La primera vuelta al mundo contada por sus protagonistas

Juan Aguirre Sorondo
Periodista

Imagen: Junueth Vilchis Ortiz

La primera vuelta al mundo, que Stefan Zweig define al comienzo de su biografía de Magallanes como “la segunda Odisea”, se inscribe en la llamada Era de los Descubrimientos, período histórico que va de principios del siglo XV hasta comienzos del siglo XVII durante el cual los europeos (primero portugueses y españoles, y más tarde británicos y holandeses), surcaron la práctica totalidad del planeta, cartografiándolo, descubriendo nuevos mares y océanos, y hallando pasos y rutas de navegación entre los mismos.

Desde la óptica de la “sociedad de la información” a la que pertenecemos cabría suponer, de manera un tanto anacrónica, que de la primera vuelta al mundo ha de haber quedado un minucioso registro documental para el conocimiento de las generaciones y para el progreso de la historia. No hay tal. Lo que disponemos es escaso y confuso. Apenas un puñado de testimonios que describen los principales hechos de modo parcial, fragmentario e insatisfactorio. Y decimos también confuso porque dichos testimonios arrojan sombras sobre aspectos capitales, como pueda ser el papel que desempeñó Elcano. Ello ha dado motivo a discrepancias históricas que solo recientemente parecen ir desvaneciéndose.

Haciendo un primer y esquemático balance digamos que como fuentes primarias tenemos unos pocos escritos de supervivientes, algunos meramente técnicos, otros más descriptivos. Y como fuentes secundarias, existen cartas e informes levantados por funcionarios que tomaron declaración tanto a los marinos que llegaron con Elcano a bordo de la Victoria como los que fueron regresando por otras vías años más tarde.

Por su importancia debe destacarse en primer lugar la carta que Elcano dirigió al emperador Carlos al momento de atracar en el puerto de Sanlúcar de Barrameda, el 6 de septiembre de 1522, por medio de la cual rinde un primer balance de la misión que podía darse no solo por cumplida en conformidad con las capitulaciones de Valladolid de 1518 sino aún más que por cumplida: en su recorrido de 80.000 km habían descubierto el estrecho que comunica los dos océanos; atravesado por primera vez el océano Pacífico; tomaron posición en nombre del monarca en los archipiélagos de las Marianas (islas de los Ladrones), las Filipinas, y las Molucas. Y, por supuesto, como subraya en su carta el de Getaria, “aquello que más debemos estimar y tener es que hemos descubierto y dado la vuelta a toda la redondez del mundo” (comprobación práctica de una redondez que era conocida desde mucho tiempo antes, como explica el profesor Jaume Navarro en esta misma revista). Además, aportaron un gran acervo de datos náuticos, cosmográficos y geográficos. Todo ello tendría hondas repercusiones para la exploración del planeta en general, y en particular para el asentamiento español en Asia-Pacífico (ver el artículo de Carlos Rilova Jericó). Por último, las 24 toneladas de clavo que se descargaron de la Victoria proporcionaron suculentos beneficios para la Hacienda real y para los financiadores particulares del viaje.

Principales testimonios

A partir de la información que le proporcionaron el propio Elcano y otros marineros que llegaron con él, un alto funcionario llamado Maximiliano de Transilvano redactó un informe que se publicaría solo un año después y en latín, lo que favoreció su amplia difusión por toda Europa. Luego volveremos sobre este texto detallado y bastante preciso.

Un documento importantísimo a efectos cosmográficos es el derrotero del contramaestre (suboficial de marinería) Francisco Albo. De origen griego, Albo tenía la orden de anotar la singladura diaria de las naves: es decir, grados del sol, declinación de altura y derrota. Así lo hizo un día tras otro durante los tres años que duró el viaje, sin apenas detenerse en otros detalles sobre la vida a bordo, ni siquiera cuando Magallanes muere o una veintena de sus compañeros son asesinados a traición en Cebú.

Breves y de escaso interés añadido son la conocida como “Relación de un portugués que viajó en la nave Victoria” y el también anónimo “Roteiro o itinerario” debido a “cierto piloto genovés” que viajó en la Trinidad, donde tuvo como compañero al piloto Ginés de Mafra a quien debemos una “Relación” que termina cuando la expedición se divide en las Molucas. Ginés fue de los que se quedó en la Especiería y, por tanto, su crónica no da noticias del regreso de la Victoria con “Juan Sebastian del Cano, vizcaíno, capitán” al frente.

Andrés de San Martin, piloto de la San Antonio, considerado el cosmógrafo más eminente de la expedición y posiblemente muerto en la etapa asiática, dejó unas notas de navegación, hoy perdidas, a las que tuvieron acceso algunos especialistas. Se sospecha que parte de su contenido se vierte en la relación de Mafra, quien las tuvo en su poder hasta que le fueron confiscadas por los portugueses al caer prisionero.

El texto más famoso y el de mayor enjundia es la “Relación” de Antonio Pigafetta, única que comprende al completo y con detalle los acaecimientos del primer al último día. A iniciativa personal, Pigafetta, que no oficiaba como escribano de la expedición sino que embarcó como “sobresaliente” (soldado voluntario de segundo rango), llevó este diario en su lengua natal, el italiano, en el que fue reuniendo todo un caudal de noticias de valor antropológico, zoológico, botánico, folklórico y filológico sobre las tierras exploradas durante el viaje. Se trata de un libro extraordinario. Así lo hizo notar Gabriel García Márquez al inicio de su discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura de 1982, aludiendo a esta que definió como “una crónica rigurosa que sin embargo parece una aventura de la imaginación”. Para el autor de Cien años de soledad, en “este libro breve y fascinante (…) ya se vislumbran los gérmenes de nuestras novelas de hoy”. Por tanto, el Pigafetta sería el primer antecedente de la “novela mágica” latinoamericana. En efecto, como en aquellas obras del realismo mágico, en este relato realidad y leyenda se mezclan; lo extraordinario parece verdadero; tan verosímil como el registro en apariencia objetivo de pueblos, costumbres, tipos, etc.

Interesa señalar aquí que en el espíritu de aquella expedición alentaba el afán riguroso y científico de los nuevos tiempos. Tengamos en cuenta que a bordo de las cinco naves viajaban hombres del Renacimiento, por tanto escépticos ante las creencias del mundo medieval, pero aún impregnados de las fantasías descritas por Marco Polo o el apócrifo Juan de Mandeville. Sus mentalidades oscilaban entre la fascinación y la incredulidad. Es así como Maximiliano Transilvano considerará un triunfo de la primera circunnavegación el haber disipado muchas supersticiones sobre la diversidad de la naturaleza humana; y retóricamente se preguntará:

¿Quién es el que creerá ya de aquí en adelante que hay los monoszellos (o stipadas), spithameos (pigmeos) y otros semejantes, que son más monstruos que hombres, que los antiguos escritores nos dejaron escrito que había…” (luego de que) “estos nuestros españoles que en esta nao ahora volvieron, habiendo dado una vuelta al universo orbe, nunca hayan topado, visto ni podido saber ni menos oír en todo lo que han andado, que ahora ni en tiempo alguno haya habido ni los haya los semejantes hombres monstruosos?

No menos detallado será Pigafetta al describir las miserias padecidas. Por ejemplo, las que se sucedieron al adentrarse en el Pacífico, al que bautizaron así por la calma con que les recibió.

En definitiva, Pigafetta dejó una gran obra de la que hay que lamentar sus omisiones y el sesgo de parcialidad. El cuadro que dibuja es el de un genio portugués, Magallanes, todo un dechado de virtudes que se vio enfrentado a una jauría de hienas españolas. No escatima elogios y loas incluso emocionadas. Como cuando describe la sanación de un enfermo en Cebú gracias a la asistencia de Magallanes en función de evangelizador, hecho que no se corta en calificar como “gran milagro” del capitán. En cambio, a Elcano lo cita ni una sola vez, como tampoco al capitán de la Trinidad (el otro barco que llegó hasta las Molucas). Es como si después de la muerte del portugués la Victoria y la Trinidad, cual buques fantasmas, navegaran a la deriva, sin mando ni patrón.

Motín en Patagonia

La ausencia de Juan Sebastián Elcano de la fuente principalísima sobre la primera vuelta al mundo ha dado pie a que durante siglos se pusiera en duda su papel y su protagonismo. Reconstruyamos lo que hoy sabemos al respecto.

En su biografía de Magallanes, Stefan Zweig rebaja a Elcano a la categoría de “joven sobresaliente vasco”. Se equivoca: ni sobresaliente (hombre de armas, sí lo era Pigafetta) ni joven. Tenía entonces unos 32 años, y era un veterano de las campañas españolas en el norte de África donde había participado en la toma de Orán dirigida por el cardenal Cisneros, y poco después en Italia enrolado en la flota del Gran Capitán.

Elcano partió de Sanlúcar como maestre de la nao Concepción. Los maestres eran responsables de la dirección náutica, sin estar concernidos en asuntos legales o de administración; tampoco tenían mando militar en caso de combate. Se especula que fue reclutado porque a sus dotes para la navegación sumaba conocimientos de carpintería naval. De hecho, parece que dirigió personalmente en un astillero guipuzcoano la construcción de la nao Victoria con la que culminaría la vuelta al mundo. Tal aptitud para operar reparaciones y reutilizar el maderamen de los barcos desguazados poseía una importancia capital en circunstancias como aquellas.

Entre 237 y 265 hombres (no se ha podido establecer la cifra exacta) embarcaron en Sanlúcar en cinco naos: españoles, portugueses, italianos, franceses, alemanes, flamencos… Muchos de ellos pertenecientes a las vastas posesiones de los Habsburgo. Para gestionar convenientemente ese “melting pot” que dicen los anglosajones, ese crisol de culturas, se precisaban unas cualidades de las que Magallanes carecía.

El portugués era hombre de talento y genio, plenamente confiado en sus posibilidades y capacidades; de otro modo, aquella aventura jamás se hubiera llevado a cabo. Pero si la confianza en uno mismo es factor fundamental para cualquier empresa humana, llevada al exceso se convierte en rémora. No consultaba, dialogaba ni informaba de sus planes. Era tenaz, decidido y autoritario, falto de empatía y tacto, rebosaba soberbia. No amistaba fácilmente con los suyos, y en su relación con los indígenas tendía a resolver las diferencias desenvainando la espada. Puede decirse que poseía cualidades de soldado más que de diplomático. La antítesis de un Legazpi, que años después se abriría paso con el mínimo de violencia en aquellas mismas latitudes. A la postre ello será su perdición, pues morirá en una inútil y pésimamente planificada operación de castigo contra el rey de Mactán.

La falta de comunicación entre Magallanes y sus subordinados en las desoladas costas de la Patagonia, bajo el frío polar, con la comida racionada y sin un derrotero definido, desembocó en el “Motín de la bahía de San Julián”, rebelión que implicó a buena parte del contingente. Magallanes la neutralizó primero mediante ardides y luego con un golpe de mano extremadamente violento. Lo explicaba Maximiliano Transilvano (recordemos que reproduce lo que le contó Elcano, al que llama “Miguel del Cano”, y “los otros marineros que en su compañía vinieron”):

La causa de discordia y disensiones fue que como en la armada iban muchos portugueses, de causa de ser portugués el capitán Magallanes, se comenzaron entre los castellanos y ellos algunas palabras del odio antiguo que los unos se tienen a los otros, trayendo a la memoria los unos la batalla de Aljubarrota, y los otros la del Toro, y otras semejantes cosas.

Trabadas, pues, estas pláticas entre los unos y los otros, decían los castellanos que como Magallanes fuese portugués, ninguna cosa podría hacer que más gloriosa fuese para su patria que echar a perder aquella armada con todos los castellanos que en ella iban, y que no era de creer que él podría hallar aquellas islas Molucas de la especiería que se había proferido de buscar y hallar, y que lo que de él sentían y creían era querer traer engañado al Emperador por espacio de algunos años con aquella vana esperanza. (…) Y que el viaje y camino que por allí llevaban no era para ir a las bienaventuradas Molucas, sino a algunas perpetuas nieves y hielos, y a tierra de tanta destemplanza donde todos pereciesen.

Sabiendo y oyendo el capitán Magallanes las cosas que los castellanos decían, se ensañó mucho contra ellos y fue lleno de gran ira y comenzólos a corregir y castigar más ásperamente que convenía a hombre peregrino y extranjero que llevaba semejante cargo y capitanía en tan extrañas y lejanas regiones.

Y como algunos de los castellanos sintiesen en esto mucha graveza, hicieron conspiración, y levantóse contra él un capitán de la una de las naos con todos los castellanos que en ella iban, y peleando Magallanes contra aquella nao con las otras cuatro, prendió al capitán y a los principales de la conspiración, y presos los ahorcó luego de hecho de las antenas de la nao sin los oír, y sin les guardar sus privilegios ni excepciones, porque siendo, como algunos de ellos eran, oficiales del Emperador, no podía según derecho hacer justicia de ellos, porque solo la persona del Emperador o los señores de su Consejo eran sus jueces, y no él. (…) Pues como los castellanos viesen la sinrazón que a los suyos había sido hecha, concibieron muchos de ellos en sus pechos gran odio y malquerencia contra el capitán Magallanes, murmurando y diciendo entre sí secretamente que no había de parar aquel mal hombre portugués hasta tanto que uno a uno los matase y acabase a todos, porque quedándose solo con sus pocos portugueses, se pudiese volver a su tierra con gran honra y alabanza que en Portugal le sería dada por haberlos así muerto a todos.

El “Motín de la bahía de San Julián” dejó en el seno de la armada división y recelo, cuando no odio y afanes de venganza. Puede que en aquel episodio se halle la raíz de la enemiga del leal “magallanista” Antonio Pigafetta hacia Elcano y la omisión de su nombre en la famosa crónica. Pues Juan Sebastián estuvo implicado en el complot, y en castigo fue depuesto como maestre. Ginés de Mafra lo atestigua: “Desde el Estrecho hasta que murió Magallanes sufrió muchos disfavores, mas él [Elcano] como discreto sufrió hasta que tornó a su cargo”. Esto es, pasó crujías hasta recuperar el mando de una de las dos naves que quedaron tras la muerte del capitán general. El calificativo de “discreto” en el lenguaje de la época suponía considerarlo hombre cuerdo y de buen seso que sabe ponderar y dar a cada uno su lugar.

Después del naufragio de un primer barco, el Santiago, y de la deserción del San Antonio cuya tripulación regresó a España denunciando la crueldad de Magallanes, solo tres naves se adentraron en las desconocidas aguas del Pacífico: Concepción, Trinidad y Victoria.

Después de Magallanes

La terrible etapa desde América hasta Filipinas desembocó en Cebú, donde Magallanes moriría en la primavera de 1521. A los pocos días, aprovechando el desconcierto de la descabezada expedición, el cacique local tendió una celada en la que perecieron unos veinticinco hombres. Con las fuerzas muy mermadas, se agruparon en dos barcos: el alguacil Gonzalo Gómez de Espinosa se puso al frente de la Trinidad y Elcano de la Victoria además de asumir la administración económica que hasta entonces se había llevado, al parecer, de manera anárquica. No está claro quién ostentaba el mando supremo, o si Elcano y Espinosa formaron duunviro. Sí parece claro que Elcano comandaba la navegación.

Su decisión fue retroceder hacia el norte y reclutar pilotos nativos que les condujeran al ansiado archipiélago de las Especias o islas de Especiería, las Molucas, cuya tierra tocarán en noviembre de 1521, transcurridas veintisiete semanas desde su llegada a las Marianas.

En plena recogida de especias (sobre todo clavo y nuez moscada), fueron informados de que una flota del rey portugués iba tras sus pasos con intención de abortar la expedición que amenazaba su monopolio en aquellos mares. Deciden entonces acelerar los preparativos y zarpar. Pero al poco de romper amarras una vía de agua abre el casco de la Trinidad carcomido porla broma (molusco xilófago propio de aguas cálidas). No tuvieron más remedio que separarse: sin más demora, la Victoria emprendió el viaje de vuelta siguiendo la Ruta Portuguesa, mientras la Trinidad quedaba en puerto hasta su reparación y, cuando estuviera en condiciones, retornar por donde habían venido, por el Pacífico hasta América. Ignoraban que aquel viaje, el tornaviaje de Filipinas a México, tardaría casi medio siglo en completarse, cuando Andrés de Urdaneta encontró la latitud que lo permitía. Por tanto, de las cinco solo quedó una nao: ella era la última esperanza de coronar con éxito la expedición.

Stefan Zweig se lamentará por Gómez de Espinosa, el leal alguacil de Magallanes y principal represor en el motín de San Julián: dice el austriaco que, por permanecer en tierra arreglando la Trinidad, Espinosa se quedó sin el lugar en la historia al que tenía derecho “puesto que fue quien aseguró el triunfo de su idea”, y no Elcano “que un día fue agitador contra el almirante”.

A esto se puede responder que, más allá de fidelidades y jerarquías de espada, no resulta imaginable que Espinosa pudiera conducir con éxito la etapa definitiva del viaje: desde Timor a España en principio sin escala alguna para reaprovisionarse, hacer reparaciones o descansar. Y ello en un buque gastado, con un contingente pequeño, dividido y exhausto, escasas provisiones (la carne se pudrió enseguida por falta de sal), y con los portugueses pisándoles los talones. Y no resulta imaginable sencillamente porque Espinosa no era marino. Mientras que Elcano puede que fuese −si no el más capaz− al menos uno de los más dotados en el arte de la navegación de cuantos partieron de Sevilla.

El empeño formidable de Elcano fue salirse de la derrota común desde Indonesia al sur de África para sortear a los barcos enemigos que transitaban por la llamada Ruta Portuguesa. Una audacia que fácilmente pudo acabar con la tripulación en las abisales profundidades del océano Indico.

Testimonio de Ayamonte

Recientemente se ha publicado en castellano un documento del Archivo Nacional de Portugal que a pesar de su interés había pasado desapercibido. Se trata del interrogatorio de las autoridades portuguesas a un grumete que iba a bordo de la Victoria, y que desertó en el último momento, en la isla de Timor, huyendo de aquella expedición que presumió condenada a muerte. El grumete Martín de Ayamonte aporta datos del viaje desde su partida hasta el momento de su deserción, momento en el que la Victoria fue “a Timor, por ser monzón, y era esto fin de febrero cuando la nao partió de Timor”. Esto es, que sabían que los monzones (de diciembre a marzo) podrían resultar fatales para el retorno.

A continuación declara Ayamonte: “la nao, cuando partió de Timor, daba a la bomba doce veces de día y doce veces de noche”. Por tanto, la Victoria hacía aguas cuando todavía le restaba casi medio mundo por recorrer. Y el tercer y más importante detalle: “el maestre y el piloto, que eran griegos, quisieron venir por Malaca, y el capitán, que era vizcaíno, no quiso”. En definitiva: la tripulación de la Victoria o parte de ella deseaba salir al océano Indico bordeando los territorios portugueses del Pacífico (Malasia), camino seguro para la navegación, pero Elcano se negó alegando que serían apresados.

Con persuasión y capacidad de liderazgo consiguió que todos se empleasen en el desafío, impresionante desafío sin lugar a dudas: descender en paralelo a las costas australianas, continente aún inexplorado, para luego enderezar hacia el cabo de Buena Esperanza. Tardaron cuatro meses en llegar al “más grande y peligroso cabo conocido de la Tierra”. Y dos más en atravesarlo. Cuando lo consiguen, el Atlántico les recibirá con una gran tormenta que derribó el mástil y la verga del palo trinquete. En esas condiciones, durante tres meses costearon África (evitando siempre la ruta natural de los barcos portugueses). Y mientras tanto, la Victoria se va descuadernando, con el agua entrando a mares, lo que les obliga a impulsar la bomba de achique ya no doce veces de día y doce veces de noche, como en Timor, sino de manera permanente las veinticuatro horas so pena de naufragar. Y aún faltaba el episodio de Cabo Verde donde sería apresada casi la mitad de su tripulación.

El 6 de septiembre de 1522 fondeaba la Victoria en Sanlúcar de Barrameda. Faltaban catorce días para que se cumplieran tres años desde su salida.

Conocemos el primer testimonio de Elcano, dirigiéndose ese mismo día por escrito al ya emperador Carlos V. Pero con eso no bastaba. Había que dar cuenta de todo lo sucedido. Aclarar lo acontecido en las heladas tierras de Patagonia, el motín de San Julián; explicar las causas del naufragio de la Santiago y de la deserción de la San Antonio; por supuesto, la muerte de Magallanes; y, en definitiva, el reparto de responsabilidades y de méritos. Pigafetta y el guipuzcoano fueron convocados a declarar. Como era de presumir por lo hasta aquí contado, sus versiones no coincidían.

Dirá Pigafetta: “presenté a la sacra majestad don Carlos V no oro ni plata, sino algo más valioso a sus ojos. Le ofrecí, entre otras cosas, un libro, escrito de mi mano, en el que día por día señalé todo lo que nos sucedió durante el viaje”. Según Zweig, que en esto sigue a otros historiadores, aquel libro que Pigafetta entregó al emperador no era el que hoy conocemos sino otro más extenso y detallado, cuajado de acusaciones, que alguien haría desaparecer para borrar las huellas de las felonías de los españoles, con Elcano a la cabeza, y darles prelación como protagonistas de la gesta. Nada hay que lo demuestre.

Cuenta y razón

El 18 de octubre de 1522, a las seis semanas del arribo, Elcano compareció ante Santiago Díez de Leguizamo, magistrado de la corona. Justificó el motín de San Julián por la parcialidad de Magallanes con los portugueses, cuyos capitanes “maltrataban y daban de palos a los castellanos contra la instrucción de S.M.”. Y remacha que “todos los capitanes y la otra gente tenían miedo de que los tomaran presos por los muchos portugueses y gente de muchas naciones que habían en la armada”. Elcano denunciará que Magallanes, aparte de no llevar una contabilidad clara ni completa, nunca confió a los mandos ni los rumbos que pensaba tomar ni la situación de las Molucas, destino final del viaje. En suma, según Elcano, Magallanes “desamparaba la Armada”.

El emperador se dio por satisfecho con las explicaciones y en reconocimiento a su hazaña le otorgó el privilegio de incorporar a su escudo una esfera con el lema “Tu Primus circundedisti me” (“arrogante inscripción”, se burlará Zweig). En lo económico, le premió con una merced de 500 ducados de oro, dinero que nunca vieron ni él ni sus descendientes.

Por razones desconocidas se le denegó el hábito de la Orden de Santiago (gracia que concedió el rey a Magallanes antes de partir). En cambio, fue indultado de un delito que penaba desde muchos años antes: había vendido un barco de 200 toneladas a unos mercaderes al servicio del Duque de Saboya a los que debía el préstamo que le hicieron para su construcción; en aquellos tiempos estaba prohibido traficar naves con extranjeros. Un año después se le autorizaría a hacerse acompañar de dos hombres armados como escolta personal, dado que su vida corría peligro. ¿Quiénes le amenazaban? ¿Portugueses? ¿Secuelas del viaje? Lo desconocemos.

Acabemos recordando que la figura de Elcano conoció una posteridad no demasiado halagüeña. Desde la historia, ignorado a partir de la asunción del Pigaffeta como fuente histórica de crédito. Y desde la literatura, maltratado por un Stefan Zweig que en su Magallanes procedió, básicamente, a literaturizar al italiano poniendo todas las virtudes y timbres de gloria en un bando y todas las perversiones y cualidades negativas en el otro.

Zweig menosprecia la figura de Elcano, lo dibuja casi como un advenedizo y un traidor. Y lanza un severo anatema contra la historia al decir: “Toda la fama, todo el mérito de Magallanes recae en aquellos que más encarnizadamente intentaron impedir, durante la expedición, la que fue empresa de su vida”. Pero los hechos históricos hasta el presente conocidos matizan mucho al autor de El mundo de ayer. Primer hecho indiscutible: Magallanes ideó, planificó y dirigió la puesta en marcha de una colosal empresa que la muerte impidió que llegase a culminar. Segundo hecho ya hoy plenamente aceptado: Elcano era un individuo oscuro, con un pasado algo turbio y sin relieve que tras la muerte de Magallanes y de otros episodios, por azar, se encontró en el proscenio de la historia. En esa fase resolutiva, dio pruebas de una valía que hasta entonces pocos podían imaginar. Pues su actuación nadie puede discutir que resultó memorable.

Citemos en su desagravio que, hoy, autores de la talla de José Calvo Poyato (La ruta infinita y La travesía final, novelas históricas de éxito) o el historiador Agustín R. Rodríguez González (La primera vuelta al mundo), han puesto a Elcano en el lugar que le corresponde en justicia.

Y, finalmente, una mínima palabra sobre los restantes hombres que completaron la vuelta al mundo: los dieciocho que arribaron a bordo de la Victoria; más los trece detenidos en Cabo Verde y que los portugueses liberaron poco después por la mediación del emperador a solicitud de Elcano; y los cinco, solo cinco de los más de cincuenta que quedaron en las Molucas con la Trinidad, los cuales no regresarían hasta varios años después. Por tanto, de los 237-265 que partieron, volvieron treinta y seis. Todos dignos de ser tenidos en cuenta. Aunque no haya quedado ni una sola línea escrita de sus vivencias personales.

Bibliografía, notas y fuentes:

Arteche, José de. Elcano. Madrid: Espasa-Calpe, 1972.

Elcano, Juan Sebastián, et al. La primera vuelta al mundo. Madrid: Miraguano Ediciones, Ediciones Polifemo, 2012.

Pigafetta, Antonio. La primera vuelta al mundo. Madrid: Alianza, 2019.

Rodríguez González, Agustín R. La primera vuelta al mundo. Madrid: Edaf, 2018.

VV.AA. El viaje más largo. La primera vuelta al mundo. Madrid: Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales, 2021.

www.elkanofundazioa.eus/recursos/

www.rutaelcano.com/

Zweig, Stefan. Magallanes: el hombre y su gesta. Madrid: Capitán Swing, 2019.