-Los inicios de la geopolítica moderna-
José Angel Achón Insausti1
Catedrático en la Universidad de Deusto

Imagen: Junueth Vilchis Ortiz
En estos años en los que celebramos el aniversario de la primera vuelta al mundo parece obligado dedicar un espacio a reflexionar sobre los notorios cambios que experimentó el mundo a finales del XV y comienzos del XVI, y ya no solo en el plano cultural o en el económico, sino también en el geopolítico. Unos cambios que, en esta dimensión, vienen representados por el hecho de que los océanos pasasen al primer plano del interés estratégico, que su dominio constituyese el primer objetivo de las potencias políticas del momento y que ello se tradujese en una conflictividad que se manifestó en el plano naval pero también en el jurídico. Los océanos adquirieron, por tanto, una relevancia que todavía no han perdido, aunque hoy la compartan con otros espacios. En este plano de la geopolítica, nuestra reflexión debe comenzar unos años antes del periplo de Magallanes-Elcano, tras la vuelta de Colón de su primer viaje, cuando el siete de junio de 1494 Castilla y Portugal firman el conocido como Tratado de Tordesillas. El objetivo de este artículo es analizar cómo cambió la visión del orbe entre 1494 y la llegada de Elcano en 1522, y qué impacto tuvo ese cambio en la geopolítica de los siglos posteriores.
El significado del Tratado de Tordesillas (1494)
Tras el primer viaje de Colón y el anuncio de su supuesta llegada a a las Indias por occidente, la imagen que Castilla y Portugal se habían hecho tras el Tratado de Alcaçovas-Toledo de 1479-80 se trastocó totalmente. Este tratado respondía a una lógica en la que Isabel de Castilla priorizaba la consolidación de su posición en la península y, por ello, no puso objeciones al predominio portugués en el Atlántico
En el Tratado de Alcaçobas-Toledo, Portugal reconocía a Isabel como reina legítima de Castilla y su dominio en las Canarias. Islas estas que, por cierto, a la postre supusieron un verdadero laboratorio colonizador en el que los castellanos aprendieron a enfrentarse a gentes consideradas “bárbaras”, a la financiación de viajes, a tratar con las mareas o a adapatrse a entornos ecológicos diferentes2.
A cambio, quedaban para Portugal Guinea, Azores, Madeira y Cabo Verde. Pero lo que ahora nos interesa destacar es que el tratado trazaba un paralelo al sur de las Canarias y el cabo Bojador. Todas las tierras que se descubriesen al norte del paralelo quedarían para Castilla y Portugal tendría derechos sobre las que se descubriesen al sur. Se seguía todavía una lógica derivada de la era de las Cruzadas presuponiendo que las descubiertas, o eran tierras deshabitadas o eran tierras gobernadas por infieles. En el primer caso, res nullius -tierras de nadie- se consideraba que el derecho de descubrimiento legitimaba el reconocimiento de su dominio a los colonizadores. En el segundo, se consideraba una obligación someter al príncipe infiel y evangelizar a su pueblo.
Con estos avales, los portugueses afianzaron, no solo su aceeso al oro africano, sino también a la ruta marítima hacia las especias, su verdadero objeto de interés. En los años siguientes darían los pasos necesarios para conseguirlo, especialmente, al descubrir la compleja vuelta desde Guinea, que obligaba a separarse de la costa, al doblar el cabo de Buena Esperanza y, finalmente, al presentarse Vasco de Gama en el Índico en 1498. En toda esa trayectoria aprendieron a tratar con vientos y mareas, a adentrarse en alta mar, o a poner en práctica su sistema de factorías.
Pero, como decíamos, antes de que el ciclo de viajes portugueses culminase con su llegada a las Indias, el regreso de Colón lo cambió todo. Juan II no había apoyado el proyecto del genovés, pues, seguro como estaba acerca de las posibilidades que le ofrecía la vía oriental, pudo parecerle innecesario. Pero recibió a Colón a su vuelta, y sin duda, se alarmó ante el hecho de que hubiera llegado a tierras habitadas, fueran o no las Indias. Los Reyes Católicos reaccionaron con rapidez. Al margen de organizar una segunda expedición, aprovecharon su cercanía con el papa valenciano Alejandro VI para reclamarle la expedición de unas bulas que legitimasen sus derechos sobre las tierras descubiertas. Estas bulas se expidieron durante 1493 y modificaron sensiblemente lo dispuesto en Alcaçovas-Toledo.
El cambio más determinante fue que las llamadas bulas alejandrinas sustituían el reparto norte-sur establecido en 1479-80 por otra partición ahora establecida en sentido este-oeste. Para ello, trazaban, ya no un paralelo, sino un meridiano situado a 100 leguas al oeste de las Azores. Sería de dominio castellano lo que quedase al oeste y portugués lo que permaneciese al este de la citada demarcación. El Tratado de Tordesillas firmado por ambas potencias en 1494, no hacía sino ratificar esa nueva lógica este-oeste, aunque situando el meridiano en una posición más ventajosa para Portugal, en concreto a 370 leguas al oeste de las Azores.
La división trazada en Tordesillas se completó una treintena de años después, en el Tratado de Zaragoza de 1529. Este tratado terminaba el trazado de la demarcación dibujando su continuación en las antípodas. Un asunto nada irrelevante puesto que lo que estaba en juego era el dominio sobre las Molucas, precisamente las islas de las especias que, como finalmente se demostró, quedaban en el territorio previsto para Portugal. También es cierto que, ya en esas fechas, estaba meridianamente claro que ninguna de las potencias europeas iba a aceptar el reparto ibérico de los océanos, lo cual quedó ya definitivamente evidenciado en la paz de Cateau-Cambresis de 1559. Podría entonces pensarse que Tordesillas no había significado nada, que era papel mojado. Y quizá fuese así en el plano de la realidad política y militar. Pero en el plano cultural, su impacto fue notable.
El cambio del paralelo al meridiano revelaba una transformación radical de la concepción del globo y de la geopolítica. La lógica norte-sur implicaba situar a la tierra en el centro, en el eje del interés, concibiendo todavía a los mares como el medio para bordear -y no mucho más- esa tierra. La lógica de Tordesillas suponía que el oceáno pasaba al centro, al eje de la estrategia política, y que, al menos, se intuía ya que era la clave para la comunicación entre tierras.
El cambio solo puede apreciarse si se tiene en cuenta que durante siglos el océano había sido considerado como una suerte de espacio prohibido. Durante todo el medioevo se había asimilado a otros parajes inhóspitos para el ser humano, como el desierto o los bosques. Un espacio poblado de monstruos y peligros desconocidos, que separaba irremediablemente los mundos habitados. Ya no sería así. Al revés, ahora pasaba a ser el único medio para unirlos.
La expedición de Magallanes-Elcano (1519-1522)
Tordesillas había producido el cambio cultural que giraba la geopolítica hacia los mares. Pero faltaba la experiencia, la evidencia práctica, es decir, comprobar que los océanos podían convertirse en parte de los asuntos humanos. Y este es, seguramente, el gran valor de la primera circunnavegación.
No deja de ser llamativa la revalorización que el conjunto de viajes y expediciones del XV-XVI ha experimentado en la historiografía occidental, especialmente desde el momento en que la globalización ha pasado a formar parte de nuestra visión del mundo. De hecho, hasta ese momento los viajes renacentistas se valoraban por lo que implicaban de espíritu aventurero y por haber desembocado en el “descubrimiento” de nuevas tierras y gentes con la consiguiente incorporación de estas a la historia occidental. Pero no se establecía una conexión entre los viajes y el concepto de modernidad, con la única excepción de quienes veían en la apertura a los océanos el inicio de una primera acumulación capitalista a nivel mundial, como Gunder Frank o Wallerstein. La modernidad era cuestión de categorías como estado, sociedad civil, razón, individuo, protoindustrialización y otras que solo muy indirectamente tenían que ver con los viajes renacentistas.
Muy diferente es la valoración que ofrecen historiadores como Fernández-Armesto, Soler, Gruzinski o Hausberger -y son solo un ejemplo- que ya en el título de alguna de sus obras más emblemáticas inducen a pensar en la conexión viajes-modernidad. Gruzinski resulta especialmente categórico en párrafos como el siguiente:
Escalas planetarias, comprensión de los espacios intercontinentales, movilización sin límites de seres y cosas: la modernidad de los ibéricos no se realiza en el suelo de la Península … No adopta el recorrido obligado que va directamente de Italia a Francia para encontrarse con Inglaterra y los países del norte, evitando una Europa meridional que invariablemente se percibe como arcaica y oscurantista. Esta modernidad ya no pasa por la construcción del Estado-nación ni por la marcha hacia el absolutismo, ni tampoco por el triunfo de la ciencia y del racionalismo cartesiano. Pone en juego otros espacios, otras configuraciones políticas … y, sobre todo, otros actores que ya no solamente son los europeos3
Si nos detenemos particularmente en la primera circunnavegación, quizá el autor que más ha insistido en su trascendencia sea Peter Sloterdijk, que no es historiador sino filósofo, y es también quien más directamente la ha relacionado con el inicio de una nueva era geopolítica. Parte de la idea de que, esencialmente, “la esencia de la modernidad es la conquista del mundo como imagen”4, y que todo ello implicaba un pensamiento oceánico. En ese contexto, la primera vuelta al mundo sacó las consecuencias de lo que Colón y los portugueses habían iniciado. En concreto, la experiencia de Magallanes y Elcano habría confirmado tres hechos básicos para la modernidad: que el planeta puede ser rodeado en una dirección; que los océanos están conectados y son navegables; y que toda la Tierra tiene una atmósfera respirable. En suma -concluye el filósofo alemán- “en 1519 comienza la historia que hoy seguimos escribiendo”5.
Podríamos añadir que los testigos de la expedición, especialmente Pigafetta y Elcano, demostraron con sus escritos y declaraciones una perfecta consciencia de lo conseguido: “lo que más avemos de estimar y tener es que hemos descubierto y redondeado toda la redondeza de la Tierra”, diría por ejemplo Elcano6. Pero, además, trajeron otra noticia: no se trataba solo de que los océanos fueran el único medio para conectar las tierras y rodear el planeta; es que la extensión de agua en el planeta era inconmensurable, mucho mayor que la de tierra firme. Cuando menos, era lo que se deducía de la descripción de Pigafetta, cuando narraba que la travesía por el Pacífico les supuso estar tres meses y veinte días sin ver tierra alguna, y ello a pesar de que navegaron en las mejores condiciones posibles de viento y sin sufrir tormenta alguna7.
Evidentemente, sus protagonistas no pudieron ser conscientes de todas las implicaciones del viaje. Su dramática expedición demostraba que la circunnavegación era tan posible como costosa en tiempo y recursos, lo cual impedía que pudiera convertirse a corto plazo en una ruta comercial global en sí misma. Pero, a cambio, demostraba que ese mundo hasta ahora inhóspito de los océanos era un mundo cognoscible. Da Silva Dias ya destacó en su momento que la gran aportación de los viajes renacentistas a la modernidad fue lo que llamó la “revolución de la experiencia”8. Elcano volvió con su nave cargada de especias e inmediatamente puso en marcha todos los resortes necesarios para promover una segunda expedición. El viajero era a la vez un observador minucioso de mareas, corrientes, vientos, latitudes, calas en las que poder resguardarse, islas con habitantes hostiles… todo resultaba útil y por eso los diarios y relaciones de muchos de ellos están repletos de anotaciones minuciosas de toda índole. Porque existía la expectativa de volver. Así lo constata el Diario de Pigafetta y así lo demostrará pocos años después el de Urdaneta, en esa segunda expedición organizada por Elcano. Son dos preciosos ejemplos de ese esfuerzo por observarlo y anotarlo todo, en una actitud que es ya una avanzadilla del empirismo científico que se instalará no mucho después en las élites intelectuales europeas. He escrito en alguna ocasión que estos viajeros renacentistas llegaron a la misma conclusión que Pico della Mirandola en su Oratio, que Dios había adornado al ser humano con las cualidades suficientes para comprender y conocer el mundo, para situarse en su centro y dominarlo. Evidentemente, lo hicieron de una manera espontánea y escasamente racionalizada, sin necesidad de haber leído ni la Oratio ni a ningún filósofo. Pero logrando transmitir a sus coetáneos las conclusiones pertinentes, sin necesidad de que estos supiesen leer. Por eso, que los océanos fuesen cognoscibles, que estuviesen abiertos a los marinos que tuviesen la voluntad, el arrojo y el conocimiento suficientes para adentrarse en ellos, solo podía significar una cosa: que el siguiente paso sería la lucha por el dominio de los mares.
La nueva geopolítica y el dominio de los mares
En efecto, si los océanos ya se concebían como las claves para conectar las diferentes partes del globo, y si eran cognoscibles aun siendo inconmensurables, estaban puestas todas las condiciones para que se abriese la era de las grandes disputas navales y jurídicas por su dominio.
Debemos comprender que la apertura al globo provocó, de entrada, que todos los actores políticos tuvieran que reubicarse en el nuevo escenario. Lo hicieron las familias y linajes, que reenfocaron sus estrategias de conservación y aumento de sus casas hacia las oportunidades que ofrecían los nuevos espacios o el servicio a la monarquía en ellos. Lo hicieron comunidades urbanas y territorios, cuyas dinámicas de especialización económica o de vinculación con la monarquía tuvieron que adaptarse a unas condiciones y necesidades muy diferentes a las anteriores. Y, por supuesto, lo hicieron las propias monarquías, iniciando su transición hasta convertirse en estados. La apertura al globo coincidió con un momento de fractura interna de la Cristiandad, un gran conglomerado de territorios que poco a poco comenzaba a dibujar un mapa más simplificado basado en la confesión religiosa y en la fidelidad de diferentes territorios a una cabeza real. La rivalidad lo fue, inicialmente, por demostrar cuál de las cabezas era la más idónea para defender al conjunto de la Cristiandad, pero tras los procesos de Reforma y Contrarreforma la división de Europa fue irremediable. Y la competencia no se desarrolló solo en el interior del continente. En ese contexto se entendió que la primacía en Europa se jugaba, en buena parte, en el control de los recursos que proporcionaban los nuevos territorios. Por lo tanto, en el dominio de los mares y en el establecimiento de los consiguientes imperios.
No podemos entrar aquí en detalle en todo lo que este hecho provocó. Nos contentaremos con recoger la frase del gran corsario -o gran marino según desde donde se le juzgue- sir Walter Raleigh, para comprobar hasta qué punto fueron los coetáneos conscientes de la profundidad de los cambios:
Quienquiera que domine la mar, dominará el comercio; quienquiera que domine el comercio del mundo, dominará sus riquezas y, por ende, el mismo mundo9.
Frase igualmente demostrativa de hasta qué punto concibieron que todo ello conllevaba el desarrollo de imperios marítimos. Algo no muy diferente a lo que, a su manera, también reflejaba el famoso lema de Felipe II: Non Sufficit Orbis, el mundo no es suficiente.
La lucha se estableció en varios planos, y uno de ellos fue el teórico, destinado a legitimar las pretensiones de unos y otros en el nuevo escenario. De entrada, tras la división de la Cristiandad las bulas papales dejaron de aportar legitimidad -ni siquiera prestigio- a esas pretensiones, de manera que el debate se condujo en términos ligados al derecho natural. Según este, hay elementos de los que ningún ser humano se puede apropiar privando a otros de su disfrute. En esa categoría entrarían el agua y el mar, entre otras cosas porque solo así se aseguraba el ius communicationis, el derecho de toda persona a poder comunicarse con otras sin que nadie pueda impedirlo. Por cierto, derecho a comunicarse que podía entenderse también como derecho a comerciar. Francisco de Vitoria había desarrollado estas ideas en sus relecciones y, basándose en ellas, Hugo Grotius planteará explícitamente en su Mare Liberum (1609) la necesidad de considerar el océano como un espacio común y libre. Opinión que se encontraba radicalmente en contra de quienes lo consideraban, no tanto espacio común, sino res nullius, tierra de nadie, y por tanto susceptible de ser considerado como espacio potencial y legítimamente apropiado por alguien. Ya vimos que esta visión venía de antaño, pero serán ahora autores como el portugués Freitas o el inglés Selden quienes acabarán defendiendo con más amplitud de argumentos la autoridad de los poderes políticos para imponer su jurisdicción en los mares.
Pero independientemente de la batalla teórica, la rivalidad se desarrolló abiertamente en el terreno de la guerra, el corso y la piratería. No sin el apoyo de una diplomacia que Alloza ha calificado significativamente como “diplomacia caníbal”10, y de una economía que, en determinados sectores, se volcó decididamente hacia la guerra, especializando enclaves para la construcción naval, promocionando el ascenso militar de los armadores o estableciendo levas de marinería obligadas incluso en barcos pesqueros.
La guerra, desde un punto de vista geopolítico, se centró especialmente en el control de rutas de comercio, de puertos estratégicos desde los que abastecer de tropas una zona continental, o de zonas de paso como el Estrecho o el Canal de la Mancha. Quizá puede hablarse de tres escenarios privilegiados. El primero, la ruta a las Indias Orientales que, tras el período de dominio portugués vivió el holandés, encarnado en el poder de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales -la famosa VOC- una suerte de estado dentro de un estado. Igualmente relacionada con el comercio, estarían las rutas que seguían los convoyes como la Flota de Indias, que trasladaban mercancías y metales preciosos entre las Indias Occidentales y España, y que viajaban siempre con la correspondiente custodia militar. Un tercer escenario fue el Atlántico occidental, comprendiendo el litoral andaluz y portugués, toda la zona portuaria del Cantábrico, los puertos franceses e ingleses y los enclaves costeros de Flandes y las Provincias Unidas.
Todos ellos fueron el escenario de enfrentamientos abiertos entre armadas -la Invencible, las Dunas, las guerras anglo-holandesas…- o, más frecuentemente, de acciones de corsarios y piratas, en las que todas las partes se habían especializado. No solo había corsarios ingleses y holandeses en el Caribe, entorpeciendo la vida de las colonias hispanas, sino que desde puertos cantábricos -San Sebastián puede ser el ejemplo más claro- y otros enclaves como Dunkerque, el ejercicio del corso, la captura y saqueo de naos, era una práctica cotidiana, confesada sin rubor, de la que sus protagonistas se enorgullecían y que utilizaban como parte de su hoja de servicios a la monarquía.
Fue un mundo de nombres que encontraron gloria en las empresas navales: Álvaro de Bazán, Fadrique de Toledo, Fajardo, los Oquendo… pero también Francis Drake, John Hawkins o Walter Raleigh, héroes para unos, despiadados asesinos para otros. Este fue el mundo que vio nacer una nueva era gropolítica.
Si en el momento en que Portugal y Castilla firmaban el Tratado de Tordesillas se hubiera podido hacer un balance sobre el control de los mares del planeta, posiblemente China aparecería como la potencia situada en las condiciones más ventajosas. Un siglo después, ya no era así. Como tantos momentos de la historia en los que el mundo se transforma casi sin control, este de la primera experiencia global fue un tiempo de contrastes. Descubrimientos, expediciones, conciencia planetaria, conocimiento de nuevos mundos, agilización de las comunicaciones, capacidad del ser humano por sobreponerse a obstáculos naturales … todo ello convivió con el nacimiento de los primeros imperios europeos de la modernidad, del sojuzgamiento masivo de otros pueblos, de la trata masiva de esclavos y de una visión europeocéntrica del mundo que apenas hemos abandonado para convertirla en occidental. En 1609, un funcionario chino se quejaba de que todo el maremágnum de cambios que vivía el mundo se traducía en un solo resultado: “los ricos se hacen cada vez más ricos y los pobres, más pobres”11. Las potencias marítimas europeas habían transformado las dinámicas de la geopolítica, dándoles por primera vez un matiz global, y se habían servido de ellas para iniciar la era de su primacía.
Bibliografía, notas y fuentes:
1Este trabajo se enmarca en el proyecto de investigación del Ministerio de Ciencia e Innovación del Gobierno de España PID2020-114496RB-I00: Disrupciones y continuidades en el proceso de la modernidad, siglos XVI-XIX, y forma parte de las investigaciones que desarrollamos en el seno del equipo del Sistema Universitario Vasco T1425-22 Comunicación (Universidad de Deusto).
2Fernández-Armesto, F. (2019), 1492: el nacimiento de la modernidad, Barcelona, Penguin Random House. Pág. 296 ss.
3Gruzinski, S. (2010), Las cuatro partes del mundo. Historia de una mundialización, México, Fondo de Cultura Económica. Pág. 93-93
4Sloterdijk, P. (2007), En el mundo interior del capital. Para una teoría filosófica de la globalización, Madrid, Siruela. Pág. 46.
5Sloterdijk, P. (2018), El mundo sincronizado. Aspectos filosóficos de la globalización, en ¿Qué sucedió en el siglo XX? Madrid, Siruela. Pág. 56-57.
6Aguinagalde, F. B. de (2019), Las dos cartas que escribió el capitán Juan Sebastián Elcano a su regreso, en La primera vuelta al mundo. Edición conmemorativa del V Centenario del viaje de Magallanes y Elcano, 1519-1522. Madrid, Taverna Libraria. Apéndice documental en pp. 232-234.
7Pigafetta, A. (1985), Primer viaje alrededor del mundo, ed. de L. Cabrero, Madrid, Historia 16. Pág. 75-76.
8Da Silva Dias, J.S. (1986), Influencia de los descubrimientos en la vida cultural del siglo XVI, México, Fondo de Cultura Económica. Pág. 78-102.
9San Juan, V. (2007), La batalla naval de las Dunas: la Holanda comercial contra la España del Siglo de Oro, Madrid, Sílex. Pág. 80.
10Alloza Aparicio, A. (2015), Diplomacia caníbal. España y Gran Bretaña en la pugna por el dominio del mundo, 1638-1660, Madrid, Biblioteca Nueva.
11En Brook, T. (2019), El sombrero de Vermeer. Los albores del mundo globalizado en el siglo XVII, Barcelona, Tusquets. Pág. 45. Sobre este tema de la relegación de la potencia china, véase también Fernández-Armesto, F. (2019), 1492: el nacimiento de la modernidad, Barcelona, Penguin Random House. Pág. 343-344.
Achón Insausti, J.A. (2018), La primera experiencia global, en Boletín de la Real Sociedad Bascongada de Amigos del País, LXXIV, 2018: 1-2, pp. 191-215.
Gunder Frank, A. (1979), La acumulación mundial, 1492-1789, Madrid, Siglo XXI.
Hausberger, B. (2018), Historia mínima de la globalización temprana globalización temprana, México, El Colegio de México.
Soler, I. (2003), El nudo y la esfera. El navegante como artífice del mundo moderno, Barcelona, Acantilado.
Wallerstein, I. (1979), El moderno sistema mundial. La agricultura capitalista y los orígenes de la economía-mundo europea en el siglo XVI, Madrid, Siglo XXI.
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