Carlos Martínez Gorriarán
Profesor de la UPV/EHU

Imagen: Alfaguara Editores
El libro de memorias de Mario Vargas Llosa titulado, con no poca ironía, El pez en el agua (1993), tiene una curiosa estructura narrativa: dos historias que se van trenzando en capítulos alternos; una relata la niñez y juventud del autor hasta 1957, y la otra se ocupa de su candidatura a la presidencia del Perú en las elecciones de 1990. Se puede dedicar mucho tiempo a estudiar ese curioso trenzado, pero creo que aquí bastará con señalar algo bastante indudable: demuestra que el autor da tanta importancia a su carrera literaria como a la política. Pues bien, si es frecuente que los escritores participen en la vida política apoyando con la pluma alguna opción o iniciativa, es bastante más raro que el compromiso y la implicación asciendan al máximo nivel, como el de Vargas Llosa cuando aceptó transformarse en candidato a la presidencia de Perú. Me parece que transformación es la palabra, porque la verdadera carrera política (que hay que distinguir del típico compromiso intelectual) es tan absorbente que resulta casi incompatible con cualquier otra profesión. Perú es una república presidencialista, así que el salto de opinar sobre esto y aquello a pedir el voto popular para dirigir un país en las políticas concretas y detalladas, de la economía a la educación pasando por la justicia y la defensa, puede compararse al salto de leer novelas a intentar escribirlas con cierto dominio y competencia.
1 El salto del pez al agua
El paso de la profesión literaria a la alta política es más explicable en una democracia latinoamericana. En ninguna otra parte del mundo se ha dado una relación tan estrecha entre intelectualidad y política, escritura e ideología. El propio término Latinoamérica es de origen ideológico: una invención francesa de cuando el pequeño Napoleón quiso imponer a México un emperador de su cuerda con la justificación de oponer una “América latina”, es decir, liderada por la pujante cultura francesa en vez de por la decadente hispanoamericana, a la “América anglosajona y protestante”. El prestigio y atracción de París, unida a la leyenda negra española, hicieron el resto, y así los intelectuales y escritores hispanoamericanos se convirtieron en latinoamericanos llenos de pasión política. Como explica Carlos Granés en su sensacional Delirio americano1, la mayoría de estos intelectuales optaron por las ideologías iliberales apoyando dictaduras más o menos populistas y siempre fracasadas, cuyo modelo más acabado es la cubana de los Castro. Y ello con diversos argumentos, del nacionalismo antiimperialista al izquierdismo revolucionario pasando por el indigenismo trágico y la mística de la tierra, pero también contó lo suyo, como denuncia Vargas Llosa, la intención de acceder a la condición de funcionarios privilegiados de la dictadura de turno en el papel de intelectuales orgánicos.
La segunda rareza del Vargas Llosa político, tras la de presentarse a la presidencia en vez de conformarse con ser asesor y vocero de guardia del presidente de turno, es que tras la gran decepción con la dictadura cubana pasara a ser uno de los pocos, con Octavio Paz y Carlos Fuentes (y más tarde los cubanos exiliados, como Cabrera Infante), de expresa militancia antidictatorial y liberal democrática. A juicio de este pequeño sector, la salvación de Latinoamérica no podía venir de la adopción de modelos políticos tan fracasados y liberticidas como el soviético o el chino, y menos aún del cubano y guevarista, sino de la adopción de las reglas e instituciones de las democracias liberales. Pero Vargas Llosa también fue más lejos que cualquiera de los otros escasos escritores demócratas liberales al pasar el Rubicón de la implicación directa: ya no se trataba de aconsejar, analizar, denunciar, sino de asumir la plena responsabilidad del poder político, de transformarse para transformar.
2 Las aguas turbias y turbulentas
La carrera política de nuestro escritor fue breve e intensa, llena de consecuencias para él y para su país, aunque, como sucede tantas veces en política, no fueron las que buscaba. En 1987 se puso al frente de una coalición de dos partidos históricos peruanos con su nuevo grupo liberal, el Movimiento Libertad, llamada Frente Democrático, para ofrecer una alternativa viable a la política intervencionista, nacionalista y, sobre todo, brutalmente corrupta del presidente Alán García y su histórico partido, el APRA (y el lector disculpará que nos saltemos la situación general del Perú en aquel entonces; baste añadir que en 2019 Alan García se suicidó para escapar al juicio por la trama de corrupción del caso Odebrecht).
Lejos de componendas y programas graduales de pequeñas reformas, el Movimiento Libertad proponía una gran refundación política, económica y moral de la compleja, empobrecida y fracturada sociedad peruana. El objetivo prioritario era invertir el declive económico del país, consecuencia de la sucesión de dictaduras y gobiernos democráticos corruptos e ineptos y principal causa, junto con el terrorismo rampante, de la enorme pobreza del campo y de los inmigrantes que buscaban refugio en las ciudades. Proponía la privatización de empresas públicas ineficientes y el apoyo a la iniciativa privada, abrir el país a la inversión internacional superando el absurdo nacionalismo económico, la drástica reducción y reconversión de la burocracia, implantar una administración transparente, invertir en educación, pagar decentemente a los empleados y funcionarios públicos y, en general, desarrollar estrategias de igualdad de oportunidades con reglas iguales para todos. En resumen, un programa típicamente liberal democrático. La otra gran prioridad, sin la cual el programa de reformas naufragaría, era acabar con el terrorismo de Sendero Luminoso y el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru, que habían logrado expulsar al Estado e implantar en el famélico mundo rural un régimen de terror inspirado en el maoísmo y el guevarismo, respectivamente (se calculan en 69.280 las víctimas del terrorismo durante la década 1981-1991, el 80% de ellos quechua hablantes, es decir, indios andinos). En fin, Mario Vargas Llosa y sus partidarios querían convertir Perú en una democracia liberal desarrollada, y hacerlo tan velozmente como lo habían logrado Corea del Sur y Singapur, o el vecino Chile tras el pinochetismo.
El programa liberalizador obtuvo un apoyo entusiasta entre las clases altas y medias del país, pero también entre los sectores marginados del enorme cinturón chabolista de Lima y otras ciudades que vivían de la economía sumergida o informal, efecto de la corrupción e incompetencia gubernamental. Durante muchos meses, la candidatura de Mario Vargas Llosa fue la favorita para conseguir el triunfo en la primera vuelta. Naturalmente, los viejos partidos de izquierda y el Gobierno de Alan García usaron toda su copiosa artillería legal e ilegal para tratar de impedirlo, del acoso fiscal a la calumnia mediática. Finalmente tampoco ganaron ellos -su victoria se limitó a frustrar la de Vargas Llosa con el Frente Democrático-, sino un desconocido, oscuro e inesperado candidato de origen japonés carente de popularidad, Alberto Fujimori, que en la segunda vuelta se hizo con la victoria tras un ascenso meteórico.
El resto de la historia es conocida así que bastará un resumen sumario. Tras su victoria, Fujimori sorprendió adoptando una política de liberalización económica en parte inspirada en el programa de Mario Vargas Llosa, pero enemiga de toda reforma social igualitaria y democrática, más o menos coincidente con lo que suele llamarse neoliberalismo tecnocrático. El rápido éxito de estas medidas, que lograron domar la inflación, disminuir el déficit público, mejorar los beneficios empresariales y atraer inversión extranjera aumentando el empleo, hizo del desconocido peruano-nipón un presidente popular; los éxitos antiterroristas también ayudaron, especialmente la captura del líder único de Sendero Luminoso, Abimael Guzmán (presidente Gonzalo para sus acólitos). Pero en 1992, y con la vieja excusa de hacer aprobar una nueva Constitución perfecta, Fujimori perpetró un autogolpe de Estado con apoyo militar, cerrando el Congreso y las instituciones democráticas para gobernar por decreto ley. Instaurada la dictadura, resultó tan inefablemente corrupta, delirante y atrabiliaria como las peores. Aunque tras la derrota el escritor salió del Perú con su familia para una larga temporada, renunciando a intervenir en la política doméstica, el vengativo y previsor Fujimori decidió privarle de la nacionalidad peruana y convertirlo en apátrida para librarse de paso de un posible competidor futuro. Vargas Llosa se vio obligado a solicitar la nacionalidad española, que el gobierno Aznar le concedió en 1993.
Por lo demás, en noviembre del 2000 Fujimori dimitió desde Japón, donde se había refugiado huyendo de la creciente oposición peruana a su declinante, violenta y estrafalaria dictadura. Tras algunos episodios rocambolescos, fue extraditado en 2007, y ya en Perú fue acusado, juzgado y condenado a 25 años de cárcel por delitos de corrupción y crímenes de lesa humanidad. En cambio, y en un raro caso de reparación poética, Mario Vargas Llosa inició un rutilante capítulo de su vida literaria e intelectual, lleno de reconocimientos y premios.
Lo paradójico es que el meteórico ascenso de Fujimori hubiera sido imposible sin la puerta que el movimiento liberal abrió en la cerrada política peruana. El aspirante a dictador populista se coló por allí, convertido en tercera vía entre el liberalismo incomprendido de Vargas Llosa y la vieja izquierda corrupta y agotada de Alan García. Tales desenlaces son característicos de la imprevisible evolución política. En efecto, el Movimiento Libertad de Mario Vargas Llosa enarboló la bandera de la renovación de la clase gubernamental, llamando a votar a los que querían librarse de la vieja mafia de corruptos y farsantes que empobrecían Perú hasta la pauperización de los más débiles, pero esa parte vital del electorado -debidamente orientada por masivas campañas de desinformación mediática- entendió que el problema eran las viejas élites, incluyendo en ellas al Movimiento Libertad y a todo el Frente Democrático. En cambio, se identificaron con el “chino” Fujimori, que elaboró una lista electoral indigenista e hizo la campaña electoral disfrazado de campesino cholo; y fue este populista sin escrúpulos quien se llevó el premio gordo de la lotería.
3 El pez entre dos aguas
En este punto la política real descalabró a la ideal. Como tantos intelectuales idealistas metidos en la competición por el voto antes y después que él, Vargas Llosa descubrió demasiado tarde que las ideas no movilizan a los votantes, que el programa importa poco y el debate limpio interesa aún menos. No es una peculiaridad peruana, sino la regla general en todas las sociedades del mundo, porque somos animales emocionales dotados de razón, no sujetos racionales con principios elaborados que evalúan ideas y prevén actos y consecuencias. Las emociones son mucho más decisivas en la política, incluso en la democrática, y gana quien tiene la capacidad de emocionar más a la mayoría que vota, sea a su favor o -más a menudo- en contra del rival. Los liberales de Vargas Llosa consiguieron convencer a la sociedad de la necesidad de cambiar de caballo, pero no de que ellos eran el caballo ganador.
La política real también enseñó al escritor que la creación de un partido atrae a todo tipo de personas y que muy a menudo las que se imponen son las que solo ven en la política una carrera material provechosa, así como los tránsfugas profesionales que no dudan en cambiar de partido si la ocasión lo aconseja, y en fin, todos aquellos profesionales de la intriga y el medro, que también son los que dedican más tiempo a controlar el partido desplazando a los militantes idealistas, honrados y leales. Es posible que un partido nuevo consiga eludir la famosa Ley de Hierro de la oligarquía (la degeneración oligárquica de la organización democrática), pero más difícil que sobreviva al esfuerzo, agotador y condenado a resultar irrelevante en la competición por el voto.
Pero tampoco fue esa la razón última de la derrota liberal. En la recta final de la campaña irrumpieron dos poderosos acorazados de las emociones colectivas: la religión y la raza. Para espanto de Vargas Llosa, que deseaba una campaña centrada en la regeneración de la democracia, el fin de la violencia y el crecimiento económico, lo que realmente interesó más era su condición de ateo; él se decía agnóstico (concepto incomprensible o eufemístico para la mayoría). Su alineación religiosa pasó a ser cuestión relevante en un momento en que las sectas e iglesias evangélicas crecían a costa de una Iglesia Católica menguante, atrapada entre su pasado oligárquico conservador y el mesianismo de la teología de la liberación contraria a la democracia liberal.
El desastre definitivo fue su condición racial: en un país dividido en mestizos, mulatos e indios eternamente marginados y pobres -herencia de la sociedad virreinal de castas-, más los inmigrantes asiáticos como la familia Fujimori, Vargas Llosa y su coalición representaban a los “blanquitos”, la oligarquía de toda la vida. Por mucho que esto fuera injusto y literalmente falso, los datos se estrellaban contra el peso aplastante del estereotipo y la percepción basada en prejuicios, masivamente aventados por los medios detractores. Contra las previsiones del perezoso pensamiento tradicional, resultó que Fujimori, hijo de inmigrantes japoneses apoyado por las nuevas iglesias evangélicas en ascenso, encarnaba mejor que el escritor limeño, blanco y ateo, la identidad imaginaria de los marginados y la ruptura de la larga dominación de la minoría blanca, criolla y católica. En definitiva, Vargas Llosa y sus liberales hicieron el trabajo de rompehielos y Fujimori y su populismo identitario se colaron por la vía abierta.
Octavio Paz había aconsejado a Mario que no diera el paso de convertirse en candidato por razones muy realistas: la pendencia política tiene muy poco o nada que ver con el debate intelectual, y el intelectual convertido en político se ve obligado a renunciar a su amada y necesaria independencia por los compromisos del nuevo oficio. Pero si en algún sitio han intentado intelectuales, escritores y artistas arbitrar e incluso controlar la política real, es en Latinoamérica. Literatura y política se han entrelazado allí hasta la asfixia mutua. Ahora bien, la originalidad de Vargas Llosa, que bien merece ser reconocida como heroica, consistió en tratar de deshacer ese abrazo tan a menudo mortal liberando a la política de los mitos, manías y tendencias delirantes que tantos escritores de talento han inyectado a la política latinoamericana, como el culto a la revolución y la muerte trágica, el irracionalismo rampante (la estética del realismo mágico, tan imitada, de Gabriel García Márquez), el adanismo cultural con todo por inventar, el ensimismamiento telúrico en la tradición inventada de la Pachamama, y la admiración por los nefastos caudillos mesiánicos del tipo Che Guevara, Fidel Castro o Daniel Ortega. Lo que pedía la pasión política de Vargas Llosa era una política liberal que separara claramente la esfera de la ficción literaria y la emoción estética de la esfera de la política realista y responsable, dedicada a resolver problemas reales y vulgares, como la pobreza, la incultura, el atraso, la desigualdad extrema, la corrupción y el terrorismo. Objetivos despreciados por quienes buscan esos paraísos terrenales que infaliblemente conducen al infierno de la dictadura infernal.
Mario Vargas Llosa consideró insuficiente criticar los delirios ideológicos corrientes y defender sobre el papel los principios, menos populares, de la democracia liberal. Pensó que era necesario dar un paso más y ofrecerse para promoverla en la dura contienda cotidiana de las instituciones políticas. Había otras razones profundas para ese paso, como el origen común de política y literatura, remoto pero activo, aunque acabe en caminos divergentes, y el autor se entregó con entusiasmo a ese particular erotismo de la pasión política, tan emparentada con la literaria o artística en general. Literatura y política son dos formas de comprensión y transformación del mundo. A partir de ese origen común comienzan a separarse, porque la política vive muy apegada al mundo real de las cosas y sus condiciones materiales, mientras que la literatura, como cualquier arte, nace para crear o recrear mundos imaginarios. Seguramente esta es la razón profunda de que la política ejerza tanta atracción entre las gentes de letras y artes, y también de que tantos tiendan a entenderla mal (o a despreciarla directamente, como Borges) al confundirla con sus ficciones, que transcurren por límites que el propio autor elige y no son los del mundo trivial. Pero la separación nunca es completa y política y literatura tienden a entrelazarse y fertilizarse mutuamente, como se entrelaza e ilumina mutuamente la doble narrativa de El pez en el agua, mitades que se atraen y se necesitan sin dejar de repelerse en un contradictorio magnetismo. Pasión política y pasión literaria son, al fin y al cabo, cara y cruz de la misma moneda, de la naturaleza humana y su pasión por transformar el mundo que habita, o al menos de combatir y crear para intentarlo. El Vargas Llosa político es, en este sentido, tan auténtico, fértil y comprometido con su obra como el literario.
Nota bene
En este vídeo adjunto en dos partes el lector interesado encontrará una conversación sobre estos asuntos entre Mario Vargas Llosa y el autor, cuando también hacía su mucho más modesta y breve incursión política.
Bibliografía, notas y fuentes:
1 Carlos Granés, Delirio americano. Una historia cultural y política de América Latina. Taurus, Barcelona 2022. Lectura imprescindible para hacerse una idea de la estrecha y contradictoria relación entre alta cultura y política latinoamericana, también para situar la excepcionalidad de la trayectoria de Mario Vargas Llosa en ese panorama.
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