Aquellos mitos con los que mataron

VALORES, DEMOCRACIA Y TERRORISMO

– Con motivo del XXI Seminario organizado por la Fundación Fernando Buesa –

Antonio Rivera
Catedrático en la UPV/EHU

Fecha de publicación: 22/11/23

En tanto que partidario de utilizar la violencia como instrumento de acción fundamental para alcanzar más rápido sus objetivos políticos, el terrorismo es una práctica social extraordinaria, inusual. Superar la limitación que la condición humana establece al hecho de matar y subvertir el contexto social al punto de respaldar ese paso crítico son exigencias más que notables. Una y otra cosa necesita de un relato apropiado para desactivar valores que impiden rebasar esa frontera tan básica; a la vez, necesita de otro que convierta esa crucial decisión en algo razonable, justo y adecuado. Determinados mitos juegan ese papel. Son mitos que matan, porque soportan la acción criminal tanto de los perpetradores como de la comunidad de muerte que los respalda, así como de la sociedad de entorno en que se produce su intervención violenta y que en alguna medida los entiende al compartir alguna parte de sus objetivos. Son creencias fuertes, de las que se derivan actitudes e interpretaciones sobre la cultura política común de esa sociedad, al punto de formularse alternativamente a esta o contender con sus postulados mediante su rechazo o su erosión. Cuando los terroristas resuelven que la violencia ya no es procedimiento adecuado para favorecer su actividad explican a su manera las razones de ese abandono, pero no dedican un instante ni cuestionan lo más mínimo esos mitos que les permitieron matar. Estos sobreviven a su violencia y siguen influyendo en la sociedad posterrorista.

De eso se habló en el XXI Seminario organizado por la Fundación Fernando Buesa en colaboración con el Instituto de Historia Social Valentín de Foronda (UPV/EHU). Se trataba de identificar qué bienes reparables hemos perdido en estos cincuenta años de terrorismo, ya que los irremediables, los que hacen a sus víctimas directas e indirectas, ya no tienen la misma solución.

Decir genéricamente que la democracia y el Estado de derecho se vieron erosionados por la acción terrorista y por las justificaciones sociales que le dieron sustento activo o comprensión pasiva es adecuado, pero un tanto evanescente, impreciso. Se entiende, pero no se acierta a ver el hecho concreto. El exmagistrado Juan Luis Ibarra tuvo el acierto de llevarnos con una situación del presente como ejemplo al meollo de la cuestión. Se refirió a la campaña que se ha desatado en las últimas semanas contra las decisiones de algunos jueces a la hora de juzgar las normas legales sobre la política lingüística y los derechos de los trabajadores o los criterios de contratación laboral. En su intervención en el seminario explicó cómo esas sentencias tenían su sentido jurídico, que no eran ni disparatadas ni malévolas, más allá de que se pueda discrepar lógicamente de ellas y de esa apreciación técnica. Sin embargo, los activistas de esa referida campaña habían descalificado a esos magistrados y los habían unificado como “enemigos del euskera”, como ajenos a la comunidad vasca, como contrarios al dictamen que ya habría establecido el Pueblo Vasco.

Es un lenguaje y una práctica social que reconocemos: la exclusión de un colectivo del marco comunitario porque se interpreta que actúa en contra de este; la conversión de la diferencia de criterio en un posicionamiento que directamente te expulsa, te hace ajeno; la conversión de un colectivo en un todo único y perverso a partir de la existencia de unos pocos casos concretos; la impugnación, en definitiva, del Estado de derecho, al tratar resoluciones judiciales como algo rechazable sin más. Incluso podría considerarse el hecho no menor de que esos jueces resuelven sobre normas elaboradas por legisladores vascos, no extraños a la comunidad.

El caso es que ese tipo de campañas fue constante en otros tiempos y, lo peor, que eran seguidas en ocasiones de la amenaza, la coacción e incluso la acción criminal. Primero se dibujaba al enemigo, individual o colectivo, y luego se le cosificaba para prepararlo para su rechazo al nivel que fuera. Una manera de intervenir socialmente que, además de evidentemente criminal en muchos casos, era en todos ellos profundamente antidemocrática porque no se limitaba a lo que permite la movilización de la opinión pública y de los intereses legítimos de colectivos y grupos, sino que colocaba al otro en la condición de enemigo ante el que todo o casi todo estaba permitido. En ocasiones perdimos para siempre el bien de la vida a través de este procedimiento de presión social inaceptable, pero en todos perdimos la esencia de la democracia como manera de relacionarse los ciudadanos que pensamos de maneras diferentes. También, lógicamente, perdió el Estado de derecho, impugnado por una supuesta mayoría popular que retenía para sí todo el bien, todo el acierto, e incluso una legitimidad confrontada y superior a este. En todos los casos, Estado de derecho y democracia eran enfrentados, sin analizar de qué manera uno y otra se relacionan, sin considerar que uno y otra son cosas diferentes, pero necesariamente complementarias en un sistema como el nuestro. Democracia fue entonces el poder sin restricción de la supuesta mayoría, complementada y legitimada en ocasiones con la práctica criminal por motivos y objetivos políticos.

En ese marco descrito, el riesgo se eleva extraordinariamente cuando semejante erosión de la democracia y del Estado de derecho trasciende de ser la opinión (o la acción) de un colectivo más o menos numeroso para ser asumida como práctica por alguna institución pública. Cuando del despotismo social se pasa a unas instituciones que lo respaldan en parte o en su conjunto, la democracia y el derecho están heridos de muerte.

La incapacidad para entrar en este importante asunto se manifestó palmaria en el revuelo creado por las palabras de Ibarra. El señuelo del euskera nubla las mentes y cualquier discusión a ese respecto. Se habla del euskera y ahí no caben circunloquios ni reservas o medias tintas, sino posiciones firmes. Y, sin embargo, Ibarra hablaba de democracia y de derecho, de la necesidad de ser defendidos ambos por encima de mayorías, modas o pasiones populares, de la necesidad de respetar la trama institucional incluso cuando esta no nos da la razón.

De esto es de lo que se habló, para concluir que sí, que efectivamente nuestra sociedad vasca ya no conoce el crimen político, pero sigue alimentando mitos y lugares comunes peligrosos, poco o nada reflexionados, que se subliman y convierten en sagrados, hasta el punto de poder justificar la exclusión de una persona o de un colectivo por pensar distinto. Se recordó de nuevo cómo esa realidad, si tiene una ventana de oportunidad y un grupo de individuos partidario de superar los límites de la humanidad, puede sostener prácticas sociales infames, las que pensábamos que habíamos superado ya para siempre. Son argumentos que sobreviven en lo más profundo de nuestra sociedad vasca. Una cuestión para preocuparnos también profundamente.