Xabier Etxeberria Mauleon
Catedrático Emérito en la Universidad de Deusto

Imagen: Amaia García Hernández
En su arranque, los análisis que siguen, que van a ir enlazando distinciones diversas en vistas a aclarar qué puede significar y suponer la violencia en sentido moral, podrían parecer un divertimiento intelectual. Frente a ello, espero que el lector pueda ir percibiendo progresivamente y corroborando la firme intención de justicia hacia las víctimas que los anima.
El esquema básico de la violencia
La palabra “violencia” se asigna a muchas y muy dispares realidades, con múltiples y muy dispares valoraciones. Tal panorama parece pedir lógicamente que se busque primero una definición básica de ella y que luego se haga una clasificación (violencias adjetivadas) que integre al menos sus variantes fundamentales, convenientemente clarificadas. Con todo, fácticamente, se impone un orden inverso de búsqueda: es considerando los múltiples usos lingüísticos de la palabra como podremos hacernos cargo de su significado genérico y englobante. Desde este supuesto, y dejando de lado usos puramente figurados del término, cabe proponer que hay violencia en toda “fuerza que destruye”. La fuerza pide un sujeto agente que la pone y la destrucción un sujeto paciente que la sufre. Sin que esté excluido que coincidan, como en el caso de las violencias que nos causamos a nosotros mismos. Definiré la violencia en sentido moral haciendo progresivas especificaciones de este esquema básico.
Los sujetos implicados en la violencia en sentido moral
Esos dos sujetos a los que remite la violencia pueden ser, ambos, humanos y no humanos. Respecto a estos últimos, decimos, por ejemplo, que “la violencia de las olas destruyó el malecón”. Pues bien, la violencia moralmente considerada precisa que al menos el sujeto agente de ella sea humano, ya que solo él tiene capacidad de ser sujeto moral. En lo que sigue, es el que voy a presuponer en todo momento.
1. Este sujeto agente puede ser un individuo (“Felipe golpeó reiteradamente a María”) o una colectividad. Y en este segundo caso, puede tratarse de una “colectividad espontánea” (“la multitud linchó al presunto delincuente”) o una colectividad trabada por estructuras u organizaciones, que son los sujetos formales a los que primariamente atribuimos el ejercicio de la fuerza violenta, usemos o no específicamente esta palabra (“ETA mató al empresario X por negarse a pagar el mal llamado impuesto revolucionario”; “la empresa me explota”; e incluso “el sistema de mercado, al provocar el alza de los precios internacionales de los alimentos básicos, causó la muerte por hambre de millones de personas que dependían de ellos para sobrevivir”).
En función de estas variables del sujeto agente, hablamos de violencia personal –la asignada a individuos-, y de violencia estructural –la asignada a humanos, pero por mediación de estructuras que diluyen y ocultan la personalización y complejizan la asunción y la asignación de responsabilidades-. Con ocasión de ello, y solapándose con esta distinción, se habla también de violencia directa, la de humanos que daña psicofísicamente de forma inmediata a otros humanos, y violencia estructural, la que, a través del funcionamiento de las estructuras, daña las condiciones de vida y de florecimiento de los colectivos afectados negativamente por ellas (a estas añadiré más adelante la violencia cultural).
2. En cuanto al sujeto padeciente, en los ejemplos citados es también humano, pero puede no serlo, al menos de forma inmediata. Cabe, a este respecto, que sea una creación humana valiosa (“el pirómano incendió la catedral”), o que sean recursos necesarios para los humanos que son destruidos (“el descuidado campista causó el incendio de los trigales”). En ambos casos, de todos modos, el padeciente definitivo, aquel que va a dar condición de moralidad a la violencia que sufrió el padeciente primario, es el humano. Ahora bien, la cuestión se complejiza moralmente cuando consideramos que el sujeto padeciente es la “naturaleza” por sí misma, ya sea como un todo (“el cambio climático, que los humanos hemos acelerado, está generando una enorme destrucción en los vivientes”) o en una de sus partes (“la deforestación sin control causa daños gravísimos en los ecosistemas”). Habrá que considerarlo en su momento.
El referente de los valores
Con estas distinciones básicas tenemos ya las variables relativas a los sujetos que nos van a permitir definir lo que es la violencia en sentido moral. Nos falta precisar la variable de valor. Podríamos hablar de tres tipos de valores, que anidan en seres potencialmente violentables: no instrumentales, solo condicionalmente instrumentales, puramente instrumentales.
Esta variable así clasificada, unida a las variables de los sujetos, nos permite ofrecer una primera, y aún provisional, definición de violencia en sentido moral. Debe considerarse como tal la ejercida por sujetos humanos –en sus diversas concreciones-, que supone irrespeto de un valor inherente al padeciente de ella; dicho de otro modo, que supone una instrumentalización de tal condición que daña al valor por lo que es en sí y, decisivamente, al sujeto en el que el valor anida. En el ámbito de la ética hay una categoría que se muestra pertinente para expresar esto: la de justicia, que precisa lo que corresponde a cada ser, con su correlato de incumplimiento, la injusticia. La violencia en sentido moral, esto es, la violencia inmoral (la violencia moralmente justificada o permitida no es violencia en este sentido), es una injusticia cometida contra quien la sufre.
Las clarificaciones hechas hasta aquí no tienen especial dificultad para ser asumidas. El problema, la fuente fundamental de los debates, que en la vida cívica adquieren con frecuencia la forma de disputas, a veces enconadas hasta el punto de llegar paradójicamente a expresarse como violencias en sentido moral, aparece cuando pasamos a concretar a qué seres o realidades le son inherentes esos tres tipos de valores, momento central de la ética que aquí estamos considerando.
Lo primero que hay que aclarar al abordar esta cuestión es que la respuesta que demos tiene intrínseca vocación de universalidad, de exigibilidad para todos los humanos. La ética universalmente obligante es la ética que condena la violencia inmoral; en realidad, la única obligante, si consideramos esta violencia en toda su amplitud como aquí se hace. Por esta razón, dicha respuesta tiene que estar atenta a no construirse a partir de lo que es en sí particular, esto es, a partir de algo que corresponde ofrecer a la libertad personal para que lo acepte o no; por ejemplo, una opción religiosa. Si se ignora esta prevención, es la propia propuesta la que se convierte en violenta, al imponer como universal lo particular. Este es el corazón de todo fanatismo, no solo justificador, sino sacralizador de la violencia que alienta, incluso cuando formalmente es secular.
Los valores de referencia para la violencia en sentido moral
El debate filosófico y cívico sobre el referente de universalidad –de valor- que permita delimitar los contornos de la violencia en sentido moral ha sido y es amplísimo. No es este el lugar para abordarlo. Me limito, por eso, a remitirme a la propuesta, que tiene que saberse siempre en revisión y perfeccionamiento a través de diálogos cívicos que incluyan la perspectiva intercultural, que considero que está ofreciendo el marco más adecuado para el discernimiento que buscamos: los derechos humanos asentados en la dignidad humana y abiertos a considerar como valor, del modo como se especifica enseguida, a la Naturaleza en su conjunto y a los seres que la componen.
1. Según este referente, el valor incondicional decisivo es el de la dignidad de todas las personas por su mera condición de humanas, al margen de sus méritos o deméritos, sus capacidades o discapacidades, sus rasgos grupales particularizantes de cualquier tipo. Dignidad, por tanto, universal y permanente, que nada, nunca, la invalida. Tener dignidad significa ser fin en sí, no ser en sí medio para algo. Allá donde se instrumentaliza a un ser humano, donde se le trata como puro medio en cualquiera de sus expresiones, allá hay violencia inmoral. Las formas varias en las que la persona puede ser instrumentalizada se localizan en buena medida remitiéndonos a los derechos humanos concretos –civiles, políticos, sociales, culturales…-: el quebrantamiento de cualquiera de ellos es, en realidad, una variante de la instrumentalización de quien es moralmente in-instrumentalizable.
Es cierto que en la praxis hay conflictos de derechos y que al tratar de resolverlos podemos encontrarnos con situaciones en las que se imponen ineludiblemente ciertos forzamientos de las libertades en sus expresiones espontáneas. Pero si, de verdad, hay voluntad compartida de encontrar la solución que mejor realiza los derechos de todos, si consideramos a estos en su interdependencia, si no los “utilizamos” como instrumento para nuestros intereses particulares –individuales o grupales-, nunca esos forzamientos de libertades caerán en irrespetos a la dignidad de nadie, siempre serán potenciación máxima posible de las libertades de todos, a la vez que purificación de concepciones y vivencias de la libertad duramente individualistas, que ignoran nuestras ineludibles e intensas interdependencias.
Quienes, instituciones y ciudadanía, están alentados por este criterio, tienen siempre presentes además horizontes que les inspiran estrategias para que los forzamientos a otros se reduzcan a su mínima expresión, y para evitar caer en la cómoda y contaminada argumentación a favor de una violencia en principio inmoral que se justificaría por el fin de evitar otra violencia inmoral mucho mayor. Piénsese, por ejemplo, en insurrecciones contra poderes políticos con fuertes violencias estructurales: frente a la tentación de acudir a la violencia, este horizonte alentará estrategias no violentas de resistencia. O en el afrontamiento judicial de los delitos contra los derechos humanos: frente a una justicia penal duramente retributiva –en el fondo, la ley del talión- se apoyará avanzar todo lo que se pueda hacia la justicia restaurativa. A veces la situación de violencia puede ser tan complicada que hasta la salida menos mala la implicará forzadamente. En este caso, más que justificarla, tendremos que ser conscientes de que nos encontramos en “lo trágico de la ética”, viviendo el dolor que ello nos causa.
Avancé antes que en el referente del valor los humanos, sujetos de moralidad, teníamos que considerar tres variables para precisar bien la cuestión de la violencia en sentido moral: valores no instrumentales en modo alguno, solo condicionalmente instrumentales, puramente instrumentales. La dignidad humana, expandida en derechos y obligaciones, se nos ha mostrado como el valor intrínseco a la persona incondicionalmente no instrumental. Paso a comentar más brevemente las otras dos variables.
2. Cuando hablo de valor solo condicionalmente instrumental me estoy refiriendo a la naturaleza como tal, en su globalidad o en espacios o realidades de ella. Y en un sentido diferente al que significa que unos humanos, sujetos de dignidad, podemos ser también medios para otros (por ejemplo, para el aprendizaje de estos), con tal de que no seamos puros medios, que seamos a la vez fines, como decía Kant. En vistas a precisar la violencia en sentido moral contra la naturaleza, esto es, en vistas a definir lo obligante para los humanos, lo más ajustado parece ser que consideremos que tiene valor intrínseco, no mero valor instrumental para las necesidades e intereses humanos. Pero que, debido precisamente a que biológicamente formamos parte de ella, a que participamos de sus interconexiones, necesitamos destruir algunos elementos de ella para cubrir nuestras necesidades y desarrollar nuestras potencialidades. Esta destrucción no sería violencia indebida cuando se limita a ello, cuando es la mínima necesaria, cuando, por tanto, reconociendo a la naturaleza su valor intrínseco, es colaboración en que lo destruido no sea destrucción de las realidades en las que se asienta ese valor. Habría que desarrollar y matizar esta idea, pero creo que es suficiente para definir la perspectiva. Asumida, supone un firme respeto por la naturaleza, un firme rechazo de su explotación y destrucción, que pasan a ser consideradas violencia moralmente indebida, al tratarla como puro instrumento-medio que no nos impone ninguna condición de uso que emanara de su valía intrínseca.
Con esta propuesta se formula únicamente el criterio universalizable para definir lo que es violencia humana contra la naturaleza y sus entes, por tanto, lo que podemos exigirnos unos a otros en nuestra relación con ella. No quiere decir que la naturaleza no sea más que eso para los humanos; solo advierte de que ir más allá de ello en su significatividad para nosotros entra ya dentro de lo opcional para las libertades, dentro de los mundos de sentido, de las cosmovisiones, de la espiritualidad, etc., que las personas podemos tener, normalmente desde la conciencia de sentirnos contemplativamente ser “en ella”, no meramente ante ella, y menos aún frente a ella.
3. La variable que queda por considerar es la del valor puramente instrumental –para el ser humano-, la del valor que se agota en el uso del objeto, que lo tiene en vistas a un fin externo a él; por ejemplo, unas piedras que utilizamos para construir una casa. Donde queda más manifiesto esto es en los instrumentos que creamos, algunos, piénsese en un lápiz, expresamente para destruirlos mientras se utilizan, todos, para desecharlos o reciclarlos cuando dejan de servirnos. Su ser entero para nosotros es ser medio. Hay, por tanto, fuerza humana que domina e incluso destruye, pero no es violencia en sentido moral. Es cierto que, a veces, a los medios les dotamos de ciertos valores, por ejemplo, el valor estético del diseño, o el valor histórico de creación cultural (piénsese en un “museo de arados”), pero ese valor que ya no es puro medio lo asignamos en realidad a la impregnación humana que portan.
La dimensión moral ante lo puramente instrumental se desplaza del valor del instrumento al fin para el que se usa; fin, claro, no ligado intrínsecamente al instrumento mismo sino a la voluntad del ser humano. Por ejemplo, un cuchillo puede utilizarse para cocinar en un acto de servicio, pero también para matar. La violencia en sentido moral puede aparecer, por tanto, pero en quien lo usa.
La cuestión, de todos modos, no es menor. La ideación y realización de la violencia de los humanos (entre nosotros y con la naturaleza) está ligada decisivamente a nuestra enorme capacidad de crear instrumentos potentes. En nuestra creación instrumental hay una fortísima creatividad cultural, plasmada en el propio diseño del instrumento, orientado a su fin. Creamos instrumentos para todo, en estos tiempos más que nunca, con la revolución informática. Creamos instrumentos ambivalentes, utilizables para lo bueno y lo malo, e instrumentos solo para herir y matar (por ejemplo, en las minas “antipersona”), habiendo llegado hasta el límite de tener arsenales de armas químicas, bacteriológias y nucleares. No es por eso extraño que el movimiento por la paz preste tanta atención a esta cuestión instrumental, en su conjunto y en aspectos concretos –como el de los horizontes del desarme- en cuyo análisis aquí no entro.
Víctimas y victimarios en sentido moral
Volviendo a los implicados en la violencia inmoral, y ciñéndonos en lo que sigue a su concreción en sujetos humanos, quien la ha sufrido pasa a ser víctima, y el causante de su victimación, victimario. Ambos lo son también en sentido moral, y esto les da connotaciones específicas y contrapuestas, ligadas a la moralidad: de inocencia en la víctima, de culpabilidad en el victimario. Son rasgos que precisan ser explicados y desarrollados. Es una tarea que haré teniendo primariamente presente la victimación directa, entre personas, en la que lo que diga se visualiza mejor. Invito al lector a que haga luego la proyección de lo expuesto, con los acomodos pertinentes, a la victimación estructural; será también iluminador.
Normalmente se comienza clarificando la situación del victimario. Pero el problema que esto supone es tripe: se focaliza la realidad de la violencia en él, con lo que la víctima queda desdibujada; se tiende hacia la conclusión de que si a quien ha forzado destructivamente a otro no puede asignársele responsabilidad moral, no ha habido propiamente violencia y por tanto, tampoco víctima, aunque el daño en esta esté igualmente; cuando se plantean iniciativas políticas, jurídicas y sociales para superar las violencias, se piensan decididamente para los victimarios, arrinconando de nuevo a las víctimas. Todo esto, por un lado, aumenta la victimación al no hacerse la justicia debida a la víctima, y, por otro lado, ensombrece la verdad de la violencia, que se muestra totalmente nítida cuando se contempla su huella destructora en la víctima, revelación central de lo que la violencia es. Y con el ensombrecimiento de esta verdad, se fragilizan los esfuerzos a favor de la paz y la justicia.
Las víctimas
Comencemos, pues, por las víctimas. Su rasgo primario, decía, es su inocencia. Es importante que esto sea bien comprendido. Se trata de un rasgo que se percibe muy bien en todas esas víctimas que no dañaron significativamente a nadie, que eran inocentes antes de sufrir la victimación: la mujer violentada por los malos tratos de su marido, el niño que soporta un fuerte acoso escolar, el joven que es confundido con un terrorista y es torturado, etc. Ello resalta con un dramatismo especial la violencia padecida y alimenta fuertemente nuestro sentimiento de indignación. Pero en realidad, una víctima siempre es inocente en cuanto víctima moral, esto es, ninguna ha “merecido” serlo. La universalidad de esta inocencia se pone a prueba en esas víctimas que antes han sido victimarios; por ejemplo, en el terrorista que es torturado, en el violador que es apaleado hasta quedar tetrapléjico. Su no inocencia previa no borra su inocencia posterior, repito, en lo que tiene que ver con la victimación sufrida; aunque haya que añadir: su inocencia de víctima no borra su culpabilidad previa de victimador. Desde la justeza moral, el rechazo de la victimación que ha sufrido, en el que se expresa nuestro reconocimiento de ella como víctima, debe ser también nítido, incluso cuando el sentimiento moral espontáneo se siente confuso. No reconocer a unas víctimas que lo son, pone en riesgo el reconocimiento de todas ellas en cuanto víctimas.
El segundo rasgo de la víctima moral es el de la pasividad. La víctima es hecha víctima a su pesar. La fuerza que le victima inhibe a la vez su capacidad de respuesta. Y esta impotencia que siente ante su victimador forma parte muy relevante de la victimación que sufre. En nuestra cultura que exalta la iniciativa y la potencia, esta pasividad se vive con más dramatismo si cabe. Hasta el punto de que no es raro que le ronde a víctima el auto-reproche de no haberse sabido defender. De hecho, sobre todo en ciertos modos de victimación, de incidencia política expresa y con alcance colectivo, no es infrecuente –evidentemente si han sobrevivido- que las víctimas rechacen ser víctimas y prefieran autodenominarse resistentes. Pero si no hay pasividad no hay victimación: aunque puede darse el caso de que junto a esta pasividad haya habido actividad y resistencia, la victimación que haya será lo que haya habido de pasividad. Y si no hay victimación, no hay violencia efectiva, hay, a lo más, intención de violencia. La pasividad, per se, no nos denigra: en negativo, como violencia sufrida, porque es forzada; en positivo, como receptividad de cuidados y dones de los otros, porque nos revela que somos seres de receptividad y de responsividad en una interdependencia y solidaridad que nos constituyen.
Que la pasividad que impone la violencia defina el acontecimiento de la victimación no quiere decir que la víctima quede instalada en ella (si es sobreviviente, claro: el dramatismo del asesinato se muestra en la impotencia radical y definitiva que causa en el asesinado). Es cierto que cuando la violencia es muy intensa fuerza la prolongación de ella, como si el victimario estuviera prolongando así su acción victimadora. Pero la víctima puede también reponerse, algo para lo que los acompañamientos y apoyos de otras personas pueden ser clave. Se muestra entonces resistente. Y puede expandir su resistencia en iniciativa personal y cívica frente a sus victimadores. En realidad, la víctima, incluso en su pasividad, es “activa” para los demás, emana de ella, incluso en su silencio, una experiencia que debe impactarnos, que nos convoca a solidarizarnos con ella contra la victimación. Cuando, además, se sobrepone, puede ser un agente fundamental en el afrontamiento social de la violencia, sobre la que, como adelanté, nos revela su verdadera realidad.
Contemplada éticamente, la victimación, genera derechos: a la verdad, a que se sepa lo que pasó y se defina el alcance de la responsabilidad de sus victimadores; al reconocimiento de su realidad de víctima, a la reparación de lo reparable o compensación de lo compensable; a los acompañamientos que se precisen para la restauración de las heridas que la violencia le causó. Todas estas son dimensiones decisivas de la justicia que se debe a la víctima, justicia que, ensamblada con la cercanía del acompañamiento y los cuidados que se precisen, se hace justicia compasiva.
¿Reclama esta justicia un castigo del culpable que sea proporcional en intensidad al daño que causó? ¿Tiene que ser justicia retributiva –“a cada victimario según su daño”- en este sentido? Es la concepción más común y tradicional de ella, que le asigna además el lugar central. Desde los derechos humanos se matiza reclamando que ese castigo sea humanizado, que no suponga una aplicación literal de la ley del talión, que, incluso, sea de tal naturaleza (en general, pena monetaria y carcelaria) que abra a la rehabilitación personal del victimario. Pues bien, aunque la “ley de la balanza” parece razonable, es una justicia que no deja de ser moralmente extraña: ¿tiene sentido combatir una violencia que consideramos inmoral con otra violencia, aunque pensemos que el hecho de que combata a la primera la haga moral? ¿No se aumentan en definitiva las violencias? La “justicia de la equivalencia” ¿no tendría que abrirse al horizonte de la “justicia de lo ajustado” para el objetivo final ante las violencias, el de la superación de todas estas, el de la restauración de los violentados y la transformación y sanación moral de los violentadores? Es lo que se piensa desde el enfoque de la justicia restaurativa. Pero, se contra-objetará: ¿no es esta una justicia que traiciona a las víctimas? Retomaré esta cuestión al hablar de los victimarios.
Antes, con todo, de pasar a ello, nos queda una cuestión muy relevante para la víctima. A veces quien la dañó puede considerar que no es moralmente culpable, que ejerció una violencia que ignoraba que lo fuera porque pensaba que se trataba de una fuerza que consideraba justificada. Puede, incluso, que realmente no tenga esa culpabilidad moral, no sea moralmente responsable. Imaginemos unos padres con una hija con síndrome de Down que, pensando honestamente desde su mentalidad, forjada en el ambiente en el que han vivido, en hacer lo mejor por su hija, y considerándola a todos los efectos como perpetua niña, deciden “por su bien” y para protegerla, organizarle la vida de modo tal que le sea imposible abrirse a la posibilidad de una vida sexual, que le sea inviable tener un proyecto de vida en el que la sexualidad ocupe un lugar significativo en función de lo que ella quiera. La hija ha sufrido fácticamente de sus padres una coacción que le causa un daño. Pues bien, en los casos en los que quien ocasionó un daño que afecta a los derechos humanos no tiene consciencia de hacerlo, y con más razón si se quiere, en quien tiene consciencia pero se cree moralmente justificado, tiene que quedar claro que la persona que lo sufre es una víctima. Socialmente debe ser tratada como tal, reconociéndosele los correspondientes derechos. Quien le causó el daño, aunque no tenga culpabilidad –como en este ejemplo de los padres- tiene que estar en disposición de reconocerlo, no para sentirse culpable a posteriori, pero sí para sentir dolor empático por lo ocurrido con la víctima y para hacer lo que esté en su mano para reparar ese daño y enmendar la conducta pasada. En definitiva, donde hay daño moralmente injusto hay siempre victimación.
Los victimarios en sentido moral
Pasemos ahora a desarrollar y completar las reflexiones sobre el victimario que han ido apareciendo. Los rasgos que le definen de arranque son los contrapuestos a los de la víctima: la actividad –fáctico- y la culpabilidad –moral-. Él “pone” la iniciativa coactiva, pauta la evolución de los acontecimientos violentos. En principio, es el que del exterior impacta destructivamente a quien hace víctima, pero con mucha frecuencia con la capacidad, buscada expresamente unas veces, otras no, de ser interiorizado por esta en ella con dos mecanismos que, aumentando de hecho la victimación, parecen opuestos pero que se sostienen mutuamente: el miedo, más primario, y el odio, más reactivo. Remiten evidentemente al psiquismo, pero tienen carga moral. De todos modos, no ahondaré aquí en ello.
El rasgo de la culpabilidad es más complejo Obsérvese que no hablamos de culpabilidad jurídica, definida por alguien externo al implicado, el juez, al margen de que el acusado la asuma o no. Hablamos de culpabilidad moral, esa que corresponde a la persona misma –aquí al victimario-, a su conciencia moral, definir en última instancia.
La tendencia general es la de justificar nuestras conductas violentas: como respuesta justa a otra violencia, como violencia legítima y necesaria, como condición ineludible para conseguir que un derecho se realice, etc. Justificaciones que a veces son individuales y, en empeños violentos colectivos, públicas, políticas. Cuando sentimos que nada de esto puede aducirse, acudimos no tanto a justificaciones de la conducta, cuanto a asignaciones de la decisión a favor de la violencia a la ignorancia o a la grave fragilidad psíquica que nos dis-culparían. Hay que reconocer que a veces estos mecanismos justificatorios y exculpatorios son honestos (se puede aducir, por ejemplo, que no hay responsabilidad personal en la ignorancia invencible) y tienen base real, mientras que en otras ocasiones esto no sucede. De todos modos, como ya adelanté, incluso si se da la justificación y la disculpa, y por tanto decae la responsabilidad moral primaria, cuando desde esa honestidad que se presupone en estos casos, se descubre que se ha cometido una injusticia objetiva, que se ha dañado la dignidad de alguien, pasa a aparecer espontáneamente no el arrepentimiento propiamente dicho, pero sí un dolor similar (el “dis-cúlpame” sincero tiene aquí todo su sentido), que no encierra en uno mismo sino que se vuelve hacia la víctima para asumir la responsabilidad segunda que aparece entonces y que es responsabilidad real. Repitiéndome: la víctima no fue menos víctima por el hecho de que su victimario ignorara que lo era (dato que, al ser sabido por ella, en unas ocasiones inclina hacia la “comprensión” de este, pero en otras agranda la herida); y esta ignorancia, presuponiendo que no es irresponsable, no exime a este de sus responsabilidades cuando se hace consciente de ella.
En cualquier caso, frente a los recelos actuales hacia la culpabilidad, debe advertirse que, si no la hay, no hay víctima porque no hay victimario. Y cuando la hay, siempre combinada con cierta fragilidad de la voluntad pues no somos seres de puras voluntades racionales, la respuesta moral que se le impone al victimario pero que curiosamente solo se da en él si le surge no coactivamente desde el exterior sino de sí mismo, si le surge al mirar de verdad a la víctima como su víctima, es el arrepentimiento. Este implica: la autoasignación de la acción violenta reconociéndola como violencia en sentido moral; el dolor por haberla realizado, no por los problemas que pudiera causarle a él sino por los daños que causó a la víctima; el deseo espontáneo de repararlos en lo posible; y por supuesto, la firme voluntad de no repetición. Estos son los elementos básicos, los que moralmente se le imponen. Hay victimarios, incluso graves victimadores –como exmiembros de ETA- que, en conexión con las víctimas, han ido más lejos, pidiéndoles perdón e incluso realizando encuentros restaurativos, siempre en el respeto a la asimetría moral entre ellos.
Volviendo a las justificaciones exculpatorias de la violencia y pensando en las que se dan a niveles colectivos, en general porque han sido interiorizadas en los procesos de socialización, nos encontramos con la que se llama “violencia cultural”. Las culturas tienen tres grandes dimensiones, con fuertes imbricaciones entre ellas: la simbólica, que da cuenta de los mundos de sentido y de los valores; la estructural, que se expresa en el conjunto de estructuras de todo tipo (políticas, jurídicas, religiosas, económicas, educativas, etc.) que dan cuenta de la organización y ejercicio del poder; la tecno-instrumental, que se concreta en los instrumentos que crean, en el más amplio sentido de la palabra (por ejemplo, hoy, al amparo de la tecno-ciencia). Pues bien, la violencia cultural anida en los mundos de sentido, y como tal no es considerada violencia sino expresión de los fondos ético-simbólicos de la realidad, esto es, de lo que realidad es en su dimensión profunda, dándole así su justificación más firme; tiene correspondientemente su expresión en las estructuras de poder que quedan así legitimadas, en las que se concreta quiénes y cómo mandan y quiénes y cómo tienen que obedecer, y que alientan la reproducción de los mundos de sentido; todo lo cual se refleja, evidentemente, en los usos que unos y otros pueden hacer de las tecnologías existentes.
La violencia cultural ejercida contra las mujeres, esto es, contra la mitad de la humanidad, –la que ahora llamamos patriarcado- es el ejemplo más relevante puesto que, según muestran estudios de antropólogos, se ha dado en todas las culturas de todos los tiempos que se conocen; aunque no deba ignorarse –dato nada irrelevante- que en unas culturas ha sido mucho más intensa que en otras. Las mujeres han sido consideradas por naturaleza, esto es, justificada y perennemente, inferiores a los hombres en el conjunto de capacidades físicas, cognitivas, expresivas, conativas, éticas, etc., con lo que las hoy consideradas (desgraciadamente solo de modo solo parcial) inferiorizaciones, marginaciones, explotaciones, discriminaciones, instrumentalizaciones de ellas no serían tales, ya que responderían al orden de las cosas. Esta percepción situada como tal en el nivel ético-simbólico, coherentemente se materializa en las estructuras de poder en las que ellas quedan en situación de subordinación, reducidas a las funciones supuestamente ligadas a su condición sexual que se les asignan. Y se continúa en las relaciones que se les reclaman con los instrumentos y la producción de bienes en general, a fin de realizar esas funciones. Con lo que el círculo de la dominación queda casi cerrado: las mujeres tendrán que ir aprovechando sus grietas para ir rompiéndolo, también en lo que de él haya en el interior de ellas mismas. Las violencias colonialistas contra los indígenas, racistas y otras (piénsese, por ejemplo, en la animadversión históricamente generalizada a la homosexualidad) tienen esquemas similares.
Ante un panorama tan desoladoramente abrumador, ¿tenemos que decir que solo cabe hablar de violencia en sentido moral –y por tanto de víctimas- en la medida en que en la humanidad va emergiendo una nueva conciencia del valor no instrumental de todas las personas, y en los ritmos y modos que va emergiendo? ¿Sería una especie de “anacronismo” juzgar éticamente el pasado con los criterios del presente? Pienso que aquí, frente a respuestas cómodas que justifican casi todo del pasado con la excusa cultural, deben aplicarse criterios similares a los antes propuestos para las relaciones personales en relación con la violencia realizada desde la ignorancia:
- esta ignorancia tendría que ser “invencible”, esto es, en los tiempos históricos en los que se daba (en los que se da) no debería haber aún culturalmente ninguna expresión significativa con la que confrontarse que desenmascarara dicha violencia cultural;
- habría que considerar, asumiendo la perspectiva de las víctimas como corresponde, que también en la fuerza destructora ejercida con una ignorancia invencible hubo objetivamente violencia en sentido moral, hubo víctimas;
- por tanto, aunque no cabría hablar de culpabilidad -con dimensión colectiva- en su sentido subjetivo en ese pasado así supuesto, habría que hablar de responsabilidad en el presente -diferente para cada sector de la sociedad según el lugar que ocupe en la relación opresor/oprimido- para, primero, reconocer coherentemente en el más amplio sentido del término ese pasado violento (lo que pedirá, entre otras cosas, una revisión de las historias oficiales), y, segundo para transformar correspondientemente la realidad en el presente en los tres niveles culturales antedichos (que tendrá que contemplar la necesidad de compensaciones hacia los descendientes de los colectivos oprimidos);
- quienes teniendo ya la posibilidad de superar su ignorancia no la superaran (no la superen) y continuaran justificando la violencia cultural, deberían ser considerados plenamente culpables de ella.
De estos criterios para el adecuado discernimiento se desprende el decisivo reconocimiento que la humanidad debe ofrecer a personas y colectivos que han ayudado a avanzar en la conciencia de violencias que los sistemas culturales ocultaban. Dejo al lector la aplicación de los mismos a las violencias culturales antedichas, con los acomodos que cada una de ellas precise en las formas, lugares y momentos en los que se haya dado. También, por supuesto con esa flexibilidad, podrían aplicarse en relación con las violencias hacia la naturaleza, aunque estas han sido en general tanto menores cuanto más lejanas, porque la dimensión ético-simbólica de la cultura no les era tan adversa y porque la dimensión instrumental con la que intervenir en ella era mucho más débil.
Si la violencia en sentido moral, y por tanto las víctimas en este sentido también moral, ha sido una constante enormemente dolorosa en la humanidad, no es menos cierto que desde siempre ha habido personas y colectivos que se han confrontado a ellas, en creación de pensamiento y en acción transformadora. Nos toca a todas las personas apoyar el avance humano en esta dirección liberadora.
Breve nota bibliográfica
Uno de los primeros investigadores en proponer una concepción amplia de violencia como la aquí expuesta ha sido Galtung. Primero definiendo la violencia estructural en un libro de fines de los sesenta del siglo pasado; en edición castellana: Galtung, J. (1985). Sobre la paz, Barcelona: Fontamara. Más adelante haciendo una propuesta más amplia y compleja en la que incluye la violencia cultural: Galtung, J. (2003). Paz por medios pacíficos. Paz y conflicto, desarrollo y civilización, Bilbao: Bakeaz-Gernika Gogoratuz. Dado que aquí se ha enfatizado la perspectiva de la víctima, una obra que la asume, aunque no habla de violencia sino de injusticia –desde la que definir la justicia- es la de: Mate, R. (2011). Tratado de la injusticia, Barcelona: Anthropos. Por mi parte, he desarrollado la problemática de la culpabilidad ante la victimación en: Etxeberria, X. (2020). Mirarse en la víctima: reconfiguración de la culpabilidad moral. Pensamiento, 76 (288), 31-51, accesible en internet. Y la de la perspectiva restaurativa, mencionada varias veces en este trabajo, en: Etxeberria, X. (2018). El perdón y la reconciliación en la convivencia cívica, Barcelona: ICIP, también accesible en internet. Por último, en la obra: Etxeberria, X. (2020). Dependientes, vulnerables, capaces. Receptividad y vida ética, Madrid: Catarata, incluyo temáticas que tienen que ver con lo aquí tratado.
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