Cineasta

Cada 10 años (la última en 2012) la revista de cine internacional Sight & Sound considera las 100 mejores películas de la historia. ¿Españolas? Sólo una: El espíritu de la colmena (1973). Hoy nos sentamos junto a su director, Víctor Erice, que cuenta con prestigio internacional y un largo número de premios (en Cannes, San Sebastián, Chicago, a toda su carrera en Locarno, Medalla de Oro al mérito en las Bellas Artes en 1995 y Premio Nacional de Fotografía en 1993, Premio Ondas a Mejor director,…). Un número uno —sin duda— que ha tenido la amabilidad de atendernos. Son muy pocas las veces en las que el cineasta ha concedido entrevistas, disfrutemos el rato y esta proximidad a su figura y a su cine.
Juan Alberto Vich— Cada año, paseo —a comienzos del verano, casi a modo de peregrinaje— por una de las salidas o entradas de Ezcaray; la conoce bien. Y, de manera inevitable, siempre hace que me pregunte lo mismo, aquéllo que dejaba entrever su película (El sur, 1983) y con lo que David Copperfield inicia su historia; y es que, nunca desconfiamos de lo que nos dijeron hasta que existen indicios que lo hagan tambalear. En sus películas, la figura del niño es recurrente. Es antítesis de ingenuidad y de exploración. No se conforman y muestran valentía ante el misterio y el conocimiento. ¿Es la creación artística el modo que tiene el artista de resarcir sus fantasmas? ¿De dar respuestas?
Víctor Erice— ¿De resarcir sus fantasmas? Es posible. ¿De dar respuestas? Más bien de lo contrario: de suscitar preguntas. En cualquier caso, si alguna respuesta hay de vez en cuando en este trance, la proporciona la obra —en lo que pueda tener de común— más que el autor.
J. A. V.— Los relatos y escenas del cine representan hechos, y este volver a presentar no puede ser de otro modo sino sesgado. ¿Cómo de capaz considera al cine de modelar la psicología de sus espectadores? Su formato audiovisual siempre ha sido más «cómodo» para los consumidores, siempre ha sido herramienta de venta… ¿Considera que, ahora, con la revolución de las plataformas digitales el espectador se encuentra aún más vulnerable?
V. E.— El cine ya no dispone en la sociedad del espacio que ocupó en el pasado. De su experiencia original solamente quedan las salas. Y estas, con los efectos de la pandemia actual, corren el riesgo de desaparecer. Ahí están, para sustituirlas socialmente, las plataformas digitales, que además han entrado ya en el dominio de la producción audiovisual…Es indudable que ahora las películas se realizan y consumen de un modo muy diferente. Sus imágenes se digitalizan para ser difundidas en televisión, ordenadores, tabletas y teléfonos móviles. Lo cual favorece un tipo de recepción que se aproxima cada vez más a la noción de consumo. No es extraño que se hable tanto de usuarios como de espectadores. ¿Más vulnerable? Más bien, menos libre.
J. A. V.— A la mayoría ha cautivado el cine: con un beso, una batalla,… pero no son tantos quienes se decantan por su oficio. ¿Cómo interiorizó usted su vocación? ¿Cuál fue el momento preciso en el que entendió que haría de ésta su profesión?
V. E.— Se comienza siendo un aficionado, viendo muchas películas, desde la infancia. En lo que ha sucedido después, al menos en mi caso, ha intervenido mucho el azar, como en cualquier vida….No estoy seguro de que mi práctica como cineasta sea la que se corresponde convencionalmente con el ejercicio de una profesión.
J. A. V.— Pese a conocerlo, aún no nos han presentado a Frankenstein, ni al doctor ni a su criatura. Sin embargo, sí sabemos de las pretensiones modernas de dicho progreso exacerbado. Nada escapa a éste, tampoco el cine. ¿Desvirtúan las nuevas herramientas cinematográficas el producto último? ¿Hacen que pierda parte de su esencia o anima a potenciarla y enriquecerla?
V. E.— La servidumbre hacia las nuevas tecnologías genera a veces un fetichismo devastador. Porque el cine, al menos tal como yo lo he percibido, no ha sido tanto una técnica de exposición de las imágenes como un arte de mostrar. Una cualidad cada vez más difícil de encontrar en el audiovisual. En la imagen digital podemos cambiarlo todo: la figura, el paisaje, la luz, el color, el encuadre. Es decir, han crecido nuestras posibilidades de control y dominio, pero a la vez ha disminuído la complejidad de los gestos, su porción de misterio, la intervención del azar que a veces conduce a la revelación. Más que captar una imagen se trata de fabricarla. Esta pulsión contemporánea se sitúa en las antípodas de la capacidad de registro registro del cinematógrafo de los Lumière, donde el mundo y sus apariencias se inscribían en la imagen fotoquímica de manera natural. Si abandonamos este género de inscripción ¿se puede decir que, en cierto modo, salimos del cine?
J. A. V.— Personalmente, no soy amigo de los efectos especiales ni del «cine nuevo»… Considero que toda trama puede ser abordada sin grandes excesos, mejorando —además— su resultado. En el cine «todo es mentira, es un truco» decía Isabel en El espíritu de la colmena (1973) y, sin embargo, qué perjudicial resulta descubrirlo, ¿no? Ya sabe: cuando se conoce el truco de magia… Es decir, el experto tiene la capacidad de discernir y desgranar; por ejemplo, el escritor de oficio no lee una novela de igual modo que quien no se dedica a ello… Y, a su vez, de nada sirve una valoración si no ha sido dictada por un profesional… ¿Concibe el conocimiento como enemigo del placer, o el único que puede dotarnos de uno verdadero?
V. E.— El conocimiento no es enemigo del placer, no lo ha sido jamás. Mantengo una prudente distancia con el dictado de los especialistas en las cuestiones que se refieren al arte en general.
J. A. V.— Me acerqué en su día, con gran interés al Bellas Artes de Bilbao a ver la nueva instalación que realizó sobre el monumento Aita Donostia de Oteiza en Agiña (Navarra); un lugar mágico, ése sí, donde los haya. La dicotomía y la unicidad eran constantes: dos pantallas y un proyecto, noche y día, cambio y trascendencia, piedra y cielo… ¿Cómo fue pasar allí la noche y qué emociones le generó? ¿Sintió la magia de la que hablo?
V. E.— Fue una experiencia decisiva. Es lo que yo recomendaría al visitante de ese lugar: visitarlo de día y de noche. De día, con sol; de noche, a ser posible, con luna llena. Es esa experiencia la que mediante el artificio del cine he tratado de reproducir en la videoinstalación «Piedra y Cielo». Si elegí Agiña como escenario fue por su carácter, en especial por el diálogo que la estela de Oteiza mantiene con el paisaje, bellísimo, que además incluye las huellas de la historia con un marcado carácter simbólico, fundacional.
J. A. V.— Volviendo al cine, llegó a decir para Fotogramas que sin público la película no existe. ¿Significa que el público es motor de su concepción? Esto puede resultar controvertido. Si una película no aspira a ser vendida no habrá liquidez, esto es así. Pero no sucumbir al juego del mercado y a sus modales implica orfandad, ¿sería —esta condición de huérfano— la única manera posible de ofrecer obra de autor, la única artísticamente válida y relevante?
V. E.— Una película necesita ojos que la miren, del mismo modo que una novela solicita lectores. Pero se trata en ambos casos de una solicitud callada, íntima, que no discurre según los reclamos que dicta el mercado…Una solicitud que en el escenario social se dirige en primer término al ciudadano, no al consumidor. Es lo que pretendí expresar en aquella muy lejana declaración mía a la que usted alude.
J. A. V.— Hace unos meses, cuando nos pusimos en contacto, acababa de fallecer Juan Marsé. Usted tuvo el ánimo de grabar a modo de largometraje una adaptación de la novela del catalán El embrujo de Shangai, finalmente le confiaron la tarea a Trueba y su guión quedó recogido en la publicación La promesa de Shangai (Areté, 2001) hace 10 años. También ha confesado en alguna ocasión su descontento al no poder materializar, como hubiera deseado El Sur (basado en un relato de Adelaida García Morales, nunca dividido en dos partes como se tiende a considerar), habiéndose reducido el tiempo de rodaje. Usted, se ha mantenido íntegro ante la industria y ante su proyecto. Su figura, pese a las dificultades que se derivan, es evocadora e inspiradora para que los artistas venideros no sucumban a la mediocridad socio-economico-política. La pausa, la reflexión, la defensa de lo propio… ¿Cuánto de caro sale?
V. E.— Imagino que tiene un coste, pero ni mayor ni menor que el de cualquier otro ejercicio que dependa de la economía de mercado. Como se sabe, el cine ha sido siempre una mezcla de arte e industria. Su doble naturaleza está en el origen de sus pecados, pero también de sus virtudes. Esos accidentes en mi trabajo como cineasta no son únicos ni mucho menos. Pero yo creo que los asumí de antemano cuando decidí dedicar una parte de mi vida a esa clase de oficio.
J. A. V.— Lo venimos diciendo, a rasgos generales el público, en su conjunto, se deja llevar por el mercado y por el rápido consumo. Las películas de lenta digestión, como las suyas, resultan para los jóvenes difíciles de digerir… (Es extensible al resto del arte.) Cuando, en realidad, un silencio dice más que la voz. Por terminar con buen sabor o, al menos, intentándolo, ¿podría revertirse la situación, o la sociedad está condenada; si, desde luego, las políticas y consciencias no cambian?
V. E.— No estoy del todo de acuerdo con los rasgos que atribuye a mis películas. Para unos espectadores serán probablemente difíciles, pero no es porque yo lo pretenda; para otros, en cambio, son muy entretenidas. Tengo abundantes testimonios de lo uno y lo otro. A la hora de las clasificaciones, el peligro puede surgir cuando se habla a este propósito de digestión. Me parece también un tanto arriesgada esa generalización que introduce, «los jóvenes»… Entiendo, de todos modos, lo que quiere decir. Esa disyuntiva solamente podría resolverla o revertirla el conjunto de los ciudadanos, por un lado; y el Ministerio de Educación, por otro. Pero, en relación al cine ¿dónde está ese ministerio?
J. A. V.— Así es,… En fin, muchas gracias por habernos atendido Víctor, ha sido un placer y un honor. Coincidiremos en próximas, un abrazo.
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