Amor romántico y confluente en España

Juan A. Roche Cárcel
Profesor en la Universidad de Alicante

Imagen IA: Ioritz Hontecillas

Introducción

A pesar de ciertos antecedentes, la Sociología ha dejado de lado el estudio del amor hasta la aparición, en 1985, de El amor pasión, de N. Luhmann. Desde entonces, han aparecido numerosos trabajos teóricos y empíricos e importantes monografías y, por fin, esta emoción ha asumido un papel central en nuestra disciplina. De todas estas investigaciones, me interesan aquí, especialmente, las que han analizado el amor como constructor de vínculos sociales, las que la han asociado con la familia y las que se han dedicado a clasificar los distintos tipos de amor moderno.

Pues bien, partiendo precisamente de algunos de los trabajos sociológicos, teóricos y empíricos, que han analizado el amor en la sociedad española, los objetivos de este artículo son los siguientes:

1º) Desvelar cómo se institucionalizan, formalizan o se “familiarizan” en la sociedad española las formas modernas de amar, es decir, la romántica y la confluente.

2º) Comprobar si conviven o no los dos tipos de amor y la manera en la que lo hacen, para desvelar cuál es el prioritario y cuál el secundario. 

3º) Indagar las causas que están detrás de esta situación, profundizando en el carácter diferenciado del amor romántico y del confluente. 

Para lograr estos fines, he estructurado este artículo en apartados dedicados a la Sociología y el amor, a las dos formas modernas de amar -el amor romántico y el confluente- y a la convivencia de esos dos tipos de amor en la familia española. Finalmente, en las conclusiones, se verá que, efectivamente, las dos maneras modernas de amar están presentes actualmente en la sociedad española y que la diferente concepción del tiempo del amor romántico y del confluente constituye una de las causas principales de que la vieja manera de amar siga teniendo mucha fuerza y que la nueva, a pesar de sus avances, no termina de institucionalizarse. 

La Sociología y el amor

El amor constituye uno de esos temas fundamentales de la existencia humana, entendida de manera individual y social, cuyo estudio, sin embargo, dejó de lado la Sociología, embarcada desde sus orígenes básicamente en el racionalismo moderno. Así, aunque ciertamente nuestra disciplina cuenta con antecedentes clásicos, el amor siempre fue considerado un asunto mal visto (Jónasdóttir 2014) hasta el libro de N. Luhmann, El amor pasión, de 1985 -2008-, la primera monografía sobre el tema (García Andrade 2015: 56).

Es verdad que, desde entonces, el camino recorrido ha sido largo y fructífero, hasta el punto de que han aparecido numerosos artículos teóricos y empíricos e importantes libros dedicados al amor; por fin, éste ha asumido un papel central en la Sociología. Sin embargo, ello no quiere decir que se haya establecido un paradigma canónico, ni que haya existido un acercamiento homogéneo, sino por el contrario, que la pluralidad, la divergencia y las contradicciones constituyen la norma (García Andrade 2015: 37).

Esto no excluye que, desde el principio y constantemente, los sociólogos hayan coincidido en la capacidad del amor para construir vínculos, lazos e interrelaciones sociales (García de Andrade 2015: 56), como ocurre, por ejemplo, con N. Elias, quién en La sociedad Cortesana, 1996, subraya su papel axial en la vinculación social, su carácter afectivo, su fuerte intensidad y su sentido existencial (Sabido y García 2014: 22 y 38). Sin embargo, lo común en Sociología es encontrarse con dimensiones muy diferentes del amor, por ejemplo, sobre su carácter sacro o trascendente (Illouz 2009: 26-178). Como si ese sentimiento  constituyera una nueva manera de religiosidad (Alberoni 2005: 242), secular o terrenal (Beck y Beck-Gernsheim 2008: 233 ss); como si representara una forma de salvación mundana (Featherstone 1998: 10), o una ofrenda o sacrificio (Boltanski y Godet 1995:61); como si el encuentro de los amantes entraran, en la fase de enamoramiento, en un éxtasis similar al sagrado (Badiou 2011: 34); y como si sus ritos, celebraciones y banquetes, con su entusiasta erotismo, con su “efervescencia” (Durkheim 2017: 156) y con su “energía emocional” (Collins 2009: 141 ss), recordaran los de los ancestrales cultos (Turner 2005: 311 y 315).

Por otra parte, la literatura sociológica también ha relacionado el amor con el capitalismo, con su racionalidad sujeta a fines y con el consumo, no en balde aquél ha sido definido como una mercancía más sujeta al ritmo del intercambio y a la finalidad de los beneficios. Sin olvidar que, igualmente, ha sido descrito como un objeto de consumo, como algo que desechamos y que termina consumiéndonos. Así, por un lado -según algunos especialistas-, el amor parece fortalecerse hoy con los regalos -en los aniversarios, en las bodas de plata o de oro-, con los viajes de luna de miel u otros y con las comidas o cenas románticas. Por otro lado, y contrariamente, los hay que consideran que esta emoción es resistente o resiliente (Mora 2012), un cálido colchón amortiguador o una fuerza alternativa a las relaciones de intercambio modeladas según el dinero (Hardt 2011: 681) o mediante la fría racionalidad sujeta a fines. Ahora bien, desde mi perspectiva, unos y otros olvidan, con suma frecuencia, que el binomio capitalismo-amor conforma un sistema, una estructura social, un entramado indisoluble, en tanto que ambos se complementan y componen las dos caras de una misma moneda. Y es que, si el primero se ha vuelto dependiente del poder recreativo del amor (Jónasdóttir 1995: 311), las emociones también se insertan en la empresa, de modo que ésta necesita enamorar para alcanzar sus fines e, incluso, para sobrevivir. Por otra parte, el amor no se desprende de sus razones (Frankfurt, 2004: 52-114; Luhmann 2008: 138), de una racionalidad práctica y cognitiva, de una racionalidad instrumental que se inmiscuye en el ámbito privado (Illouz 2009: 251 y 277 ss), con sus beneficios y sus intereses.

Por otra parte, el amor ha sido tratado por los sociólogos en conexión con las nuevas tecnologías y con el aumento de la comunicación, de las interrelaciones y de los lazos emocionales que éstas traen aparejadas. También han destacado su influjo en el emparejamiento, en la socialización familiar y en los nuevos procesos de socialidad mediados por las TIC, a costa, eso sí, de una menor presencia física y de una mayor virtualización, esto es, de un amor menos carnal y más abstraído (Ayuso 2015: 75-82). Asimismo, desde una perspectiva de género, se ha analizado la feminización del amor, tanto para encontrar aspectos positivos como negativos, tradicionales o modernos, normativizadores -opresores- o liberadores (Elias y Dunning 1996: 95) para las mujeres. Otras posiciones han asociado al amor con el cuerpo y las emociones, sus contenedores, con la voz de los enamorados (Boltanski y Godet 1995: 61), al entender que aquél constituye, efectivamente, un estado corporal visible (Damasio 2017: 16-7 y 199), que es una experiencia corporal sensible en la que la sexualidad, el placer, el erotismo y la satisfacción están incluidos (Luhmann 2010: 59).

Igualmente, el amor se ha interrelacionado con el poder, en tanto que puede mover la historia (Jónasdóttir 1995: 320), generar lazos sociales, hacer cosas y transformarnos (Hardt 2011: 681), sin olvidar que es una potencia creativa que, incluso, consigue construir una nueva sociedad (Alberoni 2005: 31-130; García Andrade 2015: 56). También, contrariamente, puede destruir un estado, instalar una crisis, desconcertar, desequilibrar y desordenar (Bruckner y Finkielkraut 2001: 10).  

Finalmente, los sociólogos han analizado el amor como un componente fundamental de la familia y de la pareja conyugal (Cicchelli-Pugeautl 1999, 58). Así, para Luhmann (2008: 24 y 203), la familia se ordena en base a un código de símbolos particular, como es el amor y, desde el siglo XVIII, se observa la unidad del amor matrimonial y del matrimonio por amor como un principio para la perfecta realización del ser humano. François de Singly (2016: 28), por su parte, ha llamado la atención sobre el papel central de la familia en el proceso de revelación del yo, de la construcción de la identidad individualizada y, de acuerdo a E. y U. Beck, la familia ha pasado de ser una comunidad de trabajo a una de sentimientos (Beck y Beck-Gersheim 2008: 19-76), mientras que otros pensadores sociales han puesto el acento en las transformaciones que experimenta la familia moderna. Es el caso de Marx, quién anticipa proféticamente que ésta, una vez concluido el proceso que conducirá teleológicamente a la sociedad comunista -en esto se equivocó, pues ésta todavía no ha llegado-, estará formada por una pareja unida por el puro amor erótico-individual (González 2009: 513). Durkheim, por su parte, entiende que, debido a la “ley de contracción progresiva”, la familia irá disminuyendo en tamaño a medida que crezca la división del trabajo en la sociedad (Segalen 1992: 28). Y la Escuela de Frankfurt, aunque no defiende la desaparición de la familia, considera que ha llegado a su fin la burguesa, lo que ha dado lugar a la aparición de otras formas, básicamente, expresivas e igualitarias (González 2009: 524).

El amor deviene, pues, la base de la familia, pues tras él se encuentra el deseo de institución para conjurar el azar (Bruckner y Finkielkraut 2001: 327), sin olvidar que representa su gran fuerza expresiva e igualatoria, pero también su impulso minimalista, reduccionista e individualista y, a la inversa, que construye el Estado del amor (Badiou 2011: 72). En consecuencia, el amor es familia y ésta es amor.          

Dos formas modernas de amar: el amor romántico y el confluente

En cuanto a los tipos o estilos de amor, también han sido diversas las clasificaciones efectuadas por los científicos sociales. Una de ellas propone que, en síntesis, hoy existen dos modelos de relaciones afectivo-sexuales -tradicional y alternativo- que también son paradigmas de conducta “tipo ideal” (Gómez 2008: 63 ss). Otra de las categorizaciones más aceptadas es la propuesta por A. Giddens (2006: 43-63), en La transformación de la intimidad. Sexualidad, amor y erotismo en las sociedades modernas, 2006, donde destaca las dos variantes de amor moderno: el “romántico” y el “confluente”. 

El primero de ellos, que surge a finales del siglo XVII y que define la primera modernidad, constituye una herencia del “amor cortés” del sistema feudal (Elias 1994: 325 ss) y del “amor pasión” característico de la aristocracia absolutista, vinculados a su vez con el “eros” platónico y el “ágape” cristiano. Sin embargo -como se verá más tarde-, actualmente sigue teniendo muchísima fuerza, particularmente en España, donde es mayoritario, gracias a que el vigente sistema patriarcal y capitalista lo reproduce eficazmente mediante las normas, las creencias, los modelos, las costumbres, los mitos, las tradiciones, la moral y la ética de la cultura de la que formamos parte (Herrera 2018:  10); y a que la literatura, el cine y los culebrones televisivos lo representan, lo reviven y lo reactualizan (Elias y Dunning 1996: 94 y 95), de la misma manera que los ritos sagrados de la iglesia mantienen viva la religiosidad católica. No extrañe que este tipo de amor contenga un componente literario, incluso folletinesco o melodramático, ligado más a lo mental que a lo carnal, más a la pasión que al sexo y que, por consiguiente, sea un ideal, normalmente nunca satisfecho del todo. Sin olvidar que constituye una pura relación que reestructura la intimidad y que se caracteriza por la fusión de la pareja, de tal modo que el otro deja de representar la alteridad, mientras que los cónyuges renuncian a ser seres individuales y, simultáneamente, se separan de su amplio contexto social -de las instituciones, del grupo de amigos, por ejemplo- e incluso de la vida cotidiana. De este modo, el amor romántico crea una historia compartida, relacional y no individual que, al igual que hace la ficción, huye o duplica el mundo.

Pero, paradójicamente, el amor romántico se interrelaciona con la idea de la elección libre de la pareja y con la consiguiente concepción de libertad y de autorrealización individual. Esta visión llega a su máximo ardor -este amor es muy intenso- en las mujeres, que creen que obtienen la máxima felicidad mediante el matrimonio, el sustento último del amor romántico. Y es que éste les otorga independencia e identidad, al tiempo que, con los afectos y los lazos emotivos que genera, casi alcanza lo sublime. Por el contrario, en los varones, esta idea de libertad y de autorrealización se manifiesta a partir del éxito y del desarrollo profesional, es decir, que, mientras que el marido, con su función externa en la familia y con su papel instrumental, no se ocupa de los roles expresivos, éstos sí son adoptados por la esposa. De ahí que el amor romántico esté feminizado, no en balde, al parecer -como señala Giddens (2006: 43 ss)-, ha sido un invento de las mujeres -al igual que el de la maternidad y la infancia- a partir de los cambios producidos en el propio hogar, en la medida en que éste se transforma de un espacio de producción y reproducción a otro en el que predomina el afecto. Cierto, la mujer se ha empoderado de la morada, ha asumido el dominio de su gestión administrativa y económica y ha adoptado un mayor peso en la educación de los menores, lo que ha propiciado el debilitamiento de las tradicionales funciones patriarcales del varón y, ambivalentemente, el reforzamiento paralelo, por parte de ellas, de la reproducción del sistema patriarcal y capitalista.

Finalmente, el amor romántico supone una búsqueda continua, un trabajado (Gómez 2008: 49) -y artístico, en la visión de E. Fromm (2007)- labor de día a día, un cultivar (Cruz 2010: 187), una entrega total, que constituye un proceso que no tiene finalidad, pero que se proyecta en el futuro, en la medida en que es un amor que persigue durar toda la vida y que, si pudiera, incluso rozaría la trascendencia y la inmortalidad.

El amor confluente, o líquido, característico de la segunda modernidad, es definido sociológicamente con, al menos, ocho aspectos (Giddens 2006; Beck y Beck-Gersheim 2008; Costa 2006: 775-8; Bauman 2007: 32 ss; Illouz 2009: 205).

1. Persigue la construcción libre y no cerrada de los miembros individuales de la pareja, no la fusión -como hace el amor romántico-, pues lo que trata es de abrirse al otro y, por tanto, de comprenderlo. Se define, pues, por el individualismo (Simmel 1986: 96; Elias 1999: 49; García Andrade 2015: 55), por la autoconfirmación del self (del sí mismo) o por la autorrealización del individuo (Berger y Kellmer 1993: 226) y, en suma, por la defensa de la autonomía individual (Ayuso 2015: 90).

2. Presupone la igualdad de sus miembros y exige que, en las interrelaciones entre ellos, haya reciprocidad o “interpenetración intrahumana” (Luhmann 2008: 233 ss). Por eso, es un amor más democrático, más “negociador”, que el romántico de corte más aristocrático y autoritario.

3. Construye lazos personales más leves y, por consiguiente, relaciones frágiles y líquidas, no en balde es contingente, efímero e incierto. Así, aunque pueda existir hoy no necesariamente lo hace mañana y de ahí que sea intenso y activo, sin que esto suponga que dure para siempre; es más, es un amor instantáneo. Como efectos no deseados de esta inconsistencia, en él se dan un aumento de las separaciones y de los divorcios y una probable equiparación con las mercancías, y su ritmo, lo que lo asemeja a un objeto de consumo más, desechable, de usar y tirar.

4. Es un amor arriesgado, en cuanto que asume toda una serie de peligros y de inseguridades que ponen en juego su propia supervivencia, ya que escapa de la protección y del control de la familia y ya que los enamorados invierten en sentimientos, en capital económico, simbólico y de valores, siguiendo las leyes económicas de la oferta y la demanda, pero sin que esté garantizado -especialmente en el caso de las mujeres- (Jónasdóttir 1995: 314) ni el beneficio ni la felicidad.

4. Resalta la ars erotica, la sexualidad, aunque ésta decrece con el tiempo, con su corta duración. Eso sí, no está vinculado exclusivamente -como el amor romántico- con la heterosexualidad.

La convivencia de los dos tipos de amor -romántico y confluente- en la familia española

La formalización, institucionalización o “familiarización” de esos dos tipos de amor se producen en la familia española expresando tanto la conservación del sistema patriarcal autoritario como la apertura a uno más democrático. Se ha afirmado que la familia española de la primera modernidad se ha transformado en la segunda, ya que, en líneas generales, la primera se caracterizaba por perdurar, por la elección condicionada del matrimonio, por la uniformidad y la homogeneidad cultural, mientras que, contrariamente, la segunda es imperdurable, desarrolla la personalidad, elige libremente a la pareja, sus miembros son plurirresponsables e iguales y es plural (Rondón 2011: 89); y esto quiere decir que, si la primera modernidad se define por el amor romántico, la segunda lo hace por el confluente. También se ha defendido que, de la familia patriarcal, se ha pasado a otra más igualitaria y democrática, desvinculada de los parámetros estructurales y transformada en un tipo cultural que coexiste con diversos patrones de convivencia (Del Campo y Rodríguez 2002: 103-133).

Ciertamente, en España hoy estamos ante dos modelos básicos de familia: uno más institucional -con base en el amor romántico- y otro más opcional, emotivo e inestable y más condicionado por la satisfacción de sus necesidades personales (Alberdi, 2005), correspondiendo este último modelo con el de la “familia negociadora” (Meil 2003: 1-16; Meil 2006: 11 ss), fundada principalmente en el amor confluente. El primer modelo surge a finales del siglo XIX, cuando se inicia la conexión entre los conceptos de amor romántico, el matrimonio y la sexualidad, pero permanece actualmente. Y es que este tipo de amor constituye la razón principal para mantener la fidelidad, para la intención de casarse y de formar una familia (Del Campo y Rodríguez Brioso 2002: 119) y para las relaciones matrimoniales, ya que estar enamorado deviene el fundamento para iniciar y mantener una pareja (Ferrer et al 2008: 589-590).

Sin embargo, como demuestran numerosos trabajos -y particularmente, cuatro de los cinco empíricos que he analizado y contrastado aquí-, el modelo del amor romántico y los mitos asociados a él no solo persiste en la actualidad, sino que es el dominante en la sociedad española.  Cierto, este modelo sigue mostrando mucha fuerza en la socialización femenina, convirtiéndose en su eje vertebrador y en su proyecto vital prioritario, ya que las mujeres se vuelcan hacia lo privado, mientras que los varones lo hacen hacia lo público, en tanto que -para ellos- lo más importante es el reconocimiento social, quedando el amor en un segundo plano. Como muestra de ello, el padre de la sociología de la familia española Salustiano del Campo (Del Campo y Rodríguez Brioso 2002: 119-120), indica que, en 1995, el 67% de la población española entiende que una relación auténtica lo es para toda la vida, mientras que un 76% considera que el amor verdadero lo puede todo. Por otro lado, un 70% está de acuerdo en que el amor romántico puede existir sin que haya matrimonio.

En otro trabajo empírico (Ferrer et al 2008: 589-592), se concluye que el estilo “Eros” o amor pasional o romántico es el más aceptado por más del 80% de las personas entrevistadas y ello en todos los grupos y tanto en los hombres como en las mujeres. No en balde, en nuestro país existe una alta valoración del amor romántico (Ubillos et al, 2001).   

Para reforzar esta concepción, viene bien comprobar el grado de implantación en España de los mitos románticos. Y es que estos mitos, que son creencias con una fuerte carga emotiva, que concentran muchos sentimientos y que suelen crear y conservar la ideología grupal, son resistentes al cambio y al razonamiento. Además, constituyen “el conjunto de creencias socialmente compartidas sobre la supuesta “verdadera naturaleza del amor” y, por eso, normalmente, lo mitos románticos son “ficticios, absurdos, engañosos, irracionales e imposibles de cumplir” (Ferrer et al 2010: 7). Pues bien, en una entrevista realizada en España (a partir de un trabajo del CIS, de 1995) sobre la presencia y la aceptación social de los mitos sobre el amor (Barrón et al 1999: 66 ss), se comprobó que los consultados, en general, estaban de acuerdo o muy de acuerdo con estos mitos. Concretamente, “el mito de la pareja” es aceptado por el 95% de la población entrevistada; el de “la fidelidad” por el 80%; el de “la omnipotencia” por el 75%; el del “matrimonio” por el 67%; el de “la pasión eterna” por el 63%; el de “la exclusividad” por el 55%; el de “la media naranja” por el 51%; y el mito de “la equivalencia” es admitido por el 45% de la población interpelada.

Otro trabajo empírico (Ferrer et al 2010: 16-29) acerca de la implantación de los mitos románticos en España presenta, como resultado, que predomina la aceptación de los mitos de “omnipotencia” (73%), de “la pasión eterna” (72.3 %), del “matrimonio” (71.3 %) y de “la media naranja” (52,6%). En esta investigación, por otra parte, se asocia el número de parejas con la convivencia y la aceptación de esos mitos de “omnipotencia”, del “matrimonio” y del “emparejamiento” y se muestra el nivel de satisfacción con las relaciones de pareja y la aceptación de los mitos de “la media naranja”, “la pasión eterna”, “la omnipotencia”, “el matrimonio” y “el emparejamiento”. Por consiguiente, el amor romántico constituye una experiencia muy generalizada, lo que se vincula con la persistencia de una serie de tópicos arraigados en una concepción romántica tradicional del amor que contribuye a conservar la estructura de poder y la desigualdad de las relaciones amorosas. Asimismo, conecta esa visión romántica con la existencia mayoritaria de parejas y de matrimonios en España. 

En un ensayo sociológico empírico reciente (Rodríguez-Santero et al 2017: 1-13), dirigido a los estudiantes universitarios sevillanos acerca del amor, se ha concluido que los entrevistados poseen un concepto idealizado y romántico en el que la sexualidad y los aspectos más pasionales o de atracción son secundarios. Así, en este trabajo, el estilo de amor más aceptado, el “Ágape”, el amor altruista orientado al bien del otro (Cruz 2010: 53) y de renuncia, que entiende la relación como una negación del individualismo y como un proceso de abnegación, entrega y sacrificio y “para toda la vida” se corresponde con los parámetros del amor romántico. Cabe recordar, nuevamente, que la ideología que subyace en este tipo de amor expresa el patriarcado moderno. Sin embargo, los autores destacan en sus conclusiones que “no podemos confirmar que estas afirmaciones se correspondan absolutamente con la realidad”, que son más “percepciones” (Rodríguez-Santero et al 2017: 11), es decir, que poseen un gran componente ideal.

Únicamente he encontrado un trabajo empírico que indique que el amor confluente es el mayoritario en la sociedad española. Ha sido publicado en 2006 (Navarro 2006: 123-135) y sus resultados muestran que los encuestados se identifican más (un 45%) -en la actualidad ya estaríamos en un 60%, con un crecimiento muy rápido y muy importante- con el modelo ideal de “familia simétrica”, un modelo igualitario, democrático y tolerante -la familia negociadora, basada en el amor confluente-, con menos peso de las convenciones y de las costumbres tradicionales. Mientras que el 27% se inclina por el modelo tradicional, “el de toda la vida” -radicado en el amor romántico- y, el 23%, con la familia “intermedia” -quizás, una mezcla de los otros dos-. En todo caso, el modelo triunfante simétrico es ideal, pues los comportamientos reales, las prácticas sociales, a pesar de los avances, no se ajustan a ese deseo de igualdad (Meil, 2003: 1-16; Meil, 2006: 11 ss); por otra parte, en esta investigación sigue teniendo una considerable importancia el modelo tradicional.

Conclusiones

Ante todo, quiero subrayar que este artículo continúa los trabajos de la Sociología que han resaltado la dimensión afectiva de la vida familiar, al analizar que el amor es un componente fundamental de ellas y, en suma, al entender que la familia es amor y que el amor es familia. Sin embargo, se trata de perfilar de qué tipos de amor estamos hablando y sus aspectos esenciales, pues ellos reflejan al carácter de la sociedad española contemporánea y, particularmente, de la familia.

Dos formas modernas de amar. La diferente concepción del tiempo del amor romántico y del confluente

En ese sentido, el amor confluente remite a una sociedad profundamente trágica, en tanto que -debido a la Sociedad de la individualización (Meil 2003: 2 ss; Meil 2004: 421), del riesgo (Beck 1988: 217) y de la separatividad (Scheff s.a.: 18, 20 y 63)-, cuantos menos referentes tenemos para alcanzar nuestra estabilidad, más desesperadamente nos dirigimos hacia una relación de pareja con la que deseamos lograr el sentido y el arraigo a nuestra existencia (Beck y Beck-Gernsheim 2008: 16 y 72-77). Además, la felicidad se convierte en un bien inalcanzable e incomunicable, lo que todavía activa más socialmente la necesidad del amor (Mascareño 2006: 1), sin olvidar que la relación que legitima la búsqueda de la felicidad es más fluida, frágil, transitoria e incierta (Bauman 2007: 105 ss), lo que explica que este tipo de amor, al persistir tan poco tiempo, no satisfaga esa sensación de desamor y de soledad; que someta a los individuos a una conmoción de frustración, de fragilidad y de incompletitud; y que, en suma, deje a los ciudadanos más solos y, por consiguiente, más precisados a amar que nunca (Beck y Beck-Gernsheim 2008: 72 ss).

En relación con ello, entiendo que la gran diferencia existente entre el amor confluente y el romántico se encuentra, justamente, en su distinta concepción del tiempo. No en balde, el amor inventa una manera distinta -desconocida- de durar en la vida y, por tanto, un nuevo sentido del tiempo (Badiou 2011: 47). Al respecto -como he indicado en el primer apartado- el amor romántico desarrolla un proyecto de vida, pues representa un modo de amar que solo puede implementarse, en su plenitud, en el tiempo, es decir, que únicamente toma cuerpo en la madurez que éste otorga a las cosas y a las personas y en el deseo de eternidad que, en el fondo, todo esto expresa. En este sentido, es un amor que se declara perpetuo, que inscribe la eternidad en el tiempo y que, en suma, constituye una declaración de permanencia que se despliega, en la medida de sus posibilidades (Badiou 2011: 63), a lo largo del discurrir temporal. Así, consigue reestructurar el pasado individual y el presente-futuro de la pareja, haciendo que ésta construya conjuntamente su amor durante toda la vida, sin olvidar que, en la persona amada, convergen el principio y el fin del tiempo (Alberoni 2005: 69-71). Además, mezcla tres categorías temporales diferentes: el –añorado- pasado de la autenticidad perdida, el –existencial- presente eterno de la intensidad y la –trascendente- intemporalidad de lo sagrado (Illouz 2009: 26-178). De ahí que el amor romántico constituya una forma de domesticar el futuro, impulsada por la pretensión de controlar la contingencia, lo inseguro y lo incierto.

Por el contrario, el amor confluente, o líquido, al ser instantáneo, efímero, contingente e incierto, además de informal e inmaduro, puede ser confundido con la corta etapa, pero intensa y apasionada, del enamoramiento. Sin embargo, en realidad es un tipo de amor en el que, al dejarse arrastrar por el omnipotente instante, es como si -en él- el presente, al saturarse de momentos, se distinguiera del pasado y del futuro, posibilitando un contraste entre la ilusión y la realidad. Por tanto, este amor instaura una emoción del momento, del instante que posee valor de eternidad (Luhmann 2008: 132) y, por eso, parece como si el tiempo se le hubiera reducido o incluso apagado, como si solo existiera en un presente muy contraído, vacío y empequeñecido, lo que se une a que no se proyecta en el futuro. De este modo, el amor confluente, en la medida en que no parece tener tiempo, es un amor sin tiempo, lo que explica que los amantes desconozcan qué va a pasar en su relación, hacia dónde se conducirá ésta, y que tengan la sensación difusa de que son presos del riesgo, de la fragilidad y de la incertidumbre.

Consecuentemente, al ser una emoción que se consume en el instante, que no tiene futuro y que no posee tiempo, cabe plantearse, entonces, si realmente tiene porvenir. Y, en todo caso, desde mi perspectiva, su naturaleza efímera explica adecuadamente por qué la sociedad española no termina de institucionalizar este tipo de amor y por qué no ha abandonado mayoritariamente al amor romántico, tan eficazmente reproducido, al proponer una relación para toda la vida.

La convivencia de los dos tipos de amor -romántico y confluente- en la familia española

En efecto, cuatro de los cinco trabajos empíricos consultados, aunque sus metodologías y sus puntos de partida son diferentes, confirman que el amor romántico es mayoritario en la sociedad española y que éste convive con el confluente. En concreto, permiten inferir cuatro consideraciones finales:  

1ª) Actualmente está presente en España, de manera mayoritaria, el amor más institucional, con base en el amor romántico y la prevalencia de los mitos asociados a él. Este amor manifiesta la persistencia de una serie de tópicos arraigados en una concepción romántica tradicional del amor que contribuye a conservar la estructura de poder y la desigualdad de las relaciones amorosas. Asimismo, esa visión romántica se conecta con la existencia mayoritaria de parejas y de matrimonios que consideran que el amor tiene que ser para toda la vida y que todo lo resiste y con una juventud universitaria que, al adscribirse al amor romántico, -como corrobora el trabajo dedicado a los universitarios sevillanos- no termina de transformar o sustituir las viejas formas de amar. Junto al amor romántico, está el otro amor -mayoritario según solo uno de los trabajos empíricos-, más opcional, emotivo e inestable y más condicionado por la satisfacción de las necesidades personales, correspondiendo este último tipo con el de la “familia negociadora” o “simétrica”, fundada principalmente en el amor confluente.

2ª) Ahora bien -como reconocen los propios investigadores consultados-, si bien el amor romántico está muy implantado y es mayoritario en la sociedad española, éste se muestra más como un ideal, más como una percepción que como una praxis, al igual que ocurre con la familia “simétrica”, que expresa un ideal de igualdad no conseguido aún en la práctica social.

3ª) La familiarización de las formas de amar -el amor es, por naturaleza, ambiguo o ambivalente (Cruz 2010: 20)- están, pues, determinadas por la ambivalencia, en tanto conviven los dos tipos básicos de amor y, con ellos, dos concepciones ideológicas de la misma -patriarcal y democrática-, siendo, eso sí, la primera la más característica hoy en la sociedad española, mientras que la segunda sigue avanzando.

4ª) Ello contradice la evolución lineal manifestada por algunos especialistas reseñados en este artículo y que entienden que la familia española ha pasado de la primera modernidad -romántica- a la segunda -confluente-. Y es que -como he constatado aquí- en esta última cohabitan ambos tipos modernos de amar y de familiarizarse. Esto quiere decir que -en los asuntos del amor- lo viejo no ha terminado del todo y lo actual no se ha instalado definitivamente, que el presente y el pasado coexisten paradójicamente, sin que haya una diferenciación nítida entre ambos y sin que ninguno se convierta en el paradigma concluyente.

En definitiva, un análisis detenido, y contrastado, de los trabajos teóricos y empíricos consultados ha revelado matices, ambivalencias y contradicciones de la sociedad española en relación con el amor y con sus maneras de familiarizarlo. Y, sobre todo, que el futuro está tan abierto, tan en brumas, que no parece que se atisbe en él una alternativa institucional al amor romántico.

Bibliografía, notas y fuentes:

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