Álvaro Elola
Emprendedor

Fotografía: Sara Alonso
Ella siempre ha estado ahí, siempre. Tiene tanto tiempo como el espacio, la materia y la energía. Tiene tanto tiempo como el tiempo en sí. Pieza indispensable del vasto y complejo puzle que conforma la realidad natural (y la no natural), del ayer, del hoy y del mañana, ya los griegos intentaron darle un sentido cuando esta se expresaba en la tormenta, salvaje e incontrolada, descargándose, cayendo desde el cielo a la tierra a velocidades de 140.000 km/segundo y alcanzando temperaturas de 28.000 grados. “¡La ira de Zeus!” decían. Bella y peligrosa, fascinante y temida, ella y su (¿infinito?) potencial han sido unos completos desconocidos hasta antes de ayer.
Y es que antes de ayer, cuando oscurecía, oscurecía de verdad, y no era hasta el cantar del gallo o el redoblar de las campanas cuando uno se ponía en marcha y comenzaba una rutina que distaba cada vez más de la actual. En los albores de la modernidad, el tiempo que tardaba un mensaje en cruzar el Atlántico lo fijaba el barco que lo transportaba. “Motor” y “batería” eran palabras desconocidas, y la música (o cualquier registro de sonido), no se podía grabar, y por ende, reproducir cuando y donde uno quisiera. Lo que hoy es imprescindible, antes de ayer era inconcebible y, a pesar de todo, ella siempre existió, conectada y a la espera… solo había que dar con el botón adecuado para ‘ponerla en marcha’.
Ya alrededor del año 600 a. C, el filósofo griego Tales de Mileto pudo observar que al frotar lana con ámbar se producían chispas, y también cargas que atraían a pequeños objetos. Este fue un sencillo pero crucial primer paso en un largo camino hacia un mundo donde la existencia de cíborgs (del inglés cyber organism: organismo cibernético) hiperconectados y máquinas capaces de realizar casi cualquier tarea, son ya parte de nuestra realidad. Para definir la lista de nombres que han contribuido (bien en el campo teórico, bien en el práctico) en el viaje desde Tales de Mileto hasta nuestros días, haría falta, por lo menos, el espacio completo de esta revista.
Dicho lo anterior, hay dos nombres que no pueden ser obviados al hablar del descubrimiento de aquel preciadísimo botón: gracias al inestimable compromiso vital adquirido por Thomas Alva Edison y Nikola Tesla, ella, la electricidad, pasaría de ser una energía misteriosa y desconocida a ser un manantial inagotable del que ya no será posible prescindir. La bombilla de incandescencia, la distribución e iluminación eléctricas, la primera gran central hidroeléctrica, el motor de inducción polifásico, la conexión inalámbrica y la creación de fonógrafo y kinetoscopio son algunas de las aportaciones de dos mentes prodigiosas que, (todo sea dicho) usando metodologías opuestas y cada una por su lado, dedicaron toda una vida a la investigación y el desarrollo.
La infancia de Edison (Ohio, 1847), estuvo influenciada por una mentalidad puramente práctica: en la América de finales del siglo XIX, había más trabajo que manos disponibles, y cualquier método que acortase el camino hacia el bienestar material, cualquier máquina que ahorrase fuerza de trabajo y gastos de producción, eran celebrados como el mayor exponente del progreso humano. A pesar de no poder terminar sus estudios escolares por falta de medios en su familia, dicha atmosfera de dinamismo y constante cambio fue idónea para cultivar un carácter pragmático y perseverante, que queda patente en las siguientes declaraciones:
“El error de la mayoría de los inventores es que prueban aquí y allá un par de veces y después lo dejan todo. En cambio, yo no paro hasta que consigo lo que quiero. …Probar mejor que estudiar.” “Cualquier cosa que no se venda, no la quiero inventar. Su venta es una prueba de la utilidad y la utilidad es el éxito”.
Nikola Tesla, nacido en julio de 1856 en la pequeña aldea de Smiljan (hoy Croacia, entonces parte del imperio austrohúngaro), pasó su infancia en un entorno rural donde, a pesar de no tener contacto con la vanguardia tecnológica, nunca le faltaron libros (su padre era sacerdote ortodoxo) para saciar su curiosidad infinita. Tuvo acceso a estudios universitarios de ingeniería eléctrica y llegó a hablar ocho idiomas. Queda claro en la siguiente cita que unos amplios conocimientos teóricos unidos a una extraordinaria capacidad para poder visualizar proyectos en su mente con todo tipo de detalle, hicieron que el método de trabajo de Tesla nada tuviese que ver con el de Edison:
“Yo no me precipito al trabajo real. Cuando tengo una idea, comienzo por conformarla en mi imaginación. Cambio la construcción, hago mejoras y manejo el dispositivo en mi mente …Invariablemente, mi dispositivo funciona tal como había concebido que debería hacerlo, y el experimento sale exactamente como lo había planeado.” “… No hay casi ninguna materia que no pueda tratarse de manera automática y cuyos efectos no puedan ser calculados o sus resultados determinados de antemano a partir de los datos teóricos y prácticos disponibles.”
Edison defendió el método empírico hasta sus últimos días, argumentando que él era la prueba más visible de su efectividad. Por el contrario, Tesla no realizaba ningún experimento sin antes comprobar que todos los datos cuadrasen en su mente. Fue en 1884 cuando, enviado por su jefe Charles Batchelor (mano derecha de Edison en París), Tesla comenzó a trabajar para su entonces admirado Edison en la central de Pearl Street (Manhattan, Nueva York). Era la primera central termoeléctrica de los Estados Unidos, y fue creada en septiembre de 1882, año en el que John Pierpont Morgan (fundador de la que hoy sigue siendo una de las empresas de servicios financieros más importantes del mundo), sentó cátedra al ser el primero en servirse de la central para iluminar su propio hogar. Para cuando llegó Tesla, un ejército de ingenieros y trabajadores al servicio del ya entonces famosísimo ‘Mago de Menlo Park’ luchaba sin descanso para llevar la luz eléctrica a los mejores barrios de la gran manzana. Sin embargo, el sistema desarrollado por Edison se basaba en la corriente continua, y esto acarreaba consigo no pocas limitaciones: era necesaria una maraña de cables que había que extender tanto subterráneamente como sobre las cabezas de los transeúntes, y la potencia de la corriente llegaba a escasos 110 voltios que sufrían enormes pérdidas por disipación en forma de calor. Por ello, había que instalar, cada poca distancia, plantas generadoras que insuflaran potencia. En dos años el nuevo sistema “tan solo” abastecía 508 hogares. Tampoco era rentable comparado con el coste del gas, principal recurso de iluminación y calefacción del momento.
Tesla, recién llegado a Nueva York y consciente de dichas limitaciones después de haber estado trabajando para la Continental Edison Company en París, tenía muchas esperanzas de que el mayor inventor del momento comprendiera y aceptara inmediatamente su alternativa: un sistema basado en la corriente alterna. La experiencia resultó devastadora: pocos meses después de empezar a trabajar en Pearl Street, y tras un esfuerzo titánico por parte del croata para perfeccionar unos generadores de corriente continua en los que no creía, no consiguió que Edison siquiera escuchase su propuesta de construir un prototipo de corriente alterna. Dolido, Tesla se despidió. Ya en 1888, y después de unos años cavando zanjas para poder sobrevivir, Tesla se las ingenió para pronunciar una conferencia ante el Instituto Americano de Ingenieros Eléctricos. Tuvo suerte: George Westinghouse (ingeniero, inventor del freno neumático ferroviario y fundador de la Westinghouse Electric en 1886), estaba entre los asistentes, y comprendió de inmediato que no había tiempo que perder: la corriente alterna permitía el transporte de energía eléctrica de alto voltaje (de 5.000 a 10.000 voltios) a través de líneas kilométricas, evitando la necesidad de instalar los costosos generadores de potencia, y permitiendo la distribución a gran escala. Además, las pérdidas en forma de calor desaparecían y la seguridad no se veía afectada (el uso de transformadores permitía rebajar el voltaje hasta 100 ó 50 antes de que la corriente llegase a los hogares).
El mérito de Tesla reside en extraer las conclusiones correctas de la siguiente fórmula: la potencia es producto de la intensidad por el voltaje (P = Vi). Esto implica que, para la misma transmisión de potencia, a mayor voltaje, menor intensidad de corriente será necesaria. Si a esto añadimos que las pérdidas en forma de calor dependen directamente de la intensidad de la corriente (a mayor intensidad de corriente, mayores pérdidas) se deduce que conviene aumentar el voltaje (inviable si se usaba corriente continua) y reducir la intensidad de la corriente. Consciente de que acababa de encontrar la auténtica piedra filosofal, el industrial Westinhouse compró la patente (siendo este el punto inicial de un mecenazgo no falto de amistad que duraría cuarenta años), y puso a trabajar a todo su personal en el desarrollo y concreción de las ideas del joven genio croata.
Edison, maestro y señor de los ‘golpes de titular’ y el manejo de la prensa (en esto fue un adelantado a su época, al contrario que Tesla) y conocedor de la amenaza que el desarrollo exitoso de esta idea supondría para su emergente imperio, comenzó una batalla mediática en contra de la Westinghouse Electric y su ‘protegido’. Bautizada por los medios como “La Guerra de las Corrientes”, esta estuvo marcada por el constante empeño de Edison y sus partidarios en demostrar que el uso de la corriente alterna era altamente peligroso. El supuesto peligro radicaba en el hecho de que el voltaje necesario al usar corriente alterna era de 10.000 en vez de 110. Esto último era verdad, pero poner el foco en este único hecho obviando que, antes de entrar a cualquier hogar, dicho voltaje era reducido a 50 mediante el uso de transformadores, era poner el foco en una media verdad. Hoy día, tan sabido es que 50 voltios difícilmente pueden matar a un ser humano, como que las medias verdades son mucho más difíciles de rebatir que las mentiras.
Simultáneamente, se produjo un hecho que Edison no dudaría en aprovechar: como consecuencia del bochornoso espectáculo acontecido al calor del ahorcamiento de Roxie Druse (mujer condenada a muerte que tardó quince minutos en morir porque el impacto de la cuerda no le rompió el cuello), surgió un clamor entre gran parte de las opiniones más influyentes del estado de Nueva York, un clamor que demandaba “encontrar un método de ejecución rápido, humanitario y, a poder ser, ilustrativo de la excelencia técnica que se había alcanzado en un país que estaba a punto de tomar el liderazgo mundial”.
El desarrollo de un aparato capaz de ejecutar la pena máxima mediante una breve y a la vez letal descarga eléctrica, se alzó inmediatamente como opción favorita sobre todas las demás, y surgiría el proyecto de construir la que pronto sería bautizada como ´silla eléctrica’. Indudables son las premeditadas intenciones de Edison, que puso a disposición del gobierno sus propias instalaciones para el desarrollo del letal aparato, eso sí, sabiendo que su opinión no sería, ni mucho menos, desoída: ¡la mortífera y letal corriente alterna sería mucho más eficaz para llevar a buen puerto semejante menester! No era aconsejable pues, utilizar la inofensiva corriente continua. Como “prueba”, Edison llevó a cabo ejecuciones públicas de perros y gatos callejeros a los que se les aplicaba descargas de bajo voltaje de corriente continua que los aturdían primero, y descargas de alto voltaje de corriente alterna que los mataban después. Duro golpe para Tesla y sus partidarios: Edison había conseguido que el público asociase la corriente alterna con la muerte.
Sin embargo, y pesar de que la corriente continua gozó de una popularidad notablemente mayor durante varios años, no fue hasta 1893 cuando se decidió el resultado final de la Guerra de las Corrientes: los organizadores de la Exposición Universal Colombina de Chicago querían mostrar al mundo el poder de la electricidad como símbolo de progreso, y para ello, convocaron a concurso a Edison Electric y a Westinghouse. Esta última se hizo con el proyecto, presentando un presupuesto medio millón de dólares más económico que su competencia. Finalmente, la feria sería presidida por un espectáculo de luz y modernidad que probó la superioridad técnica de la corriente alterna de manera incontestable.
A favor de Edison, cabe decir que siempre quedará el beneficio de la duda: ¿Actuó de manera cínica a sabiendas de que la corriente alterna era superior, o, por el contrario, fue tan testarudo que durante largos años se negó a ver lo evidente? El hecho de que, desoyendo el consejo de sus ingenieros, rechazase dos ofertas para explotar sendas patentes sobre un sistema de corriente alterna, sugieren que más bien fueron su orgullo y cabezonería los que le impidieron ver más allá de sus narices. Hubo que esperar hasta 1908 para que, finalmente, Edison admitiera su error ante Stanley, un consejero de Westinghouse: “Ah, por cierto, dígale a su jefe que yo estaba equivocado”.
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