Iñaki Vázquez Larrea
Doctor en Antropología
Fecha de publicación: 03/11/22
“Es oportuno señalar que estos individuos no eran ejecutores mecánicos de una voluntad extraña. Todos los testigos señalan un rasgo que les era común: la afición a los razonamientos teóricos, a filosofar. Todos ellos tenían la debilidad de pronunciar discursos a los condenados, de jactarse ante ellos, de exponer el profundo sentido y la importancia de lo que sucedía en Treblinka.
Después de trabajar y divertirse, como acabamos de describir, dormían como unos santos, sin que les perturbaran malos sueños ni pesadillas. Su conciencia nunca les atormentaba. Hacían gimnasia, cuidaban celosamente de su propia salud, bebían leche, se preocupaban mucho por las comodidades de su vida.
Construían empalizadas alrededor de sus viviendas, bellos macizos de flores, glorietas. Frecuentemente, varias veces al año, se marchaban de vacaciones a Alemania porque la jefatura consideraba muy nocivo el trabajo en su “establecimiento” y se preocupaba por su salud. En su patria andaban con orgullo, con la cabeza bien alta. Resultaba difícil distinguirlos de los ciudadanos corrientes”
Vassili Grossman
El Infierno de Treblinka.
¿No estarían más contentos si hubiera logrado demostrarles que todos los que lo hicieron estaban locos?, pregunta Raoul Hilberg, el gran historiador del Holocausto. Para el sociólogo Zygmunt Bauman, esto es precisamente lo que Hilberg no logra demostrar. Los nazis, concluye Hilberg, eran hombres educados y de su tiempo. Lo que, por el contrario, demuestra Auschwitz es un desconocimiento patente de nuestras actuales instituciones sociales, nuestras estructuras burocráticas y nuestra tecnología.
Para Bauman la causa real de preocupación, la que no se puede descartar con facilidad ni pasar por alto como si se tratara de un resultado natural, aunque engañoso, del trauma que siguió al Holocausto, está en otro sitio. Está en dos hechos relacionados entre sí.
En primer lugar, los procesos de ideación que por su propia lógica interna pueden conducir a proyectos de genocidio, y los recursos técnicos que permiten poner en práctica esos proyectos, no sólo han demostrado ser compatibles con la civilización moderna sino que es esta sociedad la que los ha posibilitado, creado y proporcionado.
El Holocausto no sólo evitó, de forma misteriosa, el enfrentamiento con las normas e instituciones sociales de la modernidad. Es que fueron esas normas e instituciones las que lo hicieron viable. Sin la civilización moderna y sus logros más destacados y fundamentales, no hay Holocausto.
En segundo lugar, todas las complejas redes de frenos y equilibrios, de barreras y obstáculos que ha erigido el proceso civilizador y que, como esperamos y confiamos han de protegernos de la violencia y contener todo poder desbocado y desmedido han demostrado ser ineficientes. Cuando se produjo el asesinato en masa, las víctimas se encontraron solas.
Y no sólo las habían engañado con una sociedad aparentemente pacífica, humana, legalista y ordenada sino que su sensación de seguridad se convirtió en uno de los factores más importantes de su caída. Ahora sabemos que vivimos en una sociedad que hizo posible el Holocausto, y que no había nada en ella que lo pudiera evitar.
Estas razones justifican por si solas la necesidad de estudiar las lecciones del Holocausto. Un estudio que va mucho más allá del homenaje a los millones de asesinados, del ajuste de cuentas con los asesinos o del alivio a las heridas morales aún abiertas de los testigos pasivos y silenciosos.
BIBLIOGRAFIA:
BAUMAN, Z; Modernidad y Holocausto, sequitur, Madrid, 1997.
GROSSMAN, V; El Infierno de Treblinka, Galaxia Gutemberg, Barcelona, 2017.
HILBERG, R; The Holocaust : Ideology, Bureaucracy and Genocide, Milwood, Nueva York, 1980.