Juan Alberto Vich Álvarez
Escritor, químico y filósofo

Imagen: Juan Gabriel Vich
La cultura no es gratuita. Parece que el hecho de no generar resultados rápidos y tangibles le resta valor respecto a otras prácticas. Quizá de esta concepción de ansia pragmática y funcional, su menosprecio en la sociedad contemporánea. Para qué invertir en cultura. Para qué dedicarse a ella si no ofrece rédito. Los mil y un esfuerzos que invierte el escritor, el pintor o el escultor, ni siquiera tienen consuelo y amparo emocional. Pocos conocen las dificultades, sufrimientos y desvelos que implica el desarrollo de unas pasiones tan denigradas, faltas de seguridad y de certezas. La pandemia democratizó el sentimiento de desazón que es perenne para el artista. Pero ésta tan sólo es una cuestión de mercado, un resultado de la oferta y la demanda que se traduce en más bares y menos librerías. Se salvan los conciertos —que adoro— y porque guardan un motivo para la fiesta.
Es cierto, siempre existe una forma de supervivencia: proveer al público con lo que pida y venderse al mejor postor. Regalar los oídos al poder hegemónico siempre mantuvo las puertas abiertas. Empero, para los más kamikazes, para quienes defendemos a capa y espada nuestra libertad más profunda, esto no es una opción. Es muy duro formarse y dedicar largo tiempo de atención a trabajos que morirán en la misma sombra de la que surgieron. Igual de duro que es ver a “colegas” de profesión dando cuartel a proyectos huecos y dejando a su suerte —que no será buena— los de verdadera valía. En el centro de esta pescadilla maloliente que se muerde la cola vivimos algunos, resignados y con unas fuerzas que se ven debilitadas en el tiempo. Cuando crees que no puedes más, de entre el lodo y la tiniebla surgen —como divina providencia— voces cómplices que instan a resistir.
Conocí a Raúl hace cinco años tomando unos vinos en los bares de Alfonso VIII junto a un grupo de amigos. Acababa de escribir mi primera novela y admirado por su trayectoria empezamos a hablar. Recibió escéptico mi libro. No creí que tuviera tiempo para leerlo pero a las semanas recibí una breve contestación por correo postal en la que estimaba mi trabajo. Con los años coincidimos en la Junta del Ateneo Guipuzcoano y los encuentros se volvieron más frecuentes. Su tono siempre fue lúcido. Con mi segunda publicación —un ensayo satírico sobre educación que disfrutó mucho— volvió a demostrarme su cariño y generosidad. Conocía muy bien la frustración que podía llegar a sentir y comentábamos sin tapujos la falta de criterio imperante. Era una forma de pesimismo activo, en eso nos entendíamos bien. “Activo” porque, aun consciente de la difícil realidad inherente a la escritura, promueve la defensa de su autonomía.
“Cultura” proviene de “cultivar” y sin este ejercicio personal tan sólo es esperable una larga sequía, un páramo, una tierra yerma que niega el futuro. Raúl me enseñó a resistir al mismo tiempo que me preparaba para transmitir a otros una voluntad de resistencia. En uno de sus mensajes me dijo: “Debes confiar en ti, te lo mereces”; igual que lo merecen todos quienes pretenden —con esfuerzo, entrega y pasión— desarrollar su oficio, por muy mal pagado y poco considerado que esté. Valiente, generoso, realista… Así mantendré a Raúl en el recuerdo: ejemplo de lo que a muchos nos gustaría ser. Hay esperanza.
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