Iñaki Vázquez Larrea
Doctor en Antropología
Fecha de publicación: 04/01/21
El hecho es que con el nuevo siglo se han ampliado espectacularmente lo que el antropólogo Roger Bartra ha denominado redes imaginarias del terror político, y resulta innegable que ello forma parte de un profundo cambio en la organización del poder a escala planetaria. La dimensión imaginaria radica en la construcción de un escenario omnipresente donde se enfrentan, por un lado, la civilización occidental democrática avanzada y, por otro, un amplio imperio maligno de otredades amenazantes, primitivas y fanáticas.
La reducción de la complejidad política a este esquema binario es inmensamente eficaz para estimular formas renovadas de legitimidad y cohesión. Y no obstante se trata de un simulacro donde la cultura y la política desempeñan un papel fundamental. El espectáculo ha vuelto a colocar en el centro de nuestra atención el problema del carácter de la cultura occidental y su relación conflictiva con la periferia de alteridades.
Es muy difícil que el laberinto relativista de Levi- Strauss en Raza e Historia pueda convertirse en un hermoso jardín multicultural regado por la tolerancia y la igualdad. En Antropología y Política Ernest Gellner ha señalado, con razón, que para que este modelo funcione bien se requieren dos condiciones por lo menos: primera, que todas las culturas sean internamente relativistas, igualitarias y tolerantes; segunda, que los linderos entre cada cultura sean identificables y estables, hasta cierto punto. Nada de esto parece ocurrir en este mundo y no es pertinente suponer que esto sucederá en los años venideros.
Muchas expresiones culturales marginales o periféricas están teñidas de un autoritarismo sectario y dogmático tan intolerante como el de los defensores a ultranza del canon colonial o imperial. Por otro lado, las fronteras entre las identidades son cada día más difusas, indefinidas y borrosas, aunque paradójicamente van aumentando las luchas por el control material o ritual de los territorios.
El problema ahora es que el anti occidentalismo de dadaístas, surrealistas, anarquistas, primitivistas, y demás grupos contraculturales de la primera mitad del siglo XX es un simpático juego de niños comparado con la masiva, y cada vez más violenta eclosión de movimientos de corte fundamentalista, nacionalista y radical.