Carlos Martínez Gorriarán
Profesor de la UPV/EHU

Imagen: Juan Gabriel Vich
Con la muerte de Raúl Guerra Garrido sus amigos perdemos algo tan valioso como raro hoy, a saber: un experto en el arte de la conversación. Un arte superior, clave de la sociabilidad bien entendida y del equilibrio personal, incluso del progreso de la cultura. La filosofía nació en Grecia, por ejemplo, en el seno de pequeños círculos de comensales expertos en el arte de la buena conversación (su cumbre literaria son los Diálogos de Platón).
Consiste no solo en pasar un buen rato juntos charlando, sino en explorar a fondo las posibilidades y vericuetos de un tema. Es hablar y escuchar siguiendo atentos lo que dicen los otros en la confianza mutua de que el mejor conocimiento y la virtud social saldrán del discurso compartido que no elimina las diferencias, pero tampoco las exagera buscando imponerse al otro; más bien las disfruta como valiosos tributos de la amistad entre iguales. Pues bien, Raúl era un consumado artista en el cultivo de esta conversación chispeante y constructiva sin la cual la vida reflexiva y sociable decae en la tristeza del silencio forzado. Arte que agoniza, y la culpa no es -me adelanto- de las redes sociales, sino de la torpe sustitución por la verborrea y el ruido.
Raúl sabía disfrutar y hacer disfrutar durante horas examinando cuestiones que subían y bajaban de lo sublime a lo pedestre, con el imprescindible humor e ironía que protegen de los peligros de la impostura y la sórdida vulgaridad. Por desgracia solo disfruté de la conversación frecuente con Raúl (y con su mujer Maite y otros amigos) los últimos años previos a la pandemia.
Pero hace años, ya demasiados, Raúl asistió a una pequeña tertulia de la finada revista Literatura (dirigida por Javier Mina y publicada por La primitiva casa Baroja, editorial también finada). Nos trajo a un auténtico personaje, Jesús Pardo, escritor de escritores quizás poco conocido pero conocedor de todo el mundo, con historias deliciosamente realistas sobre las vanidades literarias y periodísticas, muchas corrosivas y atroces; con ese material compuso unas memorias tremendas, Memorias de memoria. Una tertulia con Raúl y aquel hombre prometía horas inolvidables; sin embargo, el invitado estrella apareció tras una copiosa comida y con suficientes copas encima para quedar casi instantáneamente dormido en su silla, entre resoplidos y ronquidos que llenaban el pequeño altillo de la librería en la plaza de la Constitución, y a los despiertos nos llenaban de perplejidad.
Raúl intentó traerle sin éxito a la vida activa, pero supo convertir la embarazosa situación en una memorable y regocijante prédica sobre las costumbres de los escritores mientras Pardo conversaba con Morfeo. Naturalmente, también hablaba de sus propios libros y de los sucedidos de una vida tan rica, desde premios y viajes a los atentados terroristas sufridos y nuestra cultura vasca de la cobardía ofendida, pero con el punto de humor y autoironía que huye de ese momento Umbral del “yo he venido aquí a hablarles de mi libro”, típico de un gremio donde la modestia es un defecto grave. No era otro narcisista, y por eso mismo valoraba las vidas ajenas y buscaba la buena compañía con algo interesante que compartir. Parece ser otra especie de sabiduría en extinción. Echaremos mucho de menos a Raúl y su generoso arte de conversar.
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