Escritor

Novela, ensayo, cuento,… hablamos con un peso pesado de la literatura española: Raúl Guerra Garrido (Madrid, 1935). En 1976 ganó el Nadal, en el 84 fue finalista del Planeta, Premio Rodolfo Wash en el 97, Premio de la Crítica de Castilla y León en 2005,… En 2003 fue distinguido con la Orden del Mérito Constitucional y, hace poco más de un año, con la Gran Cruz de la Orden Civil de Alfonso X el Sabio. Ha compaginado la escritura con la farmacia (en 2011 obtuvo la Medalla Carracido, la máxima distinción que otorga la Real Academia Nacional de Farmacia).
Juan Alberto Vich— Nos conocimos hace un par de años, después de la presentación de un libro. Tomando unos vinos, pudimos charlar de la vocación literaria. Desde entonces sigo activo en mis quehaceres y progreso en el oficio. Avanzada la carrera, ¿sigue pasando igual? ¿Cómo interpreta su evolución como escritor?
Raúl Guerra Garrido— Lo de “activo” y “progreso” es la metáfora de un camino, el de llegar a la meta de ser escritor, me gustaría llegar a ser un escritor. En cualquier caso lo emocionante está en recorrer el camino y la evolución es la que marcan los años: el mismo camino, más oficio y menos entusiasmo.
J. A. V.— Ha contado en alguna ocasión, cómo después de vivir su infancia en El Bierzo (León) y una vez cursados los estudios de farmacia, llega a Guipuzcoa. ¿Qué rasgos comparten el realismo social descrito en Cacereño (1970) con su experiencia de aquellos años?
R. G. G.— Con José Bajo, el protagonista de Cacereño, comparto la experiencia vital del movimiento migratorio de los años 60 que cambiaron definitivamente la demografía española. Cacereño era sinónimo de maqueto, foráneo, y todos los de fuera, de donde fueran cacereños. Mi ventaja sobre José fue trabajar con bata blanca y no con mono azul. La novela es realismo puro, quizá, como dijo algún crítico, la última del realismo social. Dura, no me permití ni un juego de palabras ni una metáfora, sólo anécdotas con categoría de metáfora.
J. A. V.— Desde críos en las escuelas, con apenas 15 años, hacen escoger —encauzando a los chavales a una especialización atroz— entre ciencias y letras, escindiéndolas de toda retroalimentación, como si nada tuvieran que ver una y otra. ¿Ha tomado la farmacia algún papel en su oficio de escritor, o se ha limitado a ser el sustento que le permitió escribir?
R. G. G.— Creo que bastantes, siempre me he sentido cómodo sobre el filo de las dos culturas, las ciencias de la naturaleza y las humanidades, algunos muy inadvertidos pero otros tan evidentes como haber transformado a mi abuelo don José Garrido, boticario de pueblo, en protagonista aunque secundario en El año del wólfram y otras novelas más. Y atribuirle un tan falso como curioso libro, Personalia, que he conseguido incluir en la gran bibliografía de apócrifos e inexistentes.
J. A. V.— Es autor de un gran número de obras, y ha recibido buena cantidad de premios (pese a que los reconocimientos deberían haber sido más, según y cuándo). Dígame, ¿a cuál de sus trabajos le guarda más cariño? ¿Corresponde con aquello que decía Cela de que «el padre quiere más al más débil de sus hijos»?
R. G. G.— En mi caso depende del día y del estado de ánimo, pero no suele ser la más débil sino la que más ataques ha sufrido, hasta violentos físicamente. De las dedicadas al País Vasco, La carta es un increíble ejemplo de supervivencia, empezando porque Mondadori, mi editorial de entonces, no se atrevió a publicarla en 1990 (lo hizo Plaza-Janés) y sus reediciones hasta hoy son una historia novelesca que no escribiré. En bolsillo sigue en las librerías.
J. A. V.— Antes de Patria de Aramburu (2016) —con el respeto que merece, claro está— hubo narraciones que hablaron de ETA sin tapujos. Conocemos también las vicisitudes que sufrieron durante tantos años por la postura defendida. ¿Qué tal los recibió la crítica? ¿Y los lectores? ¿Se hablaban de éstos o eran libros a esconder bajo el abrigo para que no fueran vistos (por el temor normalizado-y-normal)?
R. G. G.— En los títulos referidos al ámbito vasco el miedo está siempre presente, podría decirse que el miedo es el protagonista, y ese mefítico sentimiento es el que destacó en muchas relaciones con ciertos poderes, crítica y público. Como dijo mi querido amigo José Luís López de la Calle, al que tanto echo de menos: “esto hay que escribirlo en el tiempo de varas”. Y las varas afectaron incluso a los lectores. Por fortuna, para la inmensa minoría de lectores, algunos títulos se convirtieron en libros de culto. Me siento muy recompensado.
J. A. V.— En la actualidad, pocos quedamos quienes defendemos sustantivos que —como señala Reverte— parecen casi antiguallas, como la dignidad, la honra y la lealtad. Parece que este mundo nuestro está demasiado sumergido en el jaleo como para detenerse en éstos, es más, pueden incluso molestarles, ralentizando su vertiginoso ritmo de vida y frenesí. Raúl, definió la dignidad con gran acierto: «seguir siendo uno mismo cuando ser uno mismo es lo que más puede perjudicarte»; pero, ¿qué esperar cuando el «yo», pobre de cultura, es el producto de los intereses de otros? Ante tal panorama, ¿cómo levantar el ánimo?
R. G. G.— Totalmente de acuerdo con la situación que describes pero ¿cómo levantar el ánimo? Desde el principio enseñar y demostrar a los niños que hay vida después del nacimiento, educación, cultura, deporte, amor, mucho amor. Supongo.
J. A. V.— Raúl, ¡qué decir! Un placer, como siempre.
R. G. G.— Un abrazo.
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