El hombre nace para la derrota

Javier Mina
Artista

Imagen: Juan Gabriel Vich

Raúl Guerra Garrido, autor del aforismo que da título a este breve homenaje, llegó a Donosti hacia 1963. Era farmacéutico pero tenía el alma de escritor y con eso y un contrato para trabajar en la empresa andoaindarra Kraft abandonó su Madrid natal. Pero sobre todo porque iba a reunirse con su novia Maite. Lo cuenta así en Mis más bellas derrotas (1994): “Fue a través del agua como penetré en su esencia: el suave matapolvo del sirimiri, la aristocrática desembocadura del río y la arriesgada presencia del mar por doquiera camines, imprimen carácter. Recién llegado, lo primero que hice fue telefonearla, quedamos en los soportales del bulevar, en una terraza, cerca del quiosco de la música, y para abreviar la eternidad de la espera me compré en una librería próxima un Método sencillo para iniciarse en el aprendizaje de la lengua más antigua de occidente. Ensimismado como estaba en su lectura, apareció ante mí con la misma repentina y turbadora belleza de su villa natal; náufrago voluntario en la marea de su iris solo acerté a pronunciar su nombre -Maite en euskera equivale a decir te amo- y en ese preciso instante supe que ambas, ella y su ciudad serían mías para siempre. O sea, que desde ese nítido instante se adueñaron de mí para siempre”. Raúl ha permanecido fiel a ambas. Pero una no ha actuado con reciprocidad. Y no ha sido Maite, que se ha venido multiplicando para que los últimos meses de su pareja fueran lo más llevaderos posibles en lo emocional y en lo físico. ¿Habrá sido, pues, la ciudad oficial? Da la impresión de que el enclave al que tanto ha dado como farmacéutico, escritor y agitador de conciencias, en el que ha arriesgado su vida por mantenerse firme en sus convicciones y al que ha servido de embajador en distintos ámbitos internacionales se ha mostrado un tanto frío ante su desaparición. Lo mismo que muchos colegas de pluma. Esperemos que aún no sea tarde para reaccionar, porque Donosti no puede permitirse el lujo de no tratar como es debido a un escritor que fue finalista del Planeta en 1984, Premio Nacional de las Letras en 2006, Premio Nadal en 1969 y ¡Premio Ciudad de San Sebastián en 1968! por no citar más que algunos hitos de su brillante palmarés estrictamente literario. Quienes tuvimos el honor de conocerle hemos perdido a un hombre socarrón, bromista con cara póker, aficionado a la comida sin alharacas ni argumentos barroquizantes, al amante del Godello berciano y del escocés, al fumador de vegueros que enhebraba en el humo conversaciones vitalistas donde no faltaba lo surreal ni tampoco la crítica al (mal) político de turno. Mi recuerdo va asimismo para el compañero en la junta del Ateneo cuyas sesiones, una vez despachado lo oficial, se iban, muchas veces de su mano, por la senda de la anécdota chusca y del recordatorio acidulado. No quiero olvidar al hermano mayor que me presentó algún libro y tuvo a bien que le presentara uno de los suyos. El último. De profético título: Desolación.