Albert Beltran i Cangròs
Profesor en la Universidad Oberta de Cataunya y en la Universidad de Pompeu Fabra

Fotografía: Javier Mina
El miedo es el camino hacia el lado oscuro. El miedo lleva a la ira, la ira lleva al odio, el odio lleva al sufrimiento.
Yoda (896 aBY – 4 dBY)
Lupus est homo homini, non homo, quom qualis sit non novit
Plauto (254 a. C – 184 a. C.)
La trágica y súbita irrupción del SARS-CoV-2 a mediados de marzo y la declaración del estado de alarma y el confinamiento subsiguientes, han desencadenado la que probablemente es la crisis más grave del siglo XXI. En primer lugar, se trata, obviamente, de una crisis sanitaria, no tanto por la letalidad del virus, que es baja, como por su extrema capacidad de infección que amenaza con colapsar el sistema sanitario. En segundo lugar, tenemos una crisis económica de enormes proporciones que, con casi total probabilidad, acabará degenerando en una depresión análoga -salvando todas las distancias, que son muchas- a la de la Gran Depresión de la década de los años treinta del siglo pasado.
Estas dos cuestiones, la crisis sanitaria y la crisis económica, son las que centran en exclusiva la atención de los medios, de los dirigentes políticos, de los expertos sanitarios y de una opinión pública, pastoreada en buena parte por unos y otros. Se discute cual debe ser el trade-off entre salud y economía, con oscilaciones ciclotímicas improvisadas y chapuceras, primero sacrificando la economía a la salud (el rigurosísimo confinamiento de los meses de marzo, abril, mayo y junio al grito de “la salud y la vida, por delante de la economía”) y, más tarde, abriendo la economía apresuradamente ante el enorme deterioro del empleo y de la actividad empresarial (desconfinamiento exprés del verano.)
Sin embargo, las consideraciones políticas, morales, sociales y de salud mental han estado y están casi completamente ausentes del debate o, mejor dicho, del soliloquio. Ciertamente, algunos sociólogos, antropólogos, juristas, politólogos, psicólogos, filósofos y escritores han escrito artículos en algunos medios o en sus blogs intentando introducir estos temas, aunque con escaso éxito. De esta suerte, todo se reduce a las cuestiones de la salud física y de la economía. Apenas aparecen referencias al estrés, la angustia y la depresión, a la erosión de las relaciones sociales y a las libertades individuales y los derechos ciudadanos. En definitiva, se afronta la crisis exclusivamente desde sus aspectos más tangibles, más materiales, desde la fisicidad de sus causas y de sus consecuencias. Sólo importa lo que se puede medir y cuantificar, sólo interesa aquello que se puede plasmar en una hoja de Excel y que se puede describir y presentar con tablas y gráficos. El enfoque positivista y burdamente materialista del asunto encaja en el marco tecnocrático desde el que cada vez más se afrontan y se pretenden resolver los problemas. La técnica convertida en magia y la realidad reducida a magnitudes y cantidades.
Así, la crisis, de la que se reconocen exclusivamente sus vertientes sanitaria y económica, se gestiona desde la ciencia médica, con sus fármacos, sus máquinas y sus mila-grosas vacunas, y desde la ciencia y la política económica, con sus modelos econométricos, sus programas estadísticos y los igualmente milagrosos y multimillonarios paquetes de medidas económicas aprobados por las autoridades de la Unión Europea. El sufrimiento humano ni está ni se le espera, la libertad es un concepto decimonónico, una antigualla en un mundo posmoderno en el que son las élites y los expertos los que deciden a partir de unas métricas disponibles que excluyen todos aquellos aspectos de la realidad que, por su naturaleza no cuantitativa, no son susceptibles de ser reducidos a parámetros estadísticos. Se trata, en definitiva, de la aplastante victoria de la razón instrumental sobre la razón crítica, algo que teorizaron los pensadores de la Escuela de Fráncfort en el siglo pasado (Adorno y Horkheimer, 2018; Horkheimer, 2010), autores que contraponían la razón instrumental -una razón puramente técnica que adecua medios a fines y cuyos criterios de validación se limitan a la eficacia y la eficiencia de los primeros respecto a los segundos- a la razón crítica que reflexiona sobre la lógica y el sentido de los medios y de los fines, al sentido y al porqué de lo que se hace. Visto lo visto, su análisis tristemente no pudo resultar más certero.
No obstante, este abordaje tecnocrático pone de manifiesto, no sólo la falta de ética de los dirigentes y de los presuntos expertos, sino también su radical incompetencia. Al eliminar todos los aspectos cualitativos de la actual crisis y reducirlo todo a datos y a cifras, a leyes y normas publicadas en los Boletines Oficiales y a considerables inyecciones de dinero que, como la morfina, sólo sirve para mitigar momentáneamente el sufrimiento, no sólo no resuelven nada, sino que contribuyen a agravar considerablemente la actual crisis, alimentando su némesis: la bestia populista.
En efecto, existe un bucle de retroalimentación entre tecnocracia y populismo. Los tecnócratas, como ya hemos comentado, lo reducen todo a datos y cifras, a normas, reglamentos y leyes, a inyecciones de liquidez y a disposiciones económicas. Las personas no computan en sus análisis y cálculos, porque los sentimientos, las emociones, los valores, las creencias, las voluntades y las actitudes no son elementos abordables desde el instrumental técnico disponible. Se trata de un despotismo ilustrado espurio -todo por el pueblo, pero sin el pueblo- que bajo sus supuestas buenas intenciones -la salud pública- esconde los intereses de la dirigencia política y mediática. Ahora bien, este enfoque no puede sino alimentar las frustraciones, el miedo y la angustia de la población, que se siente ninguneada, despreciada y desatendida. Esos sentimientos y emociones negativas sirven de lavadura de potenciales conflictos y protestas. Peor aún generan el caldo de cultivo ideal para los movimientos populistas de todo tipo, muy especialmente los de extrema derecha.
Al advertir estos estados de ánimo en la opinión pública, los dirigentes se asustan ante el potencial insurreccional de la actual situación. Y reaccionan de forma primaria, adoptando un enfoque típicamente hobbesiano basado en una estrategia de terrorismo más represión. Cuando oímos la palabra terrorismo, rápidamente nos vienen a la cabeza imágenes de grupos o individuos armados, disparando, acuchillando o detonando artefactos explosivos. No obstante, según la RAE esta es sólo una definición de terrorismo: “1. Dominación por el terror. 2. Sucesión de actos de violencia ejecutados para infundir terror. 3. Actuación criminal de bandas organizadas, que, reiteradamente y por lo común de modo indiscriminado, pretende crear alarma social con fines políticos.”1 La tercera definición de la RAE, en efecto, remite a grupos u organizaciones armadas, la segunda al ejercicio de la violencia física sobre la población por parte del poder establecido e institucionalizado, pero la primera definición, más genérica, se refiere simplemente a la “dominación por el terror”, dominación que no requiere necesariamente del recurso a la violencia física; puede imponerse el terror por otras vías mucho más sibilinas, por ejemplo mediante la propaganda, la desinformación y el adoctrinamiento. Y en este punto, los medios de comunicación ejercen un papel fundamental.
Recientemente, Javier Marías (2020) hacía referencia a esta cuestión en uno de sus artículos:
Pasaron julio y agosto, y, según la prensa y las autoridades (…), todo ha ido a peor. La prensa, con las televisiones a la cabeza, ha logrado hacernos creer que la situación es más grave que en marzo o abril, cuando estábamos confinados. Como salta a la vista que esto es falso, no alcanzo a entender el propósito de semejante catastrofismo, que además lleva meses ocupando las 24 horas del día como tema único. (…) La prensa en general, y TVE en particular (luego el Gobierno Podemos-PSOE), no consienten el menor optimismo ni el menor alivio. He visto Telediarios en los que se ha destacado a reporteros a pueblos minúsculos (de 400 o hasta 200 habitantes) para que desde allí emitieran largos minutos porque —albricias— había unos cuantos casos de coronavirus. Es decir, han rastreado como locos dónde había algo alarmante o desalentador, para crear una psicosis —dura ya más de la cuenta— de verdadero terror, por lo que no sería exagerado afirmar que practican terrorismo informativo. Procuran dar los datos de la manera más caótica y confusa posible, pero siempre dirigida a que la epidemia luzca más terrible de lo que sin duda es. (…) Una ciudadanía atemorizada y machacada no produce, no rinde. ¿Es eso lo que se busca? No me lo explico. Claro que hay que seguir siendo prudentes y tomándonos muy en serio la plaga. Pero ¿por qué se oculta siempre lo medio bueno y se subraya o se inventa lo pésimo? No cabe sino pensar mal, la verdad: nuestros gobernantes, ¿son tan autoritarios que prefieren que el país se vaya a pique antes que renunciar a nuestra mansedumbre?
La estupefacción manifestada por Marías responde, no obstante, a una estrategia deliberada que tiene un claro objetivo: mantener aterrorizada a la población para garantizar así su sumisión al poder político y neutralizar cualquier atisbo de protesta ciudadana. Se trata de convencer a los ciudadanos que el ejercicio de la libertad y la vida no son compatibles y que deben elegir. Que les conviene obedecer porque sólo la obediencia puede garantizarles la seguridad y la vida. Durante el confinamiento se convenció a la gente que la libertad y economía no eran compatibles con la vida. Una vez se reveló la falacia de contraponer economía y vida, puesto que no se puede vivir sin comer y no se puede comer sin trabajar (lo que explica el apresurado y caótico desconfinamiento de junio) ahora se trata de hacer pedagogía en relación a las consecuencias letales del ejercicio de la libertad, dejando la economía al margen. Eso explica la competición entre las Comunidades Autónomas en medidas coercitivas: Cataluña anunció la obligatoriedad de las mascarillas al aire libre con o sin distancia de seguridad e inmediatamente el resto de las autonomías hicieron lo mismo; Madrid anunció la prohibición de fumar en las calles e ipso facto todas las autonomías copiaron esta medida. En España la responsabilidad y competencia de las autoridades no se mide por su capacidad para reducir o en su defecto contener la pandemia. Esa batalla se da por pérdida vistas las cifras, que son de las peores del mundo: “España es ya el país con más contagios de Europa occidental, según la Universidad Johns Hopkins” (El País, 8 de agosto de 2020.) El prestigio y la competencia de las autoridades se mide en capacidad represiva, pese a que casi todos los países de la OCDE han implementado medidas mucho más relajadas, presentando en general cifras de contagios y muertos muy inferiores a los españolas.
Para conseguir el objetivo de amedrantar a la población española las autoridades necesitan dos cosas: medios que renuncien a la crítica, a la objetividad y a la independencia para pasar a convertirse en órganos de propaganda, en voceros de los distintos gobiernos y partidos y en difusores de la estrategia terrorista (lo que muy certeramente apunta Marías en su artículo) y una pléyade de expertos del ámbito médico y sanitario que martilleen día sí y día también en estos medios con datos tremendistas y cifras apocalípticas sobre los contagios, las hospitalizaciones y las muertes. Lo que vemos ahora son programas monotemáticos atiborrados de epidemiólogos, virólogos, inmunólogos y demás, disertando sobre los horrores sin fin de la pandemia en un bucle infinito. Las palabras clave “contagios”, “mascarilla”, “distancia de seguridad”, “confinamiento”, “pruebas PCR” se repiten una y otra vez, como una letanía o un mantra ad infinitum. Esta repetición compulsiva de conceptos, de exageraciones y de medias verdades sigue en su literalidad el principio de orquestación formulado por Joseph Goebbels en sus tristemente célebres once principios de la propaganda: 2 “La propaganda debe limitarse a un número pequeño de ideas y repetirlas incansablemente, presentadas una y otra vez desde diferentes perspectivas, pero siempre convergiendo sobre el mismo concepto. Sin fisuras ni dudas”. De aquí viene también la famosa frase: “Si una mentira se repite suficientemente, acaba por convertirse en verdad”. Volveremos sobre Goebbels, más adelante.
Esta estrategia terrorista consigue sin demasiado esfuerzo acongojar a una mayoría significativa de la población, especialmente -aunque no exclusivamente- personas de cierta edad, con poca educación, que se informan únicamente por la televisión y en menor medida por la radio y que se socializaron bajo el régimen anterior, de tal manera que su apego a la democracia y a la libertad, si es que existe, es superficial. Sin embargo, una minoría de la ciudadanía se muestra refractaria al miedo. Se trata sobre todo de jóvenes, pero también de otros muchos colectivos que insisten en ejercer su libertad y rechazan el chantaje hobbesiano de seguridad a cambio de libertad. Los jóvenes no temen por sus vidas porque la enfermedad apenas les afecta y, a su vez, necesitan socializar, salir y divertirse. Además, apenas ven la televisión ni les interesan especialmente las noticias: su mundo está en Internet. Por estos motivos son casi inmunes a la propaganda terrorista de los medios, pese a que los periódicos y en las televisiones se han hinchado a informar sobre jóvenes que han enfermado gravemente o han muerto, con el objetivo de atemorizar este colectivo, aunque con escaso o nulo éxito (los jóvenes saben que se trata de casos anecdóticos y estadísticamente muy poco significativos.)
Llegados a este punto, las autoridades y los aparatos de propaganda mediática comienzan a diseñar e implementar una campaña de ataque y de desprestigio hacia estas personas. El terror deja paso a la represión. Observamos en las televisiones imágenes de jóvenes “irresponsables”, “incívicos”, “insolidarios” practicando el botellón, bailando y divirtiéndose todos juntos sin mascarillas ni distancias de seguridad. Estas imágenes se reproducen una y otra vez una vez más en bucle (volvemos de nuevo al principio de orquestación de Goebbels). El mensaje que se dirige a la población adulta y a los mayores es que la culpa de los contagios y las muertes es de los jóvenes, que son los principales agentes infectivos, que, en definitiva, representan una seria amenaza para su salud y sus vidas. Se alienta el conflicto intergeneracional -las gentes de orden vs la juventud gamberra- una estrategia que no es nueva y que, en cualquier caso, ha sido siempre característica de los regímenes y gobiernos más retrógrados. Se fomenta la denuncia y la delación, la “policía de balcón” y la “policía de calle”; ciudadanos de bien que espían a los jóvenes y a las personas desafectas y que llaman a la policía para que intervenga. Se exige la máxima dureza policial para erradicar estas conductas subversivas ¡Qué los encierren! ¡Qué les multen! Se aplaude la brutalidad policial contra transeúntes que no llevan mascarilla en la calle y que son tratados como criminales o contra un grupo de jóvenes de charlan despreocupadamente en una plaza ¡Se lo tienen bien merecido! ¡Por su culpa los hospitales están a rebosar de enfermos y los ancianos mueren como chinches en las residencias! ¡Son estos “descerebrados” los que propagan el virus! … Tampoco esto es nuevo, ya lo hemos visto muchas veces y conocemos las trágicas consecuencias de esta histeria colectiva, de esa justicia popular, valga el oxímoron.
No sólo son los jóvenes objeto de esa represión del estado y de esa represión ciudadana alentada por el estado. También las personas que se muestran críticas con el terrorismo higienista. Y aquí otra vez surge la siniestra figura de Goebbels y sus dos primeros principios de la propaganda política: principio de simplificación y del enemigo único -adoptar una única idea, un único símbolo; individualizar al adversario en un único enemigo- y principio del método de contagio -reunir diversos adversarios en una sola categoría o individuo; los adversarios han de constituirse en suma individualizada. En efecto, el régimen higienista en su deriva iliberal reúne a todos los críticos, con independencia de cuales sean sus orígenes, sus enfoques y sus argumentos y los etiqueta con el epíteto infamante de “negacionistas” ¿Se muestra usted crítico con el uso obligatorio de mascarillas en los espacios abiertos en todo el territorio nacional mantenga o no la distancia de seguridad, pese a que ningún país del mundo ha impuesto esta norma? Es usted un negacionista ¿Se muestra usted remiso a aceptar la severa restricción de libertades en pro de aplanar-la-curva de contagios? Es usted un negacionista ¿Manifiesta usted su estupor ante el hecho de que, pese a la obligatoriedad de la mascarilla, las restricciones, las prohibiciones y las imposiciones, España tenga el récord mundial de contagios, mientras que países con políticas mucho más laxas y sin el tapabocas obligatorio muestran cifras mucho más bajas? Una vez más, es usted un negacionista… Toda oposición, crítica o simplemente duda en relación a las estrategias manifiestamente fallidas de los gobiernos, las administraciones y la legión de expertos que les asesoran merece sin duda el calificativo de negacionismo.
¿Y quiénes son, realmente, los negacionistas? Pues grupos sectarios, cercanos a la extrema derecha, seguidores de las más bizarras teorías de la conspiración, antivacunas y frikis en general. En definitiva, un enemigo inofensivo, pero muy conveniente. Al identificar cualquier crítica con estos grupos, toda crítica queda automáticamente neutralizada, aunque provenga de personas o grupos que no sólo nada tienen que ver con los negacionistas, sino que se muestran radicalmente contrarios a este tipo de desbarres. Así, el negacionismo sirve de tonto útil: actúa como un espantajo al que se puede recurrir en cualquier momento para anatematizar ante una opinión públicas espantada, sumisa y obediente cualquier persona o grupo que disienta del pensamiento único higienista.
Permítaseme acabar con una breve digresión filosófica. Anteriormente, hemos etiquetado esta estrategia como hobbesiana. La referencia a Thomas Hobbes (1588-1679) resulta pertinente. Este pensador inglés desarrolla toda su obra alrededor del miedo y también del temor. Es conocida su frase “el miedo y yo nacimos gemelos” (Hobbes, 2018b). Su obra supone una legitimación del poder absoluto del soberano, del estado, del Leviatán, nombre de su más afamada obra. Hay que tener en cuenta que se trata de un filósofo que muere justo en los albores del pensamiento liberal (John Locke, padre del liberalismo político moderno publicará anónimamente sus dos ensayos sobre el gobierno civil en 1689) y, en ese sentido, desconoce las nuevas ideas que emergerán con fuerza tras su muerte.
Hobbes considera, citando a Plauto, que el hombre es un lobo para el hombre. Su pesimismo antropológico contrasta con el optimismo de los pensadores ilustrados. De hecho, su defensa del absolutismo es una derivada de su pesimismo antropológico (Wiegand Cruz, 2015). Veamos porqué. En sus muchas obras, pero especialmente en De Cive y en su Leviatán (Hobbes, 2016; 2018a) Hobbes define al hombre como un ser egoísta y violento, incapaz de establecer de forma espontánea relaciones de cooperación con sus semejantes. En estado de naturaleza, es decir, en ausencia de un poder coactivo que les imponga la obediencia, los seres humanos al ser todos iguales en fuerza y en poder y al gozar de la capacidad de ejercer su libertad de forma irrestricta, acabarán por destruirse los unos a los otros. Así, la igualdad y la libertad conducen a la anarquía, que es incompatible con la seguridad y la vida. No obstante, los humanos somos inteligentes y advertimos que sólo renunciando a nuestra libertad y sometiéndonos al poder absoluto del estado podemos garantizar nuestra integridad física y nuestras vidas. Tres siglos más tarde un filósofo alemán simpatizante del nazismo de-sarrollará su interpretación de Hobbes, contribuyendo así decisivamente a sentar las bases de legitimación de la dictadura de Hitler (Schmitt, 2008; 2013; 2014).
El gran antagonista de Hobbes es, sin duda, John Locke (1632-1704), casi coetáneo de Hobbes, pero a un mundo de distancia del pensador de Malmesbury. En efecto, el padre del liberalismo clásico parte de una concepción antropológica optimista: según él el hombre es un ser social y en estado de naturaleza cumple sus promesas y asume sus obligaciones. Asimismo, el valor fundamental que vertebra a las sociedades modernas no puede ser otro que el de la libertad, que, por supuesto, es inalienable. Los individuos poseen unos derechos naturales que el estado debe asegurar y preservar: el derecho a la vida, a la libertad y a la propiedad. Estos derechos naturales se fundamentan en una moral natural que es intrínseca al hombre (para Hobbes, el hombre es un animal y, por lo tanto, carece de moral, aunque, a diferencia de los animales, sí goza de inteligencia.) Por lo tanto, el estado de naturaleza no es un estado de anarquía, de lucha de todos contra todos, como aseguraba Hobbes, sino un estado de armonía y de sociabilidad cimentado en una moral y unos derechos naturales: “(…) el estado en el que los hombres se encuentran por naturaleza, no es otro que un estado de perfecta libertad para ordenar sus acciones y disponer de sus pertenencias y personas según consideren conveniente, dentro de los límites impuestos por la ley natural, sin necesidad de pedir licencia ni depender de la voluntad de otra persona” (Locke, 1997). Por consiguiente, según Locke, es falso que la libertad sea incompatible con la preservación de la vida y con la propia conservación; muy al contrario, la vida sin la libertad carece de sentido, puesto que es la libertad la que dota de significado a la vida humana y la distingue de la vida animal. Si el estado es necesario es sólo porque resulta más eficiente gestionar los problemas a través de instituciones que de forma espontánea por parte de la propia sociedad. En suma, el estado de naturaleza es perfectamente viable, aunque el estado civil es mejor.
Las diferencias entre Hobbes y Locke son las diferencias que hoy en día apreciamos entre fuerzas y regímenes iliberales y liberales. Los primeros consideran que los ciudadanos son poco menos que un rebaño que a la mínima acabará por desmandarse y despeñarse y al que, por su propio bien, conviene pastorear y estabular. Se establece aquí una distinción radical casi ontológica entre la población y sus dirigentes. La libertad conduce inevitablemente a la anarquía y ésta a la destrucción del orden social. El miedo guarda la viña y mantiene prietas las filas. Una población atemorizada, es una población obediente, una obediencia que garantiza el orden y, en el caso que nos ocupa, la salud y la vida de los súbditos. Los liberales, por el contrario, confían en la sociedad civil y en los ciudadanos. Opinan que la libertad es un valor fundamental que, en absoluto, puede contraponerse con la vida. No existe, pues, un trade-off entre libertad y vida, el estado no puede privar de sus derechos a los ciudadanos ni impedirles el ejercicio de su libertad, ni tan siquiera en el supuesto de una pandemia como la actual.
Estas diferencias se pueden identificar claramente en la muy distinta gestión de la pandemia entre unos países y otros. Unos, entre ellos China, Italia y España, han optado por confinamientos desmesurados, por imposiciones y prohibiciones de todo tipo. Han elegido estrategias basadas en el miedo y a la represión, alimentadas por los valores iliberales y las actitudes sumisas de una ciudadanía educada en sistemas autoritarios o en democracias muy endebles. Otros, entre ellos los países anglosajones y los países del centro y del norte de Europa, han escogido no confinar a la población (por ejemplo, Suecia) o imponer un confinamiento suave (por ejemplo, Alemania), han cooperado con sus ciudadanos y han cogestionado con ellos la pandemia, frente al ordeno y mando de China, Italia y España, han evitado imposiciones que, como la de la mascarilla a todas horas y en todas partes, carecían de la lógica más elemental, han reducido al máximo las prohibiciones y las restricciones y, en definitiva, han confiado en sus ciudadanos, procurando preservar al máximos sus derechos y sus libertades.
En definitiva, la gestión de la pandemia nada tiene que ver con el coronavirus SARS-CoV-2. No es el virus el que ha determinado la estrategia a seguir, sino los valores sociales, las ideologías iliberales o liberales de las poblaciones y de sus dirigentes. No existe una única política posible, como falsamente se ha afirmado; siempre existen muchas políticas posibles que obedecen a intereses, emociones y actitudes muy distintas. Las cosas en España se podían haber hecho de otra manera, se podía no haber impuesto uno de los confinamientos más extremos del mundo, se podía haber confiado en los ciudadanos y empoderarlos, se podía no haber alimentado la histeria y embozado a todas las personas mayores de seis años. La gestión de la pandemia en España -que además se ha demostrado fallida, vista la acelerada progresión de los contagios- ha destripado el país, lo ha puesto patas arriba y ha mostrado cómo es realmente: un país de ciudadanos acobardados, dóciles y manejables y de dirigentes incompetentes, autoritarios y liberticidas. Con estos mimbres difícilmente se puede construir un país moderno, con una economía puntera, una democracia de calidad y una cultura innovadora. Con estos mimbres este país está abocado a la mediocridad, a la decadencia y al asistencialismo de Bruselas. El Coronavirus ha arrancado la máscara de un país que ha estado viviendo de las apariencias y del postureo. Lo que vemos ahora es algo que trágicamente se parece a una historia reciente que creíamos definitivamente superada.
Bibliografía, notas y fuentes:
1 RAE. https://dle.rae.es/terrorismo
2 Los 11 principios de la propaganda nazi por Joseph Goebbels. Culturizando.com, 1 de mayo de 2020. https://culturizando.com/los-11-principios-de-la-propaganda-nazi/
Adorno, Theodor y Horkheimer, M. (2018). Dialéctica de la Ilustración, Madrid: Trotta.
Hobbes, Thomas (2016). De Cive. Madrid: Alianza Editorial.
Hobbes, Thomas (2018a). Leviatán o la materia, forma y poder de un estado eclesiástico y civil. Madrid Alianza Editorial.
Hobbes Thomas (2018b). Opera Philosophica Quæ Latine Scripsit Omnia, Vol. 1: In Unum Corpus Nunc Primum Collecta, Studio Et Labore Gulielmi Molesworth. Londres: Forgotten Books
Horkheimer, Max (2010). Crítica de la razón instrumental. Madrid: Trotta.
Locke, John (1997). Dos ensayos sobre el gobierno civil. Madrid: Austral.
Marías, Javier. Terrorismo informativo. El País Semanal, 6 de septiembre de 2020. https://elpais.com/elpais/2020/09/01/eps/1598973767_214184.html
Schmitt, Carl (2014). El concepto de lo político. Madrid: Alianza Editorial.
Schmitt, Carl (2008). El Leviatán en la doctrina del estado de Thomas Hobbes. Ciudad de México: Fontamara.
Schmitt, Carl (2013). Ensayos sobre la dictadura 1916-1932. Madrid: Tecnos.
Wiegand Cruz, Augusto (2015). Hobbes: El absolutismo como consecuencia del pesimismo antropológico. Revista Chilena de Derecho y Ciencia Política. Volumen 6. Número 1.
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