Álvaro Ibáñez Fagoaga
Historiador

Fotografía: Laura García
“Y allí atracarás el bajel, a la orilla del océano profundo, y tú marcharás a las casas de Hades” (Odisea, canto X)
Como viene siendo habitual en la cultura de Occidente, acudir a las civilizaciones clásicas para comprender nuestras idiosincrasias, cosmovisiones e imaginarios colectivos resulta del todo imprescindible. También para explicar nuestra idea de la vida más allá de la muerte.
Uno podría pensar que el inframundo griego, es la estructura más similar que puede encontrarse al Infierno cristiano. Sin embargo, Inframundo e Infierno, al contrario de lo que comúnmente se cree, no pueden considerarse en modo alguno conceptos sinónimos. En el mundo antiguo, Cielo (Elíseo) e Infierno (Tártaro) se localizaban y eran gobernados por un polisémico Hades, pues éste no sólo era el gobernante del Inframundo, sino también la localización misma donde descansaban las almas de los muertos. A pesar de todo esto, salvando las distancias, no existen dudas hoy en día de que el Tártaro, y no el Inframundo, se constituye como el ejemplo clásico más similar que puede encontrarse a “nuestro” Infierno.
Por otro lado, fueron las Teogonías de Hesíodo las primeras narraciones que intentaron dilucidar el origen del Universo, y que por descontado ya se entendía entonces como una construcción profundamente oscura y conflictiva mucho tiempo antes de la llegada del reinado de Hades al Inframundo. En su obra, fechada entre los siglos VIII y VII a.C, se establece una pauta en la que las entidades divinas tienen una influencia capital en los hechos cotidianos de la vida, y que tendrá como eje principal un orden cósmico basado en el triunfo final del bien sobre el mal. Pero no sin antes desatarse una larga y terrible oleada de cruentas guerras divinas.
De Caos, la más primigenia entidad titánica citada por Hesíodo en sus Teogonías, surgirán los primeros y más poderosos titanes, entre los que destacará Urano, gestado en soledad por Gea, el otro gran titán primigenio junto a Caos. Y es precisamente a partir de este momento cuando la concepción positiva del orden cósmico de Hesíodo se muestra con especial viveza. Urano, malvado por naturaleza, será castigado por su hermano Cronos. Sin embargo, este titán, caracterizado también por su naturaleza vil y caótica, será de nuevo reemplazado tiempo después.
Por los pecados de su padre será coronado. Y por sus propios pecados será también después destronado.
Tres de sus hijos encabezarán la rebelión contra su despótico y cruel mandato. Esta guerra entre titanes y dioses, conocida como Titanomaquia, supondrá la victoria definitiva de los archiconocidos hermanos Zeus, Poseidón y Hades frente a su padre. Durante esta guerra divina Hades conseguirá además lo que más tarde terminará por convertirse en su atributo más conocido: un majestuoso casco forjado por los cíclopes que confería a quien lo portase un halo de invisibilidad absoluta.
Finalmente, tras su victoria en las Titanomaquias, los tres hermanos se repartirán el Universo en tres reinos perfectos. El último de ellos, conocido a partir de entonces como Inframundo, será gobernado por Hades, quien será además el encargado de que los titanes, confinados ahora en sus dominios, no logren escapar jamás del Tártaro, su nuevo y eterno presidio divino.
Realizadas las pertinentes aclaraciones, resulta del todo necesario precisar también quienes fueron los principales artífices de la construcción mitológica y literaria del Inframundo. Para comprender al Hades, entendido este como la morada de los muertos, se ha de acudir a los poemas de Homero, pues no en vano, los rasgos homéricos del Hades se grabaron a fuego dentro del imaginario colectivo del mundo griego.
Así las cosas, la Ilíada y la Odisea, sumadas a las Teogonías de Hesíodo, conforman el pistoletazo de salida de la idea del Hades, la primera y más vital referencia épica y mitológica que precedió a la aguda mirada de la filosofía más tarde imperante en la Hélade, y que tiempo después, ya en los albores del Imperio Romano, quedará completada a través de la Eneida de Virgilio y la Metamorfosis de Ovidio.
En lo que respecta a Hades, Rey del Inframundo, ha de decirse que era un dios temido y no adorado, sin apenas templos o altares, y al que prácticamente no se le ofrecía sacrificio alguno por parte del Estado. Las polis griegas acostumbraban a tener dioses protectores, sin embargo, no existe hoy día testimonio alguno que afirme que esta deidad fuese el protector de alguna de ellas.
Hades, el más cruel y despiadado de entre todos los dioses, raptó también a su propia sobrina, Perséfone, quien era a su vez hija de Zeus y Démeter, diosa de las cosechas. Sabedor de que ambos exigirían su devolución de inmediato, Hades engañó sibilinamente a su sobrina Perséfone, y tentada así a probar los frutos del inframundo, su futuro quedó finalmente sellado de manera definitiva. Nadie que probase los alimentos del Reino del Hades podía regresar de nuevo al mundo de los vivos.
Pese a ello, tras un acuerdo entre Hades y Zeus, acordaron que Perséfone residiese en el Inframundo tan sólo durante tres meses al año. Este mito, que será inmortalizado en una de las obras maestras de la escultura de Bernini (El rapto de Proserpina), servirá como argumento para justificar la llegada del invierno, pues según el imaginario colectivo griego estos tres meses coincidirán con aquellos en los que Perséfone es obligada por Hades a residir en su reino.
En cuanto a la composición del Inframundo, los antiguos afirmaban que era un lugar particularmente tenebroso. Ausente de toda luz y forma definidas. Donde la confusión y el olvido impenetrables reinaban a sus anchas. Sin orden, forma o determinación. El heredero último del Caos primigenio.
Una vez las almas se adentraban en el Hades, eran obligadas a beber del Lete o Fuente del Olvido para así olvidar todos los recuerdos de su vida terrenal. El Erebo, primera parada efectiva del inframundo y frontera última del mundo terrenal, se erigía a partir de entonces como el nebuloso umbral donde vagaban las desdichadas almas de los cuerpos insepultos. Un lugar que Homero describe como el espacio en el que “la vida después de la muerte resulta tan apagada y vacía que casi no existe”. Donde el remordimiento se ensaña con especial virulencia sobre sus víctimas, y donde las mismas expulsan de manera ininterrumpida terribles y perpetuos lamentos. Aquí es también donde Sísifo carga día a día con su piedra. O donde Tántalos es incapaz de saciar sus voraces apetitos.
Esta nebulosa perpetua es custodiada por el temido Cerbero, tradicionalmente representado a través de un formidable perro con cola de serpiente y tres enormes cabezas. El can de Hades, eterno guardián del Inframundo, es quien se encarga de que sólo los muertos puedan entrar. Y también de que ningún alma irredenta intente salir.
Cruzado este tenebroso umbral, el Aqueronte, turbio y pantanoso río principal del Inframundo, de corrientes estancadas y fangosos márgenes, es navegado por Caronte y su barca. Caronte, el barquero de los muertos, es el responsable de que estas almas lleguen a su destino final.
El Estigia, afluente del Aqueronte, famoso por sus negras y heladas aguas, era un lugar temido por igual por hombres y dioses, pues estos últimos también podían llegar a ser condenados a sufrir los tormentos de la muerte en sus aguas si sus juramentos eran quebrados, aunque el castigo no pudiera demorarse nunca por más de una década.
Sin embargo, los dos ríos más temidos por los mortales, que en su confluencia nutrían de aguas al Aqueronte, eran los ríos Cocito y Flegetonte. Virgilio, desdiciendo a Homero, apunta que es en las orillas del Cocito, o Río de los Lamentos, y no en el Erebo, donde vagan las almas de los cuerpos insepultos, y también las de aquellos que no pueden pagar el pasaje a Caronte. Esta creencia, expresada tanto por Homero como por Virgilio, explica de manera nítida la importancia no sólo de que los cuerpos fuesen debidamente sepultados, sino también de que estos cuerpos yacientes conserven en su haber una moneda con la que poder pagar los servicios del inflexible barquero de los muertos.
Por otro lado, el Flegetonte se constituye como el flamígero río que circunvala con sus llameantes aguas al Tártaro, y que se encuentra en una de sus orillas custodiado por los tres jueces del Inframundo.
Los hermanos Minos y Radamantis, asesorados por Éaco, son los encargados de dilucidar si un alma debe o no ser confinada en el oscuro y temido Tártaro, donde las almas condenadas serán eternamente torturadas por las Furias, últimas responsables de ejecutar sus castigos perpetuos. Las Furias, violentas divinidades nacidas de la sangre derramada tras la castración de Urano, eran descritas por los antiguos como unas fuerzas primitivas armadas de látigos y antorchas encargadas de enloquecer y torturar para toda la eternidad a las almas condenadas. Trabajo que, según los antiguos, y para mayor horror de los cautivos, realizaban además con especial satisfacción.
En cuanto al propio Tártaro, cárcel eterna del Inframundo, ha de decirse que ya fue usada de manera profusa e ininterrumpida por las primeras divinidades. En un primer momento, Urano encerrará aquí a los cíclopes, que serán liberados sólo de manera temporal por Cronos en su lucha contra su padre. Estos cíclopes deberán esperar a las Titanomaquias para que sean liberados de nuevo por Zeus en su guerra contra su propio padre, Cronos, tras lo cual Zeus no sólo no les dará su merecida libertad, sino que los confinará de nuevo en el Tártaro, demostrando cuan injusta e irracional podía llegar a ser la justicia divina.
Así las cosas, la función primaria del Tártaro fue dar cabida al bando perdedor de las guerras entre titanes, gigantes, cíclopes y dioses. Una especie de presidio divino que sólo con el paso del tiempo, y con la llegada de los hombres a la tierra, se convertirá también en la prisión de las almas mortales condenadas.
Finalmente, cuando uno hace alusión al Infierno, es inevitable pensar en el archiconocido descenso narrado a través del imperecedero Infierno de Dante. A este respecto, no es en absoluto casualidad que la perenne obra de Dante Allighieri esté escrita en verso, al igual que las obras de Hesíodo, Homero, Ovidio y Virgilio, como tampoco debería sorprendernos saber que los descensos al Inframundo eran ya un recurso comúnmente utilizado en los relatos mitológicos de la antigüedad grecolatina.
Odiseo, a través de diferentes sacrificios, acercó al mundo de los vivos las almas de varios héroes ya difuntos en búsqueda de consejo (Nekya). Hércules, el más conocido de entre los semidioses antiguos, descendió al Inframundo para consumar el último de sus 12 trabajos, raptar a Cerbero y sacarlo de entre los infiernos. Eneas, al contrario que Odiseo, no consultó a ningún héroe yaciente, sino que se contentó con descender al Inframundo para tener una última conversación con su ya difunto padre. Finalmente, Orfeo descenderá en busca de su difunta esposa Eurídice, la cual quedará de nuevo condenada debido a que la única condición impuesta fue que no echase su vista atrás, y que, tras realizarlo poco antes de encontrar la salida, terminó por confinarla en el Inframundo para toda la eternidad.
Así las cosas, resulta del todo revelador que Dante, al igual que Orfeo, descienda al Infierno en busca de su también difunta esposa. Pero es que además su guía no fue otro que Virgilio, escritor del descenso de Eneas, mostrando de manera totalmente nítida hasta qué punto la construcción clásica y mitológica del inframundo tuvo una importancia capital en el Infierno de Dante, sin duda la obra literaria con mayor peso histórico a la hora de construir la imagen que a partir de entonces todo el Occidente cristiano tuvo sobre el Infierno.
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