Azul claro, azul oscuro, azul apagado

Marina Aguilar
Estudiante de doctorado en la Universidad de Alcalá de Henares

Fotografía: Javier Mina

Anna: Yo quiero ser como esa profesora. Yo quiero estar en medio de la más incomprensible crueldad.

Ingmar Bergman

Escribo estas líneas con un lápiz –dicen que usar lápices denota inseguridad– cuya mina está a punto de romperse. El soporte es un puñado de folios mal apoyados sobre mi rodilla izquierda. Entre los folios y mi rodilla hay una libreta en la que no escribo nada desde hace meses. He considerado innecesario dar cuenta del detalle de la libreta porque tiendo a pensar que, al fin y al cabo, todo es un detalle. Y siguiendo una lógica errónea, concluyo que el mencionado detalle es inútil. Pero luego, en otro movimiento inútil, he querido volver a buscar el dichoso detalle perdido, como si albergase en mí la esperanza de hallar una pepita de verdad. El único efecto de sentido que obtengo al recuperarlo es volverlo a perder.

Estoy en la sala de espera de la consulta de mi psicoanalista. La gente me suele preguntar para qué sirve el psicoanálisis, de qué va, qué lo diferencia del resto de terapias. Mi respuesta inicial es un silencio, una mirada al cielo y otro silencio. No suelo responder mucho más. Probablemente, como el resto de las opciones terapéuticas del mercado, el psicoanálisis implica un poco de trasiego dinerario, algo de sugestión y placebo, la satisfacción pasajera de algunas frustraciones y la escenificación de otras nuevas que en realidad son tan viejas como el comer.

Se me ha caído la mina del lápiz. Sigo a boli. Anoche soñé que mi psicoanalista me decía que estaba al borde de una crisis muy peligrosa. Como si me fuese a dar un brote psicótico. Hace un par de años un astrólogo me dijo en una fogata que 2020 sería un año de cambios. Su consumo de drogas no evitó que acertase en su pronóstico.

Quién sabe. Todo tiene ya tan poco sentido –¿alguna vez lo tuvo?– que una predicción hecha por un pirado en una fogata da pie a un anclaje tan fortuito y poco sólido como otros anclajes posibles a una realidad vaporosa, vaciada como una berenjena a la que nos hemos olvidado de meter el relleno para el horno. Los sueños, recuerdos y deseos que surgen en la sesión son, igualmente, pequeños dispositivos que pueden proporcionar un excelente amarre, una atadura consistente, pero nunca definitiva al pequeño y cerrado mundo en el que los deprimidos egos luchan ­–bueno, realmente no luchan demasiado– por mantenerse a flote. Supongo que el narcisismo del resto no dista mucho del mío: autocomplaciente, exhibicionista, autodestructivo. Es lo que suele decirse, ¿no? Que estamos en la maravillosa época de las identidades líquidas, de los pensamientos fluidos, de la dificultad para encontrar amarres. Quizá el amarre es lo que propicia que nada de esto tenga sentido: una especie de repetición infernal de amarres, salir de uno para entrar en otro más férreo y apretado, que no es más que otro revestimiento de aquel. El círculo infernal se ensancha y parece que hemos escapado o que estemos en otro, pero no. Es el mismo, el único que hay.

Me hago sacerdote para salvarme a mí, no para salvar a la humanidad.

Lo de amarre tiene un toque muy canino. Pido disculpas por ello.

Seguimos.

Y llega la crisis. O no se fue nunca.

Podría describir esta crisis como la leve agitación de los goznes de una puerta vieja que siempre ha estado ahí, medio olvidada, desencajada, una puerta rota a la que nadie presta atención. Pero allí está, efectivamente. Y además, está rota.

Todo el amor, la ternura, la inventiva que tienen, pero que apenas se prodigan entre ellas, los dedican al jardín que, a su vez, les corresponde.

El desencajamiento de la puerta implica que hay una puerta y que existe la posibilidad de que esta se desencaje.

Es altamente probable que este sea un esquema erróneo. ¿Y qué esquema no lo es?

Una situación conocida de antiguo y cargada de una curiosa seguridad: él y ella sumidos en la aflicción y, de pronto, una carcajada irresistible, mamá se ríe.

La experiencia de la consulta ya no da para más. Hace un rato que he interrumpido la escritura para leer un texto de Bergman sobre sus padres. Copio aquí algunas citas desordenadas que me han impresionado. Me he sentado en una terraza y unos pijos que hablan a voces me han desconcentrado con sus intervenciones sobre la vela en Cádiz y el esquí en Suiza. Hablan de las fiestas del equipo de rugby llenas de chicas dispuestas a tener sexo con ellos. También hablan de drogas, pero con más discreción. ¿Habrá en su grupo de amigos algún toxicómano?

¿Es usted una persona dada al arrepentimiento? A veces tengo la impresión de que rogamos a dos dioses distintos.

¿Tienen las vidas de estos pijos puertas y goznes? ¿Serán sus puertas como una ilusión a la que atarse? ¿Percibirán el carácter metafórico de la puerta? ¿Vivirán la repetición como un modo de liberación: fiestas, chicas, drogas, viajes?

¿Por qué para mí no es eso? ¿O no es solo eso?

Si yo desease penetrar en ese mundo de ustedes y aspirase a jugar un papel en su representación, sería, de todas maneras, algo imposible.

Porque antes de hacer acopio del disfrute llega hasta mí ese sabor de exceso, de muerte. Como una larva que entra y sale de mi boca. Y la recubre de cal.

El acopio no es posible. Se deshilacha bien rápido.

Hay por todas partes una viscosa película de orgullosa pobreza. De perplejo abandono. De desesperanza y lágrimas.

Afortunadamente para mi paz interior, los pijos ya se van. Ahora, sin embargo, el bendito silencio se ve interrumpido por una conversación sobre maternidad salpicada de tragos de tinto con casera de la mesa vecina.

Nuestra familia ha producido tanta maldita normalidad que ha dejado un poso de locura y lo he recogido yo.

El tema de los hijos ya sea por mi supuesta capacidad para engendrar, ya sea por su propia naturaleza en cuanto tema, suena mucho más interesante a mis oídos que la imperturbable fijación fálica de los pijitos. Tiene más interés porque destila angustia. Muy pronto la inquietud deriva en manifestaciones más o menos perversas como el temor o el deseo de dejar caer al bebé, que ellas formulan así: “que se te caiga el bebé”.

Lo que quiere es que la familia esté unida, yo no sé para qué sirve eso.

Todos nos sustentamos en algo, ¿no? La cuestión es: cuando reconocemos la correa –reitero mis disculpas por mis tropos perrunos– como algo ilusorio, si descubrimos luego que hay otra ilusión tras la primera ilusión, entonces, ¿hasta dónde llega la cadena de ilusiones? ¿Hay algún punto de no retorno?

Nuestra princesita es tan dócil e inteligente y de corazón tan puro y tan delicada y cariñosa que no tiene límites.

Si no lo hubiera, hablar de crisis tendría muy poco sentido. En caso contrario, tampoco lo tendría realmente. ¿Quién se acuerda hoy de Crisis, aquella banda del 77?

En cualquiera de los casos, si un día de estos veo en el espejo algo que no debiera ver –como me advertía mi sueño freudiano–, una imagen que me atenace las entrañas, si paso de la zozobra al puro horror, la crisis se manifestará con el doble rasero que he ido apreciando hasta ahora, confirmando una hipótesis que apenas he formulado, porque no es necesario. ¿Quién quiere hipótesis cuando tiene fenómenos? La duplicidad de la crisis. El desencajamiento de una puerta y el agarre a la manifestación que el torbellino conjura.

todo azul, azul claro, azul oscuro, azul apagado.

Después de todo, mi afán por encontrar la pepita de verdad persiste. Aunque ni siquiera la roce, y solo sea un destello. A camino entre el retorno y el cambio. Copiar citas es un recurso fácil ante la falta de cohesión de la escritura.

Yo dispongo de noticias fragmentarias, narraciones cortas, episodios aislados, esos son los puntos numerados. Trazo mis líneas con, tal vez, vana esperanza de que surja un rostro. ¿Tal vez lo que diviso es una verdad sobre mi propia vida? ¿Por qué, si no, me empeño con tanto afán?