Las complejidades del amor en Shakespeare

María Socorro Suárez Lafuente
Catedrática de la Universidad de Oviedo

Imagen IA: Ioritz Hontecillas

El amor en sus múltiples facetas es un afecto omnipresente en la vida humana porque puede incidir en lo mejor y lo peor que las personas son capaces de ofrecer y porque se extiende por todos los estadios intermedios entre ambos extremos. Por eso hay amores de todo tipo tanto en las tragedias como en las comedias de William Shakespeare, en sus dramas históricos y en sus sonetos. Nadie mejor que él entendió e inscribió para la posteridad la fina línea que separa la entrega total de la muerte, y lo que hay de lúdico, de épico, pero también de cotidiano en el sentimiento que denominamos amor.

Las comedias presentan, por definición, los aspectos lúdicos del amor, entretejidos en juegos sociales que siempre acaban con el encuentro de la pareja enamorada, encuentro que resulta altamente gratificante porque para lograrlo los amantes han tenido que superar todo tipo de enredos. En las tragedias el amor se topa con un destino cruel, con la perversidad humana o con los avatares de la historia, que hacen el amor imposible. Pero la parte de su obra en donde Shakespeare mejor articula el amor en cuanto que sentimiento particular e individualizado es en los 154 sonetos, publicados en forma de libro en 1609 y que son considerados por parte de la crítica como “uno de los mejores poemas de amor de la literatura”, y es que su unidad está tan bien construida que producen el efecto de ser un único poema. Shakespeare construye magistralmente la sensación de una sola presencia literaria, una voz que hilvana sentimientos y experiencias cual si fueran inmediatos a nosotros. Con una sola forma, la del soneto, el poeta consigue gran variedad de efectos, modulando el tono, el ritmo, contraponiendo palabras e introduciendo repeticiones.

Los personajes implicados en el texto son cuatro: el poeta mismo, un joven, una dama morena y la personificación del Tiempo que todo lo consume. En los primeros sonetos se anima a un joven a que se case para así perpetuar su belleza, porque muy pronto aparecerá el Tiempo que todo lo destruye. No llegamos a saber quién es ese joven al que el poeta expresa un amor entregado y sin críticas, aunque conocemos sus iniciales, W.H., que dieron lugar a muchas conjeturas a lo largo de la historia de la crítica shakesperiana.

Cuando aparece la “dama morena” hay un cambio significativo en la secuencia: los sonetos se vuelven más audaces en lo sensual, más personalizados y más íntimos, y todo apunta a un triángulo amoroso: el poeta, el amigo y la dama morena. Es relevante el hecho de que el adjetivo ‘dark’, que califica a la dama, tercera en discordia, puede significar en inglés tanto ‘morena’, en referencia a su pelo o a su complexión física, como ‘oscura’, indicativo de una persona siniestra y dañina. Este triángulo fue considerado tan escabroso, por lo que implica de homosexualidad o bisexualidad, que en la segunda edición, en 1640, se cambiaron nombres y pronombres para que el joven amigo se convirtiera en una joven amiga y la rivalidad y los celos quedaran entre mujeres, situación femenina que era considerada por la sociedad como aceptable y “natural”. En la época victoriana los críticos quisieron destruir hasta este efecto y aseveraron que “amor” sólo quería decir afecto y amistad.

El amor shakesperiano es definido por John Wain en los siguientes términos: “Cuando un amor que es total, sin término medio, generoso, se encuentra con un obstáculo demasiado pesado para ser apartado, la naturaleza trágica de la vida humana se ilumina hasta su fondo mismo” (127). Pero el amor expresado en los sonetos es también un amor inequívocamente unido al sexo, de cuya actividad recoge el poeta abundantes imágenes: los amantes se mueven entre la dicha edénica y el goce sexual y, amando al otro, cada uno se ama a sí mismo en su reflejo. Es, pues, éste un amor poliédrico, complejo, globalizador; puede ser considerado como el amor por el amor, el Amor con mayúscula, o el amor como genealogía, como la piedra de toque de la continuidad de la humanidad como tal.

En el soneto número 144 Shakespeare representa a un hombre y una mujer luchando, inequívocamente, por el amor de un hombre. El ángel bueno es el amado del poeta y el ángel malo es la dama morena que lo pretende, el “diablo femenino”. El pareado final revela a un poeta pasivo, asaltado por los celos y por las dudas, que contempla la lucha desde fuera mientras espera una solución. Si bien el soneto empieza expresando los celos del poeta, recoge al final la esperanza de que la mujer se canse pronto del joven y éste vuelva a los brazos del poeta. La intención del amante es sólo resaltar, llevando la retórica a extremos, la belleza sin par del joven, pero Shakespeare introduce aquí un elemento importante, el de la genealogía, el de la proyección de nuestro linaje en el futuro: “¿O dónde existe el loco, que quiera ser la tumba / del amor de sí mismo y evitar descendencia?”. Estos versos representan, en negativo, la esencia del narcisismo, del amor por uno mismo, tema ya esbozado en el primer verso con el reflejo de la propia imagen en el espejo; pero el poeta admite, en el último verso, que sin el concurso de una mujer/madre el narcisista se consume también en sí mismo. Shakespeare deja constancia de la ambivalencia del amor, que es capaz de ser desprendido y generoso, de pensar sólo en el bien de la persona amada, pero también puede ser posesivo y mezquino, convirtiendo así la experiencia vital en un equilibrio entre ambas posibilidades.

Hay sonetos que juegan con la forma a la vez que con el contenido, que remedan los juegos amorosos y contemplan sus muchas formas y su consideración social. El soneto 130, por ejemplo, es una inteligente construcción poética sobre las metáforas recurrentes usadas tradicionalmente para designar a la mujer amada; Shakespeare deshace, una a una, todas las comparaciones: su amada no es tan blanca como la nieve, ni son sus ojos tan luminosos como el sol, tampoco su voz es música, ni su aliento está perfumado. Por eso mismo, su amada sí es realmente única e inigualable y, sobre todo, real.

No se puede concluir un resumen sobre el amor en la obra de William Shakespeare sin hablar de los amantes de Verona. El soliloquio de Romeo en la escena del balcón, interrumpido por el de Julieta, ambos entusiasmados, aún por separado, con la fuerza del sentimiento amoroso que cada cual está experimentando, constituye un ejemplo paradigmático del arte literario del autor. Romeo no se cansa de utilizar todas las metáforas tradicionales para designar las facciones y las cualidades de su amada, y, perdida toda noción de la realidad, interpreta cada signo proveniente de Julieta como la representación máxima de todo lo que tiene por bueno: Julieta es el sol, el centro del universo de Romeo, y sus ojos son estrellas que guían al amante y rigen el destino del mundo, pero sus mejillas brillan más aún, en una escalada de fulgor que no hace sino encender más la llama amorosa del amante. Su deseo de tocarla y poseerla es tal, que él mismo excita sus propias dudas y sus celos.

En Romeo y Julieta (1595) aparece una de las definiciones más citadas del amor:

El amor es el humo hecho con el vaho de los suspiros; al disiparse, es un fuego centelleando en los ojos de los amantes; al extinguirse, es un mar de lágrimas de enamorados. ¿Qué más es? Una discreta locura, una hiel que ahoga y una dulzura que preserva. (Énfasis añadido).

Así pues, Shakespeare recoge en Romeo y Julieta los mismos aspectos del amor que trata en los sonetos: la persona amada es el centro de gravedad de la vida del amante, desea impacientemente poseer a esa persona y tiene celos de todo lo que la rodea. Pero mientras la obra dramática refleja un amor apasionado, desmedido, adolescente, la obra poética codifica todo ese sentimiento en pautas literarias de un amor universal, adulto e imperecedero. En Troilo y Criseida (1602) Shakespeare resume el amor como una actividad elemental y, por tanto, común al género humano:

La sangre cálida engendra cálidos pensamientos,
y los cálidos pensamientos engendran cálidos actos,
y los cálidos actos son Amor.

Si el itinerario del amor ha de pasar desde el pensamiento al acto, cabe creer que es un afecto duradero porque es producto de la reflexión, pero la ruta, así concebida, es larga, cuajada de altibajos y de desvíos, de atajos y de dudas. Por eso el amor es un activo esencial para generar literatura.

Bibliografía, notas y fuentes:

Wain, John. 1964. The Living World of Shakespeare, Londres, Macmillan; traducido por José SILES ARTÉS y publicado como El mundo vivo de Shakespeare. Alianza Editorial, Madrid: 1967.   

N.B.: Para una versión más amplia de este artículo, véase: M.S. Suárez Lafuente: “William Shakespeare y la expresión poética del amor”. Poemas de amor a través de los siglos. Ed. Marina Mayoral. Sial/Trivium Ediciones, Madrid: 2006.