle que, finalmente, ha decidido a contarle de su compromiso matrimonial a su amigo de Rusia. Sin embargo, Georg se lleva dos sorpresas. La primera es que el padre se encuentra rodeado por un entorno marcadamente sombrío, como consecuencia de que los rayos del sol no penetran en su habitación, al verse bloqueados por un alto muro que hay más allá de la ventana. Junto a ello, el entorno sombrío se ve agudizado por la actitud del padre, que permanece sentado en un rincón, acompañado de una serie de recuerdos de su difunta esposa.

La segunda sorpresa que se lleva George está relacionada, por un lado, con la reacción negativa que su padre tiene ante la noticia del matrimonio y, por otro, con aquello que afirma acerca de su amigo. El padre comienza por poner en duda la existencia del amigo de Georg, para luego reprocharle la insincera comunicación epistolar que ha mantenido con él. El padre se presenta a sí mismo como una especie de defensor del “ultrajado” amigo, y dice haber iniciado con él una correspondencia paralela, en la que le ha comunicado todos los detalles que Georg omite en sus cartas.

 Las sorpresivas recriminaciones del padre se extienden, además, a un conjunto de situaciones de la vida familiar, ocurridas luego de la muerte de la madre; dice el padre:

«desde la muerte de tu querida madre se han producido algunas [cosas] no muy agradables. Quizá también les llegue su turno, tal vez antes de lo que pensamos. En el negocio hay muchas cosas que se me escapan […] ya no tengo tanta fuerza como antes, la memoria empieza a fallarme y ya no logro ver claro en una serie de asuntos. Esto se debe, en primer lugar, a un inevitable proceso natural, y, en segundo lugar, a que la muerte de nuestra madrecita me ha dejado mucho más abatido que a ti.» (Kafka, 2003: 42, cursivas mías)

Dicha queja pone de manifiesto que, a diferencia de lo que Georg piensa, el padre evalúa de forma muy negativa lo ocurrido en los últimos dos años; en otras palabras, lo que para Georg constituyen logros y éxitos importantes, para el padre significan cosas no muy agradables, y, por tanto, reprochables. De modo especial, el padre rechaza el noviazgo de Georg, pues, según su perspectiva, implicaría una falta de respeto a la memoria de la madre; dice el padre: “‘Porque ella [la novia] se remangó la falda […] porque se remangó así la falda, esa boba asquerosa […] porque se remangó la falda así y así, tú te le acercaste, y para poder disfrutar de ella en paz, profanaste la memoria de tu madre, traicionaste a tu amigo y metiste a tu padre en la cama para que no pudiera moverse’” (45-6).

            El padre dice lo anterior, pues está convencido de que el noviazgo del hijo desprecia también su autoridad, cuestión que le resulta intolerable, y que lo lleva a amenazarlo del siguiente modo: “‘¡Cuélgate del brazo de tu novia y sal a mi encuentro, si te atreves! ¡La barreré de tu lado no te imaginas cómo!’” (47). Con esa amenaza el padre intenta recuperar la posición de superioridad que cree haber perdido en los últimos años: “‘¡Pero no te equivoques! Yo sigo siendo el más fuerte’” (46), le dice. Al mismo tiempo, el padre le reprocha al hijo la situación de abandono en la que, según él, se encuentra: “‘¿qué otra cosa podía hacer en mi habitación de atrás, viejo hasta la médula y perseguido por un personal desleal? Y mi hijo iba exultante por la vida, ultimaba negocios que yo había preparado, dando saltos de contento y pasaba ante su padre con la cara reservada de un hombre de bien’” (46).

Desde la perspectiva del padre Georg es un hijo que sólo merece recibir calificativos negativos; tales calificativos serían los siguientes: egoísta, cínico, abusador y ambicioso. Georg sería un egoísta porque sólo piensa y actúa según sus necesidades, olvidándose del duelo familiar por la muerte de la madre; un cínico, porque le ha mentido a su amigo de San Petersburgo, y porque también engaña a su padre; un abusador, porque mantiene a este último confinado en un cuarto oscuro; y un ambicioso, porque ha prosperado en los negocios valiéndose del esfuerzo del progenitor.

Que un padre enjuicie de manera tan negativa a un hijo es algo frecuente en la obra de Kafka. En “El mundo urbano”, un relato publicado póstumamente, un padre asocia la imagen de su hijo Oscar a conceptos como la pereza, el derroche, la maldad y la estupidez. En “Once hijos”, narración incluida en Un médico rural (1919), hallamos un verdadero compendio de las numerosas cualidades negativas que un padre detecta en cada uno de sus hijos.

Tales calificativos negativos suelen ser el resultado de la profunda decepción que sufren los padres, al ver que los hijos son incapaces de satisfacer sus requerimientos. ¿Cómo pueden los hijos hacerse merecedores de valoraciones positivas por parte de los padres? Satisfaciendo de forma eficaz y diligente las expectativas de los padres, para lo cual es indispensable que los hijos no se emancipen del núcleo familiar. Por defecto, los juicios y valoraciones de los padres se tornarán cada vez más negativos en la medida en que los hijos manifiesten intenciones de emanciparse del núcleo familiar. El compromiso matrimonial de Georg lo deja, precisamente, en esta última situación.

La extrema irritación que afecta al padre de Georg aquella mañana puede ser entendida en ese contexto. Dicho de otra manera, el que Georg haya optado por contarle la verdad a su amigo debe ser interpretado como una demostración de que está decidido a contraer matrimonio, al punto de que se siente capaz de superar las vaguedades comunicativas que él mismo había creado en torno a su compromiso, pues, previamente, al amigo le había contado del compromiso matrimonial, pero había inventado unos novios ficticios, ocultando las verdaderas identidades; ahora le dice los nombres reales, comunicándose con toda claridad.

Esa mayor claridad es lo que ha irritado profundamente al padre, al darse cuenta de que Georg ha decidido emanciparse. Por tanto, la eventual opinión paterna respecto del envío de la carta es algo secundario; no es el envío de la carta lo que debe detener, sino aquello que está detrás: la emancipación del hijo. Sin embargo, para lograr tal objetivo, el padre entiende que primero debe centrarse en la carta, desvirtuando su importancia. Para ello el padre efectúa una desconcertante insinuación: pone en duda la existencia del amigo de Georg, es decir, el destinatario de la carta. Esa es una maniobra que busca retomar el tema de la carta anulándola, y, de paso, convirtiendo a Georg en un mero bromista: “‘No tienes ningún amigo en San Petersburgo. Siempre has sido un bromista y ni siquiera ante mí has sabido contenerte. ¿Por qué habrías de tener precisamente allí un amigo? No puedo creérmelo’” (43). 

La posterior rectificación que hace el padre de Georg, es decir, su reconocimiento de que existe el amigo de San Petersburgo, pero ya no en calidad de amigo de Georg sino de él mismo –“‘Claro que conozco a tu amigo. Hubiera sido el hijo que anhela mi corazón’” (45)–, es otra maniobra orientada al mismo objetivo: desconocer la seriedad (y la realidad) de los contenidos expuestos en la carta. Más aún, según el padre, las cartas que aguarda el amigo de Rusia no son las escritas por Georg, sino las que él mismo le envía: “‘Tus cartas las estruja con la mano izquierda sin leerlas, mientras sostiene las mías con la derecha’” (47).

Lo que el padre intenta con todas esas maniobras es, como he señalado, evitar la emancipación del hijo. Sin embargo, para lograrlo primero debe alcanzar otras metas intermedias. En primer lugar, es necesario que el hijo tome conciencia del estado de abandono en que el padre dice hallarse, y de la necesidad de encontrar un rápido remedio a ello; ese objetivo parece logrado cuando Georg le dice a su padre:

«Tenemos que introducir un cambio radical en tu modo de vida. Estás sentado aquí en la oscuridad, cuando en la sala tendrías muy buena luz. Apenas si pruebas tu desayuno, en vez de alimentarte como es debido. Te quedas junto a la ventana cerrada, cuando el aire fresco te haría tanto bien. ¡No, padre! Llamaré al médico y seguiremos sus prescripciones.» (43)

            En segundo lugar, es imperativo que el hijo se sienta culpable por el estado de abandono en el cual se halla el progenitor, pues es consecuencia de su propia negligencia que éste haya llegado a tal situación: “Al ver esa ropa interior no particularmente limpia se reprochó haberlo descuidado. Era deber suyo, sin duda, vigilar también las mudas de ropa interior” (44).

            En tercer lugar, hace falta enviar un claro mensaje al padre, en cuanto a que él ocupa un lugar prioritario dentro de las preocupaciones del hijo: “‘Dejemos en paz a mis amigos. Mil amigos no sustituyen para mí a mi padre. ¿Sabes qué creo? Que no te cuidas lo suficiente. Y la edad reclama sus derechos. Me eres imprescindible en el negocio, y lo sabes perfectamente, pero si el negocio llegara a amenazar tu salud, lo cerraría mañana mismo y para siempre’” (43).

El cuarto objetivo está insinuado en el anterior: las soluciones requeridas demandan la realización de actos de autosacrificio por parte del hijo, a través de los cuales demuestre que es capaz de renunciar a cuestiones relevantes para él. Con esos actos, el hijo restituye al padre una posición de privilegio dentro de la vida familiar: “‘Cambiaremos de habitación, tú te instalarás en la de delante y yo me pasaré aquí. Esto no te supondrá ningún trastorno, pues llevaremos allí todas tus cosas’” (43).

En quinto lugar, esos actos de autosacrificio deben abarcar esferas verdaderamente relevantes para el hijo; un simple intercambio de habitaciones no es suficiente, debe existir “algo” más, y si eso está vinculado al sensible ámbito de la emancipación del hijo, mejor aún:

«[Georg] Aún no había hablado de manera explícita con su novia sobre cómo iban a organizar el futuro del padre, aunque tácitamente habían supuesto que se quedaría solo en el viejo apartamento. Ahora, sin embargo, decidió en un instante y con total firmeza que se lo llevaría con él a su futuro hogar. Examinando la situación más de cerca, parecía casi como si los cuidados que allí le prodigasen pudieran llegar demasiado tarde.» (44)

Con esos cinco pasos Georg parece dar muestras de ser un hijo kafkiano excepcional, por cuanto, sin renunciar a sus proyectos emancipadores (sigue pensando en casarse e irse de la casa), plantea una serie de medidas orientadas a satisfacer las necesidades y las expectativas del padre, aun a costa de tener que sacrificar y renunciar a algunas cuestiones importantes para él.

Sin embargo, aunque esos cinco ofrecimientos puedan ser importantes, pues muestran que Georg “vuelve” a preocuparse de su progenitor, para este son insuficientes. Por ello es que el padre no muestra ningún interés ante las propuestas del hijo, pues sabe que estas constituyen metas intermedias que no aseguran la satisfacción de su principal aspiración: que Georg renuncie a su compromiso matrimonial y, con ello, a sus planes de “abandonarle”.

Georg, sin embargo, no da señales de estar dispuesto a tanto autosacrificio, lo que lleva al padre a actuar de una forma que hace mucho más visible su exigencia. Y eso sucede cuando Georg lo carga en brazos, con la intención de depositarlo en la cama: “Luego [Georg] llevó a su padre en brazos hasta la cama. Tuvo una sensación horrible al advertir, mientras daba los pocos pasos que lo separaban de la cama, que sobre su pecho el padre jugueteaba con la leontina. Se aferraba a ella con tanta fuerza que no pudo acostarlo de inmediato” (44, cursivas mías).

Ese pasaje constituye un momento clave en el desarrollo de La condena, pues en él podemos apreciar, en toda su magnitud, la doble demanda del progenitor: por un lado, impedir que el hijo se separe de él (para lo cual se aferra firmemente a la cadena de reloj); por otro, lograr que Georg lo cargue en brazos, como una demostración inequívoca de que está a su exclusivo servicio (es decir, sin brazos para dedicarse a otras cosas). Al mismo tiempo el pasaje permite que el padre goce, aunque sea de manera muy breve, de una intensa satisfacción de tales aspiraciones.

Pero en ese pasaje no sólo se describen (y satisfacen) las aspiraciones del padre, sino que también se muestra el punto límite al que pueden llegar los sacrificios del hijo: Georg experimentó una sensación horrible al ver cómo su padre se aferraba a la leontina. Eso quiere decir que, aunque esté dispuesto a dar los cinco pasos descritos (incluso a cargar a su padre como si fuese un niño), Georg no está disponible para que su padre se cuelgue de su cadena impidiendo la separación; aunque para el padre ello constituya una situación muy agradable, a Georg le resulta horrible.

Por tanto, en ese pasaje se hace evidente lo irreconciliables que son las aspiraciones del padre y del hijo: el primero aspira a que el hijo no se separe de él, mientras el segundo anhela la emancipación; a este último le parecen suficientes los cinco pasos señalados, mientras al primero le resultan insuficientes. Debido a ello, el pasaje marca un punto de inflexión en el relato.

Antes de él, Georg se muestra comprensivo y dialogante con el padre, a pesar de la perplejidad que experimenta por el cuestionamiento que éste hace de la existencia de su amigo. Después del pasaje de la leontina a Georg le resulta difícil comunicarse con su progenitor, y lo evita: “Georg permanecía en un rincón, lo más lejos posible del padre” (46). Asimismo, si previamente Georg se mostró servicial (le ofrece intercambiar las habitaciones, lo coge en brazos y lo acuesta), después de ese pasaje parece desentenderse de las necesidades del padre, llegando incluso a anhelar, aunque fugazmente, que se haga daño: “‘¡Ahora se inclinará hacia delante’, pensó Georg, ‘¡si se cayera y se rompiera la crisma!’” (46).

Por su parte, en el padre también es posible identificar un cambio de actitud, debido a que antes del pasaje de la leontina se dedica, casi exclusivamente, a poner en duda la existencia del amigo, dejando insinuados otros asuntos, como el duelo por la muerte de la madre (la muerte de nuestra madrecita me ha dejado mucho más abatido que a ti). Sin embargo, después de tal episodio, el padre deja a un lado los rodeos y da libre curso a sus furibundos reproches, relacionados con esas cosas no muy agradables que han sucedido tras la muerte de la madre: el noviazgo del hijo y el abandono en que él, el padre, se encontraría.

El factor determinante para todos esos cambios es que, a pesar de la fuerza con la que el padre se aferra a la leontina, Georg logra depositarlo en la cama, “deshaciéndose” de él. Y aunque Georg se preocupa de que su padre quede cómodo –“‘¿Te gusta estar en cama, eh?’, dijo Georg remetiéndole la manta por los lados” (44)–, el padre experimenta esa situación como una nueva manifestación del desinterés de Georg hacia él (estar tumbado en la cama era algo muy diferente a hallarse en los brazos del hijo).

Georg habría podido evitar el airado ataque del padre si hubiese prolongado indefinidamente ese episodio, en el cual el anciano pudo gozar de los cuidados y la cercanía del hijo. Pero al “arrojarlo” entre las mantas de la cama, Georg exacerbó la ira del padre, desperdiciando la oportunidad de comportarse como un hijo verdaderamente protector.

Con ello, además, Georg desaprovechó la posibilidad de expiar la culpa con la que, sin saberlo, cargaba desde hacía tiempo. Y es que mientras él se divertía con amigos y con la novia (al punto de que no le quedaba tiempo para visitar al padre en su oscura habitación, ni para preocuparse de sus mudas de ropa interior), el padre se veía obligado a “entretenerse” simulando leer la prensa: “‘¿Crees que leo los periódicos? ¡Mira!’, y le tiró a Georg una hoja de periódico que, de algún modo, había ido a parar a la cama. Un periódico viejo, con un nombre totalmente desconocido para Georg” (47).

Para el padre quizá si lo más grave no era la situación de abandono en la que decía encontrarse, sino que el hijo no se enterase de ella, no le pusiese remedio, y la agudizase y perpetuase diariamente. Así, mientras el padre se “entretenía” con añosos periódicos, y se rodeaba de sombras y de recuerdos de su esposa, lo que verdaderamente estaba haciendo era aguardar el momento en que el hijo por fin tomase conciencia del profundo abandono al que lo tenía sometido: “‘¡Cuánto tiempo has tardado en madurar! Tu madre tuvo que morir sin poder disfrutar de esa alegría; tu amigo se está consumiendo en su Rusia […] y yo, pues ya ves cómo estoy. ¡Para algo tienes ojos!’” (47).

Ahora, por fin, el hijo ha “madurado” y ha abierto los ojos. Sin embargo, desde la perspectiva del padre, es tarde, pues el daño que el hijo ha causado es demasiado. Georg no sólo es responsable del estado en que se encuentran él y el amigo, sino que también podría ser el causante de la muerte de la madre, cuyo deceso habría sido consecuencia de un idéntico estado de abandono.

Por tal motivo el padre interpreta el desinterés del hijo como una encubierta y a la vez evidente mala intención. Aun cuando en un primer momento el padre acepta ser tendido en la cama –“en cuanto estuvo en su cama, todo pareció ir bien” (44)–, enseguida se encarga de desenmascarar el supuesto afán aniquilador que se escondería tras la inocente preocupación de Georg por dejarle bien “tapado” en la cama: “‘Querías taparme, lo sé, chiquillo mío, pero sigo sin estar tapado. Y aunque sean mis últimas fuerzas son suficientes y hasta demasiadas para ti” (45).

Tras esa amenazante advertencia, el padre da paso a una incontrolable andanada de reproches, convencido de que Georg no desea cargarle en brazos por más tiempo, ni tampoco está dispuesto a dar ese sexto paso que, por otra parte, el padre ya no espera, pues se le ha hecho evidente que Georg tiene la firme y “destructiva” decisión de emanciparse: “‘¡Quédate donde estás, que no te necesito!’” (46). Por medio de esa furibunda renuncia al hijo, el padre asume y prepara su inminente pérdida. Al mismo tiempo, se coloca a una prudente distancia (quédate donde estás) desde la cual pueda sentirse protegido de los supuestos ataques aniquiladores del hijo.

Desde la perspectiva del padre, la serie de situaciones no muy agradables que han ocurrido en los últimos años constituyen un conjunto de agresiones, a través de las cuales Georg habría intentado eliminarle. En ese sentido, los éxitos y los progresos que Georg ha sabido infundirle al negocio familiar no tendrían ninguna importancia para el padre; o, mejor dicho, la relevancia de dichos logros sería sólo negativa, pues el joven comerciante los ha utilizado como un trampolín, desde el cual espera dar el salto que le permita abandonar y destruir al padre.

Como Georg no da muestras de querer corregir su “destructiva” actitud (desperdiciando la última oportunidad que el padre le ofrece colgándose de la leontina, es decir, mostrándole cuánto necesita sus cuidados, y cuán bien Georg podría protegerle si así quisiera hacerlo), el padre pasa a comportarse de una manera extremadamente colérica, bajo el convencimiento de que está ante un hijo malo (y diabólico, como pronto se lo hará saber) que no se merece una nueva oportunidad, y que debe ser castigado cruelmente.

De acuerdo con el padre, la tardía toma de conciencia llevada a cabo por Georg no tendría otra utilidad más que la de sacarlo culposamente de su egoísta ensimismamiento y de preparar el terreno para su merecido castigo: “‘Ahora ya sabes, pues, qué había además de ti, porque hasta hoy solo has sabido cosas de ti mismo. Cierto es que eras un niño inocente, pero aún más cierto es que eras un ser diabólico. Por eso ahora escúchame bien: ¡te condeno a morir ahogado!’” (48). Esto implica que impedir la emancipación del diabólico hijo no es ya el objetivo más importante para el padre, sino juzgarle y sojuzgarle, algo que el padre logra con facilidad, pues Georg reacciona de forma extraordinariamente sumisa al oír su sentencia.

Así, con una pesada culpa sobre su espalda, Georg Bendemann se encamina de manera obediente hacia el río, y, tras permanecer un rato aferrado firmemente a los barrotes de la barandilla, se lanza al agua, en un acto de carácter expiatorio y como una nueva muestra de lealtad filial: “‘Queridos padres, os he querido siempre, pese a todo’” (48), musita antes de cumplir la sentencia.

Ese hecho constituye una demostración de los irracionales actos de autosacrificio que deben realizar los hijos kafkianos, con tal de satisfacer los desmesurados deseos paternos. Pero para llegar a disponer de tan extremo grado de subyugación, primero el padre debe desmontar el “sistema defensivo” del hijo, eliminando cualquier traza de beligerancia que pudiera esconderse tras la actitud conciliadora del joven. 

En efecto, cuando los padres kafkianos regañan o recriminan a los hijos, estos asumen una actitud conciliadora. A pesar de lo injustas, arbitrarias o exageradas que puedan ser las acusaciones recibidas los hijos no enfrentan a los padres de la misma manera en que ellos están siendo atacados. Es más, ni siquiera podría afirmarse que los hijos enfrentan a sus progenitores; lo que hacen, más bien, es buscar un punto de conciliación, que sea capaz de contener la ira paterna.

Lo que busca el hijo con ello es que el padre visualice otro punto de vista, en particular aquel que está vinculado con las necesidades que él, el joven, tiene. La importancia de ello es primordial para el hijo, pues un eventual éxito en su esfuerzo conciliador le franquearía las puertas para alcanzar un objetivo trascendental para él, esto es, lograr la compatibilidad entre las demandas que aparecen como irreconciliables en las familias kafkianas: las necesidades parentales de retener al hijo en el seno familiar, frente a los proyectos emancipadores del vástago.

Sin embargo, el padre no está dispuesto a facilitarle al hijo la concreción de un plan conciliador. En concordancia con esto, el padre se muestra incapaz de alcanzar la actitud empática sugerida por el hijo, con lo cual rechaza de plano tanto los esfuerzos conciliadores como las necesidades internas del joven. Con esa drástica y rígida actitud, el padre no sólo intenta asegurase de estar eliminando de raíz cualquier posibilidad de (re)surgimiento de los esfuerzos conciliadores del hijo, sino que además le envía una clara señal de que lo que él realmente espera es sumisión.

Desde la perspectiva del padre, la actitud sumisa del hijo tiene una clara ventaja sobre la actitud conciliadora, puesto que la primera, además de garantizar de que el hijo tampoco le enfrentará cuando él, el padre, lo atormente con sus reproches, le asegura que el joven se comportará como un subyugado subordinado, que satisfará y cumplirá cualquier tipo de demanda u orden paterna, por más inverosímil o irracional que ésta pueda parecer (como la sentencia de morir ahogado). En ese sentido, el pasaje de la leontina vuelve a ser relevante, pues ése es el momento a partir del cual el padre, a través de su furibundo ataque, le demuestra a Georg que él no desea diálogo, conciliación ni beligerancia, sino sumisión.

Coincidentemente, y tal como precisé con anterioridad, en Georg se advierte un cambio a partir de ese pasaje, pues abandona la actitud de diálogo que había mantenido hasta ese momento, para dar paso a un comportamiento retraído, expresándose de manera lacónica. Además de una consecuencia del horror sufrido al ver cómo el padre se colgaba de la leontina, el retraimiento puede ser también la primera manifestación de que Georg estaba comenzando a comportarse como deseaba el padre, es decir, como un sumiso subordinado que ha renunciado a su impertinente conducta dialogante.

La tarea de desmontar el sistema defensivo del hijo se ve facilitada, además, por una condición previa: los hijos kafkianos suelen ubicarse de antemano en una posición de inferioridad respecto de los padres (ya sea desde la conciliación o, más aún, desde la sumisión). De esa manera, los hijos ceden implícitamente a sus progenitores la atribución de definir acerca de ámbitos trascendentes y privativos de ellos mismos. Esta condición previa, lejos de ir disminuyendo, va incrementándose hasta alcanzar manifestaciones inverosímiles como cuando el padre decide acerca de la vida del hijo, sentenciándolo a morir ahogado.

En los relatos de Kafka se hallan imágenes que describen esa asimétrica relación padre-hijo mediante una mayor corporalidad del progenitor. Por ejemplo, en “El mundo urbano” se encuentra el siguiente pasaje: “–¡Silencio! –gritó el padre, y al levantarse tapó con su cuerpo una ventana–. ¡Te ordeno silencio! Y déjate de ‘peros’, ¿entiendes?” (Kafka, 2001: 67).  La superioridad del padre no sólo es refrendada por la contundencia verbal sino también por la física: su cuerpo es capaz de cubrir toda una ventana. En La condena, cuando Georg acude a la habitación del padre, leemos lo siguiente: “‘¡Ah, Georg!’, dijo el padre saliendo a su encuentro. Su pesada bata se le abrió al andar y los bordes ondearon en torno a él. ‘Mi padre sigue siendo un gigante’, pensó Georg” (Kafka, 2003: 41).

Esos dos pasajes constituyen verdaderos presagios de las dificultades que deberán enfrentar ambos hijos, pues el primero de ellos, Oscar M., debió dedicarse a la cuidadosa elaboración de un complejo plan conciliador para que fuese sometido a la escrupulosa evaluación de su iracundo padre, un ser capaz de cubrir una ventana sólo con su cuerpo. El segundo, Georg Bendemann, vio sofocados sus proyectos emancipadores por obra de un gigante resentido, que vivía encerrado en un oscuro cuarto. En este último caso, lo que podría parecer una pírrica victoria –el padre impide la emancipación del hijo, a costa de perderle–, constituye, en realidad, la consumación de la aspiración suprema de los padres kafkianos: juzgar y sojuzgar al hijo.


Bibliografía, notas y fuentes:

Kafka, Franz. 2003. Obras Completas III. Narraciones y otros escritos. Traducción de Adan Kovacsics, Joan Parra Contreras y Juan José del Solar. Barcelona: Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores.

_____ 2001. Cuentos completos. Traducción de José Rafael Hernández Arias. Madrid: Valdemar.

_____ 2000. Obras Completas II. Diarios. Carta al padre. Trad. de Andrés Sánchez Pascual y Joan Parra Contreras. Barcelona: Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores.