Retóricas y Contextos de Violencia

Artículo publicado en SCIO (nº 14) en 2018

Esteban Anchústegui Igartua
Profesor titular de Filosofía política en la UPV/EHU

Imagen: Amaia García Hernández

0. Introducción

Este artículo, con una estructura heterodoxa, tal vez inconexa y descrita a pinceladas, trata de rememorar y reflexionar sobre momentos históricos estelares donde las retóricas justificativas de la violencia y la imposición iban precedidas de apelaciones altruistas y bienintencionadas. El reto está en el período actual, un tiempo de incertidumbre donde los criterios y referencias se tambalean. Por eso, en la creencia de que el pasado es una buena escuela de aprendizaje y adquisición de antídotos, propongo, en lugar de caer en la pasividad y la indolencia, servirnos de las experiencias del pasado reciente para escudriñar y procurar comprender los acontecimientos actuales.

1. La religión civil y la república de la virtud

El primer momento que voy a considerar es la “República de la virtud”, el periodo revolucionario que trata de construir ciudadanos que, inexorable y lógicamente, como consecuencia de su proceso de liberación, no deben ni pueden practicar sino la virtud de la igualdad. Para analizar esta etapa voy a utilizar a dos autores, Rousseau y Robespierre, quienes, cada uno desde su responsabilidad, elaboraron una teoría sobre la religión civil.

La religión siempre ha traído de cabeza al ser humano. Planteada con los matices, vaivenes y usos propios de los diferentes momentos históricos, cuestiones como la religión o Dios siempre han estado presentes en sus reflexiones. Cuando, por ejemplo, nos planteamos aspectos referidos a modelos de convivencia diferentes a las democracias liberales, el tema de la religión adquiere una relevancia de primer orden. Así, propuestas como la “alianza de civilizaciones” nos retrotraen inmediatamente a los diferentes modos de organizar la relación entre el mundo, Dios y el ser humano. Rousseau se plantea estos interrogantes, y esboza la exigencia de una renovada sociedad basada en un nuevo tipo de ser humano, muy alejado del comúnmente aceptado en su época y reconciliado con el orden de la naturaleza a través de la conciencia, que, inevitablemente, concebiría una organización social donde el “amor de sí” evolucionase en interés general mediante un gran contrato social.

Anteriormente Thomas Hobbes –en su tratado Leviathan (1651)– ya había provocado un gran cambio en lo que a la cuestión de Dios se refiere. Hobbes, en lugar de ocuparse de Dios y sus imperativos, se ocupó exclusivamente del hombre y sus creencias. Se trataba, según el filósofo inglés, de intentar explicar por qué las convicciones religiosas dan lugar a conflictos políticos con tanta frecuencia. Lo que perseguía era que el nuevo pensamiento político ya no se ocupara de la política de Dios, sino que se concentrara únicamente en los hombres creyentes evitando las disputas entre ellos. En definitiva, estaba dando el primer paso para erigir instituciones políticas legítimas que no tuvieran que estar basadas necesariamente en la revelación divina. A lo que no se atrevió Hobbes fue a refutar la fe en la revelación divina. Rousseau sí, y así le fue: su pretensión fue hablar de religión en términos de necesidades humanas y no de verdades divinas reveladas y, por ello, fue perseguido y vilipendiado durante el resto de su vida.

Con todo, los escritos de Rousseau, o sus efectos, deben ser encuadrados en un momento histórico determinado y, de hecho, produjeron el caldo de cultivo donde van a surgir los discursos que luego se plasmarán en la Revolución francesa. El jacobino Maximilien Robespierre no tiene duda sobre el papel preponderante de Rousseau como inspirador del proceso liberador del género humano que la revolución ha iniciado, y lo ilustra de la siguiente manera:

Entre aquellos que, en la época a que me refiero, destacaron en la carrera de las letras y de la filosofía, un hombre se demostró digno, por lo elevado de su alma y por la grandeza de su carácter, del ministerio de preceptor del género humano1.

El panegírico que Robespierre hace del maestro de quien se considera discípulo es absoluto, excepcional:

Atacó la tiranía con franqueza, habló con entusiasmo de la divinidad; su elocuencia enérgica y proba describió con ardor los encantos de la virtud, y defendió los dogmas consoladores que la razón da como apoyo al corazón humano. La pureza de su doctrina, extraída de la naturaleza y del odio profundo hacia el vicio, y su invencible desprecio hacia los sofistas intrigantes que usurpaban el nombre de filósofos, atrajeron sobre él el odio y la persecución de sus rivales y de sus falsos amigos. ¡Ah, si hubiese sido testigo de esta Revolución de la que fue el precursor y que le ha llevado al Panteón! ¿Quién podría dudar que su alma generosa hubiera abrazado con entusiasmo la causa de la justicia y de la igualdad? (Robespierre, 1992, p. 179).

“Habló con entusiasmo de la divinidad”, dice Robespierre para referirse a Rousseau. Ambos personajes probablemente compartían este entusiasmo, si nos atenemos, al menos, a este discurso de Robespierre, donde propone instaurar la denominada “fiesta del Ser Supremo”, celebrada por vez primera el 8 de junio de 1794. En ese acto se prendía fuego a una enorme estatua que representaba al ateísmo, mientras, simultáneamente, se erigía otra nueva que simbolizaba la sabiduría, todo ello envuelto en una atmósfera que testimoniaba el abrazo fraterno de toda la humanidad, mientras se acompañaba de proclamas que reivindicaban la ciudadanía y se homenajeaba a la República nacida dos años atrás.

En este discurso Robespierre reinventaba la propia Revolución, asignándole como objetivo principal, a través del Culto al Ser Supremo, la institución de una “religión cívica” inspirada en Rousseau. De este modo, la Revolución fusionaba el cuerpo político y el cuerpo social, es más, constituía el elemento social a partir del elemento político, de tal manera que los principios se convirtieran en vínculos, esto es, la ley en costumbre y la sociedad en una “religión civil”2.

Con este objetivo, el 6 de abril de 1794 Robespierre comisionó a Couthon a proponer en el nombre del Comité de Seguridad Pública que se instituyera una fiesta en honor al Ser Supremo, y al día siguiente, fecha del discurso citado, Robespierre en persona expuso ante la Convención Nacional francesa el plan de la nueva religión. En su arenga explicó lo ventajoso que resultaba para el Estado, desde los puntos de vista religioso y republicano, la idea de un Ser Supremo, al tiempo que dispensaba de cualquier tipo de sacerdocio a la religión, ya que los sacerdotes eran a la religión lo que los charlatanes a la medicina, señalando que el verdadero sacerdote del Ser Supremo era la Naturaleza3.

Este canto a la Naturaleza, a la religión natural, ya lo había inaugurado Rousseau. La Profesión de fe del vicario saboyano es una defensa de la religión natural en el contexto de la propuesta rousseauniana de crear un nuevo tipo de ser humano, donde la defensa de la religión natural se realiza evidenciando las facultades humanas innatas. Es por ello por lo que este texto se ubica en el gran tratado sobre la educación que Rousseau escribe, Emilio o de la educación, concretamente en el Libro IV. El hecho de que Rousseau decida incluir La Profesión de fe del vicario saboyano en el Emilio deja bien a las claras la importancia que tiene para el ginebrino la religión en la educación del individuo, siendo esta una de las lecciones esenciales que Emilio debe recibir a lo largo de su formación.

Cuando estaba ultimando la publicación del libro, Rousseau ya fue advertido de los problemas que podría llegar a tener a raíz de la inclusión de La Profesión de fe en el texto final del Emilio, pero él, a pesar de ser un texto independiente, no estaba dispuesto a renunciar a lo que consideraba absolutamente imprescindible para la educación religiosa del joven alumno, por lo que decidió que este escrito formara parte de su tratado sobre educación. Esta decisión rebelde delata una de las características de la propia obra de Rousseau: su permanente y radical exigencia de sinceridad. Precisamente si algo queda claro y diáfano en la lectura de esta obra es su tono de sinceridad personal. Es evidente que La Profesión de fe no es un tratado sobre religión, y que el lector no encontrará grandes deducciones filosóficas para demostrar la existencia de Dios. Lo que sí nos encontramos es con una declaración personal, sincera, íntima, que surge desde lo más profundo del corazón de un vicario a su alumno.

Hijo mío, no esperéis de mí palabras sabias ni profundos razonamientos. No soy un gran filósofo, y me preocupo poco de serlo. Pero a veces tengo sentido común y siempre amo la verdad. No quiero argumentar con vos, ni tratar de convenceros; me basta con exponeros lo que pienso en la simplicidad de mi corazón. Consultad el vuestro durante mi discurso; es cuanto os pido (Rousseau, 1990, p. 359).

Estas son las primeras palabras que pronuncia el vicario, con las que comienza La Profesión de fe.

Siguiendo la misma estela de Rousseau en su rechazo a los philosophes ilustrados de la época, “el olvido de toda religión lleva al olvido de los deberes del hombre” (1990, p. 354), Robespierre señala con rotundidad que “el sentimiento religioso debe servir para inspirar el sentimiento de deber de los ciudadanos”4, uno de cuyos instrumentos será la institución de las fiestas nacionales:

Reunid a los hombres y los haréis mejores, puesto que los hombres, reunidos, intentarán complacerse mutuamente y no podrán hacerlo sino con cosas que les hagan agradables. Dad a sus reuniones un gran movimiento moral y político y el amor por las cosas honestas entrará en todos los corazones junto con el placer; puesto que los hombres se ven siempre con agrado. El hombre es el mayor objeto que existe en la naturaleza; y el más hermoso de todos los espectáculos es el de un pueblo reunido (Robespierre, 1992, p. 183).

Y esta educación virtuosa del ciudadano debe efectuarse bajo la asistencia y amparo del Ser Supremo:

Debemos invitar a nuestras fiestas a la naturaleza y a todas las virtudes para que todas ellas se celebren bajo los auspicios del Ser Supremo: todas deben serle consagradas y deben comenzar y concluir con un homenaje a su poder y a su bondad. ¡Serás tú quien des el nombre sagrado a una de nuestras fiestas más bellas, tú, hija de la Naturaleza! Tú, madre de la felicidad y de la gloria, tú, única soberana legítima del mundo que fuiste destronada por el crimen. ¡Tú, a la que el pueblo francés ha restituido su dominio, y al que le das una patria y buenas costumbres, tú, oh augusta Libertad! (Robespierre, 1992, p. 184).

Volviendo a Rousseau, no hay que olvidar que, en el pensamiento de su época, la Ilustración, la razón había sido elevada a principio supremo, casi divino. Sin embargo, aun ostentando un estatus importante, la razón no es autónoma para Rousseau, por lo que siempre debe estar iluminada por la conciencia, por el sentimiento interior, para así poder orientar un comportamiento correcto que se fundamente en el bien. Por tanto, todas las consideraciones y reflexiones deben superar el examen del asentimiento “interior” del corazón, de la conciencia. De ahí que a Rousseau no le interese tanto saber, sino creer para actuar, ya que se trata de asegurar un uso de la razón que desemboque en una actuación correcta5. Y es que, a diferencia de la razón, la conciencia “no engaña jamás, es la verdadera guía del hombre; es al alma lo que el instinto al cuerpo; quien la sigue obedece a la naturaleza y no teme extraviarse” (Rousseau, 1990, p. 387). La conciencia se constituye en juez íntimo del bien y del mal y, por lo tanto, en depositaria de todo juicio moral. Asimismo, debido a su propia naturaleza universal, el veredicto de la conciencia alcanza un carácter universal, siendo la referencia de toda acción moral. En definitiva, la conciencia constituye el instrumento que la naturaleza ha depositado en el hombre para alcanzar las verdades más profundas sin necesidad de ningún tipo de intermediación y, al mismo tiempo y precisamente por ello, es el principio sobre el que se edifica toda acción humana que pueda calificarse como moral. Y es de esta doble relación del hombre consigo mismo y con los demás de donde “nace el impulso de la conciencia” (Rousseau, 1990, p. 392). De esta manera se pone de manifiesto la necesidad de relacionar los principios religiosos con la naturaleza humana, por lo que el interés que Rousseau concede a las ideas religiosas reside en su radical intento de relacionar estas con la naturaleza del hombre.

La importancia del “amor de sí” está presente a lo largo de toda la obra del ginebrino. Para aprehender lo que realmente es no hay más que mirar la “luz interior”, escuchar la conciencia. El “amor de sí” es el objeto inmediato de la conciencia, lo que revela el sentimiento interior. Esto es lo que permite estar bien consigo mismo (armonía) y lo que hace posible no reconocer más autoridad que la que emana de la propia conciencia. De este modo Rousseau está estableciendo las bases del sujeto autónomo que posteriormente Kant construirá con el imperativo categórico. Para Rousseau la autonomía del individuo es la base de la dignidad humana, una dignidad compatible con la religiosidad. De este modo, si la idea de la autonomía fundamenta la dignidad humana para Kant, Rousseau sitúa en la conciencia la expresión máxima de esa dignidad humana6.

Toda conducta moral precisa de un modelo y el mejor modelo del “amor de sí” se sitúa en la bondad del hombre natural, con su simplicidad y en íntima comunión con la naturaleza y con el orden del mundo. Para Rousseau toda la naturaleza sigue un orden admirable, cuya finalidad responde a una voluntad inteligente y activa que lo ha construido, y esta no puede ser sino Dios, entendido como inteligencia ordenadora de la naturaleza que aparece de manera inmediata ante la conciencia. Esa necesidad de conjugar la armonía del sujeto individual, fundamentada en el “amor de sí” con el orden y con la armonía de la naturaleza, es la que está presente en toda la obra de Rousseau y muy especialmente en La Profesión de fe. La verdadera religión debe surgir de esa unidad armónica que vincula al sujeto con el mundo, que une al “amor de sí” con el orden de la naturaleza. Construir esta unidad y fundamentarla es la misión de la religión natural. Lo que hace al vicario ser un hombre feliz, “un hombre de paz”, es el vivir en armonía consigo mismo, con su entorno y con la sociedad que le rodea. La figura del vicario se presenta, de este modo, como un ideal de la armonía deseada y “el amor de sí” como la base de toda armonía posible. Esta armonía constituye la base de cualquier conducta que pueda calificarse como virtuosa, iluminada por la conciencia, y debe ser alcanzada en la nueva sociedad edificada sobre un pacto de voluntades libres que respeten el “amor de sí”.

Rousseau resuelve con esta “armonía” el problema planteado al principio sobre la relación entre el mundo, Dios y el hombre. Y precisamente la actitud frente a esta armonía es la que diferencia el bien del mal. El hombre bueno acepta su lugar en el orden universal y el hombre débil quiere que el orden gire en torno suyo, quiere ser el centro del universo7. El hombre bueno se siente feliz “al situarse en relación a la totalidad”, mientras que el débil sitúa el todo en torno suyo. Dicho de otra manera, el hombre bueno es el que, escuchando “la voz interior” de la conciencia conforme al “amor de sí”, se reconcilia consigo mismo y con la armonía de la naturaleza (el vicario), mientras que el débil es el que transforma el “amor de sí” en “amor propio”, fuente de egoísmo, y pretende quebrar la armonía de la naturaleza, situándose en el epicentro de ese orden establecido por Dios. Esta actitud supone, indefectiblemente, un alejamiento, un quebranto del orden natural. El mal es precisamente la ruptura de la armonía que es propia del hombre de la naturaleza: es la mutación del “amor de sí” en “interés propio” y la sustitución de la voluntad general por la voluntad particular. Es esta transformación la que, en la época en la que vive Rousseau, configura la sociedad civil y que estaba caracterizada por un supuesto progreso, aspecto este que el ginebrino rechaza con todas sus fuerzas. Para nuestro autor, esa alteración supone una adulteración del orden natural, y es sinónimo de corrupción moral y degeneración política.

El hombre social, el hombre en relación, es un hombre desnaturalizado que ha interiorizado las normas sociales y ha anulado todo lo natural que había en él. El hombre social se encuentra escindido entre norma e instinto, entre razón y sensibilidad (corazón, conciencia). Ante esto, Rousseau plantea la exigencia de un nuevo modelo de sociedad basada en un nuevo tipo de ser humano, muy alejado del comúnmente aceptado en su época, reconciliado con el orden de la naturaleza a través de la conciencia y que da origen a una organización social donde el amor de sí se manifiesta en el interés general mediante un gran contrato social8. Para ello, es indispensable, tal como hace el vicario en su confesión contemplar “la luz interior”, alejarnos del “parecer”, y escuchar nuestro corazón y la conciencia que nos reconcilia con nosotros mismos y con la armonía de la naturaleza.

Escuchar nuestro corazón es suficiente para llegar a las verdades más profundas. Puesto que en opinión de Rousseau el hombre podía encontrar a Dios por su propio esfuerzo, no solo era superflua cualquier intermediación, sino que esta podía constituirse en un obstáculo para el descubrimiento de la verdad. “¡Cuántos hombres se interponen entre Dios y yo!” se lamenta el vicario. El sentimiento de Dios aparece en el interior de cada hombre, anida en la conciencia y no precisa más que del culto íntimo del corazón, sin cultos exteriores. El “culto del corazón”9 es el verdadero culto a Dios, representa la forma de la armonía que une “el amor de sí” con el orden de la naturaleza. Es la soledad en la que la religión natural deja al hombre la que permite el contacto directo de cada ser humano con Dios. Es por eso por lo que es accesible a todo ser humano, es universal. El único libro que hay que hojear y mirar es “el grande y sublime” libro de la naturaleza10.

La religión revelada, por el contrario, exige la fe en la palabra revelada. Reclama el sometimiento de la razón a una serie de elementos sobrenaturales que se presentan revelados por Dios de una manera exclusiva a una religión determinada. Y para decidir cuál es la verdadera (Rousseau, en la Profesión de fe, cuestiona el cristianismo, el judaísmo y el islam) será necesario estudiar cuidadosamente todas ellas, interpretando sus textos y los datos que ellas consideran revelados por Dios. Haría falta, según Rousseau, toda una vida para llegar a conocer cuál de esas religiones que se presentan como reveladas es la verdadera. Y, en su caso, solo los sabios podrían llegar a ser creyentes.

Por otro lado, al autoproclamarse como la únicamente verdadera, cada una de estas religiones reveladas constituye un impedimento para la relación directa entre el hombre y Dios, a la vez que, al materializarse en la sociedad los instintos y las pasiones más egoístas, las ideas religiosas se corrompen y se incita a los hombres a la intolerancia y al fanatismo. La religión natural, por el contrario, se sitúa únicamente en el ámbito “de lo que importa a mi conducta”, la cual, según el primer precepto de la moral, debe regirse conforme al “cuidado de sí”. Esta noción de autonomía está en la base de la tolerancia, ya que mi autonomía se presenta como “un deber” y supone necesariamente el reconocimiento de la conducta autónoma del otro.

Nadie puede extrañarse de que esta actitud de Rousseau causara un enorme escándalo. No solo ante las Iglesias, sino también ante los philosophes. Rousseau increpa a Montaigne por la imposibilidad de construir una vida sin ningún tipo de creencia. “La duda sobre las cosas que nos importa conocer es un estado demasiado violento para el espíritu humano (…) y antes prefiere equivocarse que no creer nada” (Rousseau, 1990, p. 361). Sus ideas también chocan con el materialismo imperante en su época, que reducía todo ser a materia y dotaba a esta de vida y finalidad propias. Por ello, su enfrentamiento a los ilustrados, a los que él mismo denomina “partido de los filósofos”, es también radical. Su rechazo a la idea de progreso, así como su crítica a la razón, dos ejes fundamentales de las Luces, lo separan del “espíritu filosófico”. Ya su primer Discurso es un alegato contra la idea de progreso cuando dirigiéndose a los romanos afirma: “Apresuraos a demoler esos anfiteatros, romped esos mármoles, quemad esos cuadros, echad a esos esclavos que os sojuzgan y cuyas funestas artes os corrompen”11, o cuando suplica a Dios:

¡Dios Todopoderoso! ¡Tú que tienes en tus manos a los espíritus, líbranos de las luces y de las funestas artes de nuestros antepasados y devuélvenos a la ignorancia, la inocencia y la pobreza, únicos bienes que pueden darnos felicidad y que son preciosos ante ti! (Rousseau, 1974, p. 58).

Para Rousseau el desarrollo de la razón humana y la evolución de sociedad han engendrado un ser corrompido, lo que Starobinski denomina un “desgarramiento ontológico entre el ser y el parecer” (1983, p. 17). En La Profesión de fe Rousseau desconfía abiertamente de un progreso científico basado en un modelo de razón físico-matemática, al mismo tiempo que realiza una defensa de la ignorancia y de los límites del conocimiento, cuando el vicario elabora su discurso desde la veracidad y la autenticidad de su confesión.

Rousseau seduce con su discurso, porque sabe atraerse al lector para conmoverle y buscar su complicidad. Es un magnífico escritor que transmite su desolación, su amargura y su deseo de ser querido; una persona desdichada al que el destino ha alejado de su familia y su patria; un ser bondadoso al que las malas gentes han maltratado, difamado y humillado, hasta convertirlo en un ser errante, perseguido e injustamente relegado. Sufre en vida su condena, pero siguiendo a su conciencia se expresa con autenticidad, proponiendo un modelo de comunidad política donde impere la virtud que erradique definitivamente el padecimiento de los oprimidos. Ciudadanos educados en la honradez y aversión a la corrupción construirán una asociación civil de iguales regida por la voluntad general. Esta forma de asociación, por tanto, “implicará la alienación total de cada asociado con todos sus derechos a toda la comunidad” (Rousseau, 1998, I, p. 6). Además, “en cuanto a los asociados, toman el nombre de pueblo, y se llaman más en concreto ciudadanos, en tanto son participes de la autoridad soberana, y súbditos, en cuanto están sometidos a las leyes del Estado” (Rousseau, 1998, I, p. 6).

Desgraciadamente, continúa Rousseau (1998, II, p. 6):

el pueblo siempre quiere el bien, pero no siempre lo ve. La voluntad general es siempre recta, pero el juicio que la guía no siempre es esclarecido. Es necesario hacerle ver los objetos tal y como son, y algunas veces tal y como deben parecerle; mostrarle el buen camino que busca, librarle de las seducciones particulares (…) Todos necesitan guías. Es preciso obligar a los unos a conformar sus voluntades a su razón, y enseñar al otro a conocer lo que quiere.

La revolución y los jacobinos, de la mano de Robespierre, entendieron pronto la potencialidad de la propuesta rousseauniana, asentada en dos pilares: por una parte, la guía de la conciencia, que no pude ser juzgada sino por sí misma12; y, por otro lado, la asociación civil de iguales presidida por la voluntad general: “el pacto social (…) consiste en que quien se niegue a obedecer la voluntad general será obligado por todo el cuerpo: lo que no significa sino que se le obligará a ser libre” (Robespierre, 1998, I, p. 7).

Con estos ingredientes, la Libertad que la Naturaleza ha restituido al pueblo francés abre un glorioso camino para el género humano, eso sí, no exento de sacrificios:

Compartiremos nuestros sacrificios con tu inmortal compañera, la dulce y sagrada Igualdad. Festejaremos a la humanidad, la humanidad envilecida y pisoteada por los enemigos de la República francesa. Será un hermoso día en que celebraremos la fiesta del género humano: habrá un fraternal y sagrado banquete en el que el pueblo francés invitará a la inmensa familia cuyos honores y derechos imprescriptibles defiende (Robespierre, 1992, p. 185).

El proceso revolucionario ya está en marcha, y los patriotas revolucionarios, de la mano del Ser Supremo, ya tienen su agenda organizada, con su calendario y sus fiestas diseñadas:

Debemos instituir la fiesta de la Gloria: no de la que devasta y oprime al pueblo, sino de la que lo libera, lo ilumina y lo consuela; de la que, después de la patria, es el primer ídolo de los corazones generosos. También debemos instituir una fiesta conmovedora: la fiesta de la Desgracia. Los esclavos adoran la fortuna y el poder: nosotros honraremos la desgracia, la desgracia a la que la humanidad no puede desterrar por completo de la tierra, pero que consuela y alivia con respeto (Robespierre, 1992, p. 186).

Es cierto que Rousseau fue profusamente criticado y denostado con dureza en su tiempo. Pero aquí no corresponde analizar las razones de unos o las explicaciones de otros. El hecho es que la Revolución francesa ya tenía una víctima, una víctima virtuosa frente a la corrupción social que se les había impuesto a los seres humanos, un patriota avant la lettre, cuya memoria y ejemplo honrarían los revolucionarios en su marcha moral:

Los enemigos de la República son todos los hombres corrompidos. El patriota no es más que un hombre probo y magnánimo, en toda la amplitud de este término. Poca cosa es aniquilar a los reyes: lo que importa es hacer respetar a todos los pueblos el carácter del pueblo francés.

Sería inútil que llevásemos a los confines del mundo la fama de nuestras armas, si todas las pasiones desgarran impunemente el seno de nuestra patria. Debemos desconfiar incluso del entusiasmo por nuestros éxitos. Seamos fuertes frente a los fracasos y modestos frente a los triunfos; establezcamos entre nosotros la paz y la felicidad por medio de la sabiduría y de la moral. Este es el verdadero objetivo de nuestro trabajo, esta es la empresa más heroica y más difícil (Robespierre, 1992, p. 18).

Y la voz única de Robespierre, tanto tiempo aislada y temida en la Constituyente, se convirtió en la voz de los jacobinos y después en la de la Francia revolucionaria: la República de la Virtud había echado a andar. La recién instaurada supremacía de la ley civil, la exigencia de la recta deliberación de los asociados para desvelar la voluntad general, unida a la “virtud” de sus principios filosóficos y la necesidad lógica de sus aplicaciones prácticas, daban a la mayoría rousseauniana, dirigida intelectualmente por Robespierre, la seguridad de imponerse a toda oposición, denunciando ante el veredicto popular –constituido en instancia suprema– la maldad de aquellos que se opusieran a dar su consentimiento. Se actuará, por tanto, por virtud, siendo esta la fuerza moral del ciudadano que es capaz de luchar contra la corrupción y la opresión de su país. Es una fuerza que procede de una indignación moral que enciende el alma. Esta virtud cívica, por consiguiente, no es una interpretación racional, sino una pasión que alienta nuestra voluntad a resistir y a luchar por el amor a nuestros conciudadanos. Rousseau ya había definido la virtud cívica como la conformidad del interés particular con el interés general, cuestión no exenta de dificultad, ya que inevitablemente obligaría a transformar a seres egoístas en un organismo colectivo cuya meta sería perseguir el bien común. Y si ese objetivo era inexcusable, ya solo quedaba una última línea que cruzar: que, en aras de un bien superior, el recurso de la violencia estaba justificado. Así, con Robespierre, en nombre de la voluntad general, el terror impuso la virtud cívica o se confundió con ella.

Y llegados a este punto, no puedo dejar de hacer una referencia a Arendt, cuando, al analizar el modelo que supuso la Revolución francesa, la autora hace hincapié en su etapa liberadora (el momento violento, al que denomina la liberación de la opresión), mostrándola como una rebelión contra la miseria y la pobreza. Considera que la Revolución francesa estuvo marcada por la compasión hacia los miserables y la inclinación afectiva hacia ellos por su desgracia. Asimismo, estima que esta virtud no es buena consejera en la tarea política ya que, poseyendo la claridad de la inocencia y concibiendo la justicia como la defensa de los humillados, apela al sentimiento antes que a la razón. El paradigma de esta fase liberadora, actuando sin límites ni restricciones e inmerso en las agitadas aguas de las emociones, lo ofrece el comportamiento político de Robespierre, al justificar que se podía ser inhumano en nombre de los padecimientos del pueblo: “par pitié, par amour, pour l’humanité, soyez inhumains!” (Robespierre, 1988, p. 90).

2. Los mecanismos totalitarios

En este apartado voy a referirme al período posterior a la Primera Guerra Mundial, especialmente a los orígenes, mecanismos y organización de los movimientos que, con pretensión totalizadora, van a pretender ser una alternativa al liberalismo y la democracia, considerados como sistemas degenerados. Y para visualizar gráficamente estas nuevas formas de expresión política y estética, a modo de ejemplo, me viene a la memoria la puesta en escena con la que el régimen político nazi organizó los Juegos Olímpicos de Berlín en agosto de 1936 con el propósito de dar una imagen propagandística que, entre espectaculares coreografías y paradas pseudomilitares, anunciaba la magnificencia de la Nueva Alemania. Era el preludio del uso sistemático de la propaganda por los regímenes totalitarios.

Desgraciadamente, muchos confiaban en el acuerdo y el pacto con Hitler, pero no había marcha atrás, y la tragedia duró hasta que los soviéticos, también expertos en coreografías y reconstrucciones históricas, izaron la bandera de la hoz y el martillo sobre un Reichstag (Parlamento alemán) en ruinas. Y continuaron con la propaganda totalitaria.

Frente al “poder democrático degenerado”, la propaganda nazi de la nueva Alemania quería mostrar al mundo un nuevo poder y una nueva política, cuya finalidad histórica sería llevar a cabo un nuevo orden social que debía durar milenios.

Pero conviene hacer una reflexión previa sobre el poder y la política. Es cierto que son dos conceptos que muy recurrentemente se analizan relacionándolos entre sí, hasta el punto de que una forma muy usual de explicar el concepto de la política es presentarla como el conjunto de actividades relacionadas con la lucha por el acceso al poder. Y aquí topamos de nuevo con el fenómeno (la violencia) que recorre toda esta exposición, ya que no es difícil detectar un acuerdo básico entre los teóricos políticos en considerar la violencia como la más flagrante manifestación del poder. En este sentido, es paradigmático el dictamen de un clásico como M. Weber al definir la organización política llamada Estado como “una relación de dominio de los hombres sobre los hombres basada en los medios de la violencia legitimada, es decir, considerada legítima” (Weber, 1993, p. 1057). Este mismo autor cita la observación de Trotski en Brest–Litowsk cuando asevera que “todo Estado está basado en la violencia”, afirmación que Weber corrobora enteramente, añadiendo que “si solamente existieran configuraciones sociales que ignorasen el medio de la violencia habría desaparecido el concepto de Estado” (Weber, 1987, p. 83).

Para Weber, por tanto, partiendo de que el Estado es la única fuente del “derecho” a la violencia, “la política significará la aspiración a participar en el poder o a influir en la distribución del poder entre los distintos Estados o, dentro de un mismo Estado, entre los distintos grupos de hombres que lo componen” (Weber, 1987, p. 83).

Según los valedores de esta posición, los individuos emplean el poder al operar con las cosas y en sus tratos mutuos y, a la postre, su uso implica que los deseos de aquellos que detentan mayor poder se impongan sobre las apetencias de quienes posean menos. En este sentido, es manifiestamente esclarecedora la afirmación de Weber (1993, p. 926) cuando define el poder como “la oportunidad de un hombre o de cierto número de hombres de realizar su propia voluntad, incluso frente a la resistencia de otros que participan en la acción”.

Si seguimos a otro teórico del poder como Bertrand de Jouvenel, veremos que, después de afirmar su esencia egoísta, hará hincapié en que una vez que este ha adquirido una naturaleza social, su consustancialidad egoísta le acompañará irremediablemente. Para Jouvenel, el componente psicológico del poder se manifiesta desde el momento en que “un hombre se siente más hombre cuando se impone a sí mismo y convierte a otros en instrumentos de su voluntad, lo que le proporciona incomparable placer” (Jouvenel, 1974, p. 142), hasta el punto que la existencia del poder necesita del binomio “mandar y ser obedecido: sin el cual no hay Poder, y no precisa de ningún otro atributo para existir” (Jouvenel, 1974, p. 142). Esta afirmación llevará a decir a Arendt (1973, p. 140) que “si la esencia del poder es la eficacia del mando, entonces no hay poder más grande que el que emana del cañón de un arma”.

En Los orígenes del totalitarismo, Arendt profundiza en los mecanismos totalitarios por excelencia: la propaganda y el terror. El libro, publicado por primera vez poco después de la guerra, en 1951, tiene su origen en el análisis del sistema político nazi, pero la pervivencia del régimen bolchevique le otorgó una notable actualidad, lo que suscitó más de media docena de ediciones posteriores.

Para la autora, los movimientos totalitarios, a través de la propaganda y el terror, eran capaces de crear en los ciudadanos la sensación de la existencia de un poder infinito capaz de controlar, destruir y corromper todo tipo de organizaciones, grupos y clases sociales característicos de la sociedad civil. Paralelamente, al integrarse en el movimiento totalitario, el individuo es capaz de alcanzar relevante significado y notoriedad. Así, frente a las frustraciones que percibe como fruto de promesas incumplidas que la sociedad ha dejado de proporcionarle, el antaño individuo aislado y desarraigado cobra un protagonismo inusitado, de manera que se establece para él un espacio de acción donde tienen cabida y se azuzan todos los demonios del hombre, a través de la entrega de la voluntad y la sumisión al nuevo jefe político: “La voluntaria inmersión del yo en fuerzas suprahumanas de destrucción parecía ser un escape a la identificación automática, con funciones preestablecidas dentro de la sociedad a su profunda banalidad” (Arendt, 2006, p. 462).

Si esto es así, los horrores desatados por Stalin y Hitler no son una macabra curiosidad histórica, sino una forma de gobierno susceptible de repetirse. Si bien es cierto que hoy en día el nazismo se ha convertido en un mito catártico que calma nuestras conciencias ante el presente y el futuro, Arendt recalca que el bolchevismo y nacionalsocialismo fueron perversiones posibles de la era moderna, y “puede ser erróneo suponer que la inconstancia y el olvido de las masas significa que se hallan curadas de la ilusión totalitaria, ocasionalmente identificada con el culto a Hitler o a Stalin; lo cierto puede ser todo lo contrario” (Arendt, 2006, p. 432).

El mensaje de Arendt contiene una advertencia para generaciones presentes y futuras: el virus totalitario está aquí desde principios del siglo pasado, y ha venido para quedarse. En ese sentido, hoy, solo su incapacidad para abandonar definitivamente la era medieval separa a los movimientos integristas islámicos o islamistas del totalitarismo auténtico de nazis y bolcheviques. La ideología la poseen, con creces: una interpretación completa y cerrada de la historia, independiente de la experiencia diaria, con una lógica volcada sobre sí misma y autosuficiente. Y los instrumentos de la globalización, desde los cibercafés de cualquier ciudad europea a las emisiones de Al Yazira vienen en ayuda de los demagogos islamistas, por no hablar de los intereses económicopolíticos de las grandes potencias.

El mecanismo del terror es visible en cualquier cadena de televisión, pero se puede leer en Hannah Arendt. Cuando las masas islamistas vitoreaban la matanza del 11-S, cuando las caricaturas contra el islam provocaron una ola de amenazas que culminó en la masacre contra los periodistas de la revista Charlie Hebdo, o cuando se clama por la aniquilación de Israel, la visión integrista del islam se va imponiendo paulatinamente en las mezquitas. Entretanto, los Abu Bakr al-Baghadi de turno perfeccionan al hombre-masa, lo embrutecen moralmente y lo lanzan contra el enemigo, tal y como lo hacía Himmler. Ofrecen al desesperado ser protagonista de la historia, aunque sea de una historia de destrucción. Le hacen sentir que posee un poder infinito, ilimitado, que nada ni nadie podrá detener:

Para ellos, la violencia, el poder, la crueldad, eran las capacidades supremas de unos hombres que habían perdido definitivamente su lugar en el universo y eran demasiado orgullosos para anhelar una teoría del poder que les reintegrara sanos y salvos al mundo (Arendt, 2006, p. 462).

Y este individuo aislado –para Arendt (2006, p. 445): “la característica principal del hombre-masa europeo no es la brutalidad y el atraso, sino su aislamiento y su falta de relaciones sociales normales”– es susceptible de sentir una morbosa fuerza de atracción por una propaganda que ofrece la eliminación total de cualquier convicción personal y el sometimiento a un líder supremo que hace jugar un juego del cual solo él conoce las leyes. Y esta característica es esencialmente moderna, tan susceptible de repetirse en el siglo xxi como en los años treinta del siglo pasado.

3. Islam y yihadismo

Sabemos de los excesos producidos por los mecanismos totalitarios sumados al socorrido recurso de apelar a la conciencia al objeto de alcanzar la felicidad para la humanidad. Considero que las consecuencias son más que evidentes y deseo ardientemente que prosigamos vacunados frente a semejantes “excesos” La cuestión radica en si las enseñanzas que hemos recibido sirven de antídoto y nos proporcionen respuestas a los retos del integrismo islámico y el terrorismo yihadista. Y a continuación trataré de exponer algunos aspectos que, relacionados con esta nueva amenaza, me preocupan sobremanera.

Hay cuestiones sobre las que es difícil poner una fecha de inicio, pero, tal vez porque me encontraba en París en esos días finales de abril de 2017, advertí con toda la crudeza que el ataque mortal contra la policía en plena víspera de las elecciones presidenciales en Francia se había realizado con un propósito meramente desestabilizador. Y advertí que la democracia, como una forma civil de organizar el espacio compartido, no debe importar tanto a los islamistas radicales, ya que sus representantes, sus servidores o la propia institución, ejemplificada en el Parlamento, también había sido objeto de ataque unas pocas semanas antes en otro ataque yihadista en Londres13.

También considero que la pluralidad y la división de poderes, garantes de los derechos individuales y colectivos, tanto de la ciudadanía como de la propia democracia, están en franco retroceso en otros países de mayoría musulmana, como Turquía, que prácticamente hace cien años comenzó un proceso de separación entre el ámbito político y religioso. Su presidente Erdogan sigue profundizando en el proceso que inició hace años para deshacer cualquier avance en el recuerdo de la laicidad, a la par que asienta y refuerza comportamientos e instituciones autoritarias. En este sentido, las purgas contra funcionarios, profesores o militares disidentes, así como la censura contra medios de comunicación críticos o la restricción en el uso de internet, son buena prueba de la dirección que ha emprendido el islamismo turco.

También me estremece la violencia que en Egipto sufren los coptos, la gran minoría cristiana de Oriente Próximo. Este grupo molesta particularmente al Dáesh y, en general, al yihadismo, intolerantes con la existencia de cristianos en un territorio que consideran de su propiedad. En consecuencia, exacerban su discurso propagandístico beligerante basado en la lucha entre musulmanes y cristianos, considerados como “cruzados”, a los que persiguen y masacran brutalmente. Son mártires en su propio país, y mueren por su fe. En realidad, los cristianos han sido parte del proyecto de construcción nacional egipcio, y han participado de un modo muy claro en el proceso de independencia y en el desarrollo del Egipto moderno. Pero en las tres últimas décadas del siglo pasado han comenzado a sufrir una importante merma en sus derechos. Junto al acercamiento del régimen al islamismo se está produciendo otro fenómeno económico importante: los egipcios emigran a los países del Golfo y cuando vuelven reproducen la conducta discriminatoria que han adquirido, y que es contraria a la tradición egipcia.

Como consecuencia de todo ello, representando a uno de cada diez egipcios y practicando una religión muy anterior al islam, los coptos son las víctimas del proceso de homegeneización de la población, y están soportando aterrorizados la implacable imposición del islam como única forma de expresión religiosa en Egipto. Como consecuencia de todo ello, convertidos en chivos expiatorios, están abocados al silenciamiento y a la desaparición pública de sus expresiones de religiosidad, a pesar de estar firmemente asentada y ser parte constitutiva de la identidad egipcia varios cientos de años antes que el islam. Entretanto, una visión fundamentalista de la religión –del islam en este caso– ha devenido en el instrumento los de ultraconservadores salafistas14 para acceder al poder, mostrándose ante la población como los genuinos egipcios y creyentes.

Mientras tanto, una desorientada Europa, más preocupada por comprar la paz social buscando salidas a corto plazo, puede estar renunciando a salvaguardar sus valores y libertades, renunciando con ello, en aras de mantenerse como un agente económico en el mercado mundial, toda pretensión de ser una referencia política para el siglo XXI.

Considero fundamental esta pregunta, pero, desgraciadamente, no encuentro demasiada receptividad en una opinión pública muy desmotivada, sea por desidia, ligereza o irresponsabilidad. El hecho es que el fenómeno de la radicalidad islámica ya se encuentra entre nosotros y ha venido para quedarse. Para ilustrar esta cuestión quiero previamente hacer referencia a un libro recién publicado en Francia (Benichou, Khosrokhavar¸ Migaux, 2015), donde estos tres autores ofrecen una panorámica sobre los orígenes históricos de la ideología yihadista, y la definen como el último totalitarismo del siglo xx, cuyas características son radicalmente distintas a los distintos terrorismos que hemos conocido hasta ahora.

La tesis de estos autores es que esta irrupción del islam es el síntoma del fracaso del proyecto de la laicidad. Paralelamente a nuestra abulia por mantener (o actualizar) valores y creencias que han constituido nuestra forma de entender el mundo, hay evidencias de que el islam –en su forma integrista– representa para muchos la religión de los oprimidos, con gran capacidad de atracción para los jóvenes inmigrantes de segunda, tercera o cuarta generación. Y la consecuencia de ello es apabullante: convertida en alternativa a los jóvenes conversos de clase media que encuentran en el islam radical una dimensión antimperialista encarnada en los años setenta por los movimientos de izquierda, la práctica de la yihad se desarrolla y cumple la función de asegurar el liderazgo del islam en la humanidad.

Paralelamente, este nuevo terrorismo, a fin de captar nuevos adeptos, realiza una intensa actividad propagandística donde difunde sus crímenes, realiza actos de enaltecimiento y justificación públicos de sus actuaciones, y propaga los actos de descrédito, menosprecio o humillación de las víctimas15. Y todo ello con notable éxito, ya que es capaz de conseguir el desplazamiento de miles de personas, desde todos los rincones del mundo, para incorporarlos a las acciones de combate y martirio que las organizaciones islamistas llevan a cabo en diversos escenarios de conflicto, como Siria o Irak.

Con todos estos ingredientes, según estos autores, el terrorismo yihadista, que no entiende de fronteras, que ofrece distintos rostros y aprovecha todos los resortes que están a su alcance para propagar su proyecto totalitario, constituye la mayor amenaza para nuestra libertad y seguridad. Y, en estas condiciones, el tiempo no juega precisamente a favor de nuestra concepción de una sociedad plural y democrática.

También es este el rumbo que señala Nesser (2015), experto en terrorismo yihadista del Centro Noruego de Defensa (FFI), que advierte que es precisamente en Europa donde se está jugando esta partida. Según Nesser, en sus atentados en Londres, París, Berlín, Estocolmo o Niza, los yihadistas utilizan coches, camiones o explosivos de fabricación casera o simplemente cuchillos porque saben adaptarse a las medidas de lucha antiterrorista, y señala, como dato contundente, que entre 2014 y 2016 han muerto en ataques yihadistas más personas en Europa que en todo el tiempo anterior a ese periodo. Para este experto la amenaza tiene procedencia transnacional y multinacional e implica a sujetos de orígenes distintos, a lo que habría que añadir lo complicado que es evitar atentados cuando estos son practicados por terroristas que actúan en solitario, esto es, por individuos que llevan a cabo su propio adiestramiento y proceso de radicalización a través de materiales difundidos en internet o en redes sociales, aunque en muchas ocasiones se descubre luego que no es tal y que ha existido un reclutamiento previo, ya que las investigaciones policiales posteriores acaban desvelando que existían conexiones orgánicas anteriores a los atentados. En este sentido, este autor noruego pone en evidencia que la red transnacional constituida por los yihadistas proceda de múltiples escenarios de conflicto y esté vinculada a numerosas plataformas o grupos islamistas radicales, señalando además que el Dáesh ha sabido infiltrarse en flujos migratorios.

Otra cuestión importante reiterada por numerosos expertos es que lo que los terroristas buscan es muy simple: socializar el miedo y provocar en el seno de la población un incremento de la islamofobia. Siguiendo la premisa de Tito Livio, “el miedo siempre está dispuesto a ver las cosas peor de lo que son”, la sensación de inseguridad es una sensación, un sentimiento, y como cada uno tiene la suya, no hay necesariamente racionalidad en ello, por lo que la irracionalidad toma cuerpo en el discurso y en la percepción. Por eso es tan difícil gestionar y combatir una amenaza latente que periódicamente se encarga de hacer acto de presencia dolorosamente entre nosotros. Hannah Arendt (una autora que recorre transversalmente este artículo) ya nos advierte, cuando nos enseña a comprender el totalitarismo y su estilo de comportamiento, de que uno de sus instrumentos más eficaces es que puede hacer acto de presencia en cualquier momento a la vez que puede difuminarse súbitamente, lo que amedrenta aún más a una población resignada hasta hundirla en la sumisión.

Por tanto, como el miedo es nuestro enemigo y nos puede llevar a la desesperación y a la sobreactuación, es prioritario hacer frente a esta ideología totalitaria, por lo que nuestros gobiernos deberán utilizar todos los medios (políticos, judiciales, militares) necesarios, siempre y cuando esos medios no minen los valores sobre los que se funda nuestra sociedad. Pero sabemos, por los ejemplos que nos ha deparado la historia, que algunas batallas se dirimen en el terreno de las ideas, y esto depende de la conciencia ciudadana. En este aspecto, sin embargo, es difícil ser optimista. Sería ideal poder señalar que entre nosotros abunda ciudadanía, pero no es así. Hay que ser conscientes de que vivimos unos tiempos donde la ciudadanía y su concepción de los derechos nos acerca peligrosamente a un estadio donde se tiende a confundir ciudadano con consumidor, esto es, que nos movilizamos más por nuestros derechos (somos consumidores de derechos, sean estos garantizados por nuestro sistema público o adquiridos en el mercado) que por nuestros deberes.

Por tanto, reforzar nuestra experiencia ciudadana y crear valores compartidos sin caer en absurdas tolerancias, haciendo frente a las amenazas que garantizan nuestra forma de vida, es uno de los retos más importantes al que nos enfrentamos. Es un potente antídoto frente a la práctica, señalada por Arendt (2006, p. 562), de que

los regímenes totalitarios dirigen realmente su política exterior sobre la consecuente presunción de que, con el tiempo, lograrán este objetivo último, y no lo pierden nunca de vista por distante que pueda parecer o por seriamente que puedan chocar sus exigencias “ideales” con las necesidades del momento.

El totalitario puede no conquistar el mundo, pero lo incendia en su despiadado propósito.

Por último, otro de los aspectos fundamentales que tener en cuenta en la lucha frente al terrorismo es que, además de que debe ser combatido sin tregua, también deben ser desenmascarados todos sus símbolos, apariencias, comportamientos, justificaciones y pretensiones. En otras palabras, que nunca se podrá pretender conseguir su derrota política y social hasta que no despojemos de toda legitimidad a todos los banderines de enganche que los fundamentalistas y terroristas puedan utilizar como propaganda ante sus hipotéticos prosélitos y destinatarios de sus acciones.

Y para conseguir esta meta es primordial que Occidente recupere la iniciativa. En este sentido, la comunicación estratégica es el elemento capital, y en esta difusión informativa todos los atributos, mensajes y encarnaciones del Dáesh y grupos similares que abanderan cualquier mención al “Estado islámico” deben ser deslegitimados. Desde esta perspectiva, es fundamental implicar a los musulmanes en el rechazo y hostigamiento al terrorismo y fundamentalismo violento, al objeto de que sean los propios musulmanes quienes se comprometan en esta lucha y formen parte de la vanguardia que combata y repudie esta interpretación sectaria y fanatizada del islam que realizan los terroristas yihadistas.

Bibliografía, notas y fuentes:

1 M. Robespierre, “Elogio de Rousseau ante la Convención Nacional”, del discurso pronunciado en la Convención del 18 florial, año II (7 de mayo de 1794) titulado “Sobre las relaciones de las ideas religiosas y morales con los principios republicanos y sobre las fiestas nacionales” (1992, p. 179).

2 Un pasaje de este discurso de Robespierre (1992, p. 175) resume ejemplarmente este proyecto: “La obra maestra de la sociedad consistirá en generar en él [hombre], con respecto a las cosas morales, un instinto rápido, que, sin la ayuda tardía de la razón, le impulsase a hacer el bien y evitar el mal: porque la razón individual de cada hombre, engañado por sus pasiones, es con frecuencia la de un sofista que defiende su causa, y la autoridad del hombre. Pues bien, lo que produce o sustituye este precioso instinto, lo que suple la insuficiencia de la autoridad humana es el sentimiento religioso que imprime en las almas la idea de la sanción con respecto a los preceptos de la moral, sanción dictada por una potencia superior al hombre” (esto es, hacer del “imperativo categórico”, siguiendo un lenguaje kantiano, un instinto, una nueva naturaleza). Tal instrumento, por tanto, solo puede ser la religión. De ahí que, subraya Robespierre (1992, pp. 175-176): “no conozco ningún legislador a quien se le haya ocurrido nacionalizar el ateísmo. Sé, por el contrario, que incluso los más sabios entre ellos, se han permitido mezclar con la verdad algunas ficciones, ya sea para asombrar la imaginación de los pueblos, ya sea para atarlos más fuertemente a sus instituciones”. En este mismo sentido se había manifestado Rousseau en El contrato social cuando aseveraba que ha de haber una “religión” o “profesión de fe puramente civil, cuyos artículos corresponde fijar al soberano como normas de sociabilidad” a las que debe ajustarse el comportamiento del “buen ciudadano” y del “súbdito fiel”, pues “al Estado le importa que cada ciudadano tenga una religión que le haga amar sus deberes” (Rousseau, 1998, IV, p. 8).

3 “Y, por otra parte, ¿qué relación existe entre los curas y Dios? Los curas son a la moral lo que los charlatanes a la medicina. ¡Qué distinto es el Dios de la Naturaleza del Dios de los curas! No se conoce nada tan semejante al ateísmo como las religiones que ellos han construido. A fuerza de desfigurar la imagen del Ser supremo lo han aniquilado; han hecho de él un globo de fuego, un buey, un árbol, un hombre o un rey. Los curas han creado a Dios a su imagen: lo han creado celoso, caprichoso, ávido, cruel e implacable. Lo han tratado como los mayordomos de palacio trataron a los descendientes de Clovis para reinar bajo su nombre y ocupar su lugar. Los curas han relegado a Dios en el cielo como en un palacio y solo le han llamado a la tierra para pedir en su nombre diezmos, riquezas, honores, placeres y poder.

El verdadero sacerdote del Ser supremo es la Naturaleza; su templo, el universo; su culto, la virtud; sus fiestas, la alegría del gran pueblo reunido bajo sus ojos para estrechar los dulces lazos de la fraternidad universal y para presentarle el homenaje de los corazones sensibles y puros.

Curas, ¿con qué títulos habéis acreditado vuestra misión? ¿Acaso habéis sido más justos, más modestos, más amigos de la libertad que los demás hombres? ¿Acaso habéis amado la igualdad, defendido los derechos del pueblo, renegado del despotismo y derribado la tiranía?” (Robespierre, 1992, p. 182).

4 “Pero dejemos a los curas y volvamos a la divinidad. Debemos vincular la moral a principios eternos y sagrados; debemos inspirar al hombre un respeto religioso por el hombre, un sentimiento profundo de sus deberes, que es la única garantía de la felicidad social; debemos alimentarle con todas nuestras instituciones: la educación pública debe encaminarse, sobre todo a este objetivo.

Ya no se trata de formar ‘señores’ sino ciudadanos; solo la patria tiene el derecho a educar a sus hijos: no puede confiar esta tarea al orgullo de las familias, ni a los prejuicios de los individuos, eternos alimentos de la aristocracia y de un federalismo doméstico, que restringe los espíritus, los aísla, y destruye –junto con la igualdad– todos los fundamentos del orden social. Pero este grandioso argumento es extraño a la presente discusión” (Robespierre, 1992, p. 183)

5 “Gracias al cielo, henos aquí liberados de todo ese espantoso aparato de filosofía; podemos ser hombres sin ser sabios; dispensados de consumir nuestra vida en el estudio de la moral, tenemos a bajo precio un guía más seguro en este Dédalo inmenso de las opiniones humanas” (La Profesión de fe, Libro IV de Emilio o de la educación, 1990, p. 393).

6 “¡Conciencia! ¡Conciencia! Instinto divino, inmortal y celeste voz; guía seguro de un ser ignorante y limitado, pero inteligente y libre; juez infalible del bien y del mal, que hace del hombre semejante a Dios; tú eres quien hace la excelencia de su naturaleza y la mortalidad de sus acciones; sin ti no siento nada en mí que me eleve por encima de los animales…” (Rousseau, 1990, p. 393).

7 “Medito sobre el orden del universo, no para explicarlo mediante vanos sistemas, sino para admirarlo sin cesar, para adorar al sabio autor que en él se deja sentir. Converso con él, inundo todas mis facultades de su divina esencia; me enternezco con sus beneficios, lo bendigo por sus dones, pero no le ruego. ¿Qué le pediría? ¿Qué cambiase para mí el curso de las cosas, que hiciera milagros en mi favor? Yo, que debo amar por encima de todo el orden establecido por su sabiduría y mantenido por su providencia, ¿he de querer que se turbe por mí ese orden? No, ese voto temerario merecería ser más bien castigado que escuchado. No le pido tampoco el poder obrar bien: ¿por qué pedirle lo que me ha dado? ¿No me ha dado la conciencia para amar el bien, la razón para conocerlo, la libertad para elegirlo? Si hago el mal no tengo excusas; lo hago porque lo quiero; pedirle cambiar mi voluntad es pedirle lo que él me pide; es querer que él haga mi trabajo, y que yo recoja su salario; no estar contento con mi estado es no querer ser hombre, es querer otra cosa que lo que es, es querer el desorden y el mal” (1990, p. 397).

8 Rousseau aspira a “encontrar una forma de asociación (…) mediante la cual, cuando alguien se una al todo no obedezca, sin embargo, más que a sí mismo y se mantenga tan libre como antes” (1998, I, p. 6).

9 La Profesión de fe, 1990, p. 418.

10 “Nadie tiene excusa de no leer en él, porque habla a todos los hombres una lengua inteligible por todos los espíritus” (1990, pp. 415-416).

11 Discurso sobre las ciencias y las artes, 1974,p. 41.

12 “Qué se le puede objetar a aquél que quiere decir la verdad y que está dispuesto a morir por ella” (Robespierre, 1992, p. 201) dice Robespierre en su último discurso en la Convención Nacional, el 9 de termidor del año III (26 de julio de 1794).

13 Desgraciadamente, los ataques yihadistas no cesaron, y al poco tiempo un terrorista suicida de 22 años hizo explotar una bomba al término del concierto que había ofrecido Ariana Grande en el Manchester Arena, con un saldo mortal de 22 muertos y 64 heridos, muchos de ellos niños y adolescentes, siendo este colectivo el destinatario del atentado criminal. Este acto terrorista ha sido reivindicado por el Dáesh, con expresiones como “hemos matado a vuestros hijos” y “acabaremos con el ocio afeminado y nihilista de occidente y su forma de vida”. También el 17 de agosto de 2017 Barcelona recibió de lleno el impacto del terrorismo yihadista, arremetiendo su odio contra los transeúntes de las Ramblas con un atentado que causó 16 muertos y más de un centenar de heridos. El trágico suceso conmocionó a España, pero al poco tiempo quedó engullido por otro acontecimiento político, el proceso independentista, que obligó a poner la lupa en otras dos acometidas: la manifestación de la Diada y el referéndum ilegal del 1-O.

14 Estos ultraconservadores están en la línea que, a principios del siglo pasado, iniciaron los Hermanos Musulmanes, la organización cuya ideología ha contado con el apoyo de teóricos muy reconocidos en el mundo musulmán, como Sayyid Qutb, y de la que se han ido desgajando en el transcurso de la historia una serie de organizaciones yihadistas.

15 Cfr. en este mismo volumen el artículo de J. Fernández Arrivas.

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