Una mirada al pasado desde tiempos de crisis: el Imperio Romano en el siglo III

Miguel Pablo Sancho Gómez
Profesor de la Universidad Católica de Murcia

Fotografía: Javier Mina

Introducción

Corría entonces el año 238. Nadie podía prever, cuando los godos asediaban la ciudad a orillas del Mar Negro de Tomis (la actual Constanța, en Rumanía), que estaba a punto de desencadenarse un periodo convulso y aciago: la larga retahíla de pestes, hambrunas, invasiones, derrotas militares y un un sinfín de emperadores asesinados por sus propias tropas o caídos en el campo de batalla, cuando no falleciendo en ignominioso cautiverio, quedó grabada en el imaginario colectivo durante muchas generaciones. Hasta 284, con el advenimiento del trascendental Diocleciano, no regresó la estabilidad a un Imperio extrañamente renovado, en el que los días de César Augusto o Tiberio eran apenas un pálido recuerdo. Pese a que las pérdidas territoriales se recuperaron casi totalmente, esos cincuenta años cambiaron la sociedad, la economía, la mentalidad y las creencias religiosas para siempre (MacMullen, 1974; Brown, 2012). Años después, los primeros esfuerzos literarios balbucientes tras la gran crisis todavía evocaban esos tiempos con estupor, como a través de los recuerdos inquietantes de una pesadilla. Igual que un enfermo grave que despierta tras una larga e intensa convalecencia, los romanos fueron haciéndose conscientes poco a poco de que todo había cambiado.

Aunque parezca extraño, dada la enorme cantidad de tiempo transcurrida desde entonces, el Imperio Romano surgido tras las vicisitudes de mediados del siglo III albergaba no pocos parecidos con el mundo actual, envuelto en estos momentos en un proceso de desasosiego, protestas y pandemia. Intentaremos trazar brevemente las líneas esenciales que permitan vislumbrar los acontecimientos y fenómenos que acabaron con el mundo clásico, creando nuevas pautas y concepciones vitales de las que nosotros somos todavía hoy herederos en gran parte.

El inicio de la tormenta

Según se cree, los orígenes del problema se hallan enraizados en la dinastía de los Severos, y concretamente en su fundador, el ambicioso e implacable Septimio Severo (193-211). Para muchos investigadores sus políticas de gobierno propiciaron los males que llevarían a la ruina: una autocracia rígida, cargas fiscales que ahogaban el comercio, y un militarismo que aumentó tanto el número de efectivos como las pagas de los soldados hasta límites intolerables (Rodríguez González, 2010). La propia Roma recibió una gigantesca guarnición destinada a la vigilancia del senado, presta a terminar con cualquier mínimo gesto de disidencia (Smith, 1972). Esa estrategia de control, asegurándose la lealtad del ejército con dinero, donativos y regalos, tenía como objetivo mantenerse en el poder de modo indefinido, pero resultó catastrófica. Los nuevos gastos conducirían a la devaluación masiva de la moneda, al colapso de la economía y a una inflación galopante (Alfoldy, 1974).

Los hijos de Severo pronto rompieron ese sueño de concordia eterna, y enemistados entre sí, acabaron enfrentándose: Caracalla asesinó a Geta (año 212). Macrino, prefecto del pretorio y urdidor del complot que acabó a su vez con Caracalla en 217, intentó también establecer una dinastía, pero fracasó debido a la lealtad del ejército a los descendientes de Severo, y muy especialmente, nótese, al dinero de las princesas sirias, Julia Domna, consorte de Severo (c. 160-217) y especialmente su hermana Julia Mesa (c. 165-224), cuyas hijas (J. Soemia y J. Mamea) fueron las madres de los dos últimos emperadores de la dinastía, el estrambótico Heliogábalo (218-222) y el elusivo Alejandro Severo.

Maximino, el primer soldado. Los Tres Gordianos y el resurgir senatorial

Los últimos Severos, nótese, no fueron gobernantes destacables. Alejandro Severo (222-235) tuvo un largo reinado que es a día de hoy esencialmente desconocido, pues poco o nada aporta la biografía tremendamente fabulada de la Historia Augusta. Su asesinato por parte de las tropas marca tradicionalmente el inicio del periodo traumático e inestable conocido en la historiografía como Anarquía Militar (McMullen, 1976; Remondon, 1979).

Dicha era fue iniciada por Maximino, primer emperador surgido directamente de las filas legionarias (235-238). El trasfondo campesino y el origen oscuro de muchos gobernantes, entonces una novedad alarmante vista con desagrado por los escritores del momento, proclives a la nobleza senatorial, se haría habitual después (Liebeschuetz, 2007, Mennen, 2011). Maximino, apodado erróneamente “el tracio”, centró su interés en el ejército del que había surgido y en las crecientes necesidades militares. Fueron tiempos inciertos en las fronteras, con grandes movimientos de pueblos de los que sabemos poco o nada. Se especula que la formación de confederaciones más grandes y poderosas originó dificultades crecientes para los romanos (Hubert, 1987). Esto ocasionó más reclutamiento, nuevas unidades e inversiones en equipo, armas y construcciones defensivas a un ritmo ascendente (Potter, 2004). Pero el inflado gasto militar no fue bien recibido por la aristocracia de las provincias, exasperada por los impuestos y tasas cada vez más pesados. Así, en África el viejo senador Gordiano es proclamado emperador tras una revuelta, y este asocia a su hijo Gordiano al poder: serían Gordiano I y Gordiano II. La rebelión pronto fue aplastada en Cartago y el orden restablecido, pero los ecos de las discordias alcanzaron al senado de Roma, que eligió de entre sus miembros dos nuevos emperadores, Pupieno y Balbino. Maximino, que había nombrado co-emperador a su hijo Máximo deseando instaurar una nueva dinastía, marchó hacia el sur para enfrentarse a los rebeldes, pero fracasó sitiando Aquilea, la antecesora de nuestra actual Venecia. Las legiones, exasperadas por los descalabros del duro asedio y mermadas por el hambre, asesinaron a padre e hijo en 238.

En Roma mientras tanto los pretorianos exigieron que Gordiano III (238-244), nieto del anterior Gordiano I, fuese proclamado: quedaba en el recuerdo el triste destino de su abuelo (que se había suicidado) y su tío (aplastado y muerto por la huida de sus propios hombres). Pupieno y Balbino, enfrentados entre sí, pronto recibirán la muerte por parte de los soldados (238). Mientras estos emperadores eran asesinados, amenazadores vientos de guerra soplaban ya con fuerza en el Danubio.

Gordiano III quedó entonces como único gobernante, pese a tratarse de un joven de muy corta edad. Esta situación se repetirá con frecuencia en los siglos siguientes, generando intrigas políticas y toda clase de desmanes. Los principes pueri, “emperadores niños”, pasarán así a convertirse en otro de los fenómenos más aborrecidos por la historiografía pro-senatorial del momento (Conde Guerri, 2006). El emperador morirá en extrañas circunstancias tras una campaña contra Persia, donde los belicosos sasánidas habían tomado el poder, destacándose por la resurrección de los viejos sueños expansionistas y una gran hostilidad hacia el Imperio Romano, que culminará en la invasión los años siguientes (Göbl, 1974; Tyler, 1975; Winter y Dignas, 2001).

El cielo se desploma

Filipo, llamado el árabe (244-249) será el impopular emperador que suceda a Gordiano; acusado desde el principio de haber participado en la muerte de su antecesor, recibe un pésimo y unánime tratamiento en las fuentes (De Blois, 1978; York, 1979; Pohlsander 1980). Tras firmar una vergonzante paz con Persia, guerreó en el Danubio y celebró aniversario mil de Roma (año 248). Pero el descontento fue creciendo, y en su reinado comenzó a tomar verdadera importancia una de las características principales de la política romana del periodo: la aparición de los usurpadores.

Proclamados por las tropas locales, muchas veces empujados a la rebelión por invasiones u otras circunstancias inesperadas, desamparados por el gobierno legítimo y última esperanza de los desesperados habitantes de las provincias, los usurpadores suelen ser generales que toman el poder supremo ante una situación de alarma. A mediados del siglo III, cuando las invasiones eran habituales y el Imperio se veía seriamente acosado, el fenómeno se disparó. Ejecutados por el emperador legítimo o asesinados por sus propios soldados descontentos, la existencia de estos usurpadores fue normalmente corta y brutal (Wardman, 1984). Muy pocas veces lograron el propósito de ser reconocidos o alzarse con el Imperio con éxito; como dijo en su día el maestro Adolf Schulten, “un usurpador vive y muerte con su suerte”. En el caso de Filipo, sabemos que aumentó la presión fiscal en las ricas provincias del este, lo que propició la rebelión de Jotapiano. En el Danubio, los estragos causados por carpos y godos hicieron a las legiones proclamar a Pacaciano. Ambos perecieron de forma violenta al poco tiempo.

Filipo asoció a su hijo al poder, pero sólo sirvió para que le acompañase a la hora de la muerte. Tras una importante victoria sobre los godos, los soldados eligieron al gobernador Decio (249-251) como emperador. Este partió a enfrentarse a Filipo, que recibió la muerte tras la batalla de Verona mientras su jovencísimo hijo era ejecutado en la capital (Pohlsander, 1982). En esos momentos, los romanos eran ya plenamente conscientes de vivir una situación agobiante, plagada de males, y que tendía a empeorar. El emperador Decio ordenó realizar un sacrificio religioso expiatorio a toda la población del Imperio, para pedir ayuda a los dioses en semejante trance. Los cristianos se negaron, y Decio pasó a ser el primer perseguidor considerado como auténtico por la historiografía especializada actual (Clarke, 1969). A las invasiones y saqueos en las fronteras no obstante se unió una epidemia de peste denominada “cipriana” por Cipriano de Cartago, obispo santo que moriría como mártir en 258. Decio marchó a luchar contra los godos, asociando a sus hijos Herenio Etrusco y Hostiliano al poder. Pero tras varias victorias fue emboscado, pereciendo en la batalla de Abritos, en la actual Bulgaria. Herenio Etrusco murió en el mismo lance, lo que dejó el ejército descabezado y a los bárbaros victoriosos y cargados de botín. La tropa eligió emperador a Treboniano Galo (251-253), considerado actualmente como el segundo perseguidor de la Iglesia. Algún autor (Aurelio Víctor 29, 4; también Chronicon Paschale, CCLVII Olympias) acusa a este personaje de traición y participar en la muerte de Decio, aunque la mayoría de los especialistas actuales se niegan a creerlo.

Galo quiso dar una imagen de continuidad adoptando a Hostiliano, el segundo hijo de Decio, que había quedado en Roma, a la vez que elevaba a su propio vástago Volusiano. Curiosamente conocemos una estatua monumental de este emperador (2.41 metros), descubierta a principios del siglo XIX en la Basílica de Letrán, y que constituye nuestro único bronce romano conservado de todo el siglo III (Marlowe, 2015).

Pero las derrotas militares y las invasiones se sucedieron. Hostiliano murió en la mencionada epidemia, y los soldados asesinaron a Galo y Volusiano por su ineficacia. El oscuro Emiliano (253) fue elegido emperador mientras llegaban noticias desastrosas de Siria y la Galia: la frontera del Rin estaba siendo rebasada en masa, y los persas habían invadido el territorio imperial, destruyendo al ejército romano que les hizo frente. Las correrías de los francos, tras sobrepasar la Galia, llegarían incluso a África e Hispania, donde Tarraco, la actual Tarragona y primera capital romana de nuestra península, fue destruida.

En esas circunstancias Valeriano (253-260) acabó con Emiliano y asoció al poder a su hijo Galieno (253-268). Nos encontramos ante los últimos emperadores provenientes de la aristocracia senatorial. Sus reinados, plagados de desgracias, estuvieron no obstante protagonizados por reformas, vigorosa acción y un esfuerzo colosal del estado romano por su supervivencia, pese a que el Imperio quedó dividido en tres durante los siguientes años. Aunque los frutos no fueron inmediatos, hoy parece que tales acciones tendrían su peso positivo en los éxitos que vendrían después (Alföldi, 1957; De Blois, 1976; Pflaum, 1976). Galieno quedó en Occidente mientras Valeriano partió a enfrentarse con los persas. Sus logros iniciales propiciaron la liberación de Antioquía, la principal ciudad de Siria, pero al parecer fue derrotado y/o capturado por malas artes o a traición, acabando sus días en un ignominioso cautiverio a manos del cruel rey Sapor (Mitchell, 2007; Hekster, 2008).

Galieno, gobernante denostado por la historiografía de corte senatorial pero rehabilitado por los estudios y monografías de la investigación actual, vivió inmerso en una lucha constante contra el tiempo mientras el mundo se derrumbaba a su alrededor. Su hijo Salonino César fue asesinado en Colonia Agripina, suceso que dio origen a la proclamación de Póstumo y la secesión del Imperio Gálico, que duró hasta 274 (Drinkwater, 1987; Ando, 2005). Antes del año 269 toda la familia y descendientes del emperador habrían sido exterminados.

En Oriente los tres Macrianos y Balista, antiguo prefecto del pretorio, asociado según una tradición a la traición que ocasionó la caída de Valeriano, recogieron y reordenaron los restos del ejército romano en 260-261, pero fueron destruidos por Odenato de Palmira, la esencial ciudad-estado que articulaba todas las arterias de comercio venidas del desierto. Odenato, aliado de Roma, se mantuvo fiel a Galieno y también derrotó y expulsó a los persas. Sus extraordinarios servicios, en tiempos de tamañas dificultades, le valieron el ser nombrado totius Orientis imperator en 262. Pero a su asesinato en 267 le sucede su mujer, la enigmática y cautivadora reina Zenobia, que protagoniza un cambio total de la política exterior de Palmira, ahora enfrentada a Roma. Con su conquista de Asia, Siria y Egipto se crea el denominado Imperio Palmireno (267-273) que consumará la división del territorio romano en tres partes (Southern, 2008).

Ante esta aciaga situación, poco era lo que Galieno podía hacer. Se trasladó a Milán, donde dirigió la resistencia contra alamanes, vándalos y hérulos que aparecían en cascada desde las castigadas provincias de Recia y Nórico. En este periodo comenzaron una serie de reformas en el ejército romano; se considera a Galieno como el creador de nuevas formaciones de caballería muy móvil y eficaz que pasarían a emplease masivamente a partir de entonces. Mientras tanto, Póstumo y sus sucesores en el Oeste se limitaron a restaurar la frontera del Rin y luchar contra los francos y alamanes, creando un estado diferenciado con sus propios fastos y cónsules, pero que esencialmente peleaba por su supervivencia. Galieno sólo tuvo una vez la oportunidad para recuperar Galia, Hispania y Britania; fue en 265, pero tuvo que retirarse con una herida de flecha en el muslo y un fracaso más. La inmensa proliferación de usurpadores llevaría a confeccionar la lista de los “Treinta Tiranos” que aparece en la Historia Augusta, y que evoca a los treinta tiranos atenienses del año 404 a. C. Situados por la tradición literaria en el año 268, ocuparon no obstante todo el reinado del emperador. Los más importantes fueron Ingenuo y Regaliano, en Panonia, provincia que a grandes rasgos coincide con la actual Hungría y que estaba siendo asolada entonces por las invasiones bárbaras. El primero fue derrotado por los generales de Galieno, y el segundo se suicidó, muy en concordancia con el final que normalmente esperaba a este tipo de personajes.

La situación no presentaba visos de mejora, pese a los desvelos del emperador, y con la antigua provincia de Dacia completamente perdida, el Imperio partido en tres e incursiones continuas por todos los frentes, el general de las nuevas fuerzas de caballería, Aureolo, decide rebelarse, abandonando su puesto fronterizo, e invade Italia. Desgraciadamente poseemos escasas y contradictorias informaciones de aquellos traumáticos y esenciales sucesos. Aureolo había sido clave en las victorias militares de Galieno contra bárbaros y usurpadores, pero decidió cometer traición, animando al emperador gálico Póstumo a unirse a la empresa, cosa que éste rechazó: seguramente tenía bastantes problemas en sus propios dominios, pero lo cierto es que jamás realizó ninguna acción bélica contra Galieno. Póstumo moriría poco después, asesinado por sus hombres. Aureolo, en cualquier caso, fue derrotado, y se refugió en Milán. Pero una trama de grandes proporciones, aunque muy poco conocida, se había desarrollado en el estado mayor del emperador; todos sus integrantes eran soldados profesionales, denominados por su procedencia “ilirios”, de forma inexacta (balcánicos sería más acertado). Así, Galieno fue asesinado, y algunas fuentes acusan a los futuros emperadores Claudio II y Aureliano de haber participado activamente en la conspiración. Esto no salvó a Aureolo, que fue ejecutado a continuación (Damerau, 1963; MacDowall, 1994 y 1995).

Los emperadores ilirios

Lo cierto es que, a partir de entonces, con Claudio (268-270), Aureliano (270-275), Tácito (275-276) y Probo (276-282), entramos en una etapa de la historia completamente nueva.

Estos emperadores alcanzaron su importancia ascendiendo en el escalafón militar. No tenían antepasados de relumbrón, y procedían de un ambiente rural. Pero incluso el historiador Aurelio Víctor, defensor acérrimo de los estudios liberales y la cultura clásica, tuvo que rendirse a la evidencia y reconocer en estos oscuros personajes a los verdaderos salvadores del estado romano. Rudos e incultos, pero tomando en sus corazones el nombre de Roma como lo más sagrado, lucharon con todas sus fuerzas para revertir la situación, a menudo dejándose la vida en el intento (Sommer, 2004; Johne, 2008). Y de hecho, esos ejércitos danubianos fueron los que destruyeron a los godos en Nis, actual Serbia (268), los que liberaron Italia, Recia y Nórico de invasores germanos, y los que, con Aureliano, un auténtico restitutor orbis, reunificaron las diversas partes del Imperio, aplastando Palmira y recibiendo la rendición del estado gálico (Watson, 2004; White, 2004). Con Aureliano también disminuyó de forma muy sensible el fenómeno de los usurpadores, una vez que las diferentes provincias iban recuperando la paz. Nos encontramos en un mundo en el que la experiencia y la destreza guerrera se han convertido en los atributos más importantes, y la nobleza y los estudios quedarán en un segundo plano, algo que se ve reflejado en la aridez de las fuentes literarias del momento (Vogt, 1968; MacCormack, 1976; Nixon, 1983, Ward-Perkins, 2007).

Tras el intrascendente Tácito, el emperador Probo prosiguió las tareas de reconstrucción y limpieza, asentando bárbaros en las numerosas tierras que habían quedado desiertas (serán los futuros gentiles y laeti, destinados a cultivar y defender con las armas sus asentamientos) y propiciando la restauración de las ciudades, la promoción de obras públicas y la agricultura como eficaces instrumentos de recuperación. Tal fue la serie de victorias militares conseguidas durante su reinado, que el régimen acuñó la expresión, altamente propagandística, que anunciaba la llegada del tiempo en el que “los soldados no serían necesarios, al estar sometidos todos los bárbaros”. Pero lo cierto es que surgieron focos de descontento contra Probo, que se pueden rastrear pese a la escasez de las fuentes. En uno de estos brotes rebeldes el emperador fue asesinado por sus propios soldados, posiblemente contrariados por el empleo masivo que realizaba de mano militar para sus proyectos de obras públicas (Meijer, 2004).

La campaña contra Persia, postergada con Aureliano y Probo, fue realizada finalmente por la dinastía siguiente, los Caros (282-285). Caro, al mando de un ejército formidable y preparado, cuyas experiencias recientes habían logrado un firme control de la situación, derrotó a los persas de modo contundente, tomando su capital Ctesifonte, aunque el emperador pereció poco después, envuelto en el misterio, la posible traición y las profecías, abrasado en una tienda de campaña quemada. Su hijo Numeriano, que había participado en la expedición, fue asesinado por el prefecto del pretorio Apro (Bird, 1976).

Un nuevo orden

Pero la muerte de Numeriano resultó de la mayor consecuencia, pues aparece entonces la figura de Diocleciano (284-305), que mata a Apro y se proclama vengador del joven emperador fenecido. Autor de una serie de reformas que permitirían a un Imperio visiblemente transformado sobrevivir otros doscientos años en Occidente, entre ellas su famoso edicto de precios, la reestructuración del sistema defensivo y reformas en el ejército, Diocleciano ha recibido merecido crédito en los estudios actuales (Nischer, 1923; Baynes, 1925; Parker, 1933; Van Berchem, 1952; Blumner, 1958; Luttwak, 1976; Dixon y Southern, 1992 y 1996; Cromwell, 1998; Whitby, 2002). Investido emperador en Nicomedia, tras marchar contra Carino, segundo hijo de Caro, y acabar con esa dinastía, restauró y honró la memoria de Probo (Cambi, 2017). La última piedra en el camino para el castigado estado romano llegó entonces, con la secesión del denominado Imperio Britano de Carausio (286-293) y su sucesor y asesino, Alecto (293-296). El primero de estos personajes, acusado de quedarse con parte del botín recapturado a los piratas francos y sajones, decide proclamarse emperador para evitar la captura; su destreza guerrera resultó un verdadero desafío durante años, pero los primeros éxitos logrados por el César Constancio propiciaron su muerte. Después, el mismo Constancio, a la cabeza de una flota de guerra, invadiría Britania y acabaría con Alecto (Casey, 1995).

Comenzaba entonces el tiempo de la Tetrarquía, sistema ideado por Diocleciano para solucionar la verdadera lacra que habían supuesto las usurpaciones en los años anteriores (Seston, 1946; Williams, 1985; Rees, 2004). La historiografía tradicional señalaba entonces el comienzo del Dominado, sistema autocrático, impregnando de absolutismo sasánida, que venía a sustituir al Principado instaurado por Augusto. Hoy los especialistas prefieren emplear el término de Antigüedad Tardía, o Imperio Tardío, con unas fronteras cronológicas mucho más flexibles (Kelly, 2004).

Diocleciano, como hemos dicho, quería acabar de una vez por todas con los problemas sucesorios que venían afectando al Imperio prácticamente desde su fundación, y en teoría, el método creado era perfecto. Dos emperadores Augustos, o senior, estaban acompañados de dos emperadores junior, o Césares, quedando la administración y las unidades militares divididos entre ellos. Llegado el momento, los dos Augustos abdicarían voluntariamente, los Césares pasarían a ser Augustos y a su vez elegirían dos nuevos Césares, constituyendo así una auténtica “hermandad”, sagrada y eterna. Las uniones se refrendaban en lo posible con acuerdos matrimoniales (Corcoran, 1996; Leadbetter, 2004). El sistema propiciaba la meritocracia, y permitía seleccionar a los mejores elementos del ejército, pero tenía un punto flaco que significó su perdición: los hijos naturales de los emperadores, que no eran tenidos en cuenta como candidatos. Cuando los primeros Augustos, Maximiano Hércules y Diocleciano abdicaron en 305, Constancio y Galerio pasaron a ocupar su lugar. Pero Constantino, hijo de Constancio, y Majencio, hijo de Maximiano, disputaron la sucesión en 306 y 307, iniciando una larga serie de guerras que acabarían con la victoria absoluta de Constantino, primer emperador cristiano, en 324; Constantino estableció entonces su propia dinastía y realizó una serie de reformas, que, aunque a menudo se acomodaban a las de Diocleciano, otras veces las enmendaron completamente (Barnes, 1982). Así, el colegio divino y tetrárquico, en el que los cuatro emperadores de turno estaban tutelados por los dioses tradicionales del panteón romano, con el objetivo de restaurar los valores recios y añejos mediante marcado conservadurismo religioso, fue abandonado para siempre (Nicholson, 1994; Smith, 2000).

Constantino ideó a placer su propio estado; con sus visiones e ideas, fuertemente influenciadas por la ya importantísima jerarquía eclesiástica. Daba comienzo un mundo nuevo que cambiaría para siempre el devenir histórico, resultando en la fundación de nuevos principios y grandes acontecimientos de carácter social y cultural que afectan incluso a nuestro mundo de hoy, con el Imperium Romanum Christianum (Kraft, 1974; Demandt, 1998; Clauss, 2001; Odahl, 2003 Brandt, 2007; Heather, 2010).

Ese mundo cristiano triunfante es por tanto heredero de los acontecimientos del siglo III, del que Constantino es paradigmático símbolo. Ese periodo de crisis, aunque esencial, por desgracia hoy sigue sin conocerse lo suficiente, pese a los grandes trabajos de crítica textual, arqueología y Quellenforschung. Pero si de algo podemos estar seguros es de las intensas y decisivas transformaciones que acontecieron en él.

Valga este pequeño recordatorio de aquellos tiempos tumultuosos desde nuestro mundo actual, que sufre igualmente un periodo de intranquilidad, agitación y pandemia, y en el que quizás también se están realizando las grandes transformaciones que alteren para siempre nuestro futuro.

Bibliografía recomendada:

Alföldi, M. Zu den Militärreformen des Kaisers Gallienus. Basel, 1957.

Alfoldy, G. “The Crisis of the Third Century as Seen by Contemporaries”. Greek, Roman and Byzantine Studies 15 (1), 1974, pp. 89-111.

Ando, C. Imperial Ideology and Provincial Loyalty in the Roman Empire. Berkeley, 2005.

Barnes, T. D. the New Empire of Diocletian and Constantine. Cambridge, 1982.

Baynes, N. H. “Three notes on the reforms of Diocletian and Constantine”. The Journal of Roman Studies 15 (1925), pp. 195-208.

Bird, H. W. “Diocletian and the deaths of Carus, Numerian and Carinus”. Latomus 35.1 (1976), pp. 123-132.

Brandt, H. Constantino. Barcelona, 2007.

Berchem, D. Van. L´Armée de Dioclétien at La Réforme Constantienne. Paris, 1952.

Blois, L., de. The Policy of the Emperor Gallienus. Leiden, 1976.

Blois, L., de. “The reign of the emperor Philip the Arabian”. Talanta 10-11 (1978-1979), pp. 11-43.

Blumner, H. Der Maximaltarif des Diocletian. Berlin, 1958.

Brown, P. el Mundo de la Antigüedad Tardía: de Marco Aurelio a Mahoma. Madrid, 2012.

Cambi, N. “Two Inscriptions Discovered in the Immediate Vicinity of Diocletian’s Palace”. Miscellanea Hadriatica et Mediterranea 3.1 (2017), pp. 139-156.

Casey, P. J. Carausius and Allectus, the British Usurpers. Yale University Press, 1995.

Clarke, G. W. “Some Observations on the Persecutions of Decius”. Antichthon 3 (1969), pp. 63-76.

Clauss, M. Constantino el Grande y su época. Madrid, 2001.

Conde Guerri, E. “Ambivalencia de la edad avanzada como garantía del optimus princeps (SHA y Herodiano)”, en Calderón Dorda, E., Morales Ortiz, A., Valverde Sánchez, M., (eds.). Koinòs Lógos. Homenaje al profesor José García López. Murcia, 2006, pp. 187-196.

Corcoran, S. The Empire of the Tetrarchs: Imperial Pronouncements and Government, AD 284-324. Oxford, 1996.

Cromwell, R. S. The Rise and Decline of the Late Roman Field Army. Shippensburg, 1998.

Damerau, P. Kaiser Claudius II. Goticus: (268-270 N. Chr.). Aalen, 1963.

Demandt, A. Geschichte der Spätantike das Römische Reich von Diocletian bis Justinian (284 – 565). München, 1998.

Dixon K., & Southern, P. the Roman Cavalry. London, 1992.

Dixon K., & Southern, P. the Late Roman Army. London, 1996.

Drinkwater, J. F. the Gallic Empire: separatism and continuity in the north-western provinces of the Roman Empire, A.D. 260-274. Stuttgart, 1987.

Göbl, R. Der triump des Sasaniden Sahpuhr über die kaiser Gordianus, Philippus und Valerianus. Viena 1974.

Heather, P. Emperadores y Bárbaros: el primer milenio de la historia de Europa. Barcelona, 2010.

Hekster, O. Rome and its Empire, AD 193-284. Edinburgh, 2008.

Hubert, J. L´Europe des invasions: (III-VII siécles). Paris, 1987.

Johne, K.-P. (ed.), Die Zeit der Soldatenkaiser. Berlin, 2008.

Kelly, C. Ruling the Later Roman Empire. Harvard, 2004.

Kraft, H. Konstantin der Grosse. Darmstadt, 1974.

Leadbetter, W. L. “Best of Brothers: Fraternal Imagery in Panegyrics on Maximian Herculius”. Classical Philology 99.3 (2004), pp. 257-266.

Liebeschuetz, J. H. W. G. “Was there a Crisis in the Third Century?” en O. Hekster, G. de Kleijn, D. Slootjes (eds.), Crises and the Roman Empire. Leiden-Boston 2007, pp. 11-20.

Luttwak, E. M. the Grand Strategy of the Roman Empire. Baltimore, 1976.

MacCormack, S. “Latin Prose Panegyrics: Tradition and Discontinuity in the Later Roman Empire”. Revue des Études Augustiniennes 22 (1976), pp. 29-77.

MacDowall S. Late Roman Infantryman (236-565). London, 1994.

MacDowall, S. Late Roman Cavalryman (236-565). Oxford, 1995.

MacMullen, R. Roman Social Relations, 50 B. C. to A. D. 284. New Haven & London, 1974.

MacMullen, R. Roman government´s response to Crisis 235-337. New Haven, 1976.

Marlowe, E. “Said to be or not said to be: the findspot of the so-called Trebonianus Gallus statue at the Metropolitan Museum in New York”. Journal of the History of Collections 27.2 (2015), pp. 147-157.

Meijer, F. Emperors Don´t Die In Bed. London, 2004.

Mennen, I. Power and Status in the Roman Empire, A. D.193-284. Leiden, 2011.

Mitchell, S. a History of the Later Roman Empire: AD 284-641. Oxford, 2007.

Nicholson, O. “The Pagan Churches of Maximinus Daia and Julian the Apostate”. The Journal of Ecclesiastical History 45 (1994), pp. 1-10.

Nischer, E. “The Army Reforms of Diocletian and Constantine and their modifications up to the time of the Notitia Dignitatum”. The Journal of Roman Studies 23 (1923), pp. 1-55.

Nixon, C. E. V. “Latin Panegyrics in the Tetrarchic and Constantinian Period”, in B. Croke & A. Emmett (eds.), History and Historians in Late Antiquity. Rushcutters Bay, 1983.

Odahl, C. Constantine and the Christian Empire. London, 2003.

Parker, H. M. D. “The Legions of Diocletian and Constantine”. The Journal of Roman Studies 43 (1933), pp. 175-188.

Pflaum, H. G. „Zu Reform des Kaisers Gallienus“ Historia 25 (1976), pp. 109-117.

Pohlsander, H. A. “Philip the Arab and Christianity”, Historia 29 (1980), pp. 463-473.

Pohlsander, H. A. “Did Decius Kill the Philippi?” Historia, 31 (1982), pp. 214-22.

Potter, D. S. the Roman Empire at Bay. London & New York, 2004.

Rees, R. Diocletian and the Tetrarchy. Edinburgh, 2004.

Remondon, R. La Crisis del Imperio Romano: de Marco Aurelio a Anastasio. Barcelona 1979.

Rodríguez González, J. La dinastía de los Severos: el comienzo del declive del Imperio Romano. Madrid, 2010.

Seston, W. Dioclétien et la Tetrarchie. Paris, 1946.

Smith, M. D. “The religious coinage of Constantius I”. Byzantion 70.2 (2000), pp. 474-490.

Smith, R. E. “The army reforms of Septimius Severus”. Historia 21 (1972), pp. 481-499.

Sommer, M. Die Soldatenkaiser. Wissenschaftliche Buchgesellschaft. Darmstadt, 2004.

Southern, P. Empress Zenobia: Palmyra´s Rebel Queen. London & New York, 2008.

Tyler, P. The Persian wars of the 3rd century A.D. and Roman imperial monetary policy, A.D. 253-68. Wiesbaden 1975.

Vogt, J. La Decadencia de Roma. Metamorfosis de la cultura antigua 200-500. Madrid, 1968.

Wardman, A. E. “Usurpers and Internal Conflicts in the 4th Century A.D.” Historia: Zeitschrift für Alte Geschichte 33 (2), 1984, pp. 220-237.

Ward-Perkins, B. La Caída de Roma y el fin de la Civilización. Madrid 2007.

Watson, A. Aurelian and the Third Century. London & New York, 2004.

Whitby, M. Rome at War AD 293-696. Oxford 2002.

White, J. F. Restorer of the World: the Roman emperor Aurelian. London, 2004.

Williams, S. Diocletian and the Roman Recovery. London, 1985.

Winter, E. & Dignas, B. Rom und das Perserreich. Zwei Weltmächte zwischen Konfrontation und Koexistenz. Berlin 2001.

York, J. M. Phillip the Arab, the first Christian Emperor of Rome. Ann Arbor 1979.