Iñigo Galdeano
Arquitecto y estudiante de doctorado (UPV-EHU)

Fotografía: Laura García
Hoy, olvidadas las ‘linkboys’ londinenses y enajenadas en urbes superpobladas por un funcionariado armado, cámaras de videovigilancia, sensores, algoritmos de identificación y un sinfín de restricciones de privacidad, hemos convertido el constructo del binomio ‘ciudad-segura’ en un incontestable oxímoron. En estos días, traspasar el umbral de nuestro hogar nos aboca a la heterotopía de un infierno sin orden, “donde cada una mira por sí y nadie por todas”.
Ciertamente concebimos las ciudades para dotarnos de seguridad, y en un tiempo, solo entre las casas nos sentíamos seguras. Solo entre las casas, solo en nuestro mundo. En aquel tiempo tuvimos miedo del bosque, pues era aquel que se narraba en nuestros cuentos. Era el bosque de las ‘lamias’, de los ‘gauekos’ y del ‘basajaun’. Era el bosque de los lobos salvajes, los ogros y las brujas. El topos de la magia y lo extraordinario. Un medio natural tremendamente hostil donde vivían espeluznantes y monstruosos entes que actuaban según su propia moral. Un medio donde augurar lo peor, pues lo peor estaba acechando y así, cuando las personajes se adentraban en el bosque, la narración se hacía más lenta, mientras trovadoras agravaban su voz (Tonucci,1996).
Un imaginario colectivo, que cual espejo, evidenciaba que, entre la caída del Imperio Romano y el siglo XI, Occidente fue asolado por cinco siglos donde cualquier momento podía ser el último, donde cualquier oportunidad podía tornar en fracaso. Cinco siglos de violencia, parálisis e incertidumbre, donde las murallas dibujaron la pétrea frontera del cosmos familiar enfrentado al caos de lo desconocido.
Tal era la inseguridad vivida y percibida que la necesidad de protección y refugio prevalecía sobre las demás, dando lugar a que la vida en campo abierto, incluso a la sombra de un castillo, perdiera su total atractivo frente a la vida intramuros. Y así, al son del dogma y la rigidez medieval donde la virtud era blanca y el vicio era negro, al cerrar las puertas una se encontraba intra o extramuros, dentro o fuera de la ciudad. Una pertenecía a ella o no. Elegía orden o barbarie (Mumford, 1938).
Pero en un mundo cambiante esta dualidad tópica no permanecería inmutable, y pronto la seguridad y la salvación ofertadas por estas murallas colisionarían contra el crecimiento y el movimiento característicos del siglo XVI. Poco a poco, las murallas perdieron su sentido como armaduras de mampostería situadas entre la piel y la espada, y en lo sucesivo tornaron en el corsé que oprimía e impedía la libre expansión urbana.
Es más, entre los siglos XV y XVIII, en la transición entre el régimen feudal y la consolidación de los estados nación modernos, aquellas relaciones feudales, personalizadas, cargadas de valores y emociones fueron sustituidas por una suerte de relaciones monetizadas, anónimas, utilitaristas y racionales que dieron paso a la nueva urbe capitalista (Ullan de la Rosa, 2015). Un tránsito entre los verdes entornos de Shakespeare y los negros barrios de Dickens que desembarcó en una suerte de ciudades que cuanto más protegidas se hallasen menos vida y oportunidades albergarían.
Esta deshumanización social y urbana, preludio del contemporáneo hábitat de la inseguridad, comenzó a corporizarse en la destrucción de las trazas medievales y del imaginario de la muralla.
Así, si en la ciudad amurallada las clases superiores e inferiores se entremezclaban en la calle, en el mercado o en la catedral, y si gracias a la intrincada morfología medieval cualquier pudiente montada a caballo debía esperar a que la vieja tullida le ofreciera el paso,con la creación de los bulevares y las grandes avenidas la propia ciudad comenzó a corporizar la disociación de clases. Luego, las ricas cabalgaban o conducían, al tiempo que las pobres caminaban. Las ricas circulaban por el eje, al tiempo que las pobres permanecían al lado. Las ricas miraban, mientras las pobres admiraban.
Igualmente, en la ciudad medieval, durante el día del mercado los puestos se repartían en centrípeta tensión entorno a un punto para la concentración y relación de las vecinas, quienes adquirían los productos del ámbito más cotidiano y doméstico. Pero con la avenida el mercado adquirió una nueva tensión axial paralela a las líneas del tráfico, todos los días se convirtieron en el día del mercado y los productos consumidos adquirieron un matiz menos urgente y más frívolo. Y así, a medida que el mercado permanente se consolidaba en las nuevas aceras, el anonimato entre productora y consumidora aumentaba diluyendo la comunidad.
Mas todavía, si aquellas irregulares y mal pavimentadas calles medievales ofrecían una gran ventaja a las formaciones populares espontaneas frente a cualquier soldadesca ejercitada, expuesta y sin espacio para maniobrar, la nueva regularidad de la avenida sumada a la férrea línea de marcha incrementaba la sensación de poder de cualquier milicia, gobernando así mediante la coerción. Es decir, sometiendo al pueblo sin su voluntario consentimiento y sin necesidad de poner a prueba fuerza alguna.
“¿Acaso no fueron las antiguas calles medievales de París uno de los últimos refugios de las libertades urbanas?” (Mumford, 1938).
Desgraciadamente esta deriva clasista, deshumanizadora y coercitiva de las relaciones y del espacio que comenzó en los bulevares de París y las reformas de Haussmann, lejos de detenerse, se ha visto acelerada de forma exponencial, dando lugar en las últimas décadas a la más rápida y mayor transformación acontecida en la sociedad y por ende en la ciudad.
Hoy, abandonado el medieval día del mercado y superada la avenida comercial, todo ha degenerado. Cientos de personas pueden salir de casa al unisono, guiarse por la señalética de una autopista, estacionar correctamente sus automóviles entre las líneas de un nuevo ‘parking’, adentrarse guiadas por la cartelería en una gran superficie comercial, circular silenciosamente consultando el precio de los variados productos y ofertas, consumir y regresar, sin necesidad de entablar relación social alguna. Mas aún con las cajas de auto pago.
Productora, consumidora e incluso mercado ya no son más que pequeños y sustituibles engranajes de una gran maquinaria. Y la comunidad desaparecida ya no es más que una nueva y espeluznante soledad colectiva.
Todo ha cambiado. Y tras el triunfo final del capital frente a la comunidad, los no-lugares se extienden y avanzan enfermando nuestras ciudades (Augé, 1993), las sociedades han sido enajenadas incluso de forma urbana. La dicotomía inicial se ha invertido, y la ciudad se ha vendido. La hemos vendido.
En unas pocas décadas lo que antaño conformaba un cosmos familiar ha trasmutado en un entorno feo y gris, la ciudad. Mientras que el bosque, representación del caos y lo desconocido, ha tornado en bello y luminoso, utopía de sueños y deseos. Allí donde pasar nuestro mal llamado tiempo libre y disfrutar de una hermosa puesta de sol.
Paradójicamente, cuando la ciudad, objeto de consumo y ente productor, catalizadora del capitalismo, ha alcanzado las mayores cotas de seguridad conocidas hasta la fecha, ha dejado de representar refugio alguno. Los antiguos centros históricos antaño protegidos por las descritas murallas son ahora asediados por oficinas, bancos, ‘fastfood’, sedes de representación, hoteles, y viviendas ricas y refinadas. Y lejos del natural ocaso, a la caída de la tarde la ciudad se vacía y se hace peligrosa, agresiva y monstruosa.
Un imaginario colectivo en el que, muertas las trovadoras y ya polvorientos nuestros cuentos, Hollywood nos bombardea con macroproducciones donde la urbe esta siempre a punto de explotar, abarrotada de drogadictas, ladronas y malhechoras. El topos donde caminan aquellos espeluznantes y monstruosos entes que actúan según su propia moral. Pues hoy, la ciudad enajenada se ha convertido en el bosque de nuestros cuentos (Tonucci,1996)
La ciudad difusa y zonificada contemporánea ha terminado por destruir el espacio público entendido como el pilar principal de la convivencia. Y así, en la soledad colectiva, cuando rodeadas de gente no vemos ni nos sentimos vistas, no oímos ni nos sentimos oídas, es cuando certificamos que la calle es ciega, que la calle es sorda, y que la comunidad ha muerto. Que la ciudad ha muerto (Jacobs, 1961).
Y por más que el capital y el estado, en una suerte de cirugía macabra, intenten de nuevo repoblar el entorno urbano mediante los ojos y los oídos del Gran Hermano de Orwell, conformando el patriarcal panóptico contemporáneo, jamás nos sentiremos seguras. Pues no pueden comprar comunidad, igual que no existe un número tal de funcionarias armadas, cámaras de videovigilancia, sensores, algoritmos de identificación y restricciones de privacidad capaces de devolver la sensación de seguridad sobre la urbe enajenada.
Donde es ajeno todo el mundo exterior a la parcela conformada por la residencia hipotecada, donde la ciudad es de nombre, pero no de hecho, donde la ciudad no es ciudad, sino no-ciudad, lo que antes eran personas hoy son extrañas monstruosas. Lo que antes eran nuestros más preciados refugios hoy tan solo son demonios de piedra.
Bibliografía, notas y fuentes:
Auge, M. (1993): Non-Places Introduction to an Anthropology of Supermodernity, Verso, London.
Bryson, B (2010): At Home. A Short History of Private Life, Doubleday, London.
Jacobs, J. (1962): The death and life of great American cities, Random House, New York.
Mumford, L. (1938): The Culture of Cities, Harcourt Brace, New York.
Tonucci, F. (1996): La citta dei bambini, Laterza, Bari.
Ullan de la Rosa, F.J. (2015): Sociología urbana: de Marx y Engels a las escuelas posmodernas, Centro de Investigaciones Sociológicas, Madrid.
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