Ander Ugalde
Filósofo
Fecha de publicación: 26/07/22

Homo Deus: una breve historia del mañana fue el sucesor del célebre libro Sapiens, el cual hizo propició a su autor, Yuval Noah Harari, el reconocimiento internacional por su ‘breve historia de la humanidad’. A diferencia de su obra precedente, que explora el pasado, Homo Deus tiene como objetivo mirar hacia el futuro y recopilar en unos esbozos los posibles caminos de la humanidad. Pero quien mucho abarca, poco aprieta. El primer capítulo realiza un repaso de las tendencias sociales y tecnológicas históricas, y de cómo los humanos se dirigen hacia nuevos horizontes que difieren drásticamente de las de los siglos anteriores; y es la única sección redimible. El resto trata sobre las posibilidades futuras de la sociedad. Sin embargo, sus páginas están plagadas de conjeturas y conclusiones precipitadas, frágilmente apoyadas en una proyección superficial de la filosofía y tendencias sociales. Harari considera que la ciencia es la única fuente de conocimiento fiable y que las tecnologías emergentes son el único factor que determinará la dirección del progreso humano. Apenas menciona argumentos o tendencias contrarias. Las pocas posturas antagónicas que evalúa están desfasadas y las rebate con meras sombras de razonamientos válidos. En ocasiones, el autor parece un Don Quijote luchando contra molinos, aunque escribe con tal asertividad pedagógica que no deja resquicio para que el lector lego pueda cuestionar sus afirmaciones o considere puntos de vista alternativos. Permítanme que elabore algunas consideraciones.
Entre los puntos de vista que expone Homo Deus, destaco los que me han resultado más chirriantes:
En primer lugar, Harari considera que la ciencia y los hechos materiales son la única fuente de conocimiento. Esto le condiciona a una visión reduccionista del mundo, separándole de los sistemas complejos del planeta entre los que se encuentra la vida. Una de las ideas recurrentes en el libro es que los seres vivos (incluidos los humanos) no son más que algoritmos muy complejos. De este supuesto, deduce que los humanos no tienen ninguna importancia metafísica sobre los demás animales. Esta posición es muy controvertida, pero podría admitirse con buenos argumentos y noestos tres que emplea: 1) los animales no tienen alma; 2) los animales no tienen mente ni experiencia de la vida; y 3) los animales no tienen conciencia de sí mismos (algo que podría (¿?) defenderse, pero que tiene relevancia limitada en cuanto a la superioridad ética de los humanos). Harari toma la refutación de estos supuestos obsoletos como evidencia suficiente para socavar por completo la santificación de la vida humana, pero en realidad, su razonamiento es tan sofisticado como argumentar que la Revolución Francesa fue mala porque murieron muchas personas durante su transcurso. Independientemente de su punto de vista, el tema es mucho más complicado y merece un mayor escrutinio, incluso para el lego.
Cuestiones similares surgen con su negación absoluta del libre albedrío: sostiene que los seres vivos son algoritmos que actúan según sus códigos genéticos y factores ambientales. Para Harari, esto descarta definitivamente la posibilidad del libre albedrío. Sin embargo, no hay la más mínima consideración de ninguna solución filosófica al problema del libre albedrío (introducir al lector general al menos al compatibilismo debería haber sido una prioridad). En lugar de ello, Harari opta por calificar la creencia en el libre albedrío como algo totalmente infundado, hoy en día sólo para ignorantes religiosos cuyos sistemas metafísicos ya han sido desmentidos por la ciencia.
La última de sus discusiones más problemáticas se refiere a las supuestas consecuencias del descubrimiento científico de que los individuos contienen múltiples voces que cuentan historias diferentes: por ejemplo, las acciones y razonamientos de las personas cuyos lóbulos derecho e izquierdo del cerebro hayan sido separados neuronalmente no suelen concordar. Sin embargo, Harari pasa por alto que el hecho de que el individuo no sea indivisible no es nada nuevo. Aristóteles y Platón ya conocían la divisibilidad del “alma”. Además, el problema del Barco de Teseo es uno de los más antiguos: si uno reemplaza a lo largo del tiempo todas las partes de un barco, ¿acaso sigue siendo el mismo barco? De la misma forma, yo no soy la misma persona que fuí hace veinte años, mentalmente y mucho menos físicamente; pues, ¿dónde está el verdadero yo? Haciendo caso omiso de la antigua paradoja, Harari está convencido de que el “reciente descubrimiento científico” del yo divisible supone una grave amenaza para el individualismo: si el yo es divisible y hay múltiples voces en mi cabeza, ¿cuál es el “auténtico yo” con el que siempre me dicen que debo conectar en tiempos difíciles? Su respuesta es simple y llana: ¡no hay yo auténtico! Por lo tanto, en lugar de la psicoterapia o la meditación, la “ciencia” recomienda soluciones externas, como hinchar al paciente de fármacos; al fin y al cabo, ya que la ciencia lo conoce (su algoritmo) mejor que uno mismo. Esto puede sonar espantoso para los humanistas, pero Harari nos consuela: escuchar nuestras voces interiores ha sido la causa de terribles acontecimientos y a menudo puede conducir a comportamientos autodestructivos. Sin embargo, contra Harari, la psicoterapia o la meditación no consisten en escuchar y buscar siempre un único “yo auténtico”, sino en aprender a conocerse a uno mismo y ser consciente de qué voces escuchar y cuáles ignorar. Silenciar por completo ciertos sentimientos alterando externamente nuestro cerebro puede ser de ayuda en situaciones extremas, pero quienes proponen que esto pudiera ser una solución definitiva a todos nuestros problemas (mentales, sociales y políticos) malinterpretan y son ciegos ante el verdadero significado de la cuestión de la existencia humana. Harari pasa por alto el hecho de que la divisibilidad y la multiplicidad de yos—estar en conflicto con uno mismo, tener que ponderar decisiones difíciles— es lo que constituye el individuo y la experiencia humana. Esta no es una imagen científicamente exacta de los sistemas orgánicos, pero no tiene por qué serlo: El propio Harari remarca que ‘el hecho de que sea una ficción no la hace menos real’ en su anterior libro, Sapiens.
Harari considera que estos tres últimos ‘hechos’ científicos—que los seres humanos son algoritmos como todos los demás animales, que el libre albedrío no es más que una ilusión y que el individuo es multifacético y no un ser monolítico—encabezan la caída del humanismo liberal. Afirma que, sin la supremacía humana, el libre albedrío y el individualismo, el liberalismo clásico pierde sentido. Y tiene razón. Sin embargo, como espero que haya quedado claro, lo que nuestro autor aporta queda lejos de ser suficiente para argumentar que esos tres pilares tienen alguna posibilidad de desaparecer. No obstante, acusa a los pensadores liberales contemporáneos de gimnasia mental al aferrarse al humanismo, haciendo mención específica de Steven Pinker y Richard Dawkins. Pero como he intentado demostrar, el humanismo ha seguido adelante a pesar de la ‘gimnasia mental’ de innumerables pensadores para explicar sus problemas y paradojas.
A pesar de estas críticas, me pregunto si Harari cree realmente en lo que expone. En muy pocas ocasiones, el autor inserta discretos descargos de responsabilidad que aseguran al lector que ‘esto no es una profecía, sólo una posibilidad’. Sin embargo, éstas son escasas y sutiles, y apenas bastan para justificar el tono del libro. A menudo evita emitir sus propias opiniones de forma eficaz, y las explicaciones de ciertos sistemas filosóficos corren el riesgo de ser tergiversadas como afirmaciones fácticas.
Mientras que los argumentos superficiales y las narraciones simplificadas pueden ser aceptables e incluso necesarios cuando se escribe para un público general, las falsedades fácticas no lo son. Esto me lleva a sus discusiones sobre el humanismo. Antes de criticar, debo conceder que Harari siempre es consciente de su público y es coherente con el nivel de complejidad de sus discusiones. Cuando acierta en los hechos, el resultado es un trabajo estupendo con ilustraciones y explicaciones exhaustivas y comprensibles; sin embargo, cuando se equivoca en los hechos, hace un trabajo igualmente bueno al exponerlos, y escribe con tal contundencia que el profano no encuentra razones para sospechar que le están metiendo gato por liebre.
El más grave de sus errores radica en su definición e historia del humanismo, especialmente del humanismo liberal. Considera que el humanismo de la Ilustración se centra en los sentimientos del individuo, cuando su verdadero centro es la autonomía de pensamiento individual. Según Harari, el humanismo liberal no espera que el ciudadano vote según sus propias reflexiones, sino que confía en sus sentimientos más íntimos con respecto a los candidatos presidenciales.
En su breve esbozo de la historia de la autoridad moral, la obra transmite que, en la época medieval, la gente podía estar segura de lo que estaba bien o mal gracias a su fe en la autoridad divina. Si Dios lo dice, debe ser correcto. Hace muchos siglos, asesinar estaba mal porque lo dictaban los textos divinos. Dios dio sentido a la vida del hombre medieval y unos cuantos mandamientos para acompañarlo. Hasta aquí, todo bien; de hecho, la muerte de Dios y el fin de la autoridad divina era una de las cosas que preocupaban a pensadores como Nietzsche y Dostoievski en el siglo XIX. Si no hay un dios que me diga lo que está bien, ¿acaso existe el ‘bien’? Volviendo al humanismo, si Dios ha muerto, ¿por qué está mal que un humanista mate? ‘los sentimientos de la víctima’, dice Harari, ya que un asesinato causaría sufrimiento a la víctima y a sus familiares. Este ejemplo se utiliza en varias ocasiones en Homo Deus, pero queda lejos de ser verdad. Si se matara sin dolor a una persona sin conocidos, ¿no estaría mal? Evidentemente lo sería, porque acabar con una vida humana está mal además de causar sufrimiento. Cabe preguntarse entonces por qué está mal acabar con una vida, ya que quizás es mejor estar muerto que vivo. Esto nos lleva al territorio de ‘ser o no ser’. Responder a estas preguntas nos llevaría por una discusión completamente distinta, pero el verdadero humanista no necesita abordarlo, ya que deja que el individuo sea quien debe llegar a sus propias conclusiones. Ningún ser humano debe decidir lo que es mejor para otro (con excepciones: los niños y los enfermos mentales; personas cuya autonomía de pensamiento está limitada o deteriorada). Por lo tanto, es inmoral dar prioridad a la voluntad de un ser humano sobre la de otro. Esto es lo que hace que quitar una vida sea malo según el humanismo, no los sentimientos.
El lector debe tener claro a estas alturas que soy un ferviente humanista (no lo oculto), pero esta crítica aquí es meramente fáctica e histórica; no tiene ninguna relación con mis creencias personales, sino que se refiere a lo que el humanismo de la Ilustración defiende, independientemente de su veracidad. Ocasionalmente, Harari acierta, pero aparentemente sólo por casualidad. Su constante repetición de la importancia de los sentimientos indica que no comprende del todo la esencia del humanismo de la Ilustración. La Edad de la Razón no recibió su nombre de un grupo de viejos blancos del siglo XVII que discutían la importancia de los sentimientos propios y ajenos.
Por otro lado, es cierto que este periodo coincide con una cultura literaria que enfatizó los sentimientos más que nunca. Steven Pinker sugiere incluso que el aumento de los índices de alfabetización y de la disponibilidad de libros hizo que la gente común fuese más sensible a los sufrimientos de los demás, lo que, según sugiere, desempeñó un papel integral en el declive histórico de la violencia. Aun así, la emoción estaba lejos de ser el fundamento filosófico del progreso ético de la época.
También merece la pena mencionar la crítica de Harari al capitalismo actual. Para Harari, nuestro sistema económico y social es una extensión lógica del humanismo liberal:
…si una multinacional quiere saber si está a la altura de su lema Don’t be evil, sólo tiene que echar un vistazo a sus ganancias. Si gana mucho dinero, significa que a millones de personas les gustan sus productos, lo que implica que es una fuerza del bien. Si alguien se opone y dice que la gente puede hacer una elección equivocada, se le recordará rápidamente que el cliente siempre tiene razón, y que los sentimientos humanos son la fuente de todo significado y autoridad. Si millones de personas eligen libremente comprar los productos de la empresa, ¿quién es usted para decirles que se equivocan? (p.137, traducción propia)
Como ya se ha discutido, Harari considera erróneamente que los sentimientos son la base del humanismo liberal. Desde este punto de partida, pinta una caricatura del capitalismo. Su crítica funciona según sus definiciones, pero en cuanto se considera que el humanismo liberal santifica las capacidades racionales del individuo en lugar de los sentimientos, su argumento encalla. El capitalismo no tiene por qué atenerse siempre a las reglas del humanismo liberal. La mayoría de nosotros sabemos que Google dista mucho de ser el ejemplo de una institución moral, y sin embargo nos saltamos la página de Términos y Condiciones plenamente conscientes de que no tenemos ni idea de lo que implica pinchar el botón de ‘Acepto’. No lo hacemos porque nos sintamos bien, sino porque estamos prácticamente obligados a ello (¡intenta llevar una vida normal, por no hablar de trabajar en un empleo de oficina sin usar Google!) Puesto que estas empresas socavan el juicio humano de esta manera, una crítica humanista del capitalismo y sus prácticas actuales no sólo es factible, sino necesaria.
En general, aunque Homo Deus tiene algunas virtudes, éstas están tomadas en su mayor parte de Sapiens, donde la mayoría de las buenas ideas de Harari se dilucidan y discuten más profundamente. Homo Deus, en cambio, las toma y las exprime. Está repleto de discusiones incompletas, suposiciones vacías e inexactitudes fácticas sobre el pensamiento humano y sus posibilidades futuras. Las propias opiniones del autor se mezclan de forma inapropiada con las explicaciones de temas polémicos, lo que convierte el libro en una fuente de conocimiento cuestionable para el lector general. Muchas de las ideas de Harari, algunas más rebuscadas que otras, se basan en visiones sesgadas, incompletas o directamente falsas de los movimientos filosóficos e históricos. A menudo, no ve ningún panorama más allá del científico y, en consecuencia, es demasiado reduccionista para ser tomado en serio. La obra también está aderezada con pensamientos dispersos y difusos de ‘y si…’ que no conducen a nada. El final del libro parece apresurado, no hay una conclusión satisfactoria y termina de forma anticlimática. Una colección de previsiones aleatorias sobre el futuro escritas por un antihumanista filosóficamente desinformado podría haber sido un subtítulo más apropiado.
Debe estar conectado para enviar un comentario.