Frágiles

Reflexión en torno a «Frágiles» de Remedios Zafra. Editado por Anagrama.

Oihana Iglesias
Filósofa

Fecha de publicación: 10/08/21

Recomiendo vivamente la lectura fácil de la última obra de Remedios Zafra. Y digo fácil, no se me malinterprete, para referirme a la comodidad de su estilo liviano, imaginativo e ingenioso, lleno de referencias filosóficas y antropológicas estimulantes. Preciso para una buena digestión de la gravedad de su contenido. La forma en la que la autora hace uso de su propia cotidianidad reflexiva para invadirnos y conectarnos a sus lectoras, sin necesidad de wifi, es digna de ser nombrada en estas primeras líneas. A través del epistolario unidireccional, no sólo se critica y se provoca la aceleración y operacionalización inmediata de la época, sino que se alude y se interpela al público a preguntarse sobre lo personal y a responderse sobre lo político. En él, la sutilidad agresiva de su perspectiva feminista se amplía a todos los recovecos oscuros de la emancipación y abre nuevas posibilidades interseccionadas para la lucha propositiva contra la opresión. Ahí reside su riqueza. Enseguida, una advierte la importancia de esa fragilidad común que tanto reclaman explícita e implícitamente sus cartas. A medida que avanza una en sus lecturas, el mensaje se va articulando con fuerza. Este manifiesto del hacer creativo, lento y compartido, es perfectamente aplicable no solo al hacer de los científicos, poetas, periodistas, opositores y dramaturgos, sino de todos los que vivimos, haciendo, en nuestros propios cuartos conectados, peones de la socialidad digitalizada que se esboza.

Se denomina nueva cultura al entramado de características e implicaciones emergentes en el desarrollo tecnológico pero también antropológico propio del capitalismo de la era de la globalización. En ella, los límites del organismo y la máquina, de la carne y la matemática, de lo físico-jurídico y lo virtual, son ciertamente difusos. Los artefactos microelectrónicos protésicos en su sentido más amplio, como un audífono o un teléfono móvil, se acoplan a nuestro cuerpo en un continuo funcional convirtiéndose en parte constitutiva de nuestra forma de vida. La máquina procesa, recombina y distribuye la información, que es, hoy, el poder económico que predice y condiciona a las personas. La presión de autorrealización que nos mantiene conectados ha derivado una buena parte del hacer al dominio digital gestionado por empresas privadas. Las redes sociales son el ejemplo más cotidiano. Y aunque haya investigaciones que postulan que Internet, de hecho, incrementa la sociabilidad (Castells 2014), la sociedad se divide en un conglomerado de yoes conectados a sus habitaciones propias o, desde que los aparatos tecnológicos nos acompañan en nuestros bolsillos, podríamos mejor imaginar sujetos conectados en su habitar. Y es por esto por lo que se hace urgente pensar en las relaciones sociales que se desarrollan en este contexto.

El segundo prefacio de la obra nos cuenta un cuento y se titula “Quinientas sábanas” (Zafra 2021): Érase una vez un sujeto, con auténtico entusiasmo, conectado a su habitación. El sujeto tenía frío, su cama carecía de sábanas. Una noche le cayó una del cielo y la aceptó. En lo sucesivo, cayó otra, y otra, y otra y tantas que, la mañana siguiente, despertó inmovilizado. Esto le ocurría una y otra vez, cada día, encontrándose el sujeto aceptando todas ellas por miedo a la desprotección de quedarse al descubierto, como ya le pasaba tras alguna que otra tormenta inesperada. La imagen de una sábana es una elección muy acertada por su extrema ligereza y su cotidianidad. Ellas son testigos de nuestra desnudez y, muchas veces, de nuestros miedos. Tampoco es casualidad que se haya elegido este icono cuya gestión y limpieza está asociada a trabajo de mujeres. Las sábanas nos tapan. Sin embargo, si se acumulan sin cesar, no protegen sino que aplastan, angustian. Se podría conjeturar que la insignificancia y periodicidad de la caída de una sábana representa la contingencia; la reiterada aceptación de las mismas por temor, la precariedad; y la inacción bajo el peso de un bloque indefinido de tela, la ansiedad. En el discurso zafriano, estos son los tres jinetes del lenguaje afectivo de la nueva cultura. Los modos creativos contemporáneos de producción o las “vidas-trabajo”(Zafra 2021, 20) son precarias, contingentes y ansiosas. En efecto, toda revolución tiene su germen en un malestar.

La violencia silenciosa de la autoexplotación y la sobreexposición

En la cultura-red, la vida y el trabajo están tan enredados que resulta difícil acotar sus límites. Sin embargo, es una fusión desarticulada y desequilibrada, cuanto menos, cuya prioridad se inclina hacia el lado del trabajo. Zafra señala que la inclusión de la tecnología ha ampliado las formas de producción del trabajo, transformándolo y segmentándolo, en detrimento de la vida, ahora sentida como un medio. En la cultura-red, el trabajo es una “práctica de prácticas indefinidas” y digitalizadas que acaparan la totalidad de los días (Ibid., 26). Una concatenación de tareas efímeras y temporales en las que el sujeto sacrifica no solo la plusvalía, sino aquello en lo que “le va la vida en ello” (Ibid., 33). Además de por motivos de necesidad y supervivencia en un estructura económica y política determinada que no necesita de más explicación, el sujeto se sacrifica por 1) la exigencia de la autoexplotación y 2) el escrutinio de la sobreexposición.

El trabajo creativo, inestable y apretado por la competición y la autopromoción, es arrebatado de los bastones de la imaginación y la autonomía. Prima la economía al arte, a la técnica, y el sujeto queda atrapado en un bucle de hiperproducción acumulativa que él mismo acepta y se exige, convirtiéndose en un imbécil1 que persigue aquello que nunca termina de alcanzar: la vida emancipada. Siendo que la mujer ha sido el sujeto histórico autoexplotado por excelencia, muchas autoras afirman, desde la integración de la máquina en el mercado laboral, que el trabajo se ha feminizado. Se denomina “economía del trabajo doméstico fuera del hogar” (Amorós 2019, 353) a la configuración de nuevos puestos con las características tales como: “elasticidad, carencia de horarios y derechos laborales, perfil del trabajador como un «servidor», etc.” (Idem.). Lo que significa que el trabajo adquiere una rentabilidad exponencial y una infundamentada desestimación. Una forma de vida, ya anticipa Zafra, no tan voluntaria o consentida como el prefijo “auto” pudiera sugerir. Nuestra autora caracteriza la autoexplotación como una inercia imperceptible, sistémica y sistemática, tan integrada en la rutina que es difícil de vislumbrar. El artista es incapaz de tomar perspectiva y de parar. Cae, por fuerza, en la adicción del hacer. Un hacer por el hacer, por terminar de hacer, tan líquido y despojado de sentido, que hace del sujeto más mecánico que vivo. El “sujeto desapasionado”, pasivo, confuso y cuantificado, queda fundido con la máquina a través de los datos que le cede y el juicio que paulatinamente pierde (Zafra 2021,148).

A ello, añadámosle la “ansiedad de famoso”(Ibid., 139). En este marco de digitalización capitalista, la representación y el conocimiento personal quedan relegados por la exhibición y la sobreexposición pública. El ámbito íntimo parece desintegrarse en el “espacio público-privado hipervisibilizado de la red”, donde ser visto es lo que prima, y el hacer se envilece en el aparentar (Ibid., 113). Los likes, los seguidores y los matches actúan como incentivo de competición calificativa en el escaparate de tu vida, de tus relaciones, de tu trabajo y de ti mismo. En esta inercia se está gestando una tecnologización y, así, mercantilización de la vida. Piénsese en la figura de un influencer, ya sea en Youtube, Instagram o en TikTok, vida-trabajo por excelencia, vendido como atractivo, feliz y pudiente mientras agota todo su tiempo propio en autoexplotarse por y para la red. Nuestra autora ha trabajado bastante las implicaciones del fin de la intimidad(Zafra 2019) y una de las más preocupantes es la del abandono de la reflexión crítica y la solidaridad. Lo que nos interesa entender, para con lo que sigue, es que la sobreexposición digital del yo filtra una vida parcialmente fingida y totalmente dependiente, donde la máquina siempre será testigo.

Con todo, este enlazamiento de autoexplotación y sobreexposición, que está gobernado, de forma inherente, por la precariedad y la contingencia, subsume al sujeto a un estado de ansiedad permanente. Una “ansiedad de un mundo saturado de hacer que en su exceso se autobloquea y se hace ilegible” (Zafra 2021, 52). La figura del buen trabajador, como la de la buena mujer, siempre dedicado a nada más y nada menos que a sus tareas, es una etiqueta de talla única que constriñe la libertad del sujeto bajo “el pacto implícito de la complacencia”(Ibid., 95) y el “imperativo de la mala conciencia” (Ibid., 58). No se trata solamente de que el artista no pueda parar de atender al conjunto de quehaceres pendientes, parar le supone la inmensa frustración de no complacer la expectativa pública, de no agradar, y una sentimiento de culpa por improductividad, por desperdiciar tiempos y espacios. Así, el umbral de tolerancia ha dado de sí y es desde uno mismo desde donde se ejerce la dominación. Y lo peor es que “la segmentación del trabajo creativo desde la aceptación privada llega a ser tan invisible como las tareas domésticas solo presentes «si no están hechas»” (Ibid., 55). Adicionalmente, tanto en el modelo patriarcal como en el modelo capitalista, se le asume toda la responsabilidad de subordinación a la propia víctima. La analogía entre el capitalismo y el patriarcado que Zafra dibuja es pertinente no solo porque las similitudes son esclarecedoras, sino porque señala que la distinción o identificación teórica de aspectos estructurales de uno u otro modelo, separados de otros aspectos, es fundamentalmente analítica. Ahora bien, para la autora, esta imposición del producir a toda costa, y esta culpa y esta aceptación forzada que lo motorizan, no cae, como pudiera parecer, bajo la responsabilidad del individuo, sino bajo la del colectivo.

La intimidad compartida y la esperanza como revolución

Para combatir esta violencia tan paradójicamente invisible e insonora en un mundo de conexión y accesibilidad, la estrategia conceptual de la autora es la de trazar un camino entre la lucha de clases y la de género. Zafra se apoya en la solidaridad feminista y en su apropiación de internet. Aprovechando esta premisa que difumina los límites de lo personal, lo privado y lo público, el feminismo, con campañas intencionalmente políticas -como el #Metoo o el arte simbólico feminista en todas sus formas-, ha expuesto su propia vulnerabilidad, desde el colectivo, rompiendo con el peso del agrado y de la culpa, y ha creado nuevas formas de desmontar y resignificar lo personal desde los espacios virtuales. Como dice la filósofa Amorós, a propósito de Donna Haraway, “donde está la herida es donde debemos buscar los elementos para elaborar la venda” (Amorós 2019, 352). Dicha elaboración, dice Zafra, comienza en el uso del mismo motor de exposición y mercantilización del sujeto para confesarse, para practicar la intimidad como vía de conocimiento mutuo y visibilización de las formas de opresión. Si bien es verdad que el trabajo se ha feminizado, la revolución debe articularse desde la práctica feminista, esto es, estableciendo nuevas redes de poder y de vida social. Y este es el punto de la autora: siendo que el estado de las cosas es inexorablemente tecnológico, precario y contingente, con todo lo que ello supone, se debe reivindicar la carne y las emociones -conectadas- como arma disruptiva. Ejercer la intimidad como fase liminal y, para ello, más que vencer a la máquina, aliarse con ella como gesto político democratizador. Frente a un individualismo conectado, se hace un llamamiento al cuidado de las redes pero, sobre todo, a las redes del cuidado, es decir, a la inter-subjetividad, a la escucha lenta, al diálogo comunicativo, a la ayuda paciente, a la comunidad íntima. Somos “un «nosotros» enredados en la época, no lo olvidemos” (Zafra 2021, 50). Es inevitable hacer la relación con el papel determinante que el filósofo Rosset le atribuye a la identidad social, a los otros, en el hacer humano, tras presentar el yo, personal y aislado, como un “edificio frágil” (Rosset 2017, 18) y la soledad como “estar lejos de uno mismo” (Ibid., 55).

Mientras que el sistema favorece que los individuos queden paralizados en su ansiosa vida-trabajo y se alejen de la socialidad, la “deslealtad de los outsiders” debe llevar a las personas a apropiarse de la fragilidad para acercarse a ellos mismos y a la aceptación recíproca (Zafra 2021, 250). A practicar la intimidad compartida en pos de la liberación del desapego. Recuperar la imaginación y la autonomía con y a pesar de las máquinas. Este sería el cariz revolucionario: en un mundo donde lo que se demanda es la superficial exhibición del yo, en un mundo de imágenes congeladas y eslóganes que venden felicidad, publicar, por y para nosotros, “autonarraciones” pausadas que reivindiquen la conciencia de nuestra condición de frágiles, de nuestro malestar (Ibid., 268). Con la esperanza de que esta voz compartida ofrezca una visión de conjunto desde donde empezar a construir otras formas y contextos. Con la esperanza de re-apasionar, colectivamente, al sujeto desapasionado.

Desde el deseo de cambio social y estructural, Zafra no deja de manifestar explícitamente la necesidad de la esperanza. No se refiere, como dice el viejo refrán, a que es lo último que debiéramos perder, no a mantener siempre activa la esperanza, como si de esperar se tratase, sino a mantener, precisamente, una esperanza activa. Una esperanza que se hace. La autora invita a valorar todo aquello sobre lo que verdaderamente podemos actuar para “liberarnos de las sábanas y a tomar conciencia política, tomar parte (Ibid., 276). Es así como Zafra, desde esta reivindicación de la intimidad y la esperanza, de la conciencia de sí y la utopía, a hombros de Bloch y su Principio de la esperanza (1954) -como no podía ser de otra manera-, quiere incitar a la sociedad a “que no calle la historia de quien se siente oprimido” (Ibid., 239).

La responsabilidad y la crítica del utopismo

Siendo que la tecnología aparece como verdugo y salvador de la violencia silenciosa, echo en falta, junto con las alusiones a Bloch, alguna referencia dedicada a su rival intelectual, Hans Jonas, cuando, a todas luces, está presente en todo este discurso. Si bien es verdad que este autor criticó el utopismo tecnocientífico preocupado por cuestiones más relativas a la bioética, no está de más recuperar sus propuestas en el análisis sobre los problemas tecnosociales que la autora pretende caracterizar.

El principio de responsabilidad (1979) expone la necesidad de una ética orientada hacia el futuro, o de largo alcance, operacionalizada desde una ciencia hipotética de predicción que sea efectiva para la toma de decisiones actuales. Si hay algo que le falta a la obra de Zafra es este ejercicio predictivo y preventivo. El autor introduce “la heurística del temor(Jonas 2015, 65) como metodología fundamental. Para este, la consulta del temor, de aquello que se quiere evitar, más que la consulta del deseo, nos hace reflexionar concienzudamente acerca del objeto que apreciamos. La idea, aquí, es que entendemos de manera más clara lo que significa la libertad, la verdad, la salud y el amor, cuando experimentamos la esclavitud, la mentira, la enfermedad y la indiferencia. En sus palabras, “solamente sabemos qué está en juego cuando sabemos que está en juego”(Ibid., 65). La estrategia es, entonces, la inversión de esta oración: Poner en juego para saber qué ponemos en juego. Es decir, procurar una representación de los efectos catastróficos remotos, hacer uso de experimentos mentales para crear mundos posibles y dejarse afectar por ellos como si así fueran. En definitiva, un uso particular de “imaginación moral” (Altuna 2018) que estimule el temor, aquello que, como bien recalca Zafra, nos iguala a todos.

Tras admitir el miedo de perder los “párpados”(Zafra 2019), toca responsabilizarnos. Trabajar la intimidad compartida y los lazos que nos vinculan, no es trabajar contra el miedo, es trabajar, en tanto frágiles que somos, con el miedo. Desde estas consideraciones, no se trataría tanto de deshacernos del miedo para abrazar la esperanza, cuanto de instrumentalizar el miedo para hacernos responsables. Causalmente, la heurística del temor no se diferencia tanto de lo que nuestra autora llamaescenificar el fracaso, imaginar posibilidades de intervención crítica frente a los riesgos, fingir morir para sentir renacer (Zafra 2021, 243). Puesto que, Jonas argumenta, a pesar de la inseguridad predictiva, solamente la posibilidad fáctica de aquello que queremos evitar es suficiente para la necesidad normativa de poner a prueba los presupuestos de los principios del presente. Renacer, reconfigurar.

Si Jonas sospecha de la esperanza y el utopismo es porque es prematuramente consciente de la irreversible ausencia de control humano sobre la tecnología, como si fuese esta la que empuja a la humanidad y no a la inversa. Esta responsabilidad, de arquetipo instintivo, se fundamenta en la autoría de existencia, y no tanto en la reciprocidad relacional. Es decir, no se trata de exigirle a la tecnología en función de lo que ella nos exige, como si esta fuese un sujeto moral, se trata de responsabilizarnos de aquello que hemos hecho. Curiosamente, el autor habla de la “«responsabilidad» del artista por su obra” (Jonas 2015, 175). Se trata de exigirnos, por ejemplo, la responsabilidad de las desigualdades que propician los modelos algorítmicos (O’Neil 2017).

No voy a incurrir aquí en el debate acerca de si es lícita o no la apuesta pascaliana que Jonas pone en práctica; de si es aceptable o no su fundacionismo metafísico; o en otras críticas políticas o argumentativas que podrían hacérsele al autor. Es suficiente, por ahora, con atender a la primera parte del nuevo imperativo categórico -ontológico- que Jonas propone. A saber, “que haya humanidad”(Jonas 2015, 87), tanto en existencia como en esencia. Bien entendido, resulta evidente que la imaginación moral es imprescindible para la elaboración política de una humanidad en la globalización neoliberal y tecnológica, incluidos los lenguajes afectivos futuros. Pero ese mirar prospectivamente debe hacerse siempre desde el escepticismo humeano: tanto las profecías catastrofistas como las optimistas deben tenerse en cuenta y someterse a juicio y sospecha, reiteradamente. Sin duda, bien podríamos preferir imaginar un mundo sin tecnología, pero de poco o nada nos serviría. Más nos vale caricaturizar monstruos futuros desde la ciencia ficción. Y no lo digo a modo de broma: “Los monstruos han sido siempre las figuraciones de la transgresión de los límites” (Amorós 2019, 350).

Contribuyendo a los intentos de la conceptualización metafórica de la subjetividad de estos tiempos, ya hablemos de ciborgs o de tecnopersonas, nuestra autora afirmará, muy lúcidamente, que la ansiedad que la caracteriza tiene un “cuerpo adjunto” (Zafra 2021, 167). De carne, vivo y frágil.

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La imagen de Zafra escribiendo este libro en el teclado de su habitación conectada, con Newton, su caracol de confianza, encima de la cabeza, ambos mirando fijamente al espejo, bien podría haber sido la portada de Ciencia, cyborgs y mujeres (1991) de Haraway. Lo que quiero decir con este pequeño guiño es que si, como afirma Amorós, la “reflexión filosófica surge en el espacio de interacción epistemológica entre un nuevo paradigma científico tecnológico y transformaciones impactantes de las relaciones sociales” (Amorós 2019, 335), no deben quedar fuera de foco la producción de conocimiento del hacer creativo en -y de- la nueva cultura digital.

Frágiles: Cartas sobre la ansiedad y la esperanza de la nueva cultura (2021) es la evidencia hecha libro de aquello que reclama, pero también, se podría puntualizar, de aquello que denuncia. Pues, ¿Qué profundidad ha perdido este escrito en aras de otras múltiples tareas y exigencias mediadas por la cultura-red, donde el capitalismo tecnológico pretende rentabilizar cada segundo? ¿Hasta qué punto no es un síntoma del imaginario que critica? ¿No es acaso este libro, y sus consecuentes bolos y entrevistas, una parte constitutiva y ostensible de la propia vida-trabajo de la autora? ¿No sería entonces parcialmente cómplice de la conformidad, aunque no silenciosa, de la precariedad?

Lo cierto es que de esta sociedad saturada, desapasionada, dependiente y cuantificada, solo podemos huir, con la“nobleza de un adolescente(Zafra 2021, 39), hacia delante: haciéndonos cómplices también de la carne, del organismo. Y así lo hace Remedios Zafra.

Bibliografía, notas y fuentes:

1 Del latín imbecillis. Formado de im- [sin] y becilli, diminutivo de bacullum [bastón]. Dicho de la falta de sabiduría.

Amorós, C. (2019) “Sujetos emergentes y nuevas alianzas políticas en el «paradigma informacionalista»”. En Teoría feminista: de los debates sobre el género al multiculturalismo, 333-373. Biblioteca nueva, Barcelona

Jonas, H. (2015). El principio de responsabilidad: Ensayo de una ética para la civilización tecnológica. Herder Editorial, Barcelona

O’Neil, C. (2017). Armas de destrucción matemática: cómo el Big Data aumenta la desigualdad y amenaza la democracia. Capitán Swing, Madrid

Rosset, C. (2017) Lejos de mi: estudio sobre la identidad. Marbot, Barcelona

Zafra, R. (2019) “La (im)posibilidad de un mundo sin párpados. Ensayo sobre la intimidad conectada”. Isegoría Revista de Filosofía Moral y Política, (60), 51-68

Zafra, R. (2021). Frágiles: Cartas sobre la ansiedad y la esperanza de la nueva cultura. Editorial Anagrama: Argumentos, Barcelona

Altuna Lizaso, B. (2018). “La imaginación moral, o la ética como actividad imaginativa”. Daimon Revista Internacional de Filosofía, (74), 155-169

Castells, M. (2013) “The Impact of the Internet on Society: A Global Perspective”. Ch@nge: 19 Key Essays on How the Internet Is Changing Our Lives, 132-148. BBVA, Madrid