Algunos desafíos teológicos del transhumanismo

Juan Arana
Catedrático en la Universidad de Sevilla

Imagen: Distopía Mutante

Si nos distanciamos un poco de la marea de opiniones y datos, y procurando evitar contaminaciones emocionales, la impresión global que produce el desafío tranhumanista es la de un pandemónium. Tanto se dice a favor y sobre todo en contra, tanto se insta a favorecer su advenimiento o, con mayor frecuencia, a evitar la catástrofe que para muchos representa, que uno no sabe muy bien a qué carta quedarse. Sin duda mi perspectiva es parcial, puesto que cuando me invitan a participar en un encuentro sobre este asunto, la mayor parte de las voces que escucho van a la contra, con matices que varían desde la razonada condena hasta el apocalíptico anuncio de una época oscura con rasgos del Mordor de El Señor de los Anillos. Se insta al ciudadano a oponerse con todas sus fuerzas a lo que se valora como un peligro mortal. Supongo que, de haber asistido a encuentros de otro signo, habría escuchado voces que nada tendrían que ver con lamentos de Casandra. Imagino que la atmósfera allí será eufórica porque sus partidarios, lejos de presentar el transhumanismo como una distopía, ni siquiera condescienden a considerarlo una utopía, porque lo conciben más bien como una realidad ya inminente que se va a imponer con la fuerza de un tsunami. Los marxismos de finales del XIX y principios del XX reivindicaban que su socialismo no era utópico, sino científico. Con ellos concuerda la nueva moda, porque se presenta como heraldo de lo que ciencia y tecnología van a depararnos. La diferencia es que ahora se ha perdido el acento mesiánico que tanto predominaba antaño: la revolución que se anuncia no exigirá de sus promotores sacrificios sin cuento o que unas cuantas generaciones se inmolen en el altar del porvenir. No es en el campo de batalla, la agitación callejera o la huelga general revolucionaria donde se consumará lo que se interpreta como destino forzoso de la evolución planetaria. Todo lo contrario: los laboratorios, los claustros universitarios y los consejos de administración de las empresas serán los escenarios de unos cambios que se anuncian pacíficos en sus prolegómenos, aunque seguramente no así en sus consecuencias últimas. Esta vez el vuelco social no vendrá de abajo arriba, sino de arriba abajo, bien entendido que se trata de un “arriba” referido no tanto a los poderes tradicionales, como el dinero o las armas, sino al empuje de la inteligencia, de una superinteligencia que se alumbrará a sí misma pese a quien pese, se oponga quien se oponga y —supongo que habría que añadir también— la promueva quien la promueva. Lejos de resultar una esforzada epopeya, muchos enuncian la llegada del transhumanismo como un teorema, un automatismo. Si fuera así, estaríamos realmente ante el fin de la historia, y no cuando el Fukuyama lo pregonó. La única emoción estaría precisamente en el desarrollo de los preludios, que es donde supuestamente nos encontramos ahora mismo. Así pues, la cuestión no sería qué va a pasar, sino cómo y cuándo. El panorama que describo tal vez valga únicamente para la variante del transhumanismo que propongo llamar “fuerte” por analogía con la versión extrema de la inteligencia artificial. Semejante transhumanismo es una ideología mucho más radicalmente anticristiana que las que anteriormente lucharon contra el cristianismo, porque, si de alguna manera le asistiera la razón, sería absurdo que Dios se hubiera encarnado en una criatura tan efímera como el hombre. No obstante, hay aquí un punto de sorprendente convergencia: a diferencia de las revoluciones románticas (como la marxista), la transhumanista sostiene que el timón de la historia no está en manos del hombre. El cristiano sabe que está en manos de Dios y que a nosotros nos queda la alternativa de colaborar o de oponernos a un Poder que nos sobrepasa. A su vez, el transhumanista está convencido de que nadie podrá parar la rueda de la tecnociencia. Tanto da que uno pretenda acelerarla con todas sus fuerzas o que intente frenarla. Nick Bostrom es uno de los que más lúcidamente han captado este carácter presuntamente ineluctable de la profecía transhumanista, aunque luego se haga la ilusión de que es posible captar la benevolencia de la superinteligencia resultante, de suerte que no nos arrumbe como restos desechables del progreso. No es alentador pensar que sólo podemos aspirar a que lo posthumano se apiade del hombre como nosotros nos apiadamos de los orangutanes y de los osos panda. Por otra parte, resulta bastante dudoso, sobre todo cuando hasta una supermáquina de hacer clips podría borrarnos del mapa sin pestañear en el supuesto de que nuestra presencia le impidiese optimizar su producción.

Muy celebradas han sido durante demasiado tiempo las denominadas “leyes de Asimov”. Según la primera, ningún invento nuestro debiera ser programado para dañar a los humanos. Sería muy de considerar, si se tratara de formular un deseo ante una mágica hada madrina, pero, como ha puesto de relieve el propio Bostrom, no hay medio de hacer entrar en la estrecha mente de un aparato regido por inteligencia artificial —por muy evolucionada que sea— el analógico concepto de “daño” que manejamos los humanos. Cualquier intento de convertir en unívoca la difusa semántica que utilizamos desemboca en un fiasco en cuanto damos unos cuantos pasos. Al final ocurre como en el relato La pata de mono de William Jacobs: la formulación de cualquier deseo interpretada rigurosamente ad litteram se vuelve terroríficamente contra las intenciones implícitas de quien lo expresó: la desconsolada madre pide que vuelva su hijo muerto, pero quien llama a su puerta es un cadáver putrefacto y así sucesivamente. Por eso es muy necia la ingenuidad de los bienpensantes del progreso técnico. Olivier Sichel, por ejemplo, pretende que las cacareadas leyes asimovianas se graben en todos los microprocesadores y se conviertan en una especie de principio constitucional inviolable previo a cualquier otro código, cuando el propio Asimov sólo las ideó para mostrar lo problemáticas que resultaban y la cantidad de historias literariamente interesantes a que daban lugar sus efectos colaterales perversos. Es dificilísimo asumir el papel de Dios providente; de hecho, lo único seguro es que si tratamos de conseguirlo repetiremos la historia que cuenta Goethe en su balada El aprendiz de brujo. Incluso los transhumanistas más fanáticos lo sospechan con mayor o menor nitidez. Así, Ray Kurzweil expone en el libro La singularidad está cerca que la nanotecnología nos proporcionará la inmortalidad haciendo que por nuestra venas y arterias circulen microscópicos robots en lugar de glóbulos rojos y blancos. Sin embargo, tropieza a renglón seguido con el inconveniente de que nuestros organismos serán entonces mucho más vulnerables a los virus informáticos de lo que ahora mismo lo son a los biológicos. No he sacado la impresión de que consiga resolverlo. La futurología de muchos transhumanistas tiene un depósito de combustible repleto de agujeros.

Si lo hasta ahora expuesto resulta ambiguo, voy a intentar precisarlo así: el impacto de la ciencia y la tecnología sobre el ser humano y su identidad biológica va a ser enorme dentro de muy poco. Aquí está el punto fuerte de los transhumanistas. Pero, y éste es el débil, resulta incierta la posibilidad de que unos pocos círculos de poder, o unos cuantos países, o incluso la humanidad en general, controlen esos cambios y los dirijan hacia el bien común (entiéndase como se entienda eso del “bien común”). El tren del cambio va a toda máquina, pero nadie está al volante en la cabina de mando. Dentro de ella hay una melé donde muchos pugnan por hacerse con el control, sin que nadie prevalezca del todo por ahora. Una consideración mínimamente desprejuiciada de la situación es que, aún en el supuesto de que un gobierno o autoridad mundial acabara imponiéndose, los esfuerzos para mejorar este planeta están por completo en precario. Es inmensa la cantidad de alternativas que suscita la edición genética, la utilización intensiva de la inteligencia artificial, la robótica o la nanotecnología, pero casi todas son adversas al futuro de nuestra especie e incluso de cualquier otra que surja para sustituirla. El tiempo que se ha tomado la naturaleza (y tras ella Dios nuestro Señor) para lograr organismos tan bien adaptados como los mamíferos, alcanza varios miles de millones de años, y eso contando con un filtro tan eficiente como la selección natural. En agudo contraste, el destacado exponente del transhumanismo Kurzweil pretende transcender la biología en un plazo suficientemente breve como para que él mismo alcance la inmortalidad, a pesar de estar ya en la tercera edad y padecer diabetes. Desde luego, es el colmo del optimismo por no decir de la ceguera.

Podría comentar la letra pequeña y examinar los peligros e inverosimilitudes que encierran los proyectos transhumanistas. Pero esto es algo que ya se ha hecho repetidas veces. Considero bastante atinadas las objeciones de los críticos. Más cuestionable —por no decir completamente inverosímil— es la idea de accionar un interruptor y parar el experimento. Dado que ni siquiera hemos sido capaces de moderar las emisiones de CO2 y demás gases invernadero, a pesar de la casi unanimidad que hay sobre la conveniencia de hacerlo, ¿cómo podríamos conseguir frenar en seco un movimiento que en sus primeros pasos es indistinguible de la mera aspiración al mejoramiento (enhancement) de la especie? Casi nadie quiere renunciar a curar de raíz las enfermedades genéticas y de otro tipo. Todos aspiramos a ser más fuertes, más guapos, más listos y mejor integrados socialmente. El problema es que en esta línea de mejoras no se divisa ningún paradigma de virtud perfecta, ningún momento en que resulte obligado o deseable decir: “Hasta aquí y no más allá”. Para eso sería preciso poseer un concepto definido de esencia o naturaleza humana. Algunos todavía creemos en él, aunque hayamos desesperado de objetivarlo. Pero la mayoría abriga vehementes dudas y en el colectivo filosófico domina el propósito de abandonarlo.

Por consiguiente, la situación se ha vuelto aporética: hemos subido a un convoy para huir de los males que nos aquejan y obtener los bienes que anhelamos, pero no sabemos dónde convendría detenerlo, ni seríamos capaces de conseguirlo aunque cundiera la sospecha de estar al borde de crear una raza de monstruos o bien una casta de ingratos enemigos cuya primera providencia será acabar con nosotros.

Supongo que a estas alturas está ya claro que el transhumanismo fuerte no goza de mis complacencias. Pero la situación es suficientemente compleja como para desvirtuar cualquier oposición dicotómica entre “ellos” y “nosotros”. En primer lugar, resulta poco grato definirse con un “anti”. Sería preferible encontrar una identidad que fuera más allá del rechazo de algo o de alguien. Por otro lado, en el campo de los oponentes al transhumanismo están confluyendo corrientes de pensamiento y actitudes políticas que hasta ayer mismo discrepaban prácticamente en todo. Perdone el lector la vulgaridad de la expresión, pero se diría que el colectivo de los críticos más que formar un frente se ha convertido en una jaula de grillos. Por ahí se afirma seriamente que la cuestión del transhumanismo va a dar un vuelco a las vigentes divisiones partidistas. Según algunos expertos, lo de izquierdas y derechas, progresistas y conservadores, incluso materialistas y espiritualistas va a quedar trasnochado. Laurent Alexandre defiende que la confrontación entre bioconservadores y transhumanistas presidirá todo el debate político e ideológico en lo que queda de siglo. Probablemente será así, aunque a estas alturas de la historia las polarizaciones maniqueas tienen algo de infantil. No va a quedar otro remedio que afinar y buscar entre todos equilibrios y soluciones menos simplistas. A mi juicio la opción bioconservadora, que es la que en primera aproximación más me cuadra, adolece de un voluntarismo un tanto bisoño. Antes de proseguir he de reconocer que también yo he incurrido en el mismo defecto. Pero ahora considero que es un error por varios motivos. Resulta escasamente productivo apelar al sentido moral de la gente y planear la batalla como si se tratara exclusivamente de un desafío ético, o si se quiere, de una historia de buenos y malos. Contraponer el interés general al particular y los derechos del futuro a los del presente puede inspirar gestos simbólicos y despertar el altruismo de los jóvenes, pero la movilización subsiguiente tiene corto recorrido cuando topa con los intereses particulares y las urgencias del día a día. Si yo o alguien próximo a mí padecemos la desgracia de tener un hijo discapacitado o una enfermedad degenerativa, sería heroico que votásemos, a pesar de todo, por la detención de programas de investigación que nos dan alguna esperanza de solución. Aunque lo más probable sea que las cosas se tuerzan, la falta de alternativas nos animará a apostar por intentarlo, sobre todo si pensamos que serán otros los que paguen las consecuencias del fracaso. Escucharemos a quienes magnifiquen el posible provecho y minimicen el presunto riesgo.

Esto vale para todos. Por lo que se refiere a la izquierda convencional, va a tener serios problemas de adaptación a la futura coyuntura: por tradición ha luchado para alumbrar nuevos tiempos y dejar atrás un pasado de opresión; pero ahora encuentra que quienes enarbolan la bandera del progreso son los tecnócratas y capitalistas, de suerte que se ve a sí misma en la tesitura de pasar a engrosar la reacción. Allí no será bienvenida por los reaccionarios de siempre, hasta el punto de que algunos de ellos se pasarán al bando opuesto por puro afán de ir contracorriente. Transcurrirán lustros —si no decenios— antes de que se asiente al mapa sociopolítico y es de temer que entonces ya será demasiado tarde para condicionar significativamente el proceso en un sentido u otro.

Estas consideraciones tal vez resulten un tanto especulativas. No obstante, hay indicios tangibles de que los procesos de modificación de la identidad humana ya en marcha difícilmente serán detenidos. Que apunten en las direcciones propugnadas por las diversas corrientes transhumanistas es otro caso. Pero hay precedentes de procesos que guardan cierta semejanza con éste y no ha habido forma de pararlos. Los más ilustrativos y recientes son los del desarrollo del armamento nuclear y las técnicas de edición genética. No entraré en detalles, pero ambos casos concernían a cuestiones que afectaban al futuro de la humanidad, y con los dos han resultado inoperantes los esfuerzos tanto para serenar el desarrollo teórico, como para controlar las tecnologías resultantes. Con respecto al átomo, la carrera armamentística durante la segunda guerra mundial y la guerra fría impidieron que la ciudadanía tuviera arte ni parte en el negocio, pero los sabios atómicos —que sí desempeñaron un papel importante— nada hicieron por conjurar la amenaza, salvando honrosas excepciones.

Paralelamente, cuando la intervención en el genoma de microorganismos, plantas, animales y humanos empezó a ser posible por el descubrimiento del ADN recombinante, una asamblea de grandes científicos reunida en Asilomar propuso limitar, de acuerdo con ciertos parámetros, la práctica de mezclar genes de diversas especies, acuerdo que sólo de modo muy laxo fue respetado. Treinta años después aparecieron técnicas mucho más poderosas, como la Crispr-Cas9, y se convocó una reunión homóloga en Washington, que fue incapaz de acordar una moratoria comparable y decidió permitir que prosiguieran los ensayos de edición genética con embriones humanos, siempre que se evitara usarlos para provocar embarazos. Muy pronto el investigador chino He Jiankui desafió a bombo y platillo dichas recomendaciones, fabricando los primeros seres humanos a la carta. Se ha echado tierra al asunto y puesto sordina al contencioso, pero sería muy ingenuo pensar que no se va a seguir avanzando en esta dirección tan aprisa como se pueda.

No pretendo por ello que dejemos de firmar manifiestos, acudir a manifestaciones y ejercer una intensa militancia política en favor de lo que a todas luces es prudente y razonable. Defiendo en cambio que todo eso no basta, y que tampoco deberíamos conformarnos con apelar a la ética, porque hay demasiado disenso sobre lo que unos y otros consideran bueno y justo. Muchos actores relevantes no admiten otros límites que los legales y bastantes ni siquiera eso. Además, la globalización permite burlar con facilidad las leyes deslocalizando la actividad: si en este país se prohíbe determinado experimento, entonces traslado el laboratorio o la propia empresa a otra ubicación más permisiva. Como mínimo haría falta una legislación común para todo el planeta y otorgar suficiente poder coercitivo a la instancia judicial que la aplique. Sin embargo, tanto las Naciones Unidas como el Tribunal de La Haya son lastimosamente incompetentes para todo lo que tiene que ver con el enhancement o la edición genética. Lo cual es lacerante, porque no podemos esperar a mañana ni a pasado mañana para conseguirlo: tendría que haber sido para hoy o mejor aún para ayer.

Aunque el hombre corriente sabe en términos generales qué es lo correcto y qué no, lo percibe de un modo intuitivo y afectivo, no razonado. Su conocimiento también adolece de una vaguedad que naufraga en cuanto hay que entrar en detalles y distingos. Frente a la indiferencia e impotencia del ciudadano medio, existe una minoría de fanáticos del cambio desbocado que se da mucha maña para generar grupos de presión e influir en las instancias que deciden. Este núcleo de activistas ha trasferido a la tecnociencia los sentimientos que usualmente se reservaban a la religión. Alexandre lo describe así: “El evangelio de los transhumanistas se esparce como la pólvora, encadena conversiones con mucha más rapidez de la que el evangelio cristiano había podido hacer al comienzo de nuestra era. La religión transhumanista podría imponer su ley en unas décadas, sus apóstoles ya son, de hecho, los nuevos amos del mundo” (Alexandre, La guerre des intelligences, p. 71). No creo que sea para tanto ni mucho menos, pero estas palabras describen acertadamente el acento soteriológico del movimiento. Muchos desconfían de esta fiebre misticoide, pero a falta de nada mejor para dar respuesta a las grandes preguntas de la existencia, acaban prestándole apoyo. Por eso me parece imperioso someter al tribunal de la razón tanto entusiasmo y tanta vehemencia. En otras palabras, pretendo advertir que, para superar la inercia que ya se ha establecido y oponerse con eficacia al entusiasmo semirreligioso de los que todo lo fían a la llegada de lo transhumano, hay que poner en juego algo más firme que un buenismo sin nervio o una ética sin consistencia. Sólo si conseguimos vencer la presente desmoralización y restablecer nuestra fe en nosotros mismos tendremos arrestos suficientes para defendernos con eficacia.

Trataré de ir al meollo del asunto esbozando sobre la marcha una antropología de urgencia. Si el transhumanismo consigue encandilar los espíritus es porque plantea una problemática muy seria que cala hondo en las aspiraciones humanas. Jorge Luis Borges afirma con mucha finura que el atractivo de la literatura depende de suscitar en el lector el sentimiento de la inminencia de una revelación, que finalmente no llega a producirse. Desconfío de que se lleguen a materializar la mayoría de las promesas-amenazas del transhumanismo, pero desde luego han conseguido suscitar en el público el barrunto de que está a punto de abrirse paso entre nosotros un elemento de infinitud: es lo que Kurzweil llama singularidad, Bostrom superinteligencia y otros autores de distinto modo. Mas cuando se examinan con detenimiento los argumentos aportados, resulta que en el fondo poseen una estructura de pirámide invertida, la misma que tantas veces ha servido para perpetrar estafas financieras, aunque no pretendo acusar a nadie de engaño premeditado. ¿No les suena la cantinela? Si se diera la posibilidad de multiplicar sistemáticamente por dos, por tres o por cuatro las ganancias de cada inversión en el campo del conocimiento y las reinvirtiéramos íntegras una y otra vez, al cabo de cincuenta o sesenta ciclos nos veríamos tan repletos de conocimiento como ahítos de arroz aquel inventor del ajedrez que pidió como premio por su invento un granito en la primera casilla, dos en la segunda y así sucesivamente hasta la 64. Ni siquiera se detienen ahí los profetas del nuevo credo, puesto que se proponen doblar su apuesta, no 64 veces, sino todas las que el tiempo y el espacio cósmico den de sí. Frank Tipler escribió hace ya tiempo un libro precursor del transhumanismo fuerte, titulado Física de la inmortalidad. En él, después de reducir a una determinada cantidad de bits cada una de las existencias humanas, emprendía una loca carrera para preservar y potenciar esa información, lo que implicaba expropiar toda la materia y energía disponibles para construir y mantener activos los correspondientes repositorios. Proyectaba algo así como un agujero negro para acumular datos, que acabaría devorando el planeta, el sistema solar, la galaxia y por último el resto del universo.

¿Qué consecuencia conviene extraer de estas elucubraciones? Es natural que se dispare hasta límites inimaginables el coste de una actividad asimilable a la divinización. Cuando abre un horizonte escatológico, el transhumanista preconiza transformar la progenie posthumana en una instancia infinitamente sabia y poderosa. De manera no muy diferente, algunos pagan los altos réditos que han prometido a sus inversores con capitales aportados por nuevos clientes a quienes atraen con el mismo señuelo. El negocio podría prolongarse indefinidamente si el número de tontos con dinero fuera infinito. Ni el hombre ni el planeta Tierra dan para tanto y ése es el punto flaco del proyecto transhumanista. Sus valedores lo ocultan pronosticando para el porvenir cosechas inagotables de maravillas tecnocientíficas. Si los que montan chiringuitos financieros consiguieran persuadir a sus víctimas de que, en lugar de doblar lo puesto al cabo de un año, aceptaran la promesa de centuplicarlo al cabo de veinte, podrían acabar sus días en palacios de oro y marfil y no en prisiones de alta seguridad.

En realidad, la suerte de esta clase de desafíos depende de la cantidad y duración de la fe que suscitan. Los transhumanistas apelan a cuatro factores para apuntalarla: biología molecular, robótica, nanotecnología y ciencias de la computación. La biología molecular no deja de ser una caja de sorpresas que en cualquier momento se puede convertir en caja de Pandora, como nos ha ocurrido últimamente con el SARS-CoV-2. Los progresos en robótica son mucho más lentos y costosos de lo que sus promotores aseguraron, de manera que los grupos inversores más avispados están abandonando este tipo de negocio, como hizo Google al vender en 2017 su filial robótica Boston Dynamics al multimillonario japonés Masayoshi Son. La nanotecnología avanza ciertamente con rapidez, pero todavía le queda un larguísimo camino por recorrer y por desgracia su susceptibilidad a virus y ataques informáticos, así como el peligro de que los usuarios sean infectados por entes microscópicos con aptitud autorreproductiva, los convierte en una amenaza potencial tan grave como la proveniente del frente biológico. Las ciencias computacionales son las que mejor secundan las esperanzas de los adheridos a la nueva fe, gracias a la insólita persistencia de la ley de Moore: desde hace 50 años la potencia de cálculo ha aumentado y su coste disminuido a un ritmo exponencial. Pero han surgido serias dudas de que esta desmesura pueda mantenerse mucho tiempo. La confianza del mismo Moore flaqueó en 2010, e Intel, principal fabricante de microprocesadores, sólo la alarga hasta 2023. Al parecer, los procesadores de 7 nanómetros tienen el tamaño mínimo alcanzable y según el jefe de desarrollo de la firma, Simon Viñals, “estamos muy cerca de los límites físicos y químicos posibles”.

En resumidas cuentas, la pretensión de adornar la raza humana (o la posthumana) con atributos propios de la Divinidad está condenada al fracaso según cualquier presupuesto razonable que merezca ser tenido en cuenta. Queda por decidir si al menos es alcanzable la meta del superhombre. En el supuesto de que lo sea, habría que averiguar si tal superhombre seguirá siendo humano en algún sentido, así como si tendrá hacia los simplemente humanos una actitud amistosa u hostil. Llevar la discusión a este terreno supone un recorte drástico en las ambiciones de muchos transhumanistas. También corta las alas a las pretensiones revolucionarias del movimiento. Porque, al fin y al cabo, en ciertos aspectos (esperanza de vida, energía disponible per capita, capacidad de comunicación y desplazamiento, etc.), ya somos superhombres en comparación con nuestros abuelos. Bien es verdad que, si atendemos a otras cualidades (coraje, laboriosidad, capacidad de sufrimiento), más bien nos estamos degradando a infrahombres frente a ellos. Dejando eso a un lado, es tolerable suponer que seguirá aumentado la esperanza de vida y la capacidad de comunicación. Más dudoso es que lo haga la cantidad de desplazamientos o la energía disponible per cápita, aunque es de esperar que sepamos administrar mejor unos y otra, y que encontremos fórmulas para encarrilar el problema ecológico. Por tanto, no es descabellado anticipar que los que nos sucedan serán en comparación con nosotros superhombres, o por lo menos superhombrecitos. Lo problemático es que sean hijos o nietos nuestros en sentido biológico. Parco consuelo sería alegar que en todo caso serán posthumanos. Al fin y al cabo, tampoco nosotros nos tenemos por postsimiescos. Es innecesario apelar a la ciencia-ficción para arriesgar pronósticos al respecto. No parece que la amenaza más directa a la persistencia de las ideas de paternidad y maternidad venga por el lado de los cyborgs o los robocops: las dificultades para conectar lo biológico con lo robótico y lo electrónico son demasiado grandes para que por ahí vaya a abrirse una línea de progreso indefinido. Marvin Minsky, santón de la inteligencia artificial fuerte que por su reciente fallecimiento tampoco logró avistar la tierra prometida por el transhumanismo, ya advertía que los sistemas genéticos no fueron diseñados para soportar un mantenimiento a muy largo plazo. Las promesas —o amenazas— de relevo viene más bien por otros lados: la creación de superordenadores autosuficientes y la modificación del genoma humano mediante edición genética hasta el punto de que nuestros retoños se vuelvan irreconocibles y superen la barrera que separa las especies.

Por otro lado, en el caso del hombre no está nada claro que la perspectiva biológico-evolutiva lo abarque absolutamente todo, ni parece legítimo excluir que en su origen haya habido una solución de continuidad, puesto que tanto lo mental como lo cultural no tienen prácticamente ningún parangón en las restantes formas vivientes.

Desde el punto de vista filosófico, el transhumanismo no inquietará en serio a quien sostenga la tesis de que en el hombre hay aspectos que no se dejan explicar con los procedimientos de las ciencias de la naturaleza. Cuando se parte del supuesto o se llega de alguna manera a la conclusión de que hay en el hombre un principio espiritual, toda la empresa transhumanista se convierte en una quimera desprovista de sentido. Por consiguiente, aceptar una óptica materialista es indispensable para dar vía libre al proyecto transhumanista. Se trata al fin y al cabo de despiezar la realidad humana, para primero igualarla y luego superarla con ayuda de la biología molecular o de otros medios. Por eso no está demasiado claro cómo se puede ser materialista y a la vez impugnar el transhumanismo, dado que el materialismo defiende que en definitiva todo lo humano es perfectamente explicable por la ciencia de hoy o de mañana. Ahora bien, si ésta fuera capaz de hacerlo, ¿por qué no lo sería también de emularlo e incluso superarlo? Las objeciones de los naturalistas opuestos al transhumanismo tienden más bien a subrayar lo remoto de su ideal, el estado relativamente atrasado de la ciencia presente, los costes faraónicos del proyecto, los riesgos que conlleva, lo inoportuno de querer forzar la marcha de la tecnociencia con objetivos desmedidamente exigentes, la injusticia de proponer metas que a lo sumo estarán al alcance de los países ricos o de las clases acomodadas, etc. Razones en definitiva prudenciales, económicas, políticas o de igualdad social, pero no alegaciones relativas a la imposibilidad misma de la empresa, ni objeciones éticas de fondo. Para el materialismo no existe en el hombre ningún factor o elemento de superior categoría que determine diferencias insalvables con respecto al resto de los seres naturales, animados o inanimados. Por eso hay que reconocer la coherencia de Peter Singer cuando afirma que no ve por qué ha de tener más derechos un niño recién nacido que un cerdo adulto. Tampoco pretendo afirmar que todos los naturalistas deberían afiliarse sin dudarlo al transhumanismo fuerte. Pero dudo de que sean capaces de asentar sus reservas sobre otras consideraciones que las de tiempo, costes y justicia distributiva.

En cambio, el no naturalista, como por ejemplo yo mismo, debe llegar mucho más lejos y poner en servicio medios de refutación más vigorosos. Lo cual no significa que tenga que defender la superioridad de los seres humanos sobre las producciones de la tecnociencia desde cualquier punto de vista. Es obvio que una calculadora de bolsillo suma mejor que el campeón mundial de cálculo mental, y que un simple pendrive supera en retentiva a Funes el memorioso. Lo único indispensable es conseguir argumentar con éxito que hay algo en el hombre que definitivamente está fuera del alcance de la ciencia natural presente y por venir, algo —añadiría— que no resulte extremadamente recóndito o sutil y que, además, sirva para asentar la identidad del existente humano de forma que marque distancias insalvables con el resto de habitantes conocidos del cosmos y con las presumibles conquistas de la ciencia venidera.

Ocioso añadir que no presumo de original. La originalidad es muy conveniente en arte y literatura, pero en filosofía está sobrevalorada. Lo cual tampoco justifica que nos conformemos con repetir lo que otros dijeron. Por ejemplo, discrepo de los que asientan la especificidad irrepetible del hombre en la razón, el entendimiento, la voluntad o incluso la afectividad. Son, por supuesto, atributos que se dan en nuestra especie con acentos propios muy peculiares. Sin embargo, encuentro que los demás vivientes y muchos artefactos técnicos poseen características que están al menos lejanamente emparentadas con las nuestras. Por ello hay base suficiente para alentar la comparación, la explicación y llegado el caso la suplantación. No tendría sentido siquiera formular la pregunta de si las máquinas pueden pensar en caso de que las máquinas no fuesen de algún modo “racionales” (a mi juicio el problema es que incluso lo son demasiado). También es perfectamente conforme a razón el modo en que el predador acecha a su presa y se abalanza sobre ella. Para convencerse de que los animales tienen afectos basta con mirar a mamá tigresa dando lengüetazos a sus cachorros. ¿Quién podría dudar de que hay algo parecido a la voluntad en la tenaz persecución que efectúa una manada de lobos hambrientos? Y cualquiera que tenga un perro percibe que hay cantidad de cosas que éste entiende. Podríamos sin embargo matizar que animales y cosas no razonan, entienden, quieren o sienten como nosotros. Aceptaré con gusto que se me acuse de racista en este sentido. Sostengo que la raza humana es diferente. De paso advierto que este es el punto sobre el que gravita el presente alegato. No soy vitalista ni veo objeciones de principio para intentar una naturalización completa de animales y plantas. Pero en el caso del hombre la naturalización (esto es, la explicación científico-natural) se estanca porque hay en él algo que lo impide. Sacamos los pies de la física (y de la biología) no cuando razonamos, sino al razonar conscientemente; no cuando entendemos, sino al entender conscientemente; no cuando queremos, sino al querer conscientemente; no cuando percibimos o sentimos, sino única y exclusivamente al sentir o percibir, una vez más, conscientemente. Se me ha replicado que también las máquinas y los animales pueden ser conscientes, e incluso autoconscientes, por lo menos las que son suficientemente complejas o los que están suficientemente evolucionados. Puede que así sea así se otorga a la palabra “conciencia” un alcance meramente cognitivo: como uno sólo es consciente de lo que sabe, parece que cualquiera que sepa ya es consciente. Pero en tal caso la palabra “consciente” sería un mero pleonasmo: “sé esto y aquello, ergo soy consciente de esto o aquello”; “miro mi imagen en el espejo y conozco que ese es mi cuerpo, ergo soy autoconsciente”, etc.

Sin embargo, la palabra “conciencia” también tiene según el diccionario de la Real Academia otras connotaciones. Resulta que la pregonada autoconciencia de algunos robots consiste en mover una de sus piezas según cierto patrón e identificar en el campo visual de la cámara adosada qué objeto se mueve con idéntica pauta. Como se meta de por medio un imitador, puede producirse una escisión en la personalidad de la máquina. Lo que diferencia la genuina conciencia de la meramente sucedánea es que ésta última requiere un segundo acto suplementario de conocimiento, mientras que en la cabal un solo y único acto otorga conocimiento y, concomitantemente, conciencia. Por eso la conciencia no presupone dualismo de ningún tipo. Sólo hay en el hombre una única sustancia, la cual “sabe”, como las demás sustancias, pero además “sabe que sabe” sin necesidad de desdoblarse, reduplicarse o de que se pose sobre ella una lengua de fuego. Sencillamente, de algún modo se ha vuelto autotransparente; es capaz de referir a sí todo lo que le ocurre, en la medida —claro— que persista su conciencia. Porque no es obligado que lo haga. Podemos decir, parafraseando a Churchill (él lo refería a la acción de fumar): “dejar de ser conscientes es lo más fácil del mundo: constantemente lo estamos haciendo”.

¿Cómo sé que los animales y las supercomputadoras carecen de genuina conciencia? Bueno, la verdad es que no lo sé; tampoco poseo una evidencia incontrovertible de que todos y cada uno de mis posibles lectores la tengan. Sólo estoy apodícticamente seguro de la mía y conjeturo que cada uno de los que lean esto lo está de la suya. Por supuesto que tanto ustedes como yo nos arriesgamos a apostar que también acompaña a cualquier interlocutor capaz de sostener con nosotros una breve charla personal. Para todo lo referente a las conciencias ajenas estamos obligados a juzgar por analogía.

A priori, tener un sistema nervioso muy desarrollado o una circuitería electrónica de primer nivel no garantiza, aunque por supuesto tampoco estorba, la emergencia de la conciencia. El cerebro o la red neuronal sirven tan solo para sostener la conexión de la conciencia con el mundo, evidenciar su presencia, facilitar la comunicación con otras conciencias y extraer de ella el máximo provecho. Por lo demás ¿quién sabe? A lo mejor son conscientes hasta las piedras, aunque no haya forma de comunicarse con ellas ni por ende de comprobarlo. Como carecen de boca para hablar y orejas para escuchar, su hipotética conciencia se vería constreñida a efectuar un monólogo solipsista, eso sí, muy metafísico. Tampoco los vivientes no humanos (chimpancés incluidos) han dado hasta el momento signos inequívocos de la autotransparencia requerida para tener una conciencia como la humana.

Independientemente de quién la tiene y quién no, lo que afirmo categóricamente es que la conciencia misma no es explicable por la ciencia pasada, presente o futura, ni por tanto naturalizable, ni por tanto incluible a la agenda de un proyecto transhumanista. ¿Por qué lo aseguro con tanto aplomo? Porque la ciencia es objetiva, o sea, trabaja con objetividades, conceptos, experimentos, evidencias, pruebas, teoremas, teorías, productos mentales que se muestran sin dobleces ni dobles fondos. Esa misma objetividad de la ciencia (entendida como producto y no como acción que los seres humanos llevan a cabo) impide que sus contenidos vuelvan sobre sí para contemplarse de reojo. Ni siquiera les permite conceptuar objetivamente la experiencia de ser conscientes de sí. Los contenidos de la ciencia pueden y deben ser reflexionados, pero tal reflexión no la ejerce la propia ciencia, sino el científico mediante actos ulteriores de objetivación, para lo cual está habilitado, precisamente porque él sí tiene conciencia, mientras que cualquier ciencia digna de tal nombre está perfectamente libre de contaminaciones subjetivas. La conciencia en cuanto conciencia no forma parte de los contenidos de la ciencia, precisamente porque constituye su primera condición de posibilidad.Es la conciencia la que da lugar a la ciencia y no al revés.

La conciencia, ya lo he dicho, no tiene nada que ver con una segunda sustancia (llamémosla espiritual) sobrepuesta a otra previa (digamos corpórea). No. La conciencia es en el hombre algo sobrevenido (por eso tardamos en adquirirla y la perdemos tan fácilmente). Lo único esencial al hombre es la aptitud para alcanzarla cuando se den las condiciones precisas, algunas de las cuales son bien corpóreas. Aun contando con todas estas limitaciones, tanto más importante resulta que lo humano la contemple como facultad, porque gracias a ella se consigue nada menos que espiritualizar la sustancia matriz, abrir una nueva dimensión en el viviente, hacer que surja el yo, lo subjetivo. La conciencia trasciende a lo meramente cognitivo; es un autoconocimiento que convierte en yo a su propietario. Su ejercicio permite que el sujeto en cuestión tome posesión de sí, adquiera ese autodominio que llamamos libertad, aunque no es indispensable que sea pleno. Este tipo de libertad es el único que lo es incondicionadamente y tiene poco que ver con otras formas de pseudolibertad con las que tanto han fantaseado autores materialistas desde Hobbes hasta Dennett. La conciencia permite que en el terreno mismo de lo objetivo aflore lo subjetivo, pero no para perderse en una narcisista contemplación de su propia excelsitud, sino tan solo como concomitante añadido que enaltece lo que de por sí era mera cosa. Se diría entonces que el yo humano paga el precio de la dignidad que porta a través de su insuperable dependencia: no es un yo absoluto, ni tampoco un yo subsistente. Es el yo (con minúscula) de un cuerpo, está sometido a todas las hipotecas de la materia, precisa de la actividad neuronal y de delicados equilibrios fisiológicos para que su presencia se mantenga. En todo su recorrido vital sigue estando al servicio del organismo que cualifica. Realiza un constante ejercicio de funambulismo en orden a superar todas las mediaciones físicas que lo atenazan y abrir el horizonte ético de la libre disposición de sí y el horizonte religioso de saberse criatura que de alguna manera es un pálido reflejo de su Creador. Entiéndase que la libertad no es atributo de la conciencia: pertenece a la sustancia que la porta, en nuestro caso, al todo orgánico y consciente que somos. La conciencia, en otras palabras, es lo que nos hace libres convirtiéndonos de un solo golpe, a través de un solo y mismo acto, en sujetos del conocimiento reflexivo y sujetos de la acción moral voluntaria. El dualismo interaccionista que tantos dolores de cabeza ha causado a las cabezas pensantes de todas las épocas no sólo es un error, es un planteamiento vicioso que abandona lo corpóreo en brazos del determinismo físico, abonando el terreno del materialismo clásico y el naturalismo, que es su versión renovada.

A pesar de lo enrevesado de mi discurso, pretendo haberme mantenido lejos del terreno especulativo. Como filósofo soy más bien empirista, pero gracias entre otros a Agustín de Hipona y René Descartes hemos aprendido que la presencia dentro de nosotros de un elemento subjetivo es una evidencia empírica incontrovertible. Merced entre otros a Leibniz sabemos que dicho elemento es radicalmente refractario al tipo de explicación objetiva que proporciona la ciencia natural. Y este es un obstáculo que el transhumanismo nunca podrá superar, en la misma medida que continúe ateniéndose a los recursos de la física, la química o la biología. Enunciándolo del modo más tajante y menos matizado posible, la conciencia es y seguirá siendo para la ciencia un factum irrecusable y un misterio inabordable, por la sencilla razón de que no es posible construir sujetos utilizando objetos como materia prima. A modo de experimento mental podríamos conjeturar que llegaremos a ser capaces de reconstruir molécula a molécula todo el sistema nervioso humano. También que conseguiremos incrementar por medio de ingeniería genética la eficacia de los circuitos neuronales, la agudeza de los órganos sensitivos y la robustez de la constitución psicosomática, y que así lograremos fabricar, no ya homúnculos como Paracelso, sino portentosos engendros, como el doctor Frankenstein. Pero que en tales supuestos la criatura resultante genere conciencia es algo tan incierto como resolver el enigma de por qué la tenemos los humanos. La perspectiva teológica es a mi juicio la única capaz de aportar alguna luz al respecto, pero por mi parte tengo que ceñirme a la filosófica. Y la filosofía, al igual que la ciencia, se ve obligada a declarar el ignoramus et ignorabimus. En cambio, sí sabemos perfectamente ahora mismo cómo cegar las ignotas fuentes de la conciencia idiotizando las mentes o descerebrando los cuerpos. Lo más probable es que, si seguimos tocando teclas al azar dentro del cerebro, enredando ad libitum con los genes o suplantando sin ton ni son la acción humana por sistemas computacionales sin alma, en lugar de una pléyade de superconciencias consigamos obtener un páramo desierto de cualquier rastro consciente. Ojalá que tal cosa no ocurra nunca, pero lamentablemente no será por haber dejado de intentarlo.

Bibliografía, notas y fuentes:

Laurent Alexandre, La guerre des intelligences. Comment l’Intelligence Artificielle va révolutionner l’éducation, Paris, JCLattès, 2019.

Nick Bostrom. Superinteligencia. Caminos, peligros, estrategias, Zaragoza, Teell Editorial, 2016.

Antonio Diéguez, Transhumanismo. La búsqueda tecnológica del mejoramiento humano, Barcelona, Herder, 2017.

Francis Fukuyama, Our Posthuman Future. Consequences of the Biotechnology Revolution, London, Profile Books, 2002.

Ray Kurzweil, La singularidad está cerca. Cuando los humanos transcendamos la biología, Berlin, Lola Books, 2012.

Marvin Minsky, “¿Serán los robots quienes hereden la Tierra? Así será, pues la nanotecnología permitirá crear cuerpos y cerebros de repuesto. Entonces viviremos más, poseeremos mayor sabiduría y gozaremos de facultades inimaginadas”, en Investigación y Ciencia, diciembre 1994, pp. 86-92.

Peter Singer, Ética práctica, Barcelona, Ariel, 1998.