Entrevista a Enrique Vila-Matas

Escritor

Hablamos con uno de nuestros escritores más destacados y característicos. Premio Rómulo Gallegos (2001), Nacional de la Crítica (2002), Médicis (2003), Real Academia Española (2006), FIL de Literatura en Lenguas Romances (2015),… Y tantos, y tantos. Nada es igual después de leerlo. El universo vilamatiano atrapa y confunde.

Conversamos el pasado Bloomsday en un café del boulevard.

Juan Alberto Vich— Hace algún tiempo, en una entrevista llegó a decir que “hacer el burro a cierta edad le permite luego a uno escribir”… Lleva 21 novelas (risas), además de libros de cuentos y de ensayo y artículos…¿Cómo vivió la literatura en su juventud y de qué manera su juventud ha influido en su literatura?

Enrique Vila-Matas— La frase de “hacer el burro en la juventud”, la leí en una entrevista a Buñuel. Y estoy plenamente de acuerdo, estaba muy bien pensado. Por “hacer el burro”, entiendo no participar de las formas adultas y de la forma de comportamiento para mí siempre absurdo de los mayores y, por lo tanto, era muy interesante adoptar una actitud que se prolongaría hasta ahora. Digamos que sigo haciendo el burro.

J. A. V.—Nunca he entendido una ficción como falsa, quizá por pensarla siempre desde la perspectiva de Valle Inclán al decir “que una ficción siempre muestra la otra verdad”. Este juego, muy mencionado, sobre la realidad y la ficción de sus obras, parece que se traslada —a su vez— a su vida cotidiana. ¿Cree en una realidad objetiva o considera que el discurso siempre se ve atravesado por una subjetividad muchas veces manipuladora?

E. V-M.— Estoy de acuerdo por completo con esto último, está manipulado. Cada persona, sea la que sea, tiene su propia realidad y, por tanto, distinta. Pensar que la realidad es para todos, es como en el horóscopo… Cuando tú lees Aries, tienes que pensar que te va a pasar aquello a ti y a todos los demás aries. Yo opté por leer mi horóscopo al final de un día. Una vez pasado, lo leía y encajaba todo. Encajaba todo, por la sencilla razón de que si, por ejemplo, decía: “hoy sus hijos van a hacer el tonto”; yo, que no tenía hijos, pensaba: “han hecho el tonto los manuscritos de hoy, que me han llevado por el camino de la amargura”. Y esta labor de lectura es la que yo pretendo del lector también, abierta e interpretable por cada uno y ajustable a la realidad (a la mía de aquel día, la única forma de interpretación que encajara con el pronóstico). Como ves, está relacionado con la escritura.

Además, el horóscopo que leía lo redactaba la mujer de Enrique Irazoqui, que es el que hizo el Cristo de Pasolini. Yo la había conocido en mi juventud y un día, lo expliqué en una entrevista… No sé qué pensaría… Siguió haciendo el horóscopo igual, pero debió pensar: “bueno, a alguien no le sirve o le sirve demasiado”.

J. A. V.— Además del juego realidad-ficción, también es común aludir desde los medios y desde la academia a su metaliteratura. La red de referencias que genera a partir de citas bibliográficas (sean ciertas o no) y de infinitas alusiones, le permite crear conexiones y dar un sentido —diría existencial— a sus textos, conferirles tanto entidad como identidad. Gregory Bateson escribió que «la realidad de algo depende de su capacidad de interconexión». Sin embargo, parece que en la hiperconexión actual, la existencia se ve cada vez más empobrecida… ¿Se vuelve la literatura —en estos tiempos de nihilismo— más indispensable por su capacidad de enriquecer las conexiones cotidianas y, por tanto, la vida misma?

E. V-M.— Sobre mi “metaliteratura”, siempre he dicho que ya está en El Quijote. Lo asombroso es que los críticos digan con mal tono: “hace metaliteratura”. Bueno, pues no, no es delito… Ya lo hacía Cervantes.

Empecé, citando en La historia abreviada de la literatura portátil, porque —como he explicado a veces—, escribía: “Dalí se giró y entonces dijo”… En ese momento me levantaba, porque no sabía que había dicho en aquella reunión y, a ciegas, cogía un libro. Me acuerdo que me salió uno de Henry Miller, nada que ver con Dalí, que decía una frase, y ponía la frase de Henry Miller en boca de Dalí. Y éste fue todo el sistema utilizado a lo largo de La historia abreviada de la literatura portátil.

De ahí salieron las citas literarias, aunque en ese momento nadie se enteró, porque no había por qué descubrir que eran falsas todas. Después utilicé las citas al momento, tras haber leído a Roussel en su libro Cómo escribí algunos libros míos, donde explica el sistema: ponía una frase en francés y una muy parecida pero que decía otra cosa, juntaba las dos y le salía una tercera frase. Nada salía de su imaginación, sino de la combinación que, precisamente Dalí, me dijo que era “cibernética” (una palabra poco usada en aquel tiempo).

Cuando yo me encontraba en un libro, sin saber cómo continuar (muchas veces eso plantea un problema de continuación), buscaba cualquier frase y la unía al texto y, aunque la frase no tuviera nada que ver, como te he explicado con el horóscopo, lograba ajustarla y me permitía seguir. En aquel instante las citas empezaron a surgir como ayuda para poder continuar la escritura.

Más tarde, empecé a jugar con las citas de otra forma. Como me acusaban de citar mucho, empecé a colocar la mitad de las citas siempre inventadas, para desmitificar que yo viviera de las citas porque no era eso. Pero posteriormente, en una ocasión, la escritora chilena Lina Meruane me preguntó en Nueva York: “¿cómo es que escribes tanto sobre escritores?” No me lo había preguntado nunca. Y respondí que porque me dan cierta pena, entre otras cosas, porque conozco lo que es escribir, la soledad… Y luego con el tiempo, dado el desarrollo que hay de la industria literaria y en la situación en la que nos encontramos del imperio de las novedades (que duran tres meses solamente), me doy cuenta de que las citas me sirven al final para algo como más lindo incluso, porque sirven de nexo de unión con los logros de la literatura universal. Estoy reflotando nombres y nombres de gente que debería ser siempre novedad y, sin embargo, no son muy conocidos. Las citas han ido evolucionando de esta forma y ahora ya la respuesta es: “cito para rescatar del olvido a autores como Cortázar, porque no son autores olvidados, pero ya no están en primer plano”.

Respecto a la idea de una “literatura para la mejora de la interrelación social”, decir que hace unos meses leí que el centro de la lectura va a ser los clubs de lectura… Pienso: “si la lectura va a buscar un fondo de lectoras de clubs de lectura (con todo respeto porque las hay buenísimas, pero no todas), estamos un poco perdidos”. Si hay que escribir para los clubs de lectura, es una cosa demencial. Sí es cierto que hay un auge que sí que me gusta que exista, que la gente se relaciona gracias a la literatura para ligar o para tener amistades… Que haya estos clubs de lectura de acuerdo, está muy bien (porque además se venden más libros), pero pensar que se va a escribir con la mira puesta en el club de lectura… Eso sería una tontería enorme… 

La literatura siempre ha sido un elemento de resistencia ante la realidad periodística, ante el engaño total… Permite tener un punto de vista muy honesto respecto a la realidad o la búsqueda de la verdad que nunca se encuentra. Y por eso odio a quienes la mal utilizan, que son una barbaridad de gente, porque no son escritores. Lo hablábamos ya con Roberto Bolaño hace veinte años. No son escritores, han encontrado un negocio posible… Los he identificado siempre porque no se puede disimular.

J. A. V.— Sus personajes se caracterizan —en gran medida— por voluntades imposibles. Recuerdo, por ejemplo, en París no se acaba nunca la convicción del protagonista de parecerse a Hemingway de manera muy intencionada y de no parecerse nada en realidad, o el ventrílocuo Walter y su contratiempo, al no tener más voz que la propia, imposibilitando una a sus muñecos. ¿Por qué una elección de protagonistas tan extremos en sus contradicciones? Sin duda, son muy ricos y atractivos, pero más en concreto, ¿qué le ofrecen a nivel literario?

E. V-M.— En lo que escribo, la narración siempre se realiza desde el punto de vista del ensayista o del poeta, aunque yo no sea poeta. Siempre he explicado que la voz que se traslada de libro a libro es una voz reconocible —como puede ser reconocible en la voz de un poeta que firma con su nombre— pero transformada continuamente en avatares distintos que cuentan historias distintas con personalidades diferentes. Hay una multitud de protagonistas masculinos que no son más que sectores de mi personalidad diferentes. Por eso tantas contradicciones.

Pessoa ya lo decía: “somos muchas personas a lo largo de un día”. Yo me valgo por el pensamiento que no tiene fronteras y lo que uno piensa es la voz de los libros. En principio, salto de un lado a otro, por eso no pertenezco a ningún género porque no pienso en general, pienso de un lado para el otro y continuamente cambio. Igual que todos cambiamos. Todos sabemos, además, que estamos de buen humor y de mal humor a lo largo del día, con un mal humor terrible o suave y con un buen humor fantástico, y al revés. Las personalidades son múltiples. Elegí el ventrílocuo en concreto porque estaba cansado de leer entrevistas con escritores de mi generación que decían lo importante que era tener un estilo propio, una voz propia. Daban por seguro que lo importante era tener una voz propia. Pensaba: “yo la tengo hace tiempo”. Pero, al mismo tiempo pensaba: “voy a escribir un libro que vaya contra la voz propia”. Simplemente como un ejercicio de discusión conmigo mismo, precisamente porque tenía una voz propia pensé en este ventrílocuo que realmente fracasaba totalmente porque solo tenía una voz y le iba muy mal, para poner en discusión cosas.

J. A. V.— Me gustaría saber qué lugar ocupa el Arte Contemporáneo entre sus intereses. Le he escuchado hablar sobre Duchamp, Dominique González Foerster, Pierre Huyghe,… ¿De qué modo alimentan las obras plásticas su afán creativo?

E. V-M.— Con 17 o 20 años, cuando fui a Museos de Arte Contemporáneo, pongamos en París, me gustaron tanto que me daba ideas, quizás porque tengo una mente un poco conceptual, pero es que salía de allí con ganas de escribir, ¡más que leyendo libros! Era algo muy libre y suelto, que me daba ideas y ganas para trabajar. Me metí en la expansión de la literatura hacia el arte, hacia lo que se llama la “literatura expandida” a partir de la llamada de Sophie Calle a casa. Yo la conocía y admiraba lo que hacía. El hecho es que me llamó, me quedé impresionado. Me dijo que me tenía que decir algo, pero que no me lo podía decir por teléfono. Esta llamada cambió un poco todo, porque pensé: “éste es el comienzo de una novela”. Ésta es una historia muy bonita porque, realmente, dije: “ya estoy en la novela”.  Al día siguiente ya estaba en París. No podía esperar más. Ella me dijo, tal como salía en Bartleby y compañía, la historia de Plutarco, que con su sirviente imaginaban historias, las escribían y una vez imaginadas y escritas, se escaparon del palacio y se pusieron a vivirlas. Entonces ella, esto es un poco como El Quijote en realidad, en el Café de Flore me decía: “quiero que tú hagas esto conmigo. Durante tres o cuatro meses mi madre estará agonizando y no tengo nada que hacer, más que esperar que se muera. Tú me vas a decir lo que he de vivir. Puedes decir lo que quieras.” Entonces se puso de pie y me dijo: “pídeme lo que quieras salvo matar”. Y se volvió a sentar. Ahí me acojoné, porque pensé que todo el café había oído la frase, además había una cámara que estaba filmando. Entonces, empecé a pensar en una historia para ella que tenía que vivir, que la escribí en seguida. Debía ir a las Azores. En realidad, era una idea que conducía a fotografiar a mi propio fantasma en una casa abandonada de las Azores. Así que no le presenté una cosa muy fácil de hacer. Pero no le dije que el fantasma era yo, tan sólo le dije que fuera a una casa y hablara con el fantasma y lo fotografiara. Ella no fue a las Azores, estaba con lo de su madre, con dudas y, todo eso, lo que hizo fue perjudicarme a mí porque de repente me quedé sin poder escribir, la única vez que me ha pasado. 

Me encontré realmente pendiente de la historia suya, dependía de que ella fuera a las Azores para continuar. Aquello logró paralizarme. No podía entrar en otra novela porque la buena era la que había empezado, que era genial, una idea suya.

J. A. V.— Miquel Barceló, de algún modo, si retrato su fantasma… Lo vi en “El día de la sipia”.

E. V-M.— Sí. Me dijo: “aquí estás tú”. Y respondí: “Ah, ¡qué bien he salido!”. (Risas) Finalmente, hablaba con la viuda de Bolaño, con Carolina, que me decía: “pero, Enrique, tú te tienes que dar cuenta de una cosa: que ella habla de la vida y tú estás hablando de literatura”. Porque lo suyo era trasladarlo a la vida, y eso me estaba paralizando. Fue la clave, me di cuenta de que estaba engañado. Era una trampa. Si hubiera ido a vivirlo…

J. A. V.— Muchas veces hemos vivido la literatura como vida y viceversa, ¿no?

E. V-M.— Sí, pero dependía de ella. Lo raro de todo es que fui a París para otra cosa, se me ocurrió llamarla (habían pasado ya cuatro meses) y me contesta: “sí, iré a verte al hotel esta tarde. Esta mañana ha muerto mi madre”. Pensé: “bueno, esto ya sobrepasa lo raro”. Ante mi asombro había muerto su madre por la mañana, iba a venir por la tarde y había filmado la agonía de su madre. Volví a estar en la novela. Finalmente, tuve un colapso renal en el 2006, que fue el precedente de lo que me pasó después, por el cual la novela se interrumpió. Pasé a escribir Extraña forma de vida. Y ella un día me llamó como queriendo continuar, pero le dije: “no, ahora ya no hace falta continuar, estoy en otra cosa”. Había pasado tiempo y me liberé. Es curioso porque logró paralizarme por completo, convertirme en un Bartleby total. De ahí surgió todo lo demás. Dominique González Foerster, pues lo contrario de Sophie Calle, es una persona muy tranquila y calmada, muy creativa y nos asociamos en conversaciones (en París, Barcelona y una vez en Lisboa) que cuento en Marienband electrico. Conversábamos durante una hora en un café y nos cruzábamos los proyectos que teníamos. No es que nos copiáramos, pero las ideas de cada uno eran ideales para hacer cosas. Este entrecruce creativo ha sido y sigue siendo muy rico, muy bueno.

A partir de ahí, me llamaron para la documenta de Kassel, algo que jamás había imaginado, porque no soy pintor. Eso me cambió mucho, porque claro, no tenía ni idea de arte contemporáneo ni quienes eran las figuras. No sabía nada. Entonces fui con ánimo de crítico, o como un crítico de literatura que no conoce a ningún autor importante. Fui sin saber nada de ellos y todo lo que iba viendo lo iba interpretando a mi manera. Calvo Serraller, que era el crítico del País y que murió, dijo: “el libro de Vila-Matas es asombroso y muy fascinante porque nada de lo que ha visto él lo he visto yo”. Que era como decir: “la crítica trabaja así, con los prejuicios, y él sin saber quién era importante y quien no lo era, ha visto lo que no le gusta”. Esta conexión es la que se produce con el arte que siempre da mucho juego. Ahora en Madrid hubo una exposición de Dominique, basada en la idea de montar una farmacia dentro de una instalación. Y esta idea vino de un encuentro que tuve con ella hace medio año en Barcelona. Al salir a la calle, después de una conversación, hablamos de farmacias porque su familia era farmacéutica. Yo le conté que mi padre montaba farmacias cuando yo era un niño y le expliqué que tomaba medidas métricas en la calle para ver la distancia que había entre un local y otro por la regulación de aquella época. A partir de esto y de la anécdota, escribí Farmacias distantes y ella montó una farmacia entera en la calle Barquillo de Madrid número 13, en una galería francesa, y ha sido la última colaboración que he hecho con ella. Esa manera de trabajar de ella me va muy bien a mí porque por este diálogo, el tema farmacias, que jamás me pareció literario, se convirtió en uno. Ahora no paro de ver farmacias con historias. Es una manera de trabajar fantástica.

La relación con el arte está abierta siempre. Se llama “literatura expandida”, que es el título de un libro en Brasil que hiciera sobre Dominique González, porque ella no se considera escritora y por eso pide mi colaboración. Después hace lo que quiere, pero de las conversaciones salen muchas cosas.

J. A. V.— Conocemos y lamentamos mucho los episodios de enfermedad que ha padecido. ¿Qué han supuesto en su literatura? A nivel creativo, ¿de qué manera han influido en su trabajo?

E. V-M.— Me ha influido decisivamente en la novela Montevideo. En principio, porque tomé un borrador que había escrito de la novela antes de ser trasplantado y veía que tenía todo hecho, pero pude mejorarlo mucho. Lo que es normal, un borrador que vuele sobre mí. Si lo trabajas, vas mejorando a través de muchos detalles, de muchas conexiones nuevas y asociaciones. Lo que pasa es que a medida que trabajaba en el borrador, me iba entrando un mayor entusiasmo por lo que hacía, que ahora lo conecto con la mejora diaria de salud. De modo que, al final estaba poseso por el libro, emocionado, sintiendo que mi literatura se había elevado incluso (hago alguna mención al final del libro a la elevación, pero sin  hablar, por supuesto, del transplante). No sé lo que pasará en el siguiente libro que he empezado pero en éste hubo lágrimas de emoción (jamás lo había sentido así hasta entonces), porque estaba metido en una historia de mucha valía, al menos para mí. Al principio les decía a mis sobrinos: “me he vuelto más inteligente”. Y luego me dado cuenta de que no. Era que me iba encontrando mejor y me entraba una euforia creativa que no conocía. También es literatura lo que cuento, pero el entusiasmo que tenía al final era enorme. Me daba rabia entregar el libro, porque ya me había comprometido. Era el momento de sacar algo mío, llevaba tres años sin publicar.

J. A. V.— Había que cumplir plazos. ¿Hubiera continuado dándole vueltas al libro?

E. V-M.— Creo que está muy bien acabada la novela, que es infinita por otra parte. Creo que está muy bien acabada porque al final sitúa a mi madre en el centro del Paseo de San Juan, de mi infancia, recomendándome que no pregunte más cosas, porque yo siempre preguntaba sin parar. Una frase que cuando la escribí no le di importancia, pero que después ha sido muy valorada y que abre un juego total.