el caso de los circumcelliones
Miguel Pablo Sancho Gómez
Profesor en la Universidad Católica de Murcia

Imagen: Amaia García Hernández
Introducción
A lo largo de la existencia de las sociedades humanas, la violencia ha sido un fenómeno recurrente, e incluso endémico, para la inmensa mayoría de ellas. Las civilizaciones de Roma, Grecia, Persia, Egipto, Babilonia, etc., vieron, como es bien sabido, frecuentes guerras que involucraron a miles de hombres y grandes flotas en esfuerzos bélicos perfectamente organizados (Gabriel, 2002). Pero es únicamente a la llegada del periodo conocido por la historiografía reciente como “Antigüedad Tardía” (aproximadamente entre los años 200 y 700 de nuestra era; Brown et al., 1999) cuando la violencia llega a nuevas esferas y ámbitos anteriormente desconocidos. Ya no se trató de la ganancia de nuevas tierras, metales preciosos o de riquezas de cualquier tipo; tampoco encontramos el motivo en deshacerse o eliminar a algún pretendiente rival. Ni siquiera hubo luchas, en el dicho periodo, para cambiar los sistemas políticos. Vemos en cambio una nueva violencia de índole social, y también religiosa, que, de manera intermitente, aunque recurrente, estalla y se dirige al adversario, al disidente, al que defiende ideas o creencias consideradas desde una posición preponderante como heréticas, erradas, blasfemas o perniciosas; en una palabra, violencia contra quien profesa una postura considerada inadmisible desde esferas de pensamiento que poseen el control de la sociedad, y que a veces obtiene cariz sistemático (Nixey, 2018). El nivel de control, o de imposición, que pudo aplicarse en tales tiempos, de rudimentaria tecnología y comunicación, es discutible; pero no se puede negar el carácter restrictivo de la legislación vigente entonces, ni la postura intransigente de las principales figuras asociadas al poder, muy especialmente desde la alta jerarquía cristiana (Gaddis, 1999, 80-142; Sizgorich, 2012, 81-107). La destrucción por turbas violentas, a menudo alentadas y auspiciadas desde las autoridades competentes, de gran cantidad de estatuario y templos paganos, así como la quema de sinagogas y la violencia física contra los practicantes del antiquus error (llegando al asesinato, como con Hipatia de Alejandría en 415; Watts, 2017, 107-120) quedaron reflejados en gran número y detalle en las fuentes literarias; son fenómenos que se pueden matizar, o espaciar; contextualizar, pero no negar. Tal estado de cosas recibirá su aldabonazo final con la irrupción del islam, que, desde 622, reducirá a la nada al Imperio Sasánida y arrebatará la mitad de sus posesiones al Imperio Bizantino en un primer y demoledor asalto (Kaegi, 1995). A la dimensión exclusivista que ya existía se unirá entonces la guerra religiosa a gran nivel, que posteriormente pasará, como es sabido, al cristianismo en forma de cruzada (Allen y Amt, 2014), y configurará definitivamente tanto el periodo de la Antigüedad Tardía como la futura época (Goetz, Jarnut y Pohl, 2003).
Dentro de este periodo tardío, o Antigüedad Tardía, espacio bisagra que nos llevará al mundo medieval, vamos a tratar aquí un caso muy concreto, y sintomático, además, de la violencia en esos tiempos: el caso de los circumcelliones. Fenómeno exclusivo del África romana, estará fuertemente ligado a los problemas de la sociedad imperial tardía, a los rebrotes del indigenismo y a la variante hereje y particular del cristianismo africano encarnada en la figura de Donato, y sus seguidores, los donatistas. La particularidad del movimiento es tan grande que, pese a sus esfuerzos continuados, quedaron reducidos a dominar algunas áreas y zonas norteafricanas, donde se encontraba el caldo de cultivo para sus creencias, fracasando rotundamente en sus intentos de arraigar en Roma o expandirse por el resto de provincias del Imperio.
Los circumcelliones fueron grupos de jornaleros muy asociados a la población local y al ámbito rural, a veces incluidos dentro de los donatistas, a veces enfrentados a ellos, que se dedicaron a expandir su influencia y sus revolucionarias ideas, contrarias al orden social establecido y al dominio romano tal y como lo veían ellos: una burocracia opresiva y a menudo corrupta que empeoraba sus condiciones de vida, respaldada por la fuerza militar, y una sociedad urbana y terrateniente imbuida de cultura romana y cristianismo oficial (desde ahora, católico, ortodoxo o niceno: partidario de las resoluciones del concilio de Nicea del año 325). Contra el latín, el cristianismo de Roma, y las clases altas y poderosas que dominaban la sociedad tardo-antigua, ellos opondrán una vuelta a su raigambre púnica, sus costumbres bereberes y un radicalismo revolucionario desde el punto de vista político, y también desde el religioso. Se convirtieron en organizaciones insurgentes que se estructuraron y apoyaron en los ambientes rurales, desde donde lanzaron sus ataques, siempre que les fue posible, provistos de una inusitada violencia (Agustín, Cartas 23.6). Veamos ahora cómo se gestó este particular fenómeno, que no puede separarse de las grandes controversias dentro del cristianismo y la aparición del donatismo en África. Pero antes ofreceremos una breve visión de las características religiosas que ofrecía ese marco geográfico en la época en cuestión.
Breve panorámica de la religiosidad norteafricana en el mundo antiguo
Para entender mejor la problemática a la que hace referencia este trabajo, dedicaremos primero unas breves pinceladas generales a las cosmovisiones religiosas que modelaban lo que se llama genéricamente como “África romana”, pero que incluía realmente tanto la Numidia, las dos Mauritanias (Tingitana y Cesariense) y el África proconsular.
Aunque en los enclaves costeros y la franja litoral se habían establecido ciudades populosas y una población notable que vivía de un rico comercio y de provechosas explotaciones agrícolas, la mayor parte de tierras interiores, agrestes, ásperas y pedregosas, se adaptaban mejor al pastoreo. Existían zonas muy fértiles y bien regadas, en las que se habían establecido primeramente los fenicios y cartagineses, y después los romanos, dadas sus condiciones excelentes para la agricultura y ganadería (Frend, 1952, 32-33). Estas poblaciones no se diferenciaban grandemente, entrado el siglo III, del resto de habitantes del Imperio en las otras provincias y áreas del arco mediterráneo (Millar, 1968, 126-134).
Por el contrario, la población del interior, los indígenas nativos, y una parte de los fenicios llegados desde los primeros tiempos, se habían configurado en un mundo aparte. Esas colinas peladas, altas llanuras, mesetas y gargantas habían permanecido refractarias (y pasivamente hostiles) a toda influencia cultural grecorromana. Allí, los mayoritarios bereberes (y también algunos fenicios) seguían viviendo su religiosidad milenaria centrada en Saturno, un dios representado con todos los atributos del primitivo Baal. Era un culto sin imágenes, sin templos, al aire libre, en el que ciertos símbolos mágicos y sagrados ocupaban un lugar principal (entre ellos, y curiosamente, una luna en cuarto menguante que se representaba en piedra, y también daba forma a los pasteles religiosos, y que sigue presente hoy en las banderas de muchos países islámicos: Frend, 1952, 102). Era un dios sin principio ni fin, todopoderosos, omnisciente, y omnipotente; un dios terrible, señor tanto de los vivos como de los muertos. Incluso en tiempos cristianos, su nombre despertaba un supersticioso terror, y era referido simplemente como Senex (“el viejo”: Frend, 1952, 79). Baal (Saturno) estaba acompañado por la diosa Astarté – Tanit, la reina de los cielos, Dea Caelestis para los romanos (Frend, 1952, 78). Este culto parece popularísimo hasta la llegada de Septimio Severo (193-211), emperador procedente de Leptis Magna (cerca de la actual Trípoli, en Libia; Matthews y Cook, 2018), que puso a la aristocracia terrateniente y provincial africana en primera línea del Imperio, con lo que las numerosas clientelas locales empezaron a fluir en todas direcciones realizando grandes negocios y adquisiciones. Fruto de este proceso fue el notable embellecimiento de la ciudad, pero también un gran influjo de la cultura romana en el área; por ello, el Saturno púnico se equiparó al Saturno itálico, con templos romanos techados, mientras las odiadas togas, los flamines y estatuas poblaron los santuarios, y como resultado, se produjo el rechazo indígena a estas transformaciones: estatuas del Saturno romanizado aparecen con frecuencia atacadas y desfiguradas, mientras resulta extremadamente raro encontrar un símbolo del Saturno púnico destruido voluntariamente. Pero esta no fue la única consecuencia: el culto del Saturno itálico fue abandonado en las tierras del interior, y la población bereber se pasó masivamente al cristianismo. Entre 235 y 300, de hecho, el “paganismo oficial” cae gradualmente en el abandono junto a la crisis económica que produjo la ruina de las antaño florecientes clases medias urbanas, que se empobrecerán y que a menudo dejarán a los templos sin ingresos, quedando arruinados y, con los años, presa de la ruina y del saqueo. Recordemos que fueron tiempos muy difíciles para casi todo el Imperio Romano (Frend, 1952, 38, 76).
¿Cómo fue posible este cambio? Saturno, a ojos locales, estaba ya “manchado” por el favor imperial, que se veía con creciente desagrado en muchas zonas, mientras que el cristianismo, perseguido, se ofreció, ya en tiempos de Tertuliano, como un culto “disidente” y de “resistencia”. La adoración a los mártires (y el fanatismo de estos) casaban muy bien con la encendida religiosidad de los indígenas. En este sentido, se especula que el “culto a los (mártires) muertos” esté relacionado con la vigencia de los sacrificios humanos en África, comunes en tiempos cartagineses y que todavía ocurrían en el siglo II de nuestra era (Frend, 1952, 79, 101). Incluso los ritos funerarios y la disposición de los lugares de culto son muy similares, si comparamos el Saturno púnico con el cristianismo local. También conecta directamente con el paganismo africano la gran abundancia de elementos mágicos en el ambiente cristiano númida y mauritano. De hecho, el cristianismo era contemplado positivamente como una poderosa magia, y Jesús como un preeminente taumaturgo, obrador de admirables milagros (Frend, 1952, 101-103). El cristianismo también supo asociarse al estilo cartaginés de las vestimentas, opuesto al romano, por lo que podemos concluir que los cristianos se aprovecharon notoriamente de este “revival” de la cultura púnica (Frend, 1952, 77-78, 105; Fernández Ardanaz, 1991, 137-167).
Pero estas conversiones masivas al cristianismo, aunque ciertamente crearon una red obispal y la erección de muchas iglesias, especialmente en el ámbito urbano, cambiaron muy poco o nada las creencias y manifestaciones de las gentes. El propio Agustín de Hipona tuvo que reconocer, muy a su pesar, que muchos cristianos bautizados, que acudían regularmente al culto, misas, celebraciones, etc., pensaban que en realidad el dios al que estaban venerando era Saturno (Agustín, Sobre la concordancia de los evangelistas I 21). Igualmente, Salviano de Marsella (De Gubernatione Dei VIII 2), muestra pruebas sólidas y fiables de la devoción encendida que el populacho de Cartago aún mostraba a la Diosa Celeste (Tanit) a las mismas puertas de la toma de la ciudad por los vándalos, en el año 439. Recuérdese que desde 312, con la única excepción de Juliano (el célebre “Apóstata”), todos los emperadores fueron cristianos, y de hecho se podía hablar ya, desde el punto de vista ideológico, de un Imperium Romanum Christianum. Pero como se ve, a nivel rural y provincial, incluso en muchas ciudades, las pervivencias (o supervivencias) del paganismo fueron la norma, y de hecho algunas de estas costumbres se fundirían en la nueva religión, o no desaparecerían nunca (MacMullen, 1984, 1997).
Del mismo modo, la existencia de líderes sabios, adivinos, profetas, peregrinajes, magia y objetos sagrados, y la creencia en malos espíritus, junto a la tradición de no representar a la deidad con forma humana, facilitó mucho que esas mismas gentes, fervorosas hasta el extremo con Saturno, lo fueran después con Cristo (cuyo símbolo es la cruz), y posteriormente, acabaran también abrazando el islam. En Numidia, ciertamente, donde los partidarios de Saturno fueron más fieles y adictos, también floreció la variante más fanática y rigorista de los musulmanes, el Jariyismo (Frend, 1952, 77-78). Pero en lo referente a nuestro tema, resulta asombroso comprobar cómo el hueco creado por el abandono del paganismo romanizado se llena de inmediato con la versión cristiana del donatismo. Como apuntó Frend (1952, 85), verdaderamente el clérigo donatista llegó “pisándole los talones” al sacerdote de Saturno.
La llegada del donatismo
Donato aparece por primera vez el año 313. Al haberse perdido toda su correspondencia y sus obras, se sabe muy poco de su vida, pero tuvo que ser un líder de la iglesia donde su movimiento rebelde gozó de plena fuerza y preponderancia, esto es, las provincias de Numidia y parte de la Mauritania Cesariense, de mayoritaria población campesina y berebere. Donato aparece identificado con la sede episcopal de Casae Nigrae (actual Negrine, en Argelia), sin que sepamos si nació allí; pero parece muy plausible que desde el principio estuviera relacionado con las comunidades cristianas, populosas y activas entre las aldeas y pueblos de los bereberes.
El problema se retrotrae a las persecuciones decretadas por los emperadores Decio (249-251), Valeriano I (253-260) y especialmente Diocleciano (284-305). Para doblegar el creciente predominio e importancia de los cristianos, que rehusaban participar en los ritos tradicionales (de ahí las acusaciones de poner en peligro al Imperio por despertar la cólera de los dioses y de causar la ruina y decadencia de Roma, que propiciarían, entre otras cosas, que Agustín escribiese su De civitate Dei) se convino promulgar una legislación religiosa que obligase al global de la población imperial a participar en sacrificios generales. Nos encontramos en unos momentos en los que la suma de plagas, epidemias, invasiones y guerras civiles empieza a crear una situación crítica para Roma (Alfoldy, 1974, 89-111). Aunque en principio fue normal la ejecución de los recalcitrantes, que fueron inmediatamente adorados como mártires en sus comunidades, el sagaz Diocleciano ideó una serie de medidas para quebrantar la estructura y voluntad de las iglesias sin dar motivos a lo que consideraba un provechoso victimismo. Así, en 304, decretó que obispos y diáconos entregaran las sagradas escrituras, para que fueran destruidas mediante el fuego (Blanco Robles, 2019, 265). La idea era dejar a los cristianos sin sus textos, para que las creencias se extinguiesen u olvidasen. Muchos líderes locales, temerosos de verse sometidos a torturas y ser asesinados, entregaron los libros a las autoridades imperiales. Desde entonces fueron conocidos como los traditores, de traditio (entregar).
Una vez alcanzada la libertad de culto gracias al emperador Constantino, se planteó en el seno de la Iglesia la cuestión de cómo tratar a esos traditores. Donato, en ese sentido, opinó que era necesario un segundo bautismo y un segundo ordenamiento, después de durísimas y largas penitencias, para que el clero fuera readmitido en sus comunidades. El papa, Melquíades (310-314) recibió noticias de otros obispos africanos que denunciaban tal postura, y juzgó a Donato, al que encontró culpable por rebautizar sin permiso y formar un cisma dentro de los cristianos. Entonces empezó una lucha en el seno de la iglesia africana, entre partidarios de Roma y de Donato para ocupar las sedes episcopales y sumarlas a su casa, especialmente en el caso de la ciudad más rica, influyente y populosa de todas, Cartago.
El problema no era nuevo. Ya en tiempos de Cipriano (c. 200-258), que murió mártir y posteriormente fue declarado santo, la controversia arreció respecto a los lapsi, esto es, los cristianos que por miedo habían abjurado de sus creencias y se habían prestado a realizar el sacrificio a los dioses decretado por Decio, primero, y por Valeriano, después. Cipriano, no obstante, aunque estaba inclinado al perdón, pedía una penitencia dura y prolongada, ante pecados tan graves que sólo podía perdonar Dios: era el caso de los libellatici (que habían conseguido de la autoridad civil los libelos que certificaban su cumplimiento con el edicto de Decio) y sacrificati (los que hicieron sacrificios ante los dioses o la imagen del emperador; Gil Tamayo, 2008, 291-316). No obstante, en última instancia, Cipriano siempre sometió sus ideas a la supremacía del papa en Roma, primero Cornelio (251-253) y después Esteban (254-257), que también morirían martirizados (Blanco Robles, 2019, 260-264).
Así, cuando Novaciano, partidario de volver a un rigorismo ascético, pide el apoyo de Cipriano, el obispo de Cartago, pese a enfrentarse duramente con el papa Esteban, y estar de acuerdo con Novaciano en que era inadecuado readmitir y perdonar a los lapsi sin penitencia, como se estaba haciendo en Roma, permanece fiel, mientras Novaciano es excomulgado (Santos Yanguas, 2018, 9-30).
No obstante, y pese que el fervor embargó a muchos cristianos, debemos recordar que el propio Optato de Milevi, buen conocedor de las realidades númidas, afirmo que los templos paganos no eran lo suficientemente grandes para albergar a las enormes masas de apóstatas que acudieron obedientemente a sacrificar, cuando entró en vigor el edicto de 304 (Tratado contra los donatistas III 8). Es importante recordar este hecho, cuando, después de las persecuciones, una parte importante de la Iglesia se manifieste a favor de perdonar directamente a estos renegados: su número debió ser realmente significativo.
Pero en la situación africana siempre se encontró un fervor distintivo, especialmente en las capas sociales inferiores e indígenas, que hizo que el ambiente se fuera radicalizando. Donato afirmó que los sacramentos y ordenamientos llevados a cabo por traditores eran inválidos; de hecho, sus partidarios acusaron a la mayor parte del alto clero, perteneciente a las grandes ciudades, y muy romanizado, de haber entregado las escrituras, lo que (según el punto de vista donatista) les dejaba deslegitimados.
Mensurio, que al igual que Cipriano fue obispo de Cartago, miró siempre con desagrado las provocaciones y temeridades de algunos radicales que, más que recibir el martirio, se lanzaban a buscarlo, irrumpiendo en celebraciones religiosas paganas, rompiendo “ídolos” o presumiendo frente a las autoridades imperiales de tener textos cristianos, para negarse a entregarlos y ser ajusticiados, o afirmando que los tenían, cuando era falso. En ese sentido, debe recordarse que el concilio de Elvira, en Hispania (año 306), celebrado ya cuando la diócesis estaba protegida por el dominio del emperador Constantino, decretó que quienes fuesen muertos por atacar los templos y estatuas de los paganos fuesen rechazados tajantemente y que no recibiesen la categoría de mártires (Vives, 1963).
Ceciliano, el sucesor de Mensurio, era de sus mismas ideas y opiniones, por lo que los donatistas, que habían valorado hasta el mayor extremo la resistencia anterior contra las autoridades romanas, rechazaron su consagración, al haber sido realizada por Félix de Aptunga, al que consideraban un traditor. Veremos que esta acusación será frecuente desde los primeros momentos en los argumentos donatistas, cuando quieran mancillar o derribar a rivales políticos por el control de las sedes episcopales. Así, una tradición donatista posterior, ya en el siglo V, hará de Mensurio otro traditor.
Segundo, obispo de Tigisis y primado de Numidia, junto a otros setenta obispos, invalidaron el dicho nombramiento, poniendo en su lugar a Mayorino. La situación no dejó de crisparse y empeorar: Félix fue acusado incluso de apostasía. Con el África ya bajo control del emperador Constantino, la burocracia imperial pasó a encargarse también de los problemas concernientes a la religión del nuevo emperador, así que el vicario Elio Paulino, en Cartago, recibió al propio Félix para juzgar los cargos presentados contra él por los donatistas, y de los que fue exonerado en 314. Donato y sus seguidores siguieron mandando emisarios y embajadas al poder imperial, incluso accedieron a acudir al concilio de Arlés, pero la jerarquía eclesiástica nunca les dio la razón, y el poder imperial tampoco. Obispos como Optato de Milevi, y después el propio Agustín, apoyaron siempre a Félix, con lo que el cisma quedó servido. Muchas ciudades y pueblos tuvieron desde entonces dos obispos. Mientras las apelaciones de los donatistas al emperador de turno iban fallando, sus acusaciones se radicalizaban, añadiendo cargos y apostasías al debe de la jerarquía “oficial”. Así, afirmaron que Silvestre I (papa entre 314 y 335) no sólo había entregado sagradas escrituras durante el tiempo de persecución, sino que también había accedido a quemar granos de incienso ante los ídolos (esto es, la principal y más simple ceremonia religiosa del paganismo romano y griego).
Los hijos de Constantino no cambiaron su postura, y aunque se contemporizó con los donatistas e incluso se permitió que ocupasen iglesias y basílicas sufragadas por el estado, el emperador Constante, deseando tener paz finalmente en sus dominios de África, decreta el exilio de Donato, que no pudo cumplir su sueño de verse como obispo de Cartago (año 347). La gota que colmó el vaso de la paciencia imperial fue la llamada y reclutamiento masivo que al parecer Donato preparó, para hacer uso coercitivo de los violentos circumcelliones (Shaw, 2011, 648). Donato moriría en la Galia, alrededor del 355.
Aunque no pudo expulsar a Ceciliano (ni a ningún otro), Donato tuvo éxito a la hora de extender su versión del cristianismo en las zonas rurales, donde la administración romana se iba haciendo crecientemente odiosa. Los obispos donatistas se mostraban mucho más cercanos a las poblaciones campesinas de granjeros y pastores, de origen bereber o incluso descendientes de los fenicios llegados en tiempos cartagineses. Un hecho importantísimo en esta popularidad fue que los donatistas usaron también los idiomas libio y púnico en sus celebraciones, mientras que el clero católico sólo empleó el latín (Barkman, 2014, 41-58). Así, vemos que Agustín, en el año 401, reta a debate público a su rival, Crispino de Calama, pidiendo además que estuviese presente un intérprete para traducir al púnico sus alocuciones (Agustín, Cartas 66.2).
El “renacimiento” púnico y libio había sido usado, algo oportunistamente, desde tiempos de Tertuliano (c. 160-c. 220) para aumentar la influencia y las conversiones, pero en última instancia se tornó en uno de los vehículos principales para que el donatismo se convirtiese en ampliamente mayoritario en Mauritania y Numidia, en un ambiente de creciente hostilidad a todo lo romano desde el siglo III en las provincias norteafricanas del Imperio. No obstante, la propia radicalidad de estos grupos, al igual que muchos otros movimientos alternativos dentro de la iglesia, como los husitas, propició que se fueran dividiendo en sectas menores, dificultando la repercusión y alcance de sus menajes, y finalmente reduciéndolos a una cierta marginalidad, gracias también a las prédicas y al incasable trabajo del propio Agustín y sus colaboradores (Ployd, 2015, 3-17; Buenacasa Pérez, 2015, 73-82). Desde el punto de vista eclesiológico, debemos concluir que la victoria fue para el obispo de Hipona (Eno, 1972, 46-50). Agustín trató de frenar los excesos y rescatar las instituciones y tradiciones cristianas que los donatistas habían alterado (Gabarino, 2007). Los fracasos continuos ante sus aspiraciones pudieron favorecer los esporádicos estallidos de violencia religiosa que se produjeron. Así, Optato de Milevi describe cómo en el año 362, cuando estaba operante la amnistía general decretada por el emperador Juliano, se produjo en la diocesis Lemellefensis (actual Bordj-Redir, en Argelia) un ataque armado de donatistas contra católicos (Elrod, 2006).
Ante el callejón sin salida que significaba la negativa imperial a sus peticiones y los fracasos a la hora de expandirse fuera de África, los donatistas, al igual que otros muchos rebeldes, herejes o cismáticos, decidieron alistarse junto a los usurpadores, que en este caso fueron Firmo (372-373) y Gildón (398). Estos movimientos posiblemente cambiaron la actitud del estado romano, que, aunque les había dado la espalda hasta ese momento, también es cierto que había intentado mantener un débil equilibro en la zona y “dejar estar” a los donatistas en los territorios bajo su control, pese a su compromiso inquebrantable de apoyo a la iglesia nicena (Blanco Robles, 2019, 268).
Ante esta situación, Agustín explica que pasó de estar en contra de la coacción a estar a favor (Van Nuffelen, 2020, 277-279). Los emperadores, afirmó, ahora son cristianos, y son bastante piadosos: imponen multas y exilio a los donatistas pese a su error, pero en cambio contra los paganos la pena de muerte es la ley. Del mismo modo, mostró su esperanza de que el correctivo realizado desde el poder supremo pueda solucionar el problema de los circumcelliones y la creciente agresión donatista (Van Nuffelen, 2020, 281-282). Nos encontramos con la dirección que tomaban los tiempos a nivel general, y de hecho tales parámetros aumentarían, hasta convertir la coerción y la moral combativa contra el hereje como la postura normal (Escribano Paño, 2017, 287-301; Bruce, 2018). En cualquier caso, debemos reconocer que la actitud donatista no ayudó, ya que echaron mano de la violencia en repetidas ocasiones (Shaw, 2011, 630-674; Hermanowicz, 2014, 511-516).
Aunque la legislación imperial dio los últimos y decisivos golpes al donatismo bajo los reinados de Teodosio (379-395) y Honorio (395-423), con la privación de derechos, privilegios y beneficios (Atkinson, 1992, 488-499), el problema no cesó, ni tan siquiera con la irrupción de los vándalos en África en 429; al ser arrianos, estos guerreros germanos consideraron iguales (e infieles) tanto a donatistas como a nicenos, por lo que recibieron categoría de herejes conjuntamente, y conjuntamente fueron perseguidos, casi ininterrumpidamente, hasta el fin del dominio vándalo en África (año 533). Carentes de la anuencia anterior en Roma, y habitando unas tierras terriblemente afectadas por guerras y sublevaciones durante el domino bizantino, los donatistas, pese a todo, continuaron existiendo, y no en reducidos grupos marginales: la última mención documentada del grupo es una carta del papa Gregorio el Grande al emperador bizantino Mauricio, por entonces dueño del África, en la que pedía ayuda y ponía su atención sobre el alarmante aumento y expansión de los donatistas en la provincia (Cartas, VI 61, año 596; Frend, 1952, 2). Por lo tanto, existieron comunidades donatistas muy posiblemente hasta la misma desaparición del cristianismo organizado en esas tierras, con las invasiones árabes que conquistaron la zona entre 640 y 698, año de la destrucción de Cartago.
Los circumcelliones
Aunque en ocasiones, dadas las especiales características de África, se unieron los factores religiosos, este fenómeno se ciñe al gran auge de movimientos subversivos y rebeldes procedentes de las capas inferiores de la sociedad dentro del Imperio tardío, como los bagaudas (bacaudae) de Hispania y Galia (Barbero y Vigil, 1968, 81-89). En cualquier caso, la sociedad del África romana parece aún más compleja que la de Hispania, y se ha de tener en cuenta la existencia de una convulsa e intricada red de intereses diversos y grupos sociales enfrentados, relacionados, asociados y/o aliados, según la circunstancia o conveniencias.
Los circumcelliones eran bandas de rebeldes, que actuaban como bandidos y provenían de los estratos más bajos de la sociedad (Gómez Villegas, 1998, 77-94). En ocasiones apoyaban el donatismo, y Agustín los retrata, de hecho, guiados por ese clero. Así, describe a un diácono donatista (y ex-subdiácono católico, que había apostatado) acompañado por vírgenes consagradas (sanctimoniales) viajando con los circumcelliones (Cartas, 35.2). En otra ocasión, acusa directamente a los clérigos donatistas de ser siempre los líderes de las circumcelliones (circumcellionum vestrorum et clericorum, qui duces eorum semper fuerunt; Cartas, 105.2); y en su Réplica al gramático Cresconio, donatista (III 48) describe a los clérigos donatistas y a los circumcelliones azotando a un sacerdote, apresado porque había abandonado el donatismo y había vuelto al catolicismo niceno.
Sin embargo, los circumcelliones no aceptaban ningún control. Tomaron del cristianismo donatista la adoración a los mártires, y también aceptaban el segundo bautismo, pero eso no les hacía respetar a los donatistas urbanos acaudalados o a los posesores de latifundios (Beaver, 1935, 123-133). Eran movimientos paralelos, pero no tangentes; ciertamente, en muchas ocasiones tuvieron los mismos enemigos, pues estaban enfrentados al gobierno imperial y a los nicenos, pero eso era todo. Esos grupos armados atacaban a los terratenientes y colonos romanos, defendiendo vagas creencias acerca de la redistribución de los bienes. Aparecían con frecuencia en los mercados rurales (nundinae), amenazando a ricos y poderosos para que perdonasen las deudas de campesinos pobres y jornaleros. De hecho, en al menos una ocasión, los soldados imperiales acudieron a las nundinae, donde los circumcelliones acostumbraban a reunirse, y mataron a muchos de ellos (Dossey, 2010, 234; Optato, tratado contra los donatistas III 4). Otras veces, en cambio, especialmente cuando se encontraban en sus bases de poder, estas bandas armadas podían reunirse y prepararse para la batalla en grandes números, haciendo frente a las tropas imperiales (Optato, Contra Parmenio, donatista III 4, 8). Esto propició que muchos donatistas se identificasen con ellos, pero otros repudiaron la actitud violenta y unos modos de acción idénticos a los del crimen organizado, como veremos más adelante.
Por su denominación, se ha propuesto que en un principio este movimiento se tratase de los trabajadores temporeros prestando sus servicios para la recolección o cosecha en el campo africano a cambio de un jornal. De ahí el nombre despectivo de circum cellae, al estar rondando alquerías o almacenes, con intención de apoderarse por las armas de todo lo que no estuviera defendido o vigilado (de modo muy similar a muchos de los actuales movimientos de protesta, como los Black Lives Matter). También se ha propuesto que fueran bandas de extremistas herejes cristianos, identificando las cellae como lugares de culto martirial o santuarios, un fenómeno que recibió una devoción extrema en África. Rigoristas, sectarios, población indígena hostil y no asimilada, esclavos, o colonos fugitivos arruinados por cargas o impuestos, son elementos que muy probablemente estuvieran también dentro del grupo (Shaw, 2001, 650). La única razón que los mantenía unidos pudo ser muy bien la de contestar al poder establecido, tanto a las autoridades imperiales como las locales, que a menudo estaban representadas por clérigos católicos (nicenos) y terratenientes enriquecidos por sus servicios en la burocracia estatal. Los nombres de sus líderes (Axido y Fasir) son indígenas y númidas.
Ciertamente nos encontramos ante un mundo en el que la concentración de propiedades, el endeudamiento, la pobreza y la servidumbre del pequeño y mediano campesinado habían creado unas condiciones muy difíciles y un malestar social que en ocasiones estallaba en regueros de violencia imposible de controlar. Muchas veces las clases humildes debían entregar a sus hijos como garantía de pago, y también existían bandas organizadas (mangones) que secuestraban y vendían habitantes de las zonas rurales, sin patronazgo o aliados, por su pobreza, para venderlos como esclavos, seguramente en connivencia con los potentes, los potentados locales (Blanco Robles, 2019, 276).
Tal situación nos recuerda poderosamente a lo dicho en el contemporáneo Annonymus De Rebus Bellicis (II 2-3) en referencia a los pobres, que se multiplicaron tras las reformas monetarias del emperador Constantino: “A menudo infligieron las heridas más graves al Imperio, arrasan los campos, rompen la paz con estallidos de bandolerismo, provocando animosidades; y, pasando de un crimen a otro, acaban apoyando a los usurpadores” (Thompson, 1952, 94). Este último punto también se cumplió con los donatistas, que recibieron respaldo de muchos desesperados.
Los circumcelliones eran conocidos entre sus partidarios como “agonistas”, término de raíz griega relacionado con su vinculación al martirio (Blanco Robles, 2019, 270). Optato de Milevi (Tratado contra los donatistas, III 4) los denomina circumcelliones agonísticos, mientras que Agustín parece insinuar que circumcelliones era término usado por los nicenos, asemejándolos negativamente a la figura de los monjes (Comentarios a los salmos 132.6). Agustín (Comentarios a los salmos 132.3), comenta también que los donatistas descalificaban a los nicenos con el término monachi, es decir, “monjes”, y aclara que los circumcelliones son quia circum cellas vagantur (los que vagan por/alrededor de las cellae).
En ese sentido, el tratado del Pseudo-Cipriano (Sermo de centesima, sexagesima, tricésima) ordena a todos los bautizados a que imiten a los ángeles y se conviertan en agonistae. Dossey (2010, 335) encuentra datos suficientes para encuadrar este trabajo en el siglo IV, después del tiempo de Cipriano, del que recibe influencias estilísticas evidentes. Otro tratado, también de ideas visiblemente donatistas (Pseudo-Cipriano, De singularitate clericorum) ofrece una perspectiva en la que tanto el celibato como la muerte violenta son formas válidas de participar en un agon. En este sentido, se puede comparar con lo dicho por Posidio de Calama (Vida de Agustín, X 1), que describe a los circumcelliones como una “clase de hombres perversos y violentos, que caminan como si estuvieran bajo la declaración del celibato”. Pottier (2008, 26-27), ha vinculado plausiblemente a los agonistici con los confesores, que ocupaban un lugar destacado en las congregaciones cristianas del norte de África, como lo atestigua Cipriano y el nombre de un tratado perdido del obispo donatista de Hipona enfrentado a Agustín, Macrobio (Ad confessores et virgines).
Si tenemos en cuenta que Agustín siempre utiliza la palabra cellae para referirse a “bodega”, como demostró Shaw (2011), tenemos que concluir que el término, despectivo, como hemos visto, los refiere como “los rondadores” de bodegas, y no de almacenes de graneros o silos (horrea), pese a que durante la mayor parte del tiempo trabajasen en la recolección de cereales, y ocasionalmente, en la de oliva y uva (en las que obtendrían sus temibles varas y bastones). Existe una fuerte vinculación entre el consumo de vino y estos grupos. Al ser trabajadores temporeros, muy probablemente fueran recompensados con ingentes cantidades de alcohol como parte de la paga, fenómeno recurrente también en la Galia romana (usando la cerveza), y que sin duda redundaría en ebriedad, y también violencia: un cóctel tremendamente peligroso, si consideramos que muchas fiestas (incluso las celebradas junto a las tumbas, relicarios o capillas de los mártires) terminaban con excesos alcohólicos generalizados, sin importar sexo, condición o clase social. Que estos temporeros, al recibir vino, se inclinasen a las borracheras y a las peleas, los convertía en idóneos como integrantes de bandas armadas para aterrorizar o eliminar adversarios (Shaw, 2011, 662-663). Agustín, de hecho, menciona estos aspectos, y une el consumo de vino en grandes cantidades con la actitud licenciosa, orgiástica y violenta de los circumcelliones, así como de los estados de exaltación y éxtasis que los llevaba a arrojarse por precipicios y a rituales suicidas con los que buscaban equipararse a los mártires (Shaw, 2011, 672; Agustín, Contra Crescencio IV 64,77; Carta a los católicos sobre la secta donatista 19, 50). En este mismo sentido, el de Hipona reconocerá la modélica sobriedad abstemia de Donato, pero indicando que no sirve de nada ante la extrema ebriedad de sus circumcelliones (Respuesta a la carta de Petiliano II 39, 94).
También resulta muy posible que estos grupos tengan su origen en las bandas armadas y violentas organizadas ad hoc, en ocasiones por los obispos, en ocasiones por las autoridades imperiales, para imponer la legislación que, a partir del año 392, prohibía cualquier acto o manifestación del paganismo: estarían así relacionados con la destrucción de capillas, templos, imágenes y santuarios del culto a los dioses (Shaw, 2011, 673-674; Codex Theodosianus XVI 10 10-12). No obstante, una vez formadas, estas hordas fanatizadas se volvieron contra la propia Iglesia nicena, como se ha visto.
¿Qué otros actos se atribuyen a estos violentos grupos? Actuaron mayormente en ambientes agrarios de Numidia y Mauritania Cesariense, ya que para ellos era prácticamente imposible acercarse a las muy bien protegidas y romanizadas ciudades de la franja litoral, como por ejemplo Cartago. Al parecer la Mauritania Tingitana, así como la Bizacena y Tripolitania, no sufrieron la acción de estos grupos (Agustín, Cartas 93). Ponían en libertad a los esclavos, declaraban suprimidas las deudas y causaban los desórdenes propios de cualquier movimiento revolucionario a lo largo de la historia. Sus armas eran llamadas “bastones de Israel”, por alusión al ceremonial del judaísmo respecto al cordero pascual. Atacaban por igual a los paganos y a los católicos, llegando al asesinato (Shaw, 2011, 664). Se dice que Donato los llamaba “los jefes de los santos”, siendo el brazo ejecutor de su vengativa revancha contra los nicenos u ortodoxos, a los que consideraba, como hemos dicho, ordenados inválidamente e imposibilitados para ejercer su sacerdocio o realizar otras consagraciones (Shaw, 2004, 227-258). Otras veces estas bandas violentas son acusadas de proveerse de armas más letales, como espadas, cuchillos, lanzas, etc.; pero parece que por lo general se trata de objetos de fortuna cuyo uso real era el de las tareas agrícolas, a las que podían volver fácilmente. La táctica más dañina y horrorosa que nos ha sido reseñada se refiere a la confección de ácido casero, usando cal y vinagre, que los circumcelliones arrojaban a los rostros de sus víctimas (Shaw, 2011, 667; Posidio, Vida de Agustín 10, 6); el detalle brutal e indignante nos recuerda a la actualidad y a los conocidos excesos del radicalismo islámico.
Asociados o no a los donatistas, con los que nunca se unieron solemne o formalmente, sus extorsiones y su violencia, pese a su tinte social, escondían una bien organizada red criminal que a buen seguro tuvo que enriquecer a algunos de sus miembros dirigentes (Shaw, 2011, 640, 646-647, 670); la jerarquía nicena y los grandes terratenientes en general fueron, como hemos dicho, el blanco de sus ataques; querían acabar con las tropelías de un régimen fiscal ciertamente opresivo, pero su radicalismo chocaba fuertemente con las estructuras de poder establecidas a lo largo y ancho de todo el Imperio, con lo que resultaba en extremo dificultoso el alterarlas. Al igual que los bagaudas, por otra parte, no tenían nada que ofrecer, no había alternativa o un nuevo sistema social y político; a su desesperación sólo se le podía dar salida mediante espirales de violencia y descontrol.
Ciertas características han sido puestas en tela de juicio, o directamente negadas, por parte de la historiografía actual, pese a que vienen referidos explícitamente en las fuentes literarias y especialmente en Agustín, como hemos visto. Así, para Shaw (2016, 179-196), el retrato de los circumcelliones como fervorosos suicidas en busca del martirio, que se arrojaban desde precipicios, se quemaban vivos, o se hacían matar por los soldados o por los paganos, son falsedades de la imaginería colectiva presente en la iglesia oficial y en el aparato de represión imperial teodosiano, que ya entre 380 y 390 venía realizando una labor de identificación y listado de creencias consideradas herejes y que debían combatirse, al escapar de la ortodoxia, y por lo tanto, de la ley. Así, por ejemplo,
“Hay otros [herejes] en África que son los llamados circuitores. Estos hombres vagan por la tierra y obligan a las personas que encuentran en el camino a matarlos, declarando que desean sufrir el martirio. Con este pretexto, muchos de ellos viven como bandidos hasta el momento de su muerte. Algunos, sin embargo, mueren como biothanati arrojándose desde las alturas; o sufren un tipo diferente de muerte como resultado de una tragedia deliberadamente buscada. Quienes se apresuran, sin causa racional, a morir de esta manera, están dispuestos a aceptar la condena que refleja una muerte honesta por sí mismos. De hecho, en lugar de liberarse del juicio venidero de Dios, de hecho, se condenan a él”.
Filastrio de Brescia, Catálogo de Herejías 85.57 (en Shaw, 2016, 181).
Shaw (2016, 181) indicará sobre estas acusaciones: “The earliest of these external sources is a work written in the late 390s by Filastrius, the Catholic bishop of Brixia (Brescia) in northern Italy. Brixia was part of a cluster of bishoprics in northern Italy implicated in networks of information centered on Ambrose’s imperial seat at Milan. The channels of communication by which Filastrius would have acquired knowledge of events in Africa would have been through the circle of informants around Ambrose”.
La siguiente mención del grupo es la del conocido como Pseudo-Jerónimo, o el Indiculus de haeresibus, que fue escrita entre los años 393 y 428. Dice así:
“Treinta y tres: circunceliones [herejía] a quienes llaman Gotispitai [Cotipitae?]. Comparten la enseñanza de la herejía antes mencionada [donacianos, sic.]. Estos hombres trastornados siguen el camino de su propia locura, que es bien conocida por todos. Porque aman el nombre de mártir y porque desean la alabanza humana más que la caridad divina, se suicidan. Después de haber pronunciado una plegaria, se suicidan arrojándose desde una altura, por autoinmolación, o por la espada. Es decir, pidiendo a otras personas que las maten. Ellas hacen esto para que, al apartarse violentamente de esta vida, adquieran el nombre de mártires”
Indiculus de haeresibus 45 (Oehler, Corpus haereseologicum, 1, 295-96; en Shaw, 2016, 182).
Agustín, él mismo un africano, es, en cualquier caso, la voz más autorizada para hablar de este fenómeno, ya que conocía de primera mano las convulsiones de su tierra, de la que llegaban ecos distorsionados a las altas jerarquías eclesiales de Rávena, Milán o Constantinopla. Así, argumentó que, aunque ciertamente los circumcelliones donatistas destruyeron ídolos paganos como “buenos” cristianos, lo hicieron de manera incorrecta. En lugar de actuar con el poder del estado romano de su lado, lo hicieron por su cuenta, impetuosamente. Cuando fueron asesinados por los paganos cuyos ídolos destruyeron, razonó Agustín, no solo no habían logrado el martirio (porque habían realizado su acto de iconoclastia por razones equivocadas), sino que en realidad habían ayudado e incitado a la idolatría al entregarse a sí mismos como víctimas sacrificiales de los paganos. Si leemos entre líneas, se puede vislumbrar que el verdadero problema para el clero africano niceno era político, no religioso. Los que obraban por su cuenta sin someterse a la jerarquía eclesiástica, siempre, hicieran lo que hicieran, iban a obrar mal, a ojos de los nicenos. Algunos cristianos destruían ídolos, sí, pero la actitud de los obispos hacia tal destrucción fue negativa si venía hecha por un cristianismo cismático. Agustín caracterizó el aplastamiento de ídolos como enajenaciones de renegados que no merecían el honor del verdadero martirio, cuando sacerdotes o practicantes de los cultos paganos los mataban por atacar estatuas de los dioses o edificios religiosos (Gaddis, 1999, 115–16; también Agustín, Contra Gaudencio, I 28). Pero veremos más adelante que Agustín excluirá el martirio de la lista de lacras atribuida a los circumcelliones.
No obstante, en lo relativo a la violencia de estos grupos, Agustín fue categórico. Valga como ejemplo el relato siguiente. Macrobio, obispo donatista de Hipona, y por lo tanto el rival más directo de Agustín, tenía por costumbre predicar a los campesinos (que como se ha dicho eran los más cercanos al discurso donatista), y dedicó un sermón en su iglesia a los circumcelliones, un sermón pronunciado en idioma púnico (mediante un intérprete), en un intento de refrenar su violencia, pero con el resultado contrario: se marcharon éstos de la iglesia encendidos, con el deseo de derramar aún más sangre. Agustín, que nos relata el episodio (Cartas 108.5), se ofendió al saber del suceso, y recriminó a Macrobio que en esa ocasión no hubiera mandado fregar los suelos de la iglesia, como si hizo cuando la visitaron unos clérigos católicos (Dossey, 2010, 210): nuevamente el hecho nos recuerda a nuestro mundo actual, cuando en las elecciones autonómicas de la comunidad de Madrid, hace tan sólo unos pocos días, seguidores del partido Podemos fregaron el suelo donde el día anterior se había celebrado un mitin del partido Vox.
Pero ciertamente, como se recordará, el propio Agustín acusó a los clérigos donatistas de viajar y/o actuar en muchas ocasiones con estos circumcelliones, por lo que creemos que esta confusión posterior con bandas de “malos y/ o falsos” monjes itinerantes y rebeldes, en clara actitud delictiva, podría venir de ese hecho. En este sentido, veremos más adelante que San Isidoro en el siglo VII, y Beato de Liébana en el siglo VIII, conocían casi únicamente esa tradición de los circumcelliones como “malos monjes”.
Agustín completó su Libro de Herejías, a mediados o finales de la década de 430. Sobre los circumcelliones podemos encontrar lo siguiente:
“A estos herejes [donatistas] que viven en Italia se les llama “montañeses”. En el interior de África se les llama parmenianos y en Cartago, donatistas. En las dos Numidias hay hombres que viven como monjes a los que llamamos circumcelliones, toscos y audaces esclavos de demonios que no sólo desahogan sus terribles salvajismos sobre los demás, sino que tampoco se ahorran ningún sufrimiento. Pues están acostumbrados a suicidarse por distintos medios, pero sobre todo arrojándose desde las alturas, así como por el agua y fuego. Y seducen a tantas personas de ambos sexos como pueden a este mismo tipo de muerte. A veces piden a las personas con las que se encuentran que las maten, amenazándolos de muerte si no lo hacen. Es cierto, sin embargo, que tales cosas son muy desagradables para muchos donatistas. Pero por alguna razón no creen que estén contaminados por la asociación con tales hombres, los donatistas que culpan locamente al mundo cristiano en general por el crimen de estos africanos desconocidos”.
Agustín, Libro de Herejías 69.3 (en Shaw, 2016, 183-184).
Shaw (2016, 184) opina sobre este tratado que “He [Agustín] was forced into writing it by the remorseless pleadings of Quodvultdeus of Carthage. Augustine grudgingly relented, primarily, one suspects, to get the Carthaginian pest off his back”. Pese a ello, y pese a “calcar” el estilo los otros tratados sobre herejes que habían empezado con Epifanio de Salamina en 393, Agustín, como conocedor de la situación en su tierra natal, añadió detalles que debemos aceptar como verdaderos. El apelativo genus hominum agreste nos lleva a pensar en el ambiente rural y campestre africano, no tiene por qué ser un eco de Salustio (como cree Shaw). Vemos también que desaparecen todas las indicaciones acerca del gusto o devoción de los circumcelliones por el martirio, como indicamos antes, lo que seguramente también es una decisión de Agustín. Por lo tanto, nos inclinamos a no desestimar totalmente este testimonio, pues nos parece que tiene más realidades que invenciones.
Es muy importante señalar aquí que Agustín menciona el desagrado de muchos donatistas ante la violencia, un particular que el obispo de Hipona admitirá varias veces en sus obras; un sentimiento que hará que ciertos donatistas sientan repugnancia, e incluso odio, hacia los circumcelliones, dada la saña y crueldad empleada en los ataques (Shaw, 2011, 670-671). De hecho, también reconoce que su propio rival directo, Macrobio, obispo donatista de Hipona, mediante intérprete, recriminó con duras palabras y gran severidad las acciones desaforadas y rudas de los circumcelliones, que replicaron con fieros gritos y gestos agresivos hacia el obispo donatista (Shaw, 2011, 670). Más adelante, en el año 417, en conversaciones epistolares con el oficial imperial de turno, que era entonces el conde Bonifacio, Agustín mencionará de nuevo el rechazo de muchos donatistas ante los hechos terribles de los circumcelliones (Shaw, 2011, 673).
El siguiente tratado, toma algunas ideas del obispo de Hipona, por lo que tuvo que ser posterior. Fue redactado en tres libros, el primero de los cuales se adhiere a la tradición de la lista de herejías. Para demostrar la ortodoxia de sus propias creencias, el autor definió diferentes herejías de su tiempo. La 69ª herejía es la de los donatistas, donde el autor enumeró a las circumcelliones como una subespecie de la anterior.
“Estos herejes [donatistas] que viven en Italia se llaman los montañeses. En el interior de África se les llama parmenianos y en Cartago, donatistas. En las dos Numidias Hay hombres que viven como monjes a los que llamamos circunceliones, esclavos rudos y audaces de demonios que no sólo desahogan terribles salvajismos sobre los demás, sino que también lo hacen. No se ahorran ningún sufrimiento. Pues están acostumbrados a suicidarse por distintas formas de morir, pero sobre todo arrojándose desde las alturas, así como por agua y fuego. Y seducen a tantas personas de ambos sexos como puedan a este mismo tipo de muerte. A veces piden a las personas con las que se encuentran que las maten, amenazándolos de muerte si no lo hacen”.
Liber de haeresibus 69 (Oehler, Corpus haereseologicum, 1 [Berlin, 1856] 255-6. En Shaw, 2016, 186).
Creemos que, al considerar esta herejía como violenta y peligrosa, desde el punto de vista tanto del estado romano como de la ortodoxia, quisieron aderezarla con una versión agigantada y descontextualizada de una de las características más notables del cristianismo africano, esto es, su fanatismo y su sed de martirio.
Epílogo
Vemos como con el paso del tiempo, la pérdida del África romana y de su cristianismo, la llegada de los reinos germánicos al antiguo Imperio Romano y el nuevo contexto religioso, político y social, los hechos conocidos sobre los circumcelliones se habían modificado, y las creencias erróneas sustituyeron a la realidad cuando los hechos verdaderos ya se habían olvidado por completo (Frend, 1969, 542-549).
Compuesto en la primera década del siglo VII, el tratado de Isidoro de Sevilla “Sobre los oficios de la Iglesia”, (De ecclesiasticis officiis), fusiona las tradiciones enumeradas anteriormente para producir una extraña mezcolanza de santones vendedores ambulantes y perniciosos vagabundos. Es importante señalar que las circumcelliones se incluyen como el quinto tipo en una lista de seis categorías de monjes, tres de los cuales son buenos y tres malos.
“El quinto tipo [de monje] son los circumcelliones que, disfrazados de monjes, vagan por todas partes, llevando a cabo su pretensión para beneficio personal, deambulando por las provincias, no habiendo sido enviadas por nadie y sin tener lugar fijo de residencia, nunca habiendo permanecido en ningún lugar ni habiendo establecido hogares. Algunos inventan ficciones sobre las cosas no han visto, presentando sus propios puntos de vista como si fueran los de Dios; otros venden las partes del cuerpo de los mártires (si es que son las de los mártires); otros exaltan sus flecos y filacterias, buscando un sentido de gloria en sus oyentes; otros caminan con el pelo largo (para que el corte sagrado se considere más barato que el pelo largo) para que cualquiera que los vea los considere uno de esos antiguos sobre los que leemos, como un Samuel o un Elías.. Otros más proclaman que tienen cargos, que de hecho no han recibido. Otros dicen a quienes los escuchan que tienen padres y familiares en tal o cual lugar y mienten que sólo están viajando para verlos. Y todos mendigan y extorsionan a todos ya sea los gastos de su costosa pobreza o los gastos de su pretendida santidad. Mientras tanto, dondequiera que estos hombres hayan sido aprehendidos cuando se les pille envueltos en sus malas acciones y palabras o cuando hayan sido acusados de personas infames, el movimiento que se conoce bajo el nombre general de monjes está maldito”.
Isidoro, Sobre los oficios de la Iglesia 2.16.7-8 (en Shaw, 2016, 189).
Por su parte, en el año 776, Beato de Liébana, en su comentario al Apocalipsis de San Juan, declarará, siguiendo firmemente las tradiciones erróneas de los anteriores tratados:
“Y otro [tipo de pseudo-profeta] es el hombre supersticioso. La ‘superstición’ se llama así porque es una observancia, que es excesiva o va más allá de las prácticas establecidas de religión adecuada. Hombres como éstos no viven igual que sus otros hermanos [monjes], sino que se destruyen a sí mismos con el pretexto de su amor por los mártires, de modo que, al apartarse violentamente de esta vida, puedan adquirir el nombre de mártires. Estos hombres, a quienes llamamos circunceliones en latín, porque son toscos compatriotas, se llaman cotopitai en griego. Viajan por las provincias, ya que no se permiten vivir en un solo lugar con sus hermanos [monjes] con un solo propósito a fin de compartir una vida en común, ya que con un solo corazón y espíritu podrían vivir de manera apostólica. Más bien, como hemos dicho, deambulan por tierras diversas y contemplar las tumbas de los santos, como para el bienestar de sus almas. Pero esto no les sirve de nada porque lo hacen sin el propósito común de los hermanos [monjes]”.
Beato de Liébana, Comentario al Apocalipsis 5 (en Shaw, 2016, 193-194).
¿De dónde proceden entonces esas caracterizaciones negativas de los monjes, utilizadas ofensivamente tanto por los donatistas como los nicenos para denigrarse unos a otros, y que luego formaron parte esencial de la descripción e imagen de los circumcelliones en la Alta Edad Media? Probablemente del propio San Agustín. Así, leemos:
“Oh esclavos de Dios, soldados de Cristo, así es como frustrarán las emboscadas del enemigo más astuto [el Diablo], que teme vuestra buena reputación, este buen olor de Cristo, para que la gente de buen espíritu no digas “correremos tras la fragancia de tus perfumes” [Cántico 1: 3]. De esta manera evitarás las trampas de ese enemigo nuestro con todo su hedor, ese que ha dispersado por el mundo a tantos hipócritas que viven vestidos de monjes, que deambulan por las provincias, nunca enviados por nadie, nunca establecidos, nunca parando, sin tener nunca domicilio fijo. Algunos venden las partes corporales de los mártires (si es que son mártires); otros exaltan sus mechones y filacterias. Algunos dicen a los que los escuchan que tienen padres o familiares en esta o aquella región, y mienten diciendo que viajan solo para verlos. Todos mendigan y todos extorsionan, ya sea el costo de su rentable pobreza, o el precio de su supuesta santidad; mientras tanto, han sido sorprendidos aquí y allá haciendo sus malas acciones; o son declarados infames de alguna manera, entonces su buen propósito es maldito bajo el nombre general de “monjes” – algo que es tan bueno y tan santo, que lo deseamos en el nombre de Cristo – que, al igual que a través de otras tierras, ahora deberían extenderse y florecer por toda África”.
Agustín, Sobre el trabajo de los monjes 28.36 (en Shaw, 2016, 190).
Por lo tanto, debemos concluir que este grupo de rebeldes, violentos y armados, enfrentados tanto al poder civil como al religioso, y asociados (al menos en ocasiones) a los donatistas, acabaron convertidos en fraudulentos monjes itinerantes y delictivos por la propia problemática de los falsos monjes, endémica en el cristianismo (Arranz Guzmán, 2012, 43-48), y por las ideas expresadas en el mismo Agustín, que ofrecía la imagen de clérigos donatistas como líderes de las bandas de circumcelliones.
Sobre el fin de este fenómeno no tenemos noticia clara; la última mención escrita pertenece al año 418 (Agustín, Actas del debate contra el donatista Emérito 12), pero estimamos imposible que desaparecieran, si tenemos en cuenta la operatividad del donatismo en el siglo VI mencionada anteriormente. Suponemos que acontecería alrededor del año 700, con la llegada de los árabes y el fin del África bizantina y cristiana. No nos extrañaría, en todo caso, que algunos acabasen igualmente convirtiéndose al islam.
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Vives, J. Concilios visigóticos e hispano-romanos. Edición preparada por José Vives; con la colaboración de Tomás Marín Martínez, Gonzalo Martínez Díez. Instituto Enrique Flórez. Madrid y Barcelona, 1963.
Watts, E. J. Hypatia: The Life and Legend of an Ancient Philosopher. Oxford University Press, 2017.
Recomendaciones sobre fuentes antiguas:
Agustín, Santo, Obispo de Hipona. Obras completas de San Agustín. Ed. bilingüe. Madrid: La Editorial Católica; Biblioteca de Autores Cristianos,1946-2002. Incluye la Vida de Agustín escrita por Posidio de Calama.
Del Campo, A.: Freeman L. G. (eds.), Obras completas de Beato de Liébana. Madrid, 1995.
A. A. Volkov, “El tratado del obispo Isidoro de Sevilla ‘De ecclesiasticis officiis’ como fuente de información sobre el oficio divino de la España antigua”. Toletana. Cuestiones de teología e historia nº 35.2 (2016), pp. 117-128.
Gutiérrez-Martín, J. L. “Optato de Milevi. Actualidad de un escritor afrorromano de la antigüedad tardía”. Anuario de Historia de la Iglesia 6 (1997), pp. 275-304.
Salviano de Marsella, Sobre el gobierno de Dios. Félix Rodrigo Mora (Prólogo); traducido por José Francisco Escribano Maenza. 2019.
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