El mundo de Cousteau: La inmersión

Ramón Hernández
Biólogo

Fotografía: Ramón Hernández

En 1977, tres científicos a bordo del sumergible Alvin, descubrieron en algún punto del Pacífico a 2400m de profundidad unos tubos de gusanos color rojo-sangre que crecían en rocas de las que salía un agua negra y a cuatrocientos grados. Aunque no parezca gran cosa, acababan de descubrir el primer ecosistema capaz de crecer independientemente de la luz del sol. Para entender la importancia de este descubrimiento, tendremos que recordar vuestras primeras lecciones de ecología y ciencias naturales. Todos hemos tenido delante alguna vez una representación de la  pirámide de la cadena alimenticia, con un león, o a veces un ser humano en la cúspide (Que nadie se ofenda, pero un vegano no nos valdría), y los animales que estos se van comiendo en los niveles inferiores, hasta llegar a la base, ocupada por las plantas. Estas se ubican  aquí, sosteniendo al resto de animales, debido a que son las únicas capaces de fabricar materia orgánica, utilizando para ello la luz solar. Es decir, que con la energía que absorben del sol en forma de luz, a ciento cincuenta mil millones de kilómetros (un 15 seguido de 10 ceros), el carbono y el oxigeno del aire y el agua de la tierra, pueden fabricar las moléculas que dan forma a los seres vivos. Y por ello, hasta 1977, se les consideraba imprescindibles para cualquier ecosistema.

Fotografía: Ramón Hernández

La luz puede atravesar toda esta distancia desde el sol, y seguir millones de años igual sin perder una pizca de su energía. Puede incluso atravesar la atmósfera conservando gran parte de la misma (la suficiente para que las plantas funcionen), pero una vez llega al agua… empieza a perder energía por momentos. De una manera bastante poética, la pérdida de energía se va traduciendo en perdida de colores, que van desapareciendo a medida que la luz se penetra en las profundidades. Para los que nos gusta combinar el buceo con la fotografía, esto es una putada a la hora de intentar inmortalizar el paisaje submarino.

Nada más metemos la cámara en el agua, los colores juegan con nosotros. Poco a poco todo empieza a verse en tonos verdes, azules y grises, siendo el rojo el primer color en perderse. Piedras, corales, algas y peces que parecen morados, oscuros o grises, observados a poco más de 10m de profundidad, se vuelven rojos al iluminarles con la luz de la superficie. Los colores se van perdiendo, y a partir de los cuarenta metros, todo se ve como pasado por un filtro azul-grisaceo de Instagram. Y a partir de aquí, empieza un entorno que es único en el mundo. Abarca el setenta por ciento del planeta, pero apenas lo empezamos a conocer hace unas décadas. A partir de los doscientos metros de profundidad, la luz que llega es mínima, y el océano sigue bajando hasta los once mil metros, suficiente para alojar tres veces el Teide. La ausencia de luz crea un entorno oscuro, frío y sin plantas, y por lo tanto, sin apenas comida, un desierto tan extenso como el planeta Marte. Pero paradójicamente, es en este mundo oscuro donde muchos animales han desarrollado una relación única con la luz, permitiéndoles cazar, evitar ser cazados, comunicarse y relacionarse.

La alianza de muchos animales con bacterias luminiscentes, capaces de brillar, les han dado un enorme abanico de posibilidades. Esta luz no es tan brillante como para iluminar el ambiente, o para que las algas puedan activar su maquinaria para fabricar materia orgánica, pero permite a diferentes especies de peces, pulpos, calamares, crustáceos y medusas innovar con maneras únicas de cazar, comunicarse y protegerse. En el intervalo que va hasta los mil metros, una franja de agua con una luz similar a la de la noche de luna llena, se empiezan a ver animales imposibles de ver en otro lugar. Cada vez que alguien baja en submarino a estas profundidades, observa alguna especie que nunca antes ha sido vista por nadie. Y estos animales que se descubren son esencialmente únicos.

Fotografía: Ramón Hernández

En esta oscuridad casi absoluta ya hay animales que brillan, y otros que han desarrollado grandes ojos, muy sensibles a la luz, capaces de diferenciar a sus presas en esta permanente penumbra. Las medusas y los camarones, que se alimentan de la materia orgánica que cae, como nieve desde la superficie, emiten luces para comunicarse entre ellos, como luciérnagas en el bosque. Los peces aprovechan estos chispazos para cazarlos. Y los pulpos y calamares utilizan sus grandes ojos para cazar a estos peces, cerrando esta pirámide alimenticia particular, propia de un mundo paralelo al nuestro, aunque realmente se encuentra a apenas unos pocos kilómetros de nosotros.

Los ojos más grandes de todos los tiene el legendario Kraken, el calamar gigante que acosaba el submarino Nautilus del Capitán Nemo en la novela de Julio Verne, del que sabemos que vive a estas profundidades, y poco más, conservando así su naturaleza legendaria. Pero no todo son presas fáciles en este mundo, y al igual que muchos animales usan la luz para comunicarse, otros saben como destellar para despistar a sus cazadores, y evitar ser cazados, utilizando así la luz como arma y defensa en esta competición por la supervivencia. En un mundo donde un recurso escasea, este se vuelve valioso para cualquier fin. Otros peces, más famosos en el imaginario colectivo, usan la luz a modo de cebo, en extensiones de su cuerpo que funcionan como cañas. Son los peces pescadores, los primos profundos del rape, con antenas con extremos brillantes, y posiblemente, las criaturas mas terroríficas que la evolución nos ha dado. Otros depredadores han desarrollado sistemas de caza menos sofisticados pero igual de efectivos y grotescos como pueden ser las especies con grandes ojos y aun mayores bocas y dientes. Las extrañas proporciones dan lugar a animales caricaturescos, anguilas con bocas más grandes que el resto de su cuerpo o peces con dientes tan grandes que no pueden cerrar su boca. El motivo de esta desproporción es que, dado el poco alimento que hay en este ecosistema, cuando te encuentras una presa, no la puedes dejar escapar, sin importar su tamaño, y para eso lo mejor son unos dientes y una boca bien grande. Una solución de la madre naturaleza poco elegante pero efectiva, al problema de la comida en un desierto sin luz. Si se viaja más profundo, un ecosistema más desconocido si cabe, ha sorprendido a los investigadores en cada inmersión. A resultado tener mucha más vida de la esperada, con animales complejos, extraños y únicos: Corales pálidos, caracoles nadadores, animales sésiles que se han vuelto cazadores, pulpos zombi, calamares transparentes y peces que se han podido adaptar a estas condiciones extremas. Pero este ecosistema, como cualquier sistema, necesita energía para funcionar, y sin luz y con cada vez menos materia orgánica que cae de la superficie, se ha vuelto un mundo lento, de ahorro de energía permanente, donde sus criaturas se viven a cámara lenta, y como consecuencia son animales que viven por décadas o más, mucho más que sus parientes de la superficie.

Es en estas profundidades donde aparece el ecosistema mágico de las fuentes hidrotermales. Aquí, con la más absoluta falta de luz de manera permanente, donde la nieve orgánica que cae de la superficie es insuficiente para mantener nada, aparecen oasis de vida, como islas vírgenes en mitad del océano, con una rica variedad de especies animales: Gusanos, gambas, cangrejos, peces,  mejillones ¿Y cómo se mantiene esta pirámide de vida, sin luz, para activar la fotosíntesis, ni materia orgánica procedente de otro lado? Este es el el único ecosistema del mundo que en la base de su pirámide alimenticia no están las plantas. En este caso, su lugar lo ocupan bacterias capaces de  formar las moléculas orgánicas imprescindibles para la vida a partir de reacciones químicas con los minerales que emanan de las rocas y agua a cientos de grados. Estas bacterias permiten sostener este ecosistema, paralelo al del mundo de la luz.

Aunque encontrar estas fuentes puede parecer algo anecdótico o irrelevante, cada vez se piensa más que fue en ecosistemas como estos donde se originaron las primeras formas de vida, hace cuatro mil millones de años. Las moléculas orgánicas que aquí se forman, no sobrevivirían en la superficie expuestas a la luz del sol, pues para poder aguantar esa cantidad de energía, antes necesitarían desarrollar sistemas para protegerse. Irónicamente, aunque el sol es fuente de vida en la tierra, y la cantidad de energía que nos manda permite sostener ecosistemas enormemente ricos, para poder aprovechar su potencial, antes había que aprender a protegerse de esa cantidad de energía (Igual que la energía nuclear nos ofrece un futuro de energía limpia y barata, pero antes tenemos que aprender a manejarla sin que nos explote en la mano…), pero esa es otra historia. Las fuentes hidrotermales pudieron ofrecer un refugio durante millones de años a las primeras formas de vida, hasta que desarrollaron formas de aprovechar la luz solar sin achicharrarse. El descubrimiento de este mundo de vida sin luz también abre la puerta a la posibilidad de encontrar vida más allá de la tierra, en otro planetas con océanos oscuros pero geológicamente vivos, dando lugar a condiciones similares a las de las fuentes hidrotermales, como en la luna de Júpiter, Europa, o Encélado, satélite de Saturno.

Fotografía: Ramón Hernández